Miguel De Cervantes
Obras Completas De Miguel De Cervantes
Sexto y último libro de Galatea
El Ingenioso Hidalgo Don Quijote De La Mancha
El Ingenioso Caballero Don Quijote De La Mancha
Los Trabajos De Persiles Y Sigismunda
Capítulo segundo del libro primero
Capítulo tercero del primer libro
Capítulo cuarto del libro primero
Capítulo séptimo del primer libro
Capítulo onceno del primer libro
Capítulo doce del primer libro
Capítulo catorce del primer libro
Capítulo quince del primer libro desta grande historia
Capítulo diez y seis del primer libro de Persiles y Sigismunda
Capítulo diez y siete del primer libro
Capítulo diez y ocho del primer libro
Capítulo diez y nueve del primero libro
Capítulo veinte y uno del primer libro de Los Trabajos de Persiles y Sigismunda
Capítulo segundo del segundo libro
Capítulo tercero del segundo libro
Capítulo cuarto del segundo libro
Capítulo quinto del segundo libro
Capítulo sexto del segundo libro
Capítulo séptimo del segundo libro
Capítulo séptimo del segundo libro
Capítulo octavo del segundo libro
Capítulo nueve del segundo libro
Capítulo décimo del segundo libro
Capítulo once del segundo libro
Capítulo doce del segundo libro
Capítulo trece del segundo libro
Capítulo catorce del segundo libro
Capítulo quince del segundo libro
Capítulo diez y seis del segundo libro
Capítulo diez y siete del segundo libro
Capítulo diez y ocho del segundo libro
Capítulo diez y nueve del segundo libro
Capítulo veinte del segundo libro
Capítulo ventiuno del segundo libro
Capítulo primero del libro tercero
Capítulo segundo del tercer libro
Capítulo tercero del tercer libro
Capítulo cuarto del tercero libro
Capítulo quinto del tercero libro
Capítulo sexto del tercero libro
Capítulo sétimo del tercero libro
Capítulo octavo del tercero libro
Capítulo nono del tercer libro
Capítulo décimo del tercero libro
Capítulo once del tercer libro
Capítulo doce del tercero libro
Capítulo trece del tercero libro
Capítulo catorce del tercero libro
Capítulo quince del tercero libro
Capítulo diez y seis del tercero libro
Capítulo diez y siete del tercer libro
Capítulo diez y ocho del tercer libro
Capítulo diez y nueve del tercero libro
Capítulo veinte del tercero libro
Capítulo ventiuno del tercero libro
Capítulo primero del cuarto libro
Capítulo segundo del cuarto libro
Capítulo tercero del cuarto libro
Capítulo cuarto del cuarto libro
Capítulo quinto del cuarto libro
Capítulo sexto del cuarto libro
Capítulo séptimo del cuarto libro
Capítulo octavo del cuarto libro
Capítulo nono del cuarto libro
Capítulo diez del cuarto libro
Capítulo once del cuarto libro
Capítulo doce del cuarto libro
Capítulo trece del cuarto libro
Capítulo catorce del cuarto libro
La Elección De Los Alcaldes De Daganzo
Soneto de Miguel de Cervantes a la reina Doña Isabel 2ª
Cuatro redondillas castellanas a la muerte de Su Majestad
Soneto de Miguel de Cervantes, gentilhombre español, en loor del autor
Del mismo, en alabanza de la presente obra
De Miguel de Cervantes, captivo, a M. Vázquez, mi señor
Soneto de Miguel de Cervantes al autor
Redondillas de Miguel de Cervantes al hábito de Fray Pedro de Padilla
Miguel de Cervantes a Fray Pedro de Padilla
Soneto al mismo santo, de Miguel de Cervantes
De Miguel de Cervantes en loor del autor y de su obra
De Miguel de Cervantes, soneto
De Miguel de Cervantes, soneto
Al dotor Francisco Díaz, de Miguel de Cervantes, soneto
Del mismo, canción segunda, de la pérdida de la armada que fue a Inglaterra
De Miguel de Cervantes Saavedra, soneto
Al túmulo del rey que se hizo en Sevilla
Unas décimas que compuso Miguel de Cervantes
Miguel de Cervantes a don Diego de Mendoza y a su fama
Miguel de Cervantes, al secretario Gabriel Pérez del Barrio Angulo
Soneto a don Diego Rosel y Fuenllana, inventor de nuevos artes, hecho por Miguel de Cervantes
De Miguel de Cervantes, a los éxtasis de nuestra beata madre Teresa de Jesús
De Miguel de Cervantes Saavedra
Al túmulo del rey Felipe II en Sevilla
D. Augustini de Casanate Rojas
Capítulo primero del Viaje del Parnaso
Del Viaje del Parnaso, capítulo segundo
Del Viaje del Parnaso, capítulo tercero
Del Viaje del Parnaso, capítulo cuarto
Del Viaje del Parnaso, capítulo quinto
Del Viaje del Parnaso, capítulo sexto
Del Viaje del Parnaso, capítulo sétimo
Del Viaje del Parnaso, capítulo octavo
Lista de Obras de Cervantes
-
Novelas
-
LA GALATEA
-
EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA
-
EL INGENIOSO CABALLERO DON QUIJOTE DE LA MANCHA
-
LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA
-
Novela cortas
-
NOVELAS EJEMPLARES
-
Teatro
-
EL TRATO DE ARGEL
-
LA NUMANCIA
-
EL GALLARDO ESPAÑOL
-
LA CASA DE LOS CELOS
-
LOS BAÑOS DE ARGEL
-
EL RUFIÁN DICHOSO
-
LA GRAN SULTANA
-
EL LABERINTO DE AMOR
-
LA ENTRETENIDA
-
PEDRO DE URDEMALAS
-
EL JUEZ DE LOS DIVORCIOS
-
EL RUFIÁN VIUDO
-
LA ELECCIÓN DE LOS ALCALDES DE DAGANZO
-
LA GUARDA CUIDADOSA
-
EL VIZCAÍNO FINGIDO
-
EL RETABLO DE LAS MARAVILLAS
-
LA CUEVA DE SALAMANCA
-
EL VIEJO CELOSO
-
Poesía
-
POESÍAS SUELTAS
-
VIAJE DEL PARNASO
-
LISTA DE POEMAS EN ORDEN CRONOLÓGICO
-
LISTA DE POEMAS EN ORDEN ALFABÉTICO
Novelas
La Galatea
Índice
-
Curiosos lectores
-
Primero libro de Galatea
-
Segundo libro de Galatea
-
Tercero libro de Galatea
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Cuarto libro de Galatea
-
Quinto libro de Galatea
-
Sexto y último libro de Galatea
Tasa
Yo, Miguel de Ondarza Zavala, escribano de Cámara de Su Majestad, de los que residen en el su Consejo, doy fe que, habiéndose visto por los dichos señores del Consejo un libro que con privilegio real imprimió Miguel de Cervantes, intitulado Los seis libros de Galatea, tasaron a tres maravedís el pliego escripto en molde, para que sin pena alguna se pueda vender. Y mandaron que esta tasa se ponga al principio de cada volumen de los que ansí fueren impresos, para que no se exceda dello; y, en fe dello, lo firmé de mi nombre. Fecha en Madrid, a trece días del mes de marzo de mil y quinientos y ochenta y cinco años.
Miguel de Ondarza Zavala.
Erratas
Folio 2, página 2, línea 1: la desdeñaba, le desdeñaba; folio 3, página 1, línea 8: tal mala, tan mala; folio 20, página 2, línea 9: acababan, acababa; folio 25, página 1, línea 14: sus a padres, a sus padres; folio 29, página 2, línea 15: esfogado, desfogado; folio 69, página 2, línea última: por toda, por todo; folio 90, página 1, línea penúltima: valla, allá; folio 90, página 2, línea 10: ne se diese, no se diese; folio 93, página 2, línea 5: que tan doloroso, que en tan doloroso; folio 98, página 2, línea 1: no da la luz, no da luz; folio 105, página 2, línea 18: se hallase, me hallase; folio 107, página 1, línea 2: acordara, acobardara; folio 119, página 1, línea 11: ePro, Pero; folio 138, página 1, línea penúltima: no pudo, no puedo; folio 144, página 1, línea 4: tierra, tierna; folio 147, página 1, línea 2: flor tierra, flor tierna; folio 203, página 2, línea 22: derriban, derivan; folio 214, página 1, línea 13: deleitar, dilatar; folio 219, página 1, línea 4: alegar, alegra; folio 221, página 1, línea 5: creer que, creer lo que; folio 223, página 1, línea 14: es gusto, es justo; folio 229, página 1, línea 17: al te adora, al que te adora; folio 262, página 2, línea 8: ímpelu, ímpetu; folio 278, página 1, línea 19: valeroso amo, valeroso ánimo; folio 330, página 2, línea 2: Y así, Y si; folio 335, página 1, línea 2: León el que, León es el que; folio 339, página 1, línea 10: Romero, Romeo; folio 343, página 1, línea 14: sin las obras, sin las sombras; folio 344, página 1, línea 16: un fin hermoso, si un fin hermoso; folio 354, página 2, línea 5: desechas, endechas; folio 355, página 1, tras el verso 5: di este, anchas, cortas y extendidas; folio 362, página 2, línea 1: ardiente, ardientes; folio 193, página 1, línea 13: después que dice el oro, el brocado, diga que sobre nuestros cuerpos echamos. Como, &c.
Yo, el licenciado Várez de Castro, corrector por Su Majestad en esta Universidad de Alcalá, vi este libro, intitulado Primera parte de la Galatea, y le hallé bien impreso conforme a su original, sacadas las erratas arriba dichas; y por la verdad, di ésta, firmada de mi nombre. Fecha hoy, postrero de febrero de ochenta y cinco años.
El licenciado Várez de Castro.
Aprobación
Por mandado de los señores del Real Consejo, he visto este libro, intitulado Los seis libros de Galatea, y lo que me parece es que se puede y debe imprimir, atento a ser tratado apacible y de mucho ingenio, sin perjuicio de nadie, así la prosa como el verso; antes, por ser libro provechoso, de muy casto estilo, buen romance y galana invención, sin tener cosa malsonante, deshonesta ni contraria a buenas costumbres, se le puede dar al autor, en premio de su trabajo, el privilegio y licencia que pide. Fecha en Madrid, a primero de febrero de MDLXXXIIII.
Lucas Gracián de Antisco.
El rey
Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes, estante en nuestra Corte, nos ha sido hecha relación que vos habíades compuesto un libro intitulado Galatea, en verso y en prosa castellano, y que os había costado mucho trabajo y estudio, por ser obra de mucho ingenio, suplicándonos os mandásemos dar licencia para lo poder imprimir, y privilegio por doce años, o como la nuestra merced fuese; lo cual visto por los del nuestro Consejo, y como por su mandado se hizo en el dicho libro la diligencia que la pregmática por nos ahora nuevamente hecha sobre ello dispone, fue acordado que debíamos mandar dar esta nuestra cédula para vos en la dicha razón, e nos tuvímoslo por bien, por lo cual vos damos licencia y facultad para que, por tiempo de diez años primeros siguientes, que corren y se cuentan desde el día de la data della, vos, o la persona que vuestro poder hubiere, podáis imprimir y vender el dicho libro, que desuso se hace mención, en estos nuestros reinos. Y por la presente damos licencia y facultad a cualquier impresor dellos que vos nombráredes para que por esta vez le pueda imprimir por el original que en el nuestro Consejo se vio, que van rubricadas las planas y firmado al fin dél de Miguel de Ondarza Zavala, nuestro escribano de Cámara de los que en el nuestro Consejo residen; y con que, antes que se venda, le traigáis al nuestro Consejo, juntamente con el original, para que se vea si la dicha impresión está conforme a él, o trayáis fe en pública forma en cómo por el corretor nombrado por nuestro mandado se vio y corrigió la dicha impresión con el original, y se imprimió conforme a él, y quedan asimismo impresas las erratas por él apuntadas para cada un libro de los que así fueren impresos; y tase el precio que por cada volumen hubiéredes de haber, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas en la dicha pregmática y leyes de nuestros reinos. Y mandamos que, durante el dicho tiempo, persona alguna, sin vuestra licencia, no lo pueda imprimir, so pena que el que le imprimiere o vendiere en estos nuestros reinos haya perdido y pierda todos y cualesquier libros y moldes que dél tuviere y vendiere; y más, incurra en pena de cincuenta mil maravedís: la tercera parte para el denunciador, y la otra tercera parte para la nuestra Cámara, y la otra tercera parte para el juez que lo sentenciare. Y mandamos a los del nuestro Consejo, presidentes, oidores de las nuestras audiencias, alcaldes, alguaciles de la nuestra Casa y Corte y chancillerías, y a todos los corregidores, asistentes, gobernadores, alcaldes mayores y ordinarios, y otros jueces y justicias cualesquier de todas las ciudades, villas y lugares de nuestros reinos y señoríos, así a los que ahora son como los que serán de aquí adelante, que vos guarden y cumplan esta cédula y merced que así vos hacemos, y contra el tenor y forma della no vayan ni pasen en manera alguna, so pena de la nuestra merced y de diez mil maravedís para la nuestra Cámara. Fecha en Madrid, a XXII días del mes de febrero de mil y quinientos y ochenta y cuatro años.
Yo, el rey.
Por mandado de Su Majestad:
Antonio de Eraso.
Dedicatoria
Al Ilustrísimo señor Ascanio Colona,
abad de Sancta Sofía.
Ha podido tanto conmigo el valor de V. S. Ilustrísima, que me ha quitado el miedo que, con razón, debiera tener en osar ofrescerle estas primicias de mi corto ingenio. Mas, considerando que el estremado de V. S. Ilustrísima no sólo vino a España para ilustrar las mejores universidades della, sino también para ser norte por donde se encaminen los que alguna virtuosa sciencia profesan, especialmente los que en la de la poesía se ejercitan, no he querido perder la ocasión de seguir esta guía, pues sé que en ella y por ella todos hallan seguro puerto y favorable acogimiento. Hágale V. S. Ilustrísima bueno a mi deseo, el cual envío delante, para dar algún ser a este mi pequeño servicio. Y si por esto no lo meresciere, merézcalo, a lo menos, por haber seguido algunos años las vencedoras banderas de aquel sol de la milicia que ayer nos quitó el cielo delante de los ojos, pero no de la memoria de aquellos que procuran tenerla de cosas dignas della, que fue el Excelentísimo padre de V. S. Ilustrísima. Juntando a esto el efecto de reverencia que hacían en mi ánimo las cosas que, como en profecía, oí muchas veces decir de V. S. Ilustrísima al cardenal de Aquaviva, siendo yo su camarero en Roma, las cuales ahora no sólo las veo cumplidas, sino todo el mundo que goza de la virtud, cristiandad, magnificiencia y bondad de V. S. Ilustrísima, con que da cada día señales de la clara y generosa estirpe do deciende, la cual en antigüedad compite con el principio y príncipes de la grandeza romana, y en las virtudes y heroicas obras con la mesma virtud y más encumbradas hazañas, como nos lo certifican mil verdaderas historias, llenas de los famosos hechos del tronco y ramos de la real casa Colona, debajo de cuya fuerza y sitio yo me pongo ahora, para hacer escudo a los murmuradores que ninguna cosa perdonan; aunque si V. S. Ilustrísima perdona este mi atrevimiento, ni tendré qué temer, ni más que desear, sino que Nuestro Señor guarde la Ilustrísima persona de V. S. con el acrescentamiento de dignidad y estado que sus servidores deseamos.
Ilustrísimo Señor,
B. L. M. de V. S.
Su mayor servidor:
Miguel de Cervantes Saavedra.
Curiosos lectores
La ocupación de escrebir églogas en tiempo que, en general, la poesía anda tan desfavorescida, bien recelo que no será tenido por ejercicio tan loable que no sea necesario dar alguna particular satisfación a los que, siguiendo el diverso gusto de su inclinación natural, todo lo que es diferente dél estiman por trabajo y tiempo perdido. Mas, pues a ninguno toca satisfacer a ingenios que se encierran en términos tan limitados, sólo quiero responder a los que, libres de pasión, con mayor fundamento se mueven a no admitir las diferencias de la poesía vulgar, creyendo que los que en esta edad tratan della se mueven a publicar sus escriptos con ligera consideración, llevados de la fuerza que la pasión de las composiciones proprias suele tener en los autores dellas; para lo cual puedo alegar de mi parte la inclinación que a la poesía siempre he tenido y la edad, que, habiendo apenas salido de los límites de la juventud, parece que da licencia a semejantes ocupaciones. De más de que no puede negarse que los estudios desta facultad (en el pasado tiempo, con razón, tan estimada) traen consigo más que medianos provechos, como son enriquecer el poeta, considerando su propria lengua, y enseñorearse del artificio de la elocuencia que en ella cabe, para empresas más altas y de mayor importancia, y abrir camino para que, a su imitación, los ánimos estrechos, que en la brevedad del lenguaje antiguo quieren que se acabe la abundancia de la lengua castellana, entiendan que tienen campo abierto, fértil y espacioso, por el cual, con facilidad y dulzura, con gravedad y elocuencia, pueden correr con libertad, descubriendo la diversidad de conceptos agudos, graves, sotiles y levantados que en la fertilidad de los ingenios españoles la favorable influencia del cielo con tal ventaja en diversas partes ha producido, y cada hora produce en la edad dichosa nuestra, de lo cual puedo ser yo cierto testigo, que conozco algunos que, con justo derecho, y sin el empacho que yo llevo, pudieran pasar con seguridad carrera tan peligrosa.
Mas son tan ordinarias y tan diferentes las humanas dificultades, y tan varios los fines y las acciones, que unos, con deseo de gloria, se aventuran; otros, con temor de infamia, no se atreven a publicar lo que, una vez descubierto, ha de sufrir el juicio del vulgo, peligroso y casi siempre engañado. Yo, no porque tenga razón para ser confiado, he dado muestras de atrevido en la publicación deste libro, sino porque no sabría determinarme destos dos inconvinientes cuál sea el mayor: o el de quien con ligereza, deseando comunicar el talento que del cielo ha rescibido, temprano se aventura a ofrescer los frutos de su ingenio a su patria y amigos, o el que, de puro escrupuloso, perezoso y tardío, jamás acabando de contentarse de lo que hace y entiende, tiniendo sólo por acertado lo que no alcanza, nunca se determina a descubrir y comunicar sus escriptos. De manera que, así como la osadía y confianza del uno podría condemnarse por la licencia demasiada, que con seguridad se concede, asimesmo el recelo y la tardanza del otro es vicioso, pues tarde o nunca aprovecha con el fruto de su ingenio y estudio a los que esperan y desean ayudas y ejemplos semejantes para pasar adelante en sus ejercicios.
Huyendo destos dos inconvinientes, no he publicado antes de ahora este libro, ni tampoco quise tenerle para mí solo más tiempo guardado, pues para más que para mi gusto solo le compuso mi entendimiento. Bien sé lo que suele condemnarse exceder nadie en la materia del estilo que debe guardarse en ella, pues el príncipe de la poesía latina fue calumniado en alguna de sus églogas por haberse levantado más que en las otras; y así, no temeré mucho que alguno condemne haber mezclado razones de filosofía entre algunas amorosas de pastores, que pocas veces se levantan a más que a tratar cosas del campo, y esto con su acostumbrada llaneza. Mas, advirtiendo, como en el discurso de la obra alguna vez se hace, que muchos de los disfrazados pastores della lo eran sólo en el hábito, queda llana esta objectión. Las demás que en la invención y en la disposición se pudieren poner, discúlpelas la intención segura del que leyere, como lo hará siendo discreto, y la voluntad del autor, que fue de agradar, haciendo en esto lo que pudo y alcanzó; que, ya que en esta parte la obra no responda a su deseo, otras ofresce para adelante de más gusto y de mayor artificio.
De Luis Gálvez de Montalvo al autor
Soneto
Mientra del yugo sarracino anduvo
tu cuello preso y tu cerviz domada,
y allí tu alma, al de la fe amarrada,
a más rigor, mayor firmeza tuvo,
gozóse el cielo; mas la tierra estuvo 5
casi viuda sin ti, y, desamparada
de nuestras musas, la real morada
tristeza, llanto, soledad mantuvo.
Pero después que diste al patrio suelo
tu alma sana y tu garganta suelta 10
dentre las fuerzas bárbaras confusas,
descubre claro tu valor el cielo,
gózase el mundo en tu felice vuelta
y cobra España las perdidas musas.
De don Luis de Vargas Manrique
Soneto
Hicieron muestra en vos de su grandeza,
gran Cervantes, los dioses celestiales,
y, cual primera, dones inmortales
sin tasa os repartió naturaleza.
Jove su rayo os dio, que es la viveza 5
de palabras que mueven pedernales;
Dïana, en exceder a los mortales
en castidad de estilo con pureza;
Mercurio, las historias marañadas;
Marte, el fuerte vigor que el brazo os mueve; 10
Cupido y Venus, todos sus amores;
Cupido y Venus, todos sus amores;
Apolo, las canciones concertadas;
su sciencia, las hermanas todas nueve;
y, al fin, el dios silvestre, sus pastores. 15
De López Maldonado
Soneto
Salen del mar, y vuelven a sus senos,
después de una veloz, larga carrera,
como a su madre universal primera,
los hijos della largo tiempo ajenos.
Con su partida no la hacen menos, 5
ni con su vuelta más soberbia y fiera,
porque tiene, quedándose ella entera,
de su humor siempre sus estanques llenos.
La mar sois vos, ¡oh Galatea estremada!,
los ríos, los loores, premio y fruto 10
con que ensalzáis la más ilustre vida.
Por más que deis, jamás seréis menguada,
y menos cuando os den todos tributo,
con él vendréis a veros más crescida.
Primero libro de Galatea
Mientras que al triste, lamentable acento
del mal acorde son del canto mío,
en eco amarga de cansado aliento,
responde el monte, el prado, el llano, el río,
demos al sordo y presuroso viento 5
las quejas que del pecho ardiente y frío
salen a mi pesar, pidiendo en vano
ayuda al río, al monte, al prado, al llano.
Crece el humor de mis cansados ojos
las aguas deste río, y deste prado 10
las variadas flores son abrojos
y espinas que en el alma s’han entrado.
No escucha el alto monte mis enojos,
y el llano de escucharlos se ha cansado;
y así, un pequeño alivio al dolor mío 15
no hallo en monte, en llano, en prado, en río.
Creí que el fuego que en el alma enciende
el niño alado, el lazo con que aprieta,
la red sotil con que a los dioses prende
y la furia y rigor de su saeta, 20
que así ofendiera como a mí me ofende
al subjeto sin par que me subjeta;
mas contra un alma que es de mármol hecha,
la red no puede, el fuego, el lazo y flecha.
Yo sí que al fuego me consumo y quemo, 25
y al lazo pongo humilde la garganta,
y a la red invisible poco temo,
y el rigor de la flecha no me espanta.
Por esto soy llegado a tal estremo,
a tanto daño, a desventura tanta, 30
que tengo por mi gloria y mi sosiego
la saeta, la red, el lazo, el fuego.
Esto cantaba Elicio, pastor en las riberas de Tajo, con quien naturaleza se mostró tan liberal, cuanto la fortuna y el amor escasos, aunque los discursos del tiempo, consumidor y renovador de las humanas obras, le trujeron a términos que tuvo por dichosos los infinitos y desdichados en que se había visto, y en los que su deseo le había puesto, por la incomparable belleza de la sin par Galatea, pastora en las mesmas riberas nacida; y, aunque en el pastoral y rústico ejercicio criada, fue de tan alto y subido entendimiento, que las discretas damas, en los reales palacios crescidas y al discreto tracto de la corte acostumbradas, se tuvieran por dichosas de parescerla en algo, así en la discreción como en la hermosura. Por los infinitos y ricos dones con que el cielo a Galatea había adornado, fue querida, y con entrañable ahínco amada, de muchos pastores y ganaderos que por las riberas de Tajo su ganado apascentaban; entre los cuales se atrevió a quererla el gallardo Elicio, con tan puro y sincero amor cuanto la virtud y honestidad de Galatea permitía.
De Galatea no se entiende que aborresciese a Elicio, ni menos que le amase; porque a veces, casi como convencida y obligada a los muchos servicios de Elicio, con algún honesto favor le subía al cielo; y otras veces, sin tener cuenta con esto, de tal manera le desdeñaba que el enamorado pastor la suerte de su estado apenas conoscía. No eran las buenas partes y virtudes de Elicio para aborrecerse, ni la hermosura, gracia y bondad de Galatea para no amarse. Por lo uno, Galatea no desechaba de todo punto a Elicio; por lo otro, Elicio no podía, ni debía, ni quería olvidar a Galatea. Parescíale a Galatea que, pues Elicio con tanto miramiento de su honra la amaba, que sería demasiada ingratitud no pagarle con algún honesto favor sus honestos pensamientos. Imaginábase Elicio que, pues Galatea no desdeñaba sus servicios, que tendrían buen suceso sus deseos. Y cuando estas imaginaciones le avivaban la esperanza, hallábase tan contento y atrevido, que mil veces quiso descubrir a Galatea lo que con tanta dificultad encubría. Pero la discreción de Galatea conoscía bien, en los movimientos del rostro, lo que Elicio en el alma traía; y tal el suyo mostraba, que al enamorado pastor se le helaban las palabras en la boca, y quedábase solamente con el gusto de aquel primer movimiento, por parescerle que a la honestidad de Galatea se le hacía agravio en tratarle de cosas que en alguna manera pudiesen tener sombra de no ser tan honestas que la misma honestidad en ellas se transformase.
Con estos altibajos de su vida, la pasaba el pastor tan mala que a veces tuviera por bien el mal de perderla, a trueco de no sentir el que le causaba no acabarla. Y así, un día, puesta la consideración en la variedad de sus pensamientos, hallándose en medio de un deleitoso prado, convidado de la soledad y del murmurio de un deleitoso arroyuelo que por el llano corría, sacando de su zurrón un polido rabel, al son del cual sus querellas con el cielo cantando comunicaba, con voz en estremo buena, cantó los siguientes versos:
Amoroso pensamiento,
si te precias de ser mío,
camina con tan buen tiento
que ni te humille el desvío
ni ensoberbezca el contento. 5
Ten un medio -si se acierta
a tenerse en tal porfía-:
no huyas el alegría,
ni menos cierres la puerta
al llanto que amor envía. 10
Si quieres que de mi vida
no se acabe la carrera,
no la lleves tan corrida
ni subas do no se espera
sino muerte en la caída. 15
Esa vana presumpción
en dos cosas parará:
la una, en tu perdición;
la otra, en que pagará
tus deudas el corazón. 20
Dél naciste, y en naciendo,
pecaste, y págalo él;
huyes dél, y si pretendo
recogerte un poco en él,
ni te alcanzo ni te entiendo. 25
Ese vuelo peligroso
con que te subes al cielo,
si no fueres venturoso,
ha de poner por el suelo
mi descanso y tu reposo. 30
Dirás que quien bien se emplea
y se ofrece a la ventura,
que no es posible que sea
del tal juzgado a locura
el brío de que se arrea. 35
Y que, en tan alta ocasión,
es gloria que par no tiene
tener tanta presumpción,
cuanto más si le conviene
al alma y al corazón. 40
Yo lo tengo así entendido,
mas quiero desengañarte;
que es señal ser atrevido
tener de amor menos parte
qu’el humilde y encogido. 45
Subes tras una beldad
que no puede ser mayor:
no entiendo tu calidad,
que puedas tener amor
con tanta desigualdad. 50
Que si el pensamiento mira
un subjeto levantado,
contémplalo y se retira,
por no ser caso acertado
poner tan alta la mira. 55
Cuanto más, que el amor nasce
junto con la confïanza,
y en ella se ceba y pace;
y, en faltando la esperanza,
como niebla se deshace. 60
Pues tú, que vees tan distante
el medio del fin que quieres,
sin esperanza y constante,
si en el camino murieres,
morirás como ignorante. 65
Pero no se te dé nada,
que en esta empresa amorosa,
do la causa es sublimada,
el morir es vida honrosa;
la pena, gloria estremada. 70
No dejara tan presto el agradable canto el enamorado Elicio, si no sonaran a su derecha mano las voces de Erastro, que con el rebaño de sus cabras hacia el lugar donde él estaba se venía. Era Erastro un rústico ganadero, pero no le valió tanto su rústica y selvática suerte que defendiese que de su robusto pecho el blando amor no tomase entera posesión, haciéndole querer más que a su vida a la hermosa Galatea, a la cual sus querellas, cuando ocasión se le ofrecía, declaraba. Y, aunque rústico, era, como verdadero enamorado, en las cosas del amor tan discreto que, cuando en ellas hablaba, parecía que el mesmo amor se las mostraba y por su lengua las profería; pero, con todo eso, puesto que de Galatea eran escuchadas, eran en aquella cuenta tenidas en que las cosas de burla se tienen. No le daba a Elicio pena la competencia de Erastro, porque entendía del ingenio de Galatea que a cosas más altas la inclinaba. Antes tenía lástima y envidia a Erastro: lástima, en ver que al fin amaba, y en parte donde era imposible coger el fruto de sus deseos; envidia, por parescerle que quizá no era tal su entendimiento, que diese lugar al alma a que sintiese los desdenes o favores de Galatea, de suerte, o que los unos le acabasen, o los otros lo enloqueciesen.
Venía Erastro acompañado de sus mastines, fieles guardadores de las simples ovejuelas (que debajo de su amparo están seguras de los carniceros dientes de los hambrientos lobos), holgándose con ellos, y por sus nombres los llamaba, dando a cada uno el título que su condición y ánimo merescía: a quién llamaba León, a quién Gavilán, a quién Robusto, a quién Manchado; y ellos, como si de entendimiento fueran dotados, con el mover las cabezas, viniéndose para él, daban a entender el gusto que de su gusto sentían. Desta manera llegó Erastro adonde de Elicio fue agradablemente rescibido, y aun rogado que, si en otra parte no había determinado de pasar el sol de la calurosa siesta, pues aquella en que estaban era tan aparejada para ello, no le fuese enojoso pasarla en su compañía.
-Con nadie -respondió Erastro- la podría yo tener mejor que contigo, Elicio, si ya no fuese con aquella que está tan enrobrescida a mis demandas, cuan hecha encina a tus continuos quejidos.
Luego los dos se sentaron sobre la menuda yerba, dejando andar a sus anchuras el ganado despuntando con los rumiadores dientes las tiernas yerbezuelas del herboso llano. Y como Erastro, por muchas y descubiertas señales, conocía claramente que Elicio a Galatea amaba, y que el merescimiento de Elicio era de mayores quilates que el suyo, en señal de que reconoscía esta verdad, en medio de sus pláticas, entre otras razones, le dijo las siguientes:
-No sé, gallardo y enamorado Elicio, si habrá sido causa de darte pesadumbre el amor que a Galatea tengo; y si lo ha sido, debes perdonarme, porque jamás imaginé de enojarte, ni de Galatea quise otra cosa que servirla. Mala rabia o cruda roña consuma y acabe mis retozadores chivatos, y mis ternezuelos corderillos, cuando dejaren las tetas de las queridas madres, no hallen en el verde prado para sustentarse sino amargos tueros y ponzoñosas adelfas, si no he procurado mil veces quitarla de la memoria, y si otras tantas no he andado a los médicos y curas del lugar a que me diesen remedio para las ansias que por su causa padezco. Los unos me mandan que tome no sé qué bebedizos de paciencia; los otros dicen que me encomiende a Dios, que todo lo cura, o que todo es locura. Permíteme, buen Elicio, que yo la quiera, pues puedes estar seguro que si tú con tus habilidades y estremadas gracias y razones no la ablandas, mal podré yo con mis simplezas enternecerla. Esta licencia te pido por lo que estoy obligado a tu merescimiento; que, puesto que no me la dieses, tan imposible sería dejar de amarla, como hacer que estas aguas no mojasen, ni el sol con sus peinados cabellos no nos alumbrase.
No pudo dejar de reírse Elicio de las razones de Erastro y del comedimiento con que la licencia de amar a Galatea le pedía; y ansí, le respondió:
-No me pesa a mí, Erastro, que tú ames a Galatea; pésame bien de entender de su condición que podrán poco para con ella tus verdaderas razones y no fingidas palabras; déte Dios tan buen suceso en tus deseos, cuanto meresce la sinceridad de tus pensamientos. Y de aquí adelante no dejes por mi respecto de querer a Galatea, que no soy de tan ruin condición que, ya que a mí me falte ventura, huelgue de que otros no la tengan; antes te ruego, por lo que debes a la voluntad que te muestro, que no me niegues tu conversación y amistad, pues de la mía puedes estar tan seguro como te he certificado. Anden nuestros ganados juntos, pues andan nuestros pensamientos apareados. Tú, al son de tu zampoña, publicarás el contento o pena que el alegre o triste rostro de Galatea te causare; yo, al de mi rabel, en el silencio de las sosegadas noches, o en el calor de las ardientes siestas, a la fresca sombra de los verdes árboles de que esta nuestra ribera está tan adornada, te ayudaré a llevar la pesada carga de tus trabajos, dando noticia al cielo de los míos. Y, para señal de nuestro buen propósito y verdadera amistad, en tanto que se hacen mayores las sombras destos árboles y el sol hacia el occidente se declina, acordemos nuestros instrumentos y demos principio al ejercicio que de aquí adelante hemos de tener.
No se hizo de rogar Erastro; antes, con muestras de estraño contento por verse en tanta amis tad con Elicio, sacó su zampoña y Elicio su rabel; y, comenzando el uno y replicando el otro, cantaron lo que sigue:
ELICIO
Blanda, süave, reposadamente,
ingrato Amor, me subjetaste el día
que los cabellos de oro y bella frente
miré del sol que al sol escurecía;
tu tósigo cruel, cual de serpiente, 5
en las rubias madejas se escondía;
yo, por mirar el sol en los manojos,
todo vine a beberle por los ojos.
ERASTRO
Atónito quedé y embelesado,
como estatua sin voz de piedra dura, 10
cuando de Galatea el estremado
donaire vi, la gracia y hermosura.
Amor me estaba en el siniestro lado,
con las saetas de oro, ¡ay muerte dura!,
haciéndome una puerta por do entrase 15
Galatea y el alma me robase.
ELICIO
¿Con qué milagro, amor, abres el pecho
del miserable amante que te sigue,
y de la llaga interna que le has hecho
crecida gloria muestra que consigue? 20
¿Cómo el daño que haces es provecho?
¿Cómo en tu muerte alegre vida vive?
L’alma que prueba estos efectos todos
la causa sabe, pero no los modos.
ERASTRO
No se ven tantos rostros figurados 25
en roto espejo o hecho por tal arte
que, si uno en él se mira, retratados
se ve una multitud en cada parte,
cuantos nacen cuidados y cuidados
de un cuidado crüel que no se parte 30
del alma mía a su rigor vencida,
hasta apartarse junto con la vida.
ELICIO
La blanca nieve y colorada rosa,
qu’el verano no gasta ni el invierno;
el sol de dos luceros, do reposa 35
el blando amor, y a do estará in eterno;
la voz, cual la de Orfeo poderosa
de suspender las furias del infierno,
y otras cosas que vi quedando ciego,
yesca me han hecho al invisible fuego. 40
ERASTRO
Dos hermosas manzanas coloradas,
que tales me semejan dos mejillas,
y el arco de dos cejas levantadas,
quel de Iris no llegó a sus maravillas;
dos rayos, dos hileras estremadas 45
de perlas entre grana y, si hay decillas,
mil gracias que no tienen par ni cuento,
niebla m’han hecho al amoroso viento.
ELICIO
Yo ardo y no me abraso, vivo y muero;
estoy lejos y cerca de mí mismo; 50
espero en solo un punto y desespero;
súbome al cielo, bájome al abismo;
quiero lo que aborrezco, blando y fiero;
me pone el amaros parasismo;
y con estos contrarios, paso a paso, 55
cerca estoy ya del último traspaso.
ERASTRO
Yo te prometo, Elicio, que le diera
todo cuanto en la vida me ha quedado
a Galatea, porque me volviera
el alma y corazón que m’ha robado; 60
y después del ganado, le añadiera
mi perro Gavilán con el Manchado;
pero, como ella debe de ser diosa,
el alma querrá más que no otra cosa.
ELICIO
Erastro, el corazón que en alta parte 65
es puesto por el hado, suerte o signo,
quererle derribar por fuerza o arte
o diligencia humana, es desatino.
Debes de su ventura contentarte;
que, aunque mueras sin ella, yo imagino 70
que no hay vida en el mundo más dichosa
como el morir por causa tan honrosa.
Ya se aparejaba Erastro para seguir adelante en su canto, cuando sintieron, por un espeso montecillo que a sus espaldas estaba, un no pequeño estruendo y ruido; y, levantándose los dos en pie por ver lo que era, vieron que del monte salía un pastor corriendo a la mayor prie sa del mundo, con un cuchillo desnudo en la mano y la color del rostro mudada; y que tras él venía otro ligero pastor, que a pocos pasos alcanzó al primero; y, asiéndole por el cabezón del pellico, levantó el brazo en el aire cuanto pudo, y un agudo puñal que sin vaina traía se le escondió dos veces en el cuerpo, diciendo:
-Recibe, ¡oh mal lograda Leonida!, la vida deste traidor, que en venganza de tu muerte sacrifico.
Y esto fue con tanta presteza hecho que no tuvieron lugar Elicio y Erastro de estorbárselo, porque llegaron a tiempo que ya el herido pastor daba el último aliento, envuelto en estas pocas y mal formadas palabras.
-Dejárasme, Lisandro, satisfacer al cielo con más largo arrepentimiento el agravio que te hice, y después quitárasme la vida, que agora, por la causa que he dicho, mal contenta destas carnes se aparta.
Y, sin poder decir más, cerró los ojos en sempiterna noche.
Por las cuales palabras imaginaron Elicio y Erastro que no con pequeña causa había el otro pastor ejecutado en él tan cruda y violenta muerte. Y, por mejor informarse de todo el suceso, quisieran preguntárselo al pastor homicida, pero él, con tirado paso, dejando al pastor muerto y a los dos admirados, se tornó a entrar por el montecillo adelante. Y, queriendo Elicio seguirle y saber dél lo que deseaba, le vieron tornar a salir del bosque; y, estando por buen espacio desviado dellos, en alta voz les dijo:
-Perdonadme, comedidos pastores, si yo no lo he sido en haber hecho en vuestra presencia lo que habéis visto, porque la justa y mortal ira que contra ese traidor tenía concebida no me dio lugar a más moderados discursos. Lo que os aviso es que, si no queréis enojar a la deidad que en el alto cielo mora, no hagáis las obsequias ni plegarias acostumbradas por el alma traidora dese cuerpo que delante tenéis, ni a él deis sepultura, si ya aquí en vuestra tierra no se acostumbra darla a los traidores.
Y, diciendo esto, a todo correr se volvió a entrar por el monte, con tanta priesa que quitó la esperanza a Elicio de alcanzarle aunque le siguiese. Y así, se volvieron los dos con tiernas entrañas a hacer el piadoso oficio y dar sepultura, como mejor pudiesen, al miserable cuerpo que tan repentinamente había acabado el curso de sus cortos días. Erastro fue a su cabaña, que no lejos estaba, y, trayendo suficiente aderezo, hizo una sepultura en el mesmo lugar do el cuerpo estaba, y, dándole el último vale, le pusieron en ella; y, no sin compasión de su desdichado caso, se volvieron a sus ganados, y, recogiéndolos con alguna priesa, porque ya el sol se entraba a más andar por las puertas de occidente, se recogieron a sus acostumbrados albergues, donde no su sosiego dellos, ni el poco que sus cuidados le concedían, podían apartar a Elicio de pensar qué causas habían movido a los dos pastores para venir a tan desesperado trance; y ya le pesaba de no haber seguido al pastor homicida, y saber dél, si fuera posible, lo que deseaba.
Con este pensamiento y con los muchos que sus amores le causaban, después de haber dejado en segura parte su rebaño, se salió de su cabaña, como otras veces solía; y con la luz de la hermosa Diana, que resplandeciente en el cielo se mostraba, se entró por la espesura de un espeso bosque adelante, buscando algún solitario lugar adonde en el silencio de la noche con más quietud pudiese soltar la rienda a sus amorosas imaginaciones, por ser cosa ya averiguada que a los tristes imaginativos corazones ninguna cosa les es de mayor gusto que la soledad, despertadora de memorias tristes o alegres. Y así, yéndose poco a poco gustando de un templado céfiro que en el rostro le hería, lleno del suavísimo olor que de las olorosas flores, de que el verde suelo estaba colmado, al pasar por ellas blandamente robaba, envuelto en el aire delicado, oyó una voz como de persona que dolorosamente se quejaba; y, recogiendo por un poco en sí mismo el aliento, porque el ruido no le estorbase de oír lo que era, sintió que de unas apretadas zarzas que poco desviadas dél estaban, la entristecida voz salía; y, aunque interrota de infinitos sospiros, entendió que estas tristes razones pronunciaba:
-Cobarde y temeroso brazo, enemigo mortal de lo que a ti mesmo debes; mira que ya no queda de quién tomar venganza, sino de ti mesmo. ¿De qué te sirve alargar la vida que tan aborrecida tengo? Si piensas que es nuestro mal de los que el tiempo suele curar, vives engañado, porque no hay cosa más fuera de remedio que nuestra desventura; pues quien la pudiera hacer buena la tuvo tan corta que en los verdes años de su alegre juventud ofreció la vida al carnicero cuchillo, que se la quitase por la traición del malvado Carino, que hoy, con perder la suya, habrá aplacado en parte a aquella venturosa alma de Leonida, si en la celeste parte donde mora puede caber deseo de venganza alguna. ¡Ah, Carino, Carino! Ruego yo a los altos cielos, si dellos las justas plegarias son oídas, que no admitan la disculpa, si alguna dieres, de la traición que me heciste, y que permitan que tu cuerpo carezca de sepultura, así como tu alma careció de misericordia. Y tú, hermosa y mal lograda Leonida, recibe en muestra del amor que en vida te tuve, las lágrimas que en tu muerte derramo; y no atribuyas a poco sentimiento el no acabar la vida con el que de tu muerte recibo, pues sería poca re compensa a lo que debo y deseo sentir el dolor que tan presto se acabase. Tú verás, si de las cosas de acá tienes cuenta, cómo este miserable cuerpo quedará un día consumido del dolor poco a poco, para mayor pena y sentimiento: bien ansí como la mojada y encendida pólvora, que, sin hacer estrépito ni levantar llama en alto, entre sí mesma se consume, sin dejar de sí sino el rastro de las consumidas cenizas. Duéleme cuanto puede dolerme, ¡oh alma del alma mía!, que ya que no pude gozarte en la vida, en la muerte no puedo hacerte las obsequias y honras que a tu bondad y virtud se convenían. Pero yo te prometo y juro que el poco tiempo -que será bien poco- que esta apasionada ánima mía rigiere la pesada carga deste miserable cuerpo, y la voz cansada tuviere aliento que la forme, de no tratar otra cosa en mis tristes y amargas canciones que de tus alabanzas y merescimientos.
A este punto cesó la voz, por la cual Elicio conoció claramente que aquél era el pastor homicida, de que recibió mucho gusto, por parecerle que estaba en parte donde podría saber dél lo que deseaba. Y, queriéndose llegar más cerca, hubo de tornarse a parar, porque le pareció que el pastor templaba un rabel, y quiso escuchar primero si al son dél alguna cosa diría; y no tardó mucho que con suave y acordada voz oyó que desta manera cantaba:
LISANDRO
¡Oh alma venturosa,
que del humano velo
libre al alta región viva volaste,
dejando en tenebrosa
cárcel de desconsuelo 5
mi vida, aunque contigo la llevaste!
Sin ti, escura dejaste
la luz clara del día;
por tierra derribada,
la esperanza fundada 10
en el más firme asiento de alegría;
en fin, con tu partida
quedó vivo el dolor, muerta la vida.
Envuelto en tus despojos,
la muerte s’ha llevado 15
el más subido estremo de belleza,
la luz de aquellos ojos
qu’en haberte mirado
tenían encerrada su riqueza;
con presta ligereza, 20
del alto pensamiento
y enamorado pecho,
la gloria se ha deshecho,
como la cera al sol o niebla al viento;
y toda mi ventura 25
cierra la piedra de tu sepultura.
¿Cómo pudo la mano
inexorable y cruda,
y el intento cruel, facinoroso,
del vengativo hermano 30
dejar libre y desnuda
tu alma del mortal velo hermoso?
¿Por qué turbó el reposo
de nuestros corazones?
Que, si no se acabaran, 35
en uno se juntaran
con honestas y sanctas condiciones.
¡Ay, fiera mano esquiva!,
¿cómo ordenaste que muriendo viva?
En llanto sempiterno 40
mi ánima mezquina
los años pasará, meses y días;
la tuya, en gozo eterno
y edad firme y contina,
no temerá del tiempo las porfías; 45
con dulces alegrías
verás firme la gloria
que tu loable vida
te tuvo merescida;
y si puede caber en tu memoria 50
del suelo no perderla,
de quien tanto te amó debes tenerla.
Mas, ¡oh!, cuán simple he sido,
alma bendita y bella,
de pedir que te acuerdes, ni aun burlando 55
de mí que t’he querido,
pues sé que mi querella
se irá con tal favor eternizando.
Mejor es que, pensando
que soy de ti olvidado, 60
me apriete con mi llaga,
hasta que se deshaga
con el dolor la vida, qu’ha quedado
en tan estraña suerte,
que no tiene por mal el de la muerte. 65
Goza en el sancto coro
con otras almas sanctas,
alma, de aquel seguro bien entero,
alto, rico tesoro,
mercedes, gracias tantas 70
que goza el que no huye el buen sendero;
allí gozar espero,
si por tus pasos guío,
contigo en paz entera
de eterna primavera, 75
sin temor, sobresalto ni desvío;
a esto me encamina,
pues será hazaña de tus obras digna.
Y, pues vosotras, celestiales almas,
veis el bien que deseo, 80
creced las alas a tan buen deseo.
Aquí cesó la voz, pero no los sospiros del desdichado que cantado había, y lo uno y lo otro fue parte de acrescentar en Elicio la gana de saber quién era. Y, rompiendo por las espinosas zarzas, por llegar más presto a do la voz salía, salió a un pequeño prado, que todo en redondo, a manera de teatro, de espesísimas e intrincadas matas estaba ceñido, en el cual vio un pastor que con estremado brío estaba con el pie derecho delante y el izquierdo atrás, y el diestro brazo levantado, a guisa de quien esperaba hacer algún recio tiro. Y así era la verdad, porque, con el ruido que Elicio al romper por las matas había hecho, pensando ser alguna fiera de la cual convenía defenderse, el pastor del bosque se había puesto a punto de arrojarle una pesada piedra que en la mano tenía. Elicio, conociendo por su postura su intento, antes que le efectuase le dijo:
-Sosiega el pecho, lastimado pastor, que el que aquí viene trae el suyo aparejado a lo que mandarle quisieres, y quien el deseo de saber tu ventura le ha hecho romper tus lágrimas y turbar el alivio que de estar solo se te podría seguir.
Con estas blandas y comedidas palabras de Elicio, se sosegó el pastor, y con no menos blandura le respondió diciendo:
-Tu buen ofrecimiento agradezco, cualquiera que tú seas, comedido pastor, pero si ventura quieres saber de mí, que nunca la tuve, mal podrás ser satisfecho.
-Verdad dices -respondió Elicio-, pues por las palabras y quejas que esta noche te he oído, muestras bien claro la poca o ninguna que tienes; pero no menos satisfarás mi deseo con decirme tus trabajos que con declararme tus contentos; y así la Fortuna te los dé en lo que deseas, que no me niegues lo que te suplico si ya el no conocerme no lo impide; aunque, para asegurarte y moverte, te hago saber que no tengo el alma tan contenta que no sienta en el punto que es razón las miserias que me contares. Esto te digo porque sé que no hay cosa más escusada, y aun perdida, que contar el miserable sus desdichas a quien tiene el pecho colmo de contentos.
-Tus buenas razones me obligan -respondió el pastor- a que te satisfaga en lo que me pides, así porque no imagines que de poco y acobardado ánimo nacen las quejas y lamentaciones que dices que de mí has oído, como porque conozcas que aún es muy poco el sentimiento que muestro a la causa que tengo de mostrarlo.
Elicio se lo agradeció mucho; y, después de haber pasado entre los dos más palabras de comedimiento, dando señales Elicio de ser verdadero amigo del pastor del bosque, y conociendo él que no eran fingidos ofrecimientos, vino a conceder lo que Elicio rogaba. Y, sentándose los dos sobre la verde yerba, cubiertos con el resplandor de la hermosa Diana, que en claridad aquella noche con su hermano competir podía, el pastor del bosque, con muestras de un interno dolor, comenzó a decir desta manera:
-«En las riberas de Betis, caudalosísimo río que la gran Vandalia enriquece, nació Lisandro -que éste es el nombre desdichado mío-, y de tan nobles padres cual pluviera al soberano Dios que en más baja fortuna fuera engendrado; porque muchas veces la nobleza del linaje pone alas y esfuerza el ánimo a levantar los ojos adonde la humilde suerte no osara jamás levantarlos, y de tales atrevimientos suelen suceder a menudo semejantes calamidades como las que de mí oirás si con atención me escuchas.
»Nació ansimesmo en mi aldea una pastora, cuyo nombre era Leonida, summa de toda la hermosura que en gran parte de la tierra -según yo imagino- pudiera hallarse; de no menos nobles y ricos padres nacida que su hermosura y virtud merescían. De do nació que, por ser los parientes de entrambos de los más principales del lugar y estar en ellos el mando y gobernación del pueblo, la envidia, enemiga mortal de la sosegada vida, sobre algunas diferencias del gobierno del pueblo, vino a poner entre ellos cizaña y mortalísima discordia; de manera que el pueblo fue dividido en dos parcialidades: la una seguía la de mis parientes, la otra la de los de Leonida, con tan arraigado rencor y mal ánimo, que no ha sido parte para ponerlos en paz ninguna humana diligencia. Ordenó, pues, la suerte, para echar de todo punto el sello a nuestra enemistad, que yo me enamorase de la hermosa Leonida, hija de Parmindro, principal cabeza del bando contrario. Y fue mi amor tan de veras que, aunque procuré con infinitos medios quitarle de mis entrañas, el fin de todos venía a parar a quedar más vencido y subjeto. Poníaseme delante un monte de dificultades que conseguir el fin de mi deseo me estorbaban, como eran el mucho valor de Leonida, la endurecida enemistad de nuestros padres, las pocas coyunturas, o ninguna, que se me ofrecían para descubrirle mi pensamiento; y, con todo esto, cuando ponía los ojos de la imaginación en la singular belleza de Leonida, cualquiera dificultad se allanaba, de suerte que me parecía poco romper por entre agudas puntas de diamantes, para llegar al fin de mis amorosos y honestos pensamientos. Habiendo, pues, por muchos días combatido conmigo mesmo, por ver si podría apartar el alma de tan ardua empresa, y viendo ser imposible, recogí toda mi industria a considerar con cuál podría dar a entender a Leonida el secreto amor de mi pecho; y, como los principios en cualquier negocio sean siempre dificultosos, en los que tratan de amor son, por la mayor parte, dificultosísimos, hasta que el mesmo Amor, cuando se quiere mostrar favorable, abre las puertas del remedio donde parece que están más cerradas. Y así se pareció en mí, pues, guiado por su pensamiento el mío, vine a imaginar que ningún medio se ofrecía mejor a mi deseo que hacerme amigo de los padres de Silvia, una pastora que era en estremo amiga de Leonida, y muchas veces la una a la otra, en compañía de sus padres, en sus casas se visitaban. Tenía Silvia un pariente que se llamaba Carino, compañero familiar de Crisalbo, hermano de la hermosa Leonida, cuya bizarría y aspereza de costumbres le habían dado renombre de cruel; y así, de todos los que le conoscían, “el cruel Crisalbo” era llamado; y ni más ni menos a Carino, el pariente de Silvia y compañero de Crisalbo, por ser entremetido y agudo de ingenio, “el astuto Carino” le llamaban; del cual y de Silvia, por parecerme que me convenía, con el medio de muchos presentes y dádivas, forjé la amistad -al parecer- posible; a lo menos, de parte de Silvia fue más firme de lo que yo quisiera, pues los regalos y favores que ella con limpias entrañas me hacía, obligada de mis continuos servicios, tomó por instrumentos mi fortuna para ponerme en la desdicha en que agora me veo.
»Era Silvia hermosa en estremo, y de tantas gracias adornada que la dureza del crudo corazón de Crisalbo se movió a amarla; y esto yo no lo supe sino con mi daño, y de allí a muchos días. Y, ya que con la larga experiencia estuve seguro de la voluntad de Silvia, un día, ofreciéndoseme comodidad, con las más tiernas palabras que pude, le descubrí la llaga de mi lastimado pecho, diciéndole que, aunque era tan profunda y peligrosa, no la sentía tanto, sólo por imaginar que en su solicitud estaba el remedio della; advirtiéndole ansimesmo el honesto fin a que mis pensamientos se encaminaban, que era a juntarme por legítimo matrimonio con la bella Leonida; y que, pues era causa tan justa y buena, no se había de desdeñar de tomarla a su cargo.
»En fin, por no serte prolijo, el amor me ministró tales palabras que le dijese, que ella, vencida dellas, y más por la pena que ella, como discreta, por las señales de mi rostro conoció que en mi alma moraba, se determinó de tomar a su cargo mi remedio y decir a Leonida lo que yo por ella sentía, prometiendo de hacer por mí todo cuanto su fuerza e industria alcanzase, puesto que se le hacía dificultosa tal empresa, por la inimicicia grande que entre nuestros padres conocía, aunque, por otra parte, imaginaba poder dar principio al fin de sus discordias si Leonida conmigo se casase. Movida, pues, con esta buena intención, y enternecida de las lágrimas que yo derramaba -como ya he dicho-, se aventuró a ser intercesora de mi contento. Y, discurriendo consigo qué entrada tendría para con Leonida, me mandó que le escribiese una carta, la cual ella se ofrecía a darla cuando tiempo le pareciese. Parecióme a mí bien su parecer, y aquel mesmo día le envié una que, por haber sido principio del contento que por su respuesta sentí, siempre la he tenido en la memoria, puesto que fuera mejor no acordarme de cosas alegres en tiempo tan triste como es el en que agora me hallo. Recibió la carta Silvia, y aguardaba ocasión de ponerla en las manos de Leonida.»
-No -dijo Elicio, atajando las razones de Lisandro-, no es justo que me dejes de decir la carta que a Leonida enviaste, que por ser la primera y por hallarte tan enamorado en aquella sazón, sin duda debe de ser discreta. Y, pues me has dicho que la tienes en la memoria y el gusto que por ella granjeaste, no me lo niegues agora en no decírmela.
-Bien dices, amigo -respondió Lisandro-; que yo estaba entonces tan enamorado y temeroso, como agora descontento y desesperado, y por esta razón me parece que no acerté a decir alguna, aunque fue harto acertamiento que Leonida las creyese las que en la carta iban. Ya que tanto deseas saberlas, decía desta manera:
LISANDRO A LEONIDA
«Mientras que he podido, aunque con grandísimo dolor mío, resistir con las proprias fuerzas a la amorosa llama que por ti, ¡oh, hermosa Leonida!, me abrasa, jamás he tenido ardimiento, temeroso del subido valor que en ti conozco, de descubrirte el amor que te tengo; mas, ya que es consumida aquella virtud que hasta aquí me ha hecho fuerte, hame sido forzoso, descubriendo la llaga de mi pecho, tentar con escrebirte su primero y último remedio. Que sea el primero, tú lo sabes, y de ser el último está en tu mano, de la cual espero la misericordia que tu hermosura promete y mis honestos deseos merescen, los cuales y el fin adonde se encaminan conoscerás de Silvia, que ésta te dará. Y, pues ella se ha atrevido, con ser quien es, a llevártela, entiende que son tan justos cuanto a tu merescimiento se deben.»
No le parecieron mal a Elicio las razones de la carta de Lisandro, el cual, prosiguiendo la historia de sus amores, dijo:
-«No pasaron muchos días sin que esta carta viniese a las hermosas manos de Leonida, por medio de las piadosas de Silvia, mi verdadera amiga, la cual, junto con dársela, le dijo tales cosas que con ellas templó en gran parte la ira y alteración que con mi carta Leonida había recebido: como fue decirle cuánto bien se siguiría si por nuestro casamiento la enemistad de nuestros padres se acababa, y que el fin de tan buena intención la había de mover a no desechar mis deseos; cuanto más, que no se debía compadecer con su hermosura dejar morir sin más respecto a quien tanto como yo la amaba; añadiendo a estas otras razones que Leonida conoció que lo eran. Pero, por no mostrarse al primer encuentro rendida y a los primeros pasos alcanzada, no dio tan agradable respuesta a Silvia como ella quisiera. Pero, con todo esto, por intercesión de Silvia, que a ello le forzó, respondió con esta carta que agora te diré:
LEONIDA A LISANDRO
»Si entendiera, Lisandro, que tu mucho atrevimiento había nacido de mi poca honestidad, en mí mesma ejecutara la pena que tu culpa meresce; pero, por asegurarme desto lo que yo de mí conozco, vengo a conocer que más ha procedido tu osadía de pensamientos ociosos que de enamorados. Y, aunque ellos sean de la manera que dices, no pienses que me has de mover a mí para remediallos como a Silvia para creellos, de la cual tengo más queja por haberme forzado a responderte que de ti que te atreviste a escrebirme, pues el callar fuera digna respuesta a tu locura. Si te retraes de lo comenzado, harás como discreto, porque te hago saber que pienso tener más cuenta con mi honra que con tus vanidades.
»Esta fue la respuesta de Leonida, la cual, junto con las esperanzas que Silvia me dio, aunque ella parecía algo áspera, me hizo tener por el más bien afortunado del mundo.
»Mientras estas cosas entre nosotros pasaban, no se descuidaba Crisalbo de solicitar a Silvia con infinitos mensajes, presentes y servicios; mas, era tan fuerte y desabrida la condición de Crisalbo, que jamás pudo mover a la de Silvia a que un pequeño favor le diese, de lo cual estaba tan desesperado e impaciente como un agarrochado y vencido toro.
»Por causa de sus amores había tomado amistad con el astuto Carino, pariente de Silvia, habiendo los dos sido primero mortales enemigos, porque, en cierta lucha que un día de una grande fiesta delante de todo el pueblo los zagales más diestros del lugar tuvieron, Carino fue vencido de Crisalbo y maltratado; de manera que concibió en su corazón odio perpetuo contra Crisalbo. Y no menos lo tenía contra otro hermano mío, por haberle sido contrario en unos amores, de los cuales mi hermano llevó el fruto que Carino esperaba. Este rancor y mala voluntad tuvo Carino secreta, hasta que el tiempo le descubrió ocasión cómo a un mesmo punto se vengase de entrambos por el más cruel estilo que imaginarse puede.
»Yo le tenía por amigo, porque la entrada en casa de Silvia no se me impidiese; Crisalbo le adoraba, porque favoreciese sus pensamientos con Silvia; y era de suerte su amistad, que todas las veces que Leonida venía a casa de Silvia Carino la acompañaba. Por la cual causa le pareció bien a Silvia darle cuenta, pues era mi amigo, de los amores que yo con Leonida trataba, que en aquella sazón andaban ya tan vivos y venturosos, por la buena intercesión de Silvia, que ya no esperábamos sino tiempo y lugar donde coger el honesto fruto de nuestros limpios deseos, los cuales sabidos de Carino, tomó por instrumento para hacer la mayor traición del mundo. Porque un día, haciendo del leal con Crisalbo, y dándole a entender que tenía en más su amistad que la honra de su parienta, le dijo que la principal causa porque Silvia no le amaba ni favorescía era por estar de mí enamorada, y que él lo sabía inefaliblemente; y que ya nuestros amores iban tan al descubierto, que si él no hubiera estado ciego de la pasión amorosa, en mil señales lo hubiera ya conocido; y que para certificarse más de la verdad que le decía, que de allí adelante mirase en ello, porque vería claramente cómo, sin empacho alguno, Silvia me daba extraordinarios favores. Con estas nuevas debió de quedar tan fuera de sí Crisalbo, como pareció por lo que dellas sucedió.
»De allí adelante Crisalbo traía espías por ver lo que yo con Silvia pasaba; y, como yo muchas veces procurase hallarme solo con ella para tratar, no de los amores que él pensaba, sino de lo que a los míos convenía, éranle a Crisalbo referidas, con otros favores que, de limpia amistad procedidos, Silvia a cada paso me hacía; por lo que vino Crisalbo a términos tan desesperados que muchas veces procuró matarme, aunque yo no pensaba que era por semejante ocasión, sino por lo de la antigua enemistad de nuestros padres. Mas, por ser él hermano de Leonida, tenía yo más cuenta con guardarme que con ofenderle, teniendo por cierto que, si yo con su hermana me casaba, tendrían fin nuestras enemistades; de lo que él estaba bien ajeno, antes se pensaba que por serle yo enemigo, había procurado tratar amores con Silvia, y no porque yo bien la quisiese. Y esto le acrescentaba la cólera y enojo de manera que le sacaba de juicio, aunque él tenía tan poco, que poco era menester para acabárselo. Y pudo tanto en él este mal pensamiento, que vino a aborrecer a Silvia tanto cuanto la había querido, sólo porque a mí me favorecía, no con la voluntad que él pensaba, sino como Carino le decía. Y así, en cualesquier corrillos y juntas que se hallaba, decía mal de Silvia, dándole títulos y renombres deshonestos; pero, como todos conoscían su terrible condición y la bondad de Silvia, daban poco o ningún crédito a sus palabras.
»En este medio, había concertado Silvia con Leonida que los dos nos desposásemos y que, para que más a nuestro salvo se hiciese, sería bien que un día que con Carino Leonida viniese a su casa, no volviese por aquella noche a la de sus padres, sino que desde allí, en compañía de Carino, se fuese a una aldea que media legua de la nuestra estaba, donde unos ricos parientes míos vivían, en cuya casa con más quietud podíamos poner en efecto nuestras intenciones; porque si del suceso dellas los padres de Leonida no fuesen contentos, a lo menos estando ella ausente sería más fácil el concertarse. Tomado, pues, este apuntamiento y dada cuenta dél a Carino, se ofreció, con muestras de grandísimo ánimo, que llevaría a Leonida a la otra aldea, como ella fuese contenta. Los servicios que yo hice a Carino por la buena voluntad que mostraba, las palabras de ofrecimiento que le dije, los abrazos que le di, me parece que bastaran a deshacer en un corazón de acero cualquiera mala intención que contra mí tuviera. Pero el traidor de Carino, echando a las espaldas mis palabras, obras y promesas, sin tener cuenta con la que a sí mesmo debía, ordenó la traición que agora oirás.
»Informado Carino de la voluntad de Leonida, y viendo ser conforme a la que Silvia le había dicho, ordenó que la primera noche que, por las muestras del día, entendiesen que había de ser escura, se pusiese por obra la ida de Leonida, ofreciéndose de nuevo a guardar el secreto y lealtad posible. Después de hecho este concierto que has oído, se fue a Crisalbo, según después acá he sabido, y le dijo que su parienta Silvia iba tan adelante en los amores que conmigo traía, que en una cierta noche había determinado de sacarla de casa de sus padres y llevarla a la otra aldea, do mis parientes moraban; donde se le ofrecía coyuntura de vengar su corazón en entrambos: en Silvia, por la poca cuenta que de sus servicios había hecho; en mí, por nuestra vieja enemistad y por el enojo que le había hecho en quitarle a Silvia, pues por sólo mi respecto le dejaba. De tal manera le supo encarecer y decir Carino lo que quiso, que con mucho menos a otro corazón no tan cruel como el suyo moviera a cualquier mal pensamiento.
»Llegado, pues, ya el día que yo pensé que fuera el de mi mayor contento, dejando dicho a Carino, no lo que hizo, sino lo que había de hacer, me fui a la otra aldea a dar orden cómo recebir a Leonida. Y fue el dejarla encomendada a Carino como quien deja a la simple corderuela en poder de los hambrientos lobos, o a la mansa paloma entre las uñas del fiero gavilán que la despedace. ¡Ay, amigo!, que llegando a este paso con la imaginación, no sé cómo tengo fuerzas para sostener la vida, ni pensamiento para pensarlo, cuanto más, lengua para decirlo. ¡Ay, mal aconsejado Lisandro!, ¿cómo, y no sabías tú las condiciones dobladas de Carino? Mas, ¿quién no se fiara de sus palabras, aventurando él tan poco en hacerlas verdaderas con las obras? ¡Ay, mal lograda Leonida, cuán mal supe gozar de la merced que me heciste en escogerme por tuyo!
»En fin, por concluir con la tragedia de mi desgracia, sabrás, discreto pastor, que la noche que Carino había de traer consigo a Leonida a la aldea donde yo la esperaba, él llamó a otro pastor, que debía de tener por enemigo, aunque él se lo encubría debajo de su falsa acostumbrada disimulación, el cual Libeo se llamaba, y le rogó que aquella noche le hiciese compañía, porque determinaba llevar una pastora, su aficionada, a la aldea que te he dicho, donde pensaba desposarse con ella. Libeo, que era gallardo y enamorado, con facilidad le ofreció su compañía. Despidióse Leonida de Silvia con estrechos abrazos y amorosas lágrimas, como présaga que había de ser la última despedida. Debía de considerar entonces la sin ventura la traición que a sus padres hacía, y no la que a ella Carino le ordenaba, y cuán mala cuenta daba de la buena opinión que della en el pueblo se tenía. Mas, pasando de paso por todos estos pensamientos, forzada del enamorado que la vencía, se entregó a la guardia de Carino, que adonde yo la aguardaba la trujese.
»¡Cuántas veces se me viene a la memoria, llegando a este punto, lo que soñé el día que le tuviera yo por dichoso, si en él feneciera la cuenta de los de mi vida! Acuérdome que, saliendo del aldea un poco antes que el sol acabase de quitar sus rayos de nuestro horizonte, me senté al pie de un alto fresno, en el mesmo camino por donde Leonida había de venir, esperando que cerrase algo más la noche para adelantarme y recebilla; y, sin saber cómo y sin yo quererlo, me quedé dormido. Y apenas hube entregado los ojos al sueño, cuando me pareció que el árbol donde estaba arrimado, rindiéndose a la furia de un recísimo viento que soplaba, desarraigando las hondas raíces de la tierra, sobre mi cuerpo se caía; y que, procurando yo evadirme del grave peso, a una y otra parte me revolvía. Y, estando en esta pesadumbre, me pareció ver una blanca cierva junto a mí, a la cual yo ahincadamente suplicaba que, como mejor pudiese, apartase de mis hombros la pesada carga; y que, queriendo ella, movida de compasión, hacerlo, al mismo instante salió un fiero león del bosque, y, cogiéndola entre sus agudas uñas, se metía con ella por el bosque adelante; y que, después que con gran trabajo me había escapado del grave peso, la iba a buscar al monte, y la hallaba despedazada y herida por mil partes; de lo cual tanto dolor sentía, que el alma se me arrancaba sólo por la compasión que ella había mostrado de mi trabajo. Y así, comencé a llorar entre sueños de manera que las mismas lágrimas me despertaron, y, hallando las mejillas bañadas del llanto quedé fuera de mí, considerando lo que había soñado. Pero con la alegría que esperaba tener de ver a mi Leonida, no eché de ver entonces que la fortuna en sueños me mostraba lo que de allí a poco rato despierto me había de suceder.
»A la sazón que yo desperté, acababa de cerrar la noche, con tanta escuridad, con tan espantosos truenos y relámpagos, como convenía para cometerse con más facilidad la crueldad que en ella se cometió. Así como Carino salió de casa de Silvia con Leonida, se la entregó a Libeo, diciéndole que se fuese con ella por el camino de la aldea que he dicho; y, aunque Leonida se alteró de ver a Libeo, Carino le aseguró que no era menor amigo mío Libeo que él proprio, y que con toda seguridad podía ir con él poco a poco, en tanto que él se adelantaba a darme a mí las nuevas de su llegada. Creyó la simple -en fin, como enamorada- las palabras del falso Carino, y, con menor recelo del que convenía, guiada del comedido Libeo, tendía los temerosos pasos para venir a buscar el último de su vida, pensando hallar el mejor de su contento.
»Adelantóse Carino de los dos, como ya te he dicho, y vino a dar aviso a Crisalbo de lo que pasaba, el cual, con otros cuatro parientes suyos, en el mesmo camino por donde habían de pasar, que todo era cerrado de bosque de una y otra parte, escondidos estaban. Y díjoles cómo Silvia venía, y solo yo que la acompañaba, y que se alegrasen de la buena ocasión que la suerte les ponía en las manos para vengarse de la injuria que los dos les habíamos hecho; y que él sería el primero que en Silvia, aunque era parienta suya, probase los filos de su cuchillo. Apercibiéronse luego los cinco crueles carniceros para colorarse en la inocente sangre de los dos que tan sin cuidado de traición semejante por el camino se venían, los cuales, llegados a do la celada estaba, al instante fueron con ellos los pérfidos homicidas y cerráronlos en medio. Crisalbo se llegó a Leonida, pensando ser Silvia, y con injuriosas y turbadas palabras, con la infernal cólera que le señoreaba, con seis mortales heridas la dejó tendida en el suelo, a tiempo que ya Libeo por los otros cuatro -creyendo que a mí me las daban- con infinitas puñaladas se revolcaba por la tierra. Carino, que vio cuán bien había salido el traidor intento suyo, sin aguardar razones, se les quitó delante, y los cinco traidores, contentísimos, como si hubieran hecho alguna famosa hazaña, se volvieron a su aldea; y Crisalbo se fue a casa de Silvia a dar él mesmo a sus padres la nueva de lo que había hecho, por acrescentarles el pesar y sentimiento, diciéndoles que fuesen a dar sepultura a su hija Silvia, a quien él había quitado la vida por haber hecho más caudal de la fría voluntad de Lisandro, su enemigo, que no de los continuos sirvicios suyos. Silvia, que sintió lo que Crisalbo decía, dándole el alma lo que había sido, le dijo cómo ella estaba viva, y aun libre de todo lo que la imputaba, y que mirase no hubiese muerto a quien le doliese más su muerte que perder él mismo la vida. Y con esto le dijo que su hermana Leonida se había partido aquella noche de su casa en traje no acostumbrado. Atónito quedó Crisalbo de ver a Silvia viva, teniendo él por cierto que la dejaba ya muerta, y con no pequeño sobresalto acudió luego a su casa, y, no hallando en ella a su hermana, con grandísima confusión y furia volvió él solo a ver quién era la que había muerto, pues Silvia estaba viva.
»Mientras todas estas cosas pasaban, estaba yo con una ansia estraña esperando a Carino y Leonida, y, pareciéndome que ya tardaban más de lo que debían, quise ir a encontrarlos, o a saber si por algún caso aquella noche se habían detenido, y no anduve mucho por el camino cuando oí una lastimada voz que decía: “¡Oh soberano hacedor del cielo!, encoge la mano de tu justicia y abre la de tu misericordia, para tenerla desta alma, que presto te dará cuenta de las ofensas que te ha hecho. ¡Ay, Lisandro, Lisandro!, y cómo la amistad de Carino te costará la vida, pues no es posible sino que te la acabe el dolor de haberla yo por ti perdido. ¡Ay, cruel hermano!, ¿es posible que sin oír mis disculpas tan presto me quesiste dar la pena de mi yerro?” Cuando estas razones oí, en la voz y en ellas conocí luego ser Leonida la que las decía, y présago de mi desventura, con el sentido turbado, fui a tiento a dar adonde Leonida estaba envuelta en su propria sangre; y, habiéndola conocido luego, dejándome caer sobre el herido cuerpo, haciendo los estremos de dolor posible, le dije: “¿Qué desdicha es esta, bien mío? Ánima mía, ¿cuál fue la cruel mano que no ha tenido respecto a tanta hermosura?” En estas palabras fui conocido de Leonida, y, levantando con gran trabajo los cansados brazos, los echó por cima de mi cuello, y, apretando con la mayor fuerza que pudo, juntando su boca con la mía, con flacas y mal pronunciadas razones, me dijo solas estas: “Mi hermano me ha muer to; Carino, vendido; Libeo está sin vida, la cual te dé Dios a ti, Lisandro mío, largos y felices años, y a mí me deje gozar en la otra del reposo que aquí me ha negado”. Y, juntando más su boca con la mía, habiendo cerrado los labios para darme el primero y último beso, al abrillos se le salió el alma y quedó muer ta en mis brazos. Cuando yo lo sentí, abandonándome sobre el helado cuerpo, quedé sin ningún sentido. Y si como era yo el vivo, fuera el muerto, quien en aquel trance nos viera, el lamentable de Píramo y Tisbe trujera a la memoria. Mas, después que volví en mí, abriendo ya la boca para llenar el aire de voces y sospiros, sentí que hacia donde yo estaba venía uno con apresurados pasos; y, llegándose cerca, aunque la noche hacía escura, los ojos del alma me dieron a conoscer que el que allí venía era Crisalbo; como era la verdad, porque él tornaba a certificarse si por ventura era su hermana Leonida la que había muerto. Y, como yo le conocí, sin que de mí se guardase, llegué a él como sañudo león y, dándole dos heridas, di con él en tierra; y, antes que acabase de espirar, le llevé arrastrando adonde Leonida estaba; y, puniendo en la mano muerta de Leonida el puñal que su hermano traía, que era el mesmo con que él la había muerto, ayudándole yo a ello, tres veces se le hinqué por el corazón. Y, consolado en algo el mío con la muerte de Crisalbo, sin más detenerme, tomé sobre mis hombros el cuerpo de Leonida y llevéle al aldea donde mis parientes vivían; y, contándoles el caso, les rogué le diesen honrada sepultura, y luego puse por obra y determiné de tomar en Carino la venganza que en Crisalbo; la cual, por haberse él ausentado de nuestra aldea, se ha tardado hasta hoy, que le hallé a la salida deste bosque, después de haber seis meses que ando en su de man da. Él ha hecho ya el fin que su traición merescía, y a mí no me queda ya de quién tomar venganza, si no es de la vida que tan contra mi voluntad sostengo.» Esta es, pastor, la causa de do proceden los lamentos que me has oído. Si te parece que es bastante para causar mayores sentimientos, a tu buena discreción dejo que lo considere.
Y con esto dio fin a su plática y principio a tantas lágrimas, que no pudo dejar Elicio de tenerle compañía en ellas. Pero, después que por largo espacio habían desfogado con tiernos sospiros, el uno la pena que sentía, el otro la compasión que della tomaba, Elicio comenzó con las mejores razones que supo a consolar a Lisandro, aunque era su mal tan sin consuelo como por el suceso dél había visto. Y entre otras cosas que le dijo, y la que a Lisandro más le cuadró, fue decirle que en los males sin remedio, el mejor era no esperarles ninguno; y que, pues de la honestidad y noble condición de Leonida se podría creer -según él decía- que de dulce vida gozaba, antes debía alegrarse del bien que ella había ganado, que no entristecerse por el que él había perdido. A lo cual respondió Lisandro:
-Bien conozco, amigo, que tienen fuerza tus razones para hacerme creer que son verdaderas, pero no que la tienen, ni la tendrán las que todo el mundo decirme pudiere, para darme consuelo alguno. En la muerte de Leonida comenzó mi desventura, la cual se acabará cuando yo la torne a ver; y, pues esto no puede ser sin que yo muera, al que me induciere a procurar la muerte tendré yo por más amigo de mi vida.
No quiso Elicio darle más pesadumbre con sus consuelos, pues él no los tenía por tales; sólo le rogó que se viniese con él a su cabaña, en la cual estaría todo el tiempo que gusto le diese, ofreciéndole su amistad en todo aquello que podía ser buena para servirle. Lisandro se lo agradeció cuanto fue posible; y, aunque no quería acetar el venir con Elicio, todavía lo hubo de hacer forzado de su importunación; y así, los dos se levantaron y se vinieron a la cabaña de Elicio, donde reposaron lo poco que de la noche quedaba. Pero ya que la blanca Aurora dejaba el lecho del celoso marido y comenzaba a dar muestras del venidero día, levantándose Erastro, comenzó a poner en orden el ganado de Elicio y suyo, para sacarle al pasto acostumbrado. Elicio convidó a Lisandro a que con él se viniese, y así, viniendo los tres pastores con el manso rebaño de sus ovejas por una cañada abajo, al subir de una ladera oyeron el sonido de una suave zampoña, que luego por Elicio y Erastro fue conocido que era Galatea quien la sonaba. Y no tardó mucho que por la cumbre de la cuesta se comenzaron a descubrir algunas ovejas, y luego tras ellas Galatea, cuya hermosura era tanta que sería mejor dejarla en su punto, pues faltan palabras para encarecerla. Venía vestida a la serrana, con los luengos cabellos sueltos al viento, de quien el mesmo sol parescía tener envidia, porque, hiriéndoles con sus rayos, procuraba quitarles la luz si pudiera, mas la que la salía de la vislumbre dellos, otro nuevo sol semejaba. Estaba Erastro fuera de sí mirándola, y Elicio no podía apartar los ojos de verla. Cuando Galatea vio que el rebaño de Elicio y Erastro con el suyo se juntaba, mostrando no gustar de tenerles aquel día compañía, llamó a la borrega mansa de su manada, a la cual siguieron las demás, y encaminóla a otra parte diferente de la que los pastores llevaban. Viendo Elicio lo que Galatea hacía, sin poder sufrir tan notorio desdén, llegándose a do la pastora estaba, le dijo:
-Deja, hermosa Galatea, que tu rebaño venga con el nuestro, y si no gustas de nuestra compañía, escoge la que más te agradare; que no por tu ausencia dejarán tus ovejas de ser bien apacentadas, pues yo, que nací para servirte, tendré más cuenta dellas que de las mías proprias. Y no quieras tan a la clara desdeñarme, pues no lo merece la limpia voluntad que te tengo; que, según el viaje que traías, a la fuente de las Pizarras le encaminabas, y agora que me has visto quieres torcer el camino. Y si esto es así como pienso, dime adónde quieres hoy y siempre apascentar tu ganado, que yo te juro de no llevar allí jamás el mío.
-Yo te prometo, Elicio -respondió Galatea-, que no por huir de tu compañía ni de la de Erastro he vuelto del camino que tú imaginas que llevaba, porque mi intención es pasar hoy la siesta en el arroyo de las Palmas, en compañía de mi amiga Florisa, que allá me aguarda, porque desde ayer concertamos las dos de apascentar hoy allí nuestros ganados; y, como yo venía descuidada sonando mi zampoña, la mansa borrega tomó el camino de las Pizarras, como della más acostumbrado. La voluntad que me tienes y ofrecimientos que me haces te agradezco, y no tengas en poco haber dado yo disculpa a tu sospecha.
-¡Ay, Galatea! -replicó Elicio-, y cuán bien que finges lo que te parece, teniendo tan poca necesidad de usar conmigo artificio, pues al cabo no tengo de querer más de lo que tú quisieres. Ora vayas al arroyo de las Palmas, al soto del Concejo o a la fuente de las Pizarras, ten por cierto que no has de ir sola, que siempre mi alma te acompaña, y si tú no la vees, es porque no quieres verla, por no obligarte a remediarla.
-Hasta agora -respondió Galatea- tengo por ver la primera alma, y así no tengo culpa si no he remediado a ninguna.
-No sé cómo puedes decir eso -respondió Elicio-, hermosa Galatea, que las veas para herirlas y no para curarlas.
-Testimonio me levantas -replicó Galatea- en decir que yo, sin armas, pues a mujeres no son concedidas, haya herido a nadie.
-¡Ay, discreta Galatea! -dijo Elicio-, cómo te burlas con lo que de mi alma sientes, a la cual invisiblemente has llagado, y no con otras armas que con las de tu hermosura. Y no me quejo yo tanto del daño que me has hecho, como de que le tengas en poco.
-En menos me tendría yo -respondió Galatea- si en más le tuviese.
A esta sazón llegó Erastro, y, viendo que Galatea se iba y les dejaba, le dijo:
-¿Adónde vas, o de quién huyes, hermosa Galatea? Si de nosotros, que te adoramos, te alejas, ¿quién esperará de ti compañía? ¡Ay, enemiga!, cuán al desgaire te vas, triunfando de nuestras voluntades. El cielo destruya la buena que tengo, si no deseo verte enamorada de quien estime tus quejas en el grado que tú estimas las mías. ¿Ríeste de lo que digo, Galatea? Pues yo lloro de lo que tú haces.
No pudo Galatea responder a Erastro, porque andaba guiando su ganado hacia el arroyo de las Palmas, y, abajando desde lejos la cabeza en señal de despedirse, los dejó. Y, como se vio sola, en tanto que llegaba adonde su amiga Florisa creyó que estaría, con la estremada voz que al cielo plugo darle, fue cantando este soneto:
GALATEA
Afuera el fuego, el lazo, el yelo y flecha
de amor, que abrasa, aprieta, enfría y hiere;
que tal llama mi alma no la quiere,
ni queda de tal ñudo satisfecha.
Consuma, ciña, yele, mate; estrecha 5
tenga otra la voluntad cuanto quisiere;
que por dardo, o por nieve, o red no’spere
tener la mía en su calor deshecha.
Su fuego enfriará mi casto intento,
el ñudo romperé por fuerza o arte, 10
la nieve deshará mi ardiente celo,
la flecha embotará mi pensamiento;
y así, no temeré en segura parte
de amor el fuego, el lazo, el dardo, el yelo.
Con más justa causa se pudieran parar los brutos, mover los árboles y juntar las piedras a escuchar el suave canto y dulce armonía de Galatea, que cuando a la cítara de Orfeo, lira de Apolo y música de Anfión los muros de Troya y Tebas por sí mismos se fundaron, sin que artífice alguno pusiese en ellos las manos, y las hermanas, negras moradoras del hondo caos, a la estremada voz del incauto amante se ablandaron. El acabar el canto Galatea y llegar adonde Florisa estaba, fue todo a un tiempo, de la cual fue con alegre rostro recebida, como aquella que era su amiga verdadera y con quien Galatea sus pensamientos comunicaba. Y, después que las dos dejaron ir a su albedrío a sus ganados a que de la verde yerba paciesen, convidadas de la claridad del agua de un arroyo que allí corría, determinaron de lavarse los hermosos rostros, pues no era menester para acrecentarles hermosura el vano y enfadoso artificio con que los suyos martirizan las damas que en las grandes ciudades se tienen por más hermosas. Tan hermosas quedaron después de lavadas como antes lo estaban, excepto que por haber llegado las manos con movimiento al rostro, quedaron sus mejillas encendidas y sonroseadas, de modo que un no sé qué de hermosura les acrescentaba; especialmente a Galatea, en quien se vieron juntas las tres Gracias, a quien los antiguos griegos pintaban desnudas por mostrar, entre otros efectos, que eran señoras de la belleza. Comenzaron luego a coger diversas flores del verde prado, con intención de hacer sendas guirnaldas con que recoger los desornados cabellos que sueltos por las espaldas traían.
En este ejercicio andaban ocupadas las dos hermosas pastoras, cuando por el arroyo abajo vieron al improviso venir una pastora de gentil donaire y apostura, de que no poco se admiraron, porque les pareció que no era pastora de su aldea ni de las otras comarcanas a ella, a cuya causa con más atención la miraron, y vieron que venía poco a poco hacia donde ellas estaban. Y, aunque estaban bien cerca, ella venía tan embebida y transportada en sus pensamientos, que nunca las vio hasta que ellas quisieron mostrarse. De trecho en trecho se paraba, y, vueltos los ojos al cielo, daba unos sospiros tan dolorosos que de lo más íntimo de sus entrañas parecían arrancados. Torcía asimesmo sus blancas manos y dejaba correr por sus mejillas algunas lágrimas, que líquidas perlas semejaban. Por los estremos de dolor que la pastora hacía, conocieron Galatea y Florisa que de algún interno dolor traía el alma ocupada, y por ver en qué paraban sus sentimientos, entrambas se escondieron entre unos cerrados mirtos, y desde allí con curiosos ojos miraban lo que la pastora hacía. La cual, llegándose al margen del arroyo, con atentos ojos se paró a mirar el agua que por él corría, y, dejándose caer a la orilla dél como persona cansada, corvando una de sus hermosas manos, cogió en ella del agua clara, con la cual lavándose los húmidos ojos, con voz baja y debilitada dijo:
-¡Ay, claras y frescas aguas!, ¡cuán poca parte es vuestra frialdad para templar el fuego que en mis entrañas sien to! Mal podré esperar de vosotras, ni aun de todas las que contiene el gran mar océano, el remedio que he menester, pues, aplicadas todas al ardor que me consume, haríades el mesmo efecto que suele hacer la pequeña cantidad en la ardiente fragua, que más su llama acrecienta. ¡Ay, tristes ojos, causadores de mi perdición, y en qué fuerte punto os alcé para tan gran caída! ¡Ay, Fortuna, enemiga de mi descanso, con cuánta velocidad me derribaste de la cumbre de mis contentos al abismo de la miseria en que me hallo! ¡Ay, cruda hermana!, ¿cómo no aplacó la ira de tu desamorado pecho la humilde y amorosa presencia de Artidoro? ¿Qué palabras te pudo decir él para que le dieses tan aceda y cruel respuesta? Bien parece, hermana, que tú no le tenías en la cuenta que yo le tengo, que si así fuera, a fe que tú te mostraras tan humilde cuanto él a ti subjeto.
Todo esto que la pastora decía mezclaba con tantas lágrimas, que no hubiera corazón que escuchándola no se enterneciera. Y, después que por algún espacio hubo sosegado el afligido pecho, al son del agua que mansamente corría, acomodando a su propósito una copla antigua, con suave y delicada voz cantó esta glosa:
Ya la esperanza es perdida,
y un solo bien me consuela:
qu’el tiempo, que pasa y vuela,
llevará presto la vida.
Dos cosas hay en amor 5
con que su gusto se alcanza:
deseo de lo mejor,
es la otra la esperanza
que pone esfuerzo al temor.
Las dos hicieron manida 10
en mi pecho, y no las veo;
antes en l’alma afligida,
porque me acabe el deseo,
ya la esperanza es perdida.
Si el deseo desfallece 15
cuando la esperanza mengua,
al contrario en mí parece,
pues cuanto ella más desmengua
tanto más él s’engrandece.
Y no hay usar de cautela 20
con las llagas que me atizan,
que en esta amorosa escuela
mil males me martirizan,
y un solo bien me consuela.
Apenas hubo llegado 25
el bien a mi pensamiento,
cuando el cielo, suerte y hado,
con ligero movimiento
l’han del alma arrebatado.
Y si alguno hay que se duela 30
de mi mal tan lastimero,
al mal amaina la vela,
y al bien pasa más ligero
qu’el tiempo, que pasa y vuela.
¿Quién hay que no se consuma 35
con estas ansias que tomo?,
pues en ellas se ve en suma
ser los cuidados de plomo
y los placeres de pluma.
Y aunque va tan de caída 40
mi dichosa buena andanza
en ella este bien se anida:
que quien llevó la esperanza
llevará presto la vida.
Presto acabó el canto la pastora, pero no las lágrimas con que lo solemnizaba, de las cuales movidas a compasión Galatea y Florisa, salieron de do escondidas estaban, y con amorosas y corteses palabras a la triste pastora saludaron, diciéndole, entre otras razones:
-Así los cielos, hermosa pastora, se muestren favorables a lo que pedirles quisieres, y dellos alcances lo que deseas, que nos digas, si no te es enojoso, qué ventura o qué destino te ha traído por esta tierra, que según la plática que nosotras tenemos della, jamás por estas riberas te habemos visto. Y por haber oído lo que poco ha cantaste, y entender por ello que no tiene tu corazón el sosiego que ha menester, y por las lágrimas que has derramado, de que dan indicio tus húmidos y hermosos ojos, en ley de buen comedimiento estamos obligadas a procurarte el consuelo que de nuestra parte fuere posible. Y si fuere tu mal de los que no sufren ser consolados, a lo menos conoscerás en nosotras una buena voluntad de servirte.
-No sé con qué poder pagaros -respondió la forastera pastora-, hermosas zagalas, los corteses ofrecimientos que me hacéis, si no es con callar y agradecello, y estimarlos en el punto que merescen, y con no negaros lo que de mí saber quisiéredes, puesto que me sería mejor pasar en silencio los sucesos de mi ventura, que no, con decirlos, daros indicios para que me tengáis por liviana.
-No muestra tu rostro y gentil apostura, hermosa pastora -respondió Galatea-, que el cielo te ha dado tan grosero entendimiento que con él hicieses cosa que después hubieses de perder reputación en decirla. Y, pues tu vista y palabras en tan poco ha hecho esta impresión en nosotras, que ya te tenemos por discreta, muéstranos, con contarnos tu vida, si llega a tu discreción tu ventura.
-A lo que yo creo -respondió la pastora-, en un igual andan entrambas, si ya no me ha dado la suerte más juicio para que sienta más los dolores que se ofrecen. Pero yo estoy bien cierta que sobrepujan tanto mis males a mi discreción, cuanto dellos es vencida toda mi habilidad, pues no tengo ninguna para saber remediallos. Y, porque la experiencia os desengañe, si quisiéredes oírme, bellas zagalas, yo os contaré con las más breves razones que pudiere, cómo, del mucho entendimiento que juzgáis que tengo, ha nascido el mal que le hace ventaja.
-Con ninguna cosa, discreta zagala, satisfarás más nuestros deseos -respondió Florisa-, que con darnos cuenta de lo que te hemos rogado.
-Apartémonos, pues -dijo la pastora-, deste lugar y busquemos otro donde, sin ser vistas ni estorbadas, pueda deciros lo que me pesa de haberos prometido, porque adivino que no estará más en perderse la buena opinión que con vosotras he cobrado, que cuanto tarde en descubriros mis pensamientos, si acaso los vuestros no han sido tocados de la enfermedad que yo padezco.
Deseosas de que la pastora cumpliese lo que prometía, se levantaron luego las tres y se fueron a un lugar secreto y apartado que ya Galatea y Florisa sabían, donde, debajo de la agradable sombra de unos acopados mirtos, sin ser vistas de alguno, podían todas tres estar sentadas. Y luego, con estremado donaire y gracia, la forastera pastora comenzó a decir desta manera:
-«En las riberas del famoso Henares, que al vuestro dorado Tajo, hermosísimas pastoras, da siempre fresco y agradable tributo, fui yo nascida y criada, y no en tan baja fortuna que me tuviese por la peor de mi aldea. Mis padres son labradores y a la labranza del campo acostumbrados, en cuyo ejercicio les imitaba, trayendo yo una manada de simples ovejas por las dehesas concejiles de nuestra aldea, acomodando tanto mis pensamientos al estado en que mi suerte me había puesto, que ninguna cosa me daba más gusto que ver multiplicar y crecer mi ganado, sin tener cuenta con más que con procurarle los más fructíferos y abundosos pastos, claras y frescas aguas que hallar pudiese. No tenía ni podía tener más cuidados que los que podían nascer del pastoral oficio en que me ocupaba. Las selvas eran mis compañeras, en cuya soledad muchas veces, convidada de la suave armonía de los dulces pajarillos, despedía la voz a mil honestos cantares, sin que en ellos mezclase sospiros ni razones que de enamorado pecho diesen indicio alguno. ¡Ay!, cuántas veces, sólo por contentarme a mí mesma y por dar lugar al tiempo que se pasase, andaba de ribera en ribera, de valle en valle, cogiendo aquí la blanca azucena, allí el cárdeno lirio, acá la colorada rosa, acullá la olorosa clavellina, haciendo de todas suertes de odoríferas flores una tejida guirnalda, con que adornaba y recogía mis cabellos; y después, mirándome en las claras y reposadas aguas de alguna fuente, quedaba tan gozosa de haberme visto que no trocara mi contento por otro alguno. Y cuántas hice burla de algunas zagalas que, pensando hallar en mi pecho alguna manera de compasión del mal que los suyos sentían, con abundancia de lágrimas y sospiros, los secretos enamorados de su alma me descubrían.
»Acuérdome agora, hermosas pastoras, que llegó a mí un día una zagala amiga mía, y, echándome los brazos al cuello y juntando su rostro con el mío, hechos sus ojos fuentes, me dijo: “¡Ay, hermana Teolinda -que éste es el nombre desta desdichada-, y cómo creo que el fin de mis días es llegado, pues amor no ha tenido la cuenta conmigo que mis deseos merescían!”. Yo, entonces, admirada de los estremos que la veía hacer, creyendo que algún gran mal le había sucedido de pérdida de ganado, o de muerte de padre o hermano, limpiándole los ojos con la manga de mi camisa, le rogué que me dijese qué mal era el que tanto la aquejaba. Ella, prosiguiendo en sus lágrimas y no dando tregua a sus sospiros, me dijo: “¿Qué mayor mal quieres, ¡oh Teolinda!, que me haya sucedido que el haberse ausentado sin decirme nada el hijo del mayoral de nuestra aldea, a quien yo quiero más que a los proprios ojos de la cara; y haber visto esta mañana en poder de Leocadia, la hija del rabadán Lisalco, una cinta encarnada que yo había dado a aquel fementido de Eugenio, por donde se me ha confirmado la sospecha que yo tenía de los amores que el traidor con ella trataba?” Cuando yo acabé de entender sus quejas, os juro, amigas y señoras mías, que no pude acabar conmigo de no reírme y decirle: “Mía fe, Lidia -que así se llama la sin ventura-, pensé que de otra mayor llaga venías herida, según te quejabas, pero agora conozco cuán fuera de sentido andáis vosotras, las que presumís de enamoradas, en hacer caso de semejantes niñerías. Dime, por tu vida, Lidia amiga: ¿cuánto vale una cinta encarnada, para que te duela de verla en poder de Leocadia, ni de que se la haya dado Eugenio? Mejor harías de tener cuenta con tu honra y con lo que conviene al pasto de tus ovejas, y no entremeterte en estas burlerías de amor, pues no se saca dellas, según veo, sino menoscabo de nuestras honras y sosiego”. Cuando Lidia oyó de mi boca tan contraria respuesta de la que esperaba de mi piadosa condición, no hizo otra cosa sino abajar la cabeza, y, acrescentando lágrimas a lágrimas y sollozos a sollozos, se apartó de mí; y, volviendo a cabo de poco trecho el rostro, me dijo: “Ruego yo a Dios, Teolinda, que presto te veas en estado que tengas por dichoso el mío, y que el amor te trate de manera que cuentes tu pena a quien la estime y sien ta en el grado que tú has hecho la mía”. Y con esto se fue, y yo me quedé riyendo de sus desvaríos. Mas, ¡ay, desdichada, y cómo a cada paso conozco que me va alcanzando bien su maldición, pues aun agora temo que estoy contando mi pena a quien se dolerá poco de haberla sabido!»
A esto respondió Galatea:
-Pluviera a Dios, discreta Teolinda, que así como hallarás en nosotras compasión de tu daño, pudieras hallar el remedio dél, que presto perdieras la sospecha que de nuestro conocimiento tienes.
-Vuestra hermosa presencia y agradable conversación, dulces pastoras -respondió Teolinda-, me hace esperar eso, pero mi corta ventura me fuerza a temer estotro. Mas, suceda lo que sucediere, que al fin habré de contaros lo que os he prometido.
«Con la libertad que os he dicho, y en los ejercicios que os he contado, pasaba yo mi vida tan alegre y sosegadamente que no sabía qué pedirme el deseo, hasta que el vengativo Amor me vino a tomar estrecha cuenta de la poca que con él tenía, y alcanzóme en ella de manera que, con quedar su esclava, creo que aún no está pagado ni satisfecho.
»Acaeció, pues, que un día -que fuera para mí el más venturoso de los de mi vida, si el tiempo y las ocasiones no hubieran traído tal descuento a mis alegrías-, viniendo yo con otras pastoras de nuestra aldea a cortar ramos y a coger juncia y flores y verdes espadañas para adornar el templo y calles de nuestro lugar, por ser el siguiente día solemnísima fiesta y estar obligados los moradores de nuestro pueblo por promesa y voto a guardalla, acertamos a pasar todas juntas por un deleitoso bosque que entre el aldea y el río está puesto, adonde hallamos una junta de agraciados pastores, que a la sombra de los verdes árboles pasaban el ardor de la caliente siesta, los cuales, como nos vieron, al punto fuimos dellos conoscidas, por ser todos cuál primo y cuál hermano y cuál pariente nuestro. Y, saliéndonos al encuentro y entendido de nosotras el intento que llevábamos, con corteses palabras nos persuadieron y forzaron a que adelante no pasásemos, porque algunos dellos tomarían el trabajo de traer hasta allí los ramos y flores por que íbamos. Y así, vencidas de sus ruegos, por ser ellos tales, hubimos de conceder lo que querían; y luego seis de los más mozos, apercebidos de sus hocinos, se partieron con gran contento a traernos los verdes despojos que buscábamos. Nosotras, que seis éramos, nos juntamos donde los demás pastores estaban, los cuales nos recibieron con el comedimiento posible, especialmente de un pastor forastero que allí estaba, que de ninguna de nosotras fue conoscido, el cual era de tan gentil donaire y brío que quedaron todas admiradas en verle; pero yo quedé admirada y rendida. No sé qué os diga, pastoras, sino que, así como mis ojos le vieron, sentí enternecérseme el corazón, y comenzó a discurrir por todas mis venas un yelo que me encendía, y, sin saber cómo, sentí que mi alma se alegraba de tener puestos los ojos en el hermoso rostro del no conocido pastor. Y en un punto, sin ser en los casos de amor experimentada, vine a conoscer que era amor el que salteado me había. Y luego quisiera quejarme dél, si el tiempo y la ocasión me dieran lugar a ello.
»En fin, yo quedé cual ahora estoy, vencida y enamorada, aunque con más confianza de salud que la que ahora tengo. ¡Ay!, cuántas veces en aquella sazón me quise llegar a Lidia, que con nosotras estaba y decirle: “Perdóname, Lidia hermana, de la desabrida respuesta que te di el otro día, porque te hago saber que ya tengo más experiencia del mal de que te quejabas que tú mesma”. Una cosa me tiene maravillada: de cómo cuantas allí estaban no conocieron, por los movimientos de mi rostro, los secretos de mi corazón; y debiólo de causar que todos los pastores se volvieron al forastero y le rogaron que acabase de cantar una canción que había comenzado antes que nosotras llegásemos; el cual, sin hacerse de rogar, siguió su comenzado canto con tan estremada y maravillosa voz, que todos los que la escuchaban estaban transportados en oírla. Entonces acabé yo de entregarme de todo en todo a todo lo que el amor quiso, sin quedar en mí más voluntad que si no la hubiera tenido para cosa alguna en mi vida. Y, puesto que yo estaba más suspensa que todos escuchando la suave armonía del pastor, no por eso dejé de poner grandísima atención a lo que en sus versos cantaba, porque me tenía ya el amor puesta en tal estremo que me llegara al alma si le oyera cantar cosas de enamorado, que imaginara que ya tenía ocupados sus pensamientos, y quizá en parte que no tuviesen alguna los míos en lo que deseaban. Mas lo que él entonces cantó no fueron sino ciertas alabanzas del pastoral estado y de la sosegada vida del campo, y algunos avisos útiles a la conservación del ganado, de que no poco quedé yo contenta, pareciéndome que si el pastor estuviera enamorado, que de ninguna cosa tratara que de sus amores, por ser condición de los amantes parecerles mal gastado el tiempo que en otra cosa que en ensalzar y alabar la causa de sus tristezas o contentos se gasta. Ved, amigas, en cuán poco espacio estaba ya maestra en la escuela de amor.
»El acabar el pastor su canto y el descubrir los que con los ramos venían fue todo a un tiempo; los cuales, a quien de lejos los miraba, no parecían sino un pequeño montecillo que con todos sus árbores se movía, según venían pomposos y enramados. Y, llegando ya cerca de nosotras, todos seis entonaron sus voces, y comenzando el uno y respondiendo todos, con muestras de grandísimo contento, y con muchos placenteros alaridos, dieron principio a un gracioso villancico. Con este contento y alegría llegaron más presto de lo que yo quisiera, porque me quitaron la que yo sentía de la vista del pastor. Descargados, pues, de la verde carga, vimos que traía cada uno una hermosa guirnalda enroscada en el brazo, compuesta de diversas y agradables flores, las cuales con graciosas palabras a cada una de nosotras la suya presentaron, y se ofrecieron de llevar los ramos hasta el aldea. Mas, agradeciéndoles nosotras su buen comedimiento, llenas de alegría, queríamos dar la vuelta al lugar, cuando Eleuco, un anciano pastor que allí estaba, nos dijo: “Bien será, hermosas pastoras, que nos paguéis lo que por vosotras nuestros zagales han hecho, con dejarnos las guirnaldas, que demasiadas lleváis de lo que a buscar veníades; pero ha de ser con condición que de vuestra mano las deis a quien os pareciere”. “Si con tan pequeña paga quedaréis de nosotras satisfechos -respondió la una-, yo por mí soy contenta”. Y, tomando la guirnalda con ambas manos, la puso en la cabeza de un gallardo primo suyo. Las otras, guiadas deste ejemplo, dieron las suyas a diferentes zagales que allí estaban; que todos, sus parientes eran. Yo, que a lo último quedaba, y que allí deudo alguno no tenía, mostrando hacer de la desenvuelta, me llegué al forastero pastor, y, puniéndole la guirnalda en la cabeza, le dije: “Ésta te doy, buen zagal, por dos cosas: la una, por el contento que a todos nos has dado con tu agradable canto; la otra, porque en nuestra aldea se usa honrar a los estranjeros”. Todos los circunstantes recibieron gusto de lo que yo hacía; pero, ¿qué os diré yo de lo que mi alma sintió, viéndome tan cerca de quien me la tenía robada, sino que diera cualquiera otro bien que acertara a desear en aquel punto, fuera de quererle, por poder ceñirle con mis brazos al cuello, como le ceñí las sienes con la guirnalda? El pastor se me humilló y con discretas palabras me agradeció la merced que le hacía, y, al despedirse de mí, con voz baja, hurtando la ocasión a los muchos ojos que allí había, me dijo: “Mejor te he pagado de lo que piensas, hermosa pastora, la guirnalda que me has dado: prenda llevas contigo que, si la sabes estimar, conocerás que me quedas deudora”. Bien quisiera yo responderle, pero la priesa que mis compañeras me daban era tanta, que no tuve lugar de replicarle.
»Desta manera me volví al aldea, con tan diferente corazón del con que había salido, que yo mesma de mí mesma me maravillaba. La compañía me era enojosa, y cualquiera pensamiento que me viniese, que a pensar en mi pastor no se encaminase, con gran presteza procuraba luego de desecharle de mi memoria, como indigno de ocupar el lugar que de amorosos cuidados estaba lleno. Yo no sé cómo en tan pequeño espacio de tiempo me transformé en otro ser del que tenía, porque yo ya no vivía en mí, sino en Artidoro -que ansí se llama la mitad de mi alma que ando buscando-: doquiera que volvía los ojos me parecía ver su figura; cualquiera cosa que escuchaba, luego sonaba en mis oídos su suave música y armonía; a ninguna parte movía los pies, que no diera por hallarle en ella mi vida, si él la quisiera; en los manjares no hallaba el acostumbrado gusto, ni las manos acertaban a tocar cosa que se le diese. En fin, todos mis sentidos estaban trocados del ser que primero tenían, ni el alma obraba por ellos como era acostumbrada.
»En considerar la nueva Teolinda que en mí había nacido, y en contemplar las gracias del pastor, que impresas en el alma me quedaron, se me pasó todo aquel día y la noche antes de la solemne fiesta, la cual venida, fue con grandísimo regocijo y aplauso de todos los moradores de nuestra aldea y de los circunvecinos lugares solemnizada. Y, después de acabadas en el templo las sacras oblaciones, y cumplidas las debidas ceremonias, en una ancha plaza que delante del templo se hacía, a la sombra de cuatro antiguos y frondosos álamos que en ella estaban, se juntó casi la más gente del pueblo, y, haciéndose todos un corro, dieron lugar a que los zagales vecinos y forasteros se ejercitasen, por honra de la fiesta, en algunos pastoriles ejercicios. Luego en el instante, se mostraron en la plaza un buen número de dispuestos y gallardos pastores, los cuales, dando alegres muestras de su juventud y destreza, dieron principios a mil graciosos juegos: ora tirando la pesada barra, ora mostrando la ligereza de sus sueltos miembros en los desusados saltos, ora descubriendo su crescida fuerza e industriosa maña en las intrincadas luchas, ora enseñando la velocidad de sus pies en las largas carreras, procurando cada uno de ser tal en todo, que el primero premio alcanzase de muchos que los mayorales del pueblo tenían puestos para los mejores que en tales ejercicios se aventajasen. Pero, en estos que he contado, ni en otros muchos que callo por no ser prolija, ningunos de cuantos allí estaban, vecinos y comarcanos, llegó al punto que mi Artidoro, el cual con su presencia quiso honrar y alegrar nuestra fiesta, y llevarse el primero honor y premio de todos los juegos que se hicieron. Tal era, pastoras, su destreza y gallardía; las alabanzas que todas le daban eran tantas, que yo mesma me ensoberbecía, y un desusado contento en el pecho me retozaba, sólo en considerar cuán bien había sabido ocupar mis pensamientos. Pero, con todo esto, me daba grandísima pesadumbre que Artidoro, como forastero, se había de partir presto de nuestra aldea, y que si él se iba sin saber, a lo menos, lo que de mí llevaba -que era el alma-, ¿qué vida sería la mía en su ausencia, o cómo podría yo aliviar mi pena siquiera con quejarme, pues no tenía de quién, sino de mí mesma? Estando yo, pues, en estas imaginaciones, se acabó la fiesta y regocijo, y, queriendo Artidoro despedirse de los pastores sus amigos, todos ellos juntos le rogaron que, por los días que había de durar el octavario de la fiesta, fuese contento de pasarlos con ellos, si otra cosa de más gusto no se lo impidía. “Ninguna me la puede dar a mí mayor, graciosos pastores -respondió Artidoro-, que serviros en esto y en todo lo que más fuere vuestra voluntad, que, puesto que la mía era por agora querer buscar a un hermano mío que pocos días ha falta de nuestra aldea, cumpliré vuestro deseo, por ser yo el que gano en ello”. Todos se lo agradecieron mucho, y quedaron contentos de su quedada, pero más lo quedé yo, considerando que en aquellos ocho días no podía dejar de ofrecérseme ocasión donde le descubriese lo que ya encubrir no podía. Toda aquella noche casi se nos pasó en bailes y juegos, y en contar unas a otras las pruebas que habíamos visto hacer a los pastores aquel día, diciendo: “Fulano bailó mejor que fulano, puesto que el tal sabía más mudanzas que el tal; Mingo derribó a Bras, pero Bras corrió más que Mingo”. Y, al fin fin, todas concluían que Artidoro, el pastor forastero, había llevado la ventaja a todos, loándole cada una en particular sus particulares gracias; las cuales alabanzas, como ya he dicho, todas en mi contento redundaban.
»Venida la mañana del día después de la fiesta, antes que la fresca aurora perdiese el rocío aljofarado de sus hermosos cabellos, y que el sol acabase de descubrir sus rayos por las cumbres de los vecinos montes, nos juntamos hasta una docena de pastoras, de las más miradas del pueblo, y asidas unas de otras de las manos, al son de una gaita y de una zampoña, haciendo y deshaciendo intricadas vueltas y bailes, nos salimos de la aldea a un verde prado que no lejos della estaba, dando gran contento a todos los que nuestra enmarañada danza miraban. Y la ventura, que hasta entonces mis cosas de bien en mejor iba guiando, ordenó que en aquel mesmo prado hallásemos todos los pastores del lugar, y con ellos a Artidoro, los cuales, como nos vieron, acordando luego el son de un tamborino suyo con el de nuestras zampoñas, con el mesmo compás y baile nos salieron a recebir, mezclándonos unos con otros confusa y concertadamente, y mudando los instrumentos el son, mudamos el baile, de manera que fue menester que las pastoras nos desasiésemos y diésemos las manos a los pastores; y quiso mi buena dicha que acerté yo a dar la mía a Artidoro. No sé cómo os encarezca, amigas, lo que en tal punto sentí, si no es deciros que me turbé de manera que no acertaba a dar paso concertado en el baile; tanto, que le convenía a Artidoro llevarme con fuerza tras sí, porque no rompiese, soltándome, el hilo de la concertada danza. Y, tomando dello ocasión, le dije: “¿En qué te ha ofendido mi mano, Artidoro, que ansí la aprietas?” Él me respondió, con voz que de ninguno pudo ser oída: “Mas, ¿qué te ha hecho a ti mi alma, que así la maltratas?” “Mi ofensa es clara -respondí yo mansamente-; mas la tuya, ni la veo ni podrá verse”. “Y aun ahí está el daño -replicó Artidoro-: que tengas vista para hacer el mal y te falte para sanarle”. En esto cesaron nuestras razones, porque los bailes cesaron, quedando yo contenta y pensativa de lo que Artidoro me había dicho; y, aunque consideraba que eran razones enamoradas, no me aseguraban si era de enamorado.
»Luego nos sentamos todos los pastores y pastoras sobre la verde yerba; y, habiendo reposado un poco del cansancio de los bailes pasados, el viejo Eleuco, acordando su instrumento, que un rabel era, con la zampoña de otro pastor, rogó a Artidoro que alguna cosa cantase, pues él más que otro alguno lo debía hacer, por haberle dado el cielo tal gracia que sería ingrato si encubrirla quisiese. Artidoro, agradeciendo a Eleuco las alabanzas que le daba, comenzó luego a cantar unos versos, que, por haberme puesto en mí sospecha aquellas palabras que antes me había dicho, los tomé tan en la memoria que aun hasta agora no se me han olvidado; los cuales, aunque os dé pesadumbre oírlos, sólo porque hacen al caso para que entendáis punto por punto por los que me ha traído el amor al desdichado en que me hallo, os los habré de decir, que son estos:
En áspera, cerrada, escura noche,
sin ver jamás el esperado día,
y en contino, crecido, amargo llanto,
ajeno de placer, contento y risa,
meresce estar, y en una viva muerte, 5
aquel que sin amor pasa la vida.
¿Qué puede ser la más alegre vida,
sino una sombra de una breve noche,
o natural retrato de la muerte,
si en todas cuantas horas tiene el día, 10
puesto silencio al congojoso llanto,
no admite del amor la dulce risa?
Do vive el blando amor, vive la risa,
y adonde muere, muere nuestra vida,
y el sabroso placer se vuelve en llanto, 15
y en tenebrosa sempiterna noche
la clara luz del sosegado día,
y es el vivir sin él amarga muerte.
Los rigurosos trances de la muerte
no huye el amador; antes con risa 20
desea la ocasión y espera el día
donde pueda ofrescer la cara vida
hasta ver la tranquila última noche,
al amoroso fuego, al dulce llanto.
No se llama de amor el llanto, llanto, 25
ni su muerte llamarse debe muerte,
ni a su noche dar título de noche;
que su risa llamarse debe risa,
y su vida tener por cierta vida,
y sólo festejar su alegre día. 30
¡Oh venturoso para mí este día,
do pude poner freno al triste llanto,
y alegrarme de haber dado mi vida
a quien dármela puede, o darme muerte!
Mas ¿qué puede esperarse, si no es risa, 35
de un rostro que al sol vence y vuelve en noche?
Vuelto ha mi escura noche en claro día
amor, y en risa mi crescido llanto,
y mi cercana muerte en larga vida.
»Estos fueron los versos, hermosas pastoras, que con maravillosa gracia y no menos satisfacción de los que le escuchaban aquel día, cantó mi Artidoro, de los cuales y de las razones que antes me había dicho, tomé yo ocasión de imaginar si por ventura mi vista algún nuevo accidente amoroso en el pecho de Artidoro había causado; y no me salió tan vana mi sospecha que él mesmo no me la certificase al volvernos al aldea.»
A este punto del cuento de sus amores llegaba Teolinda, cuando las pastoras sintieron grandísimo estruendo de voces de pastores y ladridos de perros, que fue causa para que dejasen la comenzada plática y se parasen a mirar por entre las ramas lo que era. Y así, vieron que por un verde llano que a su mano derecha estaba, atravesaban una multitud de perros, los cuales venían siguiendo una temerosa liebre, que a toda furia a las espesas matas venía a guarecerse. Y no tardó mucho que por el mesmo lugar donde las pastoras estaban la vieron entrar y irse derecha al lado de Galatea; y allí, vencida del cansancio de la larga carrera y casi como segura del cercano peligro, se dejó caer en el suelo con tan cansado aliento que parecía que faltaba poco para dar el espíritu. Los perros, por el olor y rastro, la siguieron hasta entrar adonde estaban las pastoras; mas Galatea, tomando la temerosa liebre en los brazos, estorbó su vengativo intento a los cobdiciosos perros, por parecerle no ser bien si dejaba de defender a quien della había querido valerse. De allí a poco llegaron algunos pastores, que en seguimiento de los perros y de la liebre venían, entre los cuales venía el padre de Galatea, por cuyo respecto ella, Florisa y Teolinda le salieron a rescebir con la debida cortesía. Él y los pastores quedaron admirados de la hermosura de Teolinda, y con deseo de saber quién fuese, porque bien conocieron que era forastera. No poco les pesó desta llegada a Galatea y Florisa, por el gusto que les había quitado de saber el suceso de los amores de Teolinda, a la cual rogaron fuese servida de no partirse por algunos días de su compañía, si en ello no se estorbaba acaso el cumplimiento de sus deseos.
-Antes, por ver si pueden cumplirse -respondió Teolinda-, me conviene estar algún día en esta ribera; y, así por esto como por no dejar imperfecto mi comenzado cuento, habré de hacer lo que me mandáis.
Galatea y Florisa la abrazaron y le ofrecieron de nuevo su amistad, y de servirla en cuanto sus fuerzas alcanzasen. En este entre tanto, habiendo el padre de Galatea y los otros pastores en el margen del claro arroyo tendido sus gabanes y sacado de sus zurrones algunos rústicos manjares, convidaron a Galatea y a sus compañeras a que con ellos comiesen. Acetaron ellas el convite; y, sentándose luego, desecharon la hambre, que por ser ya subido el día comenzaba a fatigarles. En estos y en algunos cuentos que, por entretener el tiempo, los pastores contaron, se llegó la hora acostumbrada de recogerse al aldea. Y luego Galatea y Florisa, dando vuelta a sus rebaños, los recogieron, y en compañía de Teolinda y de los otros pastores hacia el lugar poco a poco se encaminaron; y, al quebrar de la cuesta donde aquella mañana habían topado a Elicio, oyeron todos la zampoña del desamorado Lenio, el cual era un pastor en cuyo pecho el amor jamás pudo hacer morada, y desto vivía él tan alegre y satisfecho que, en cualquiera conversación y junta de pastores que se hallaba, no era otro su intento sino decir mal de amor y de los enamorados, y todos sus cantares a este fin se encaminaban. Y por esta tan estraña condición que tenía, era de los pastores de todas aquellas comarcas conocido, y de unos aborrecido y de otros estimado. Galatea y los que allí venían se pararon a escuchar, por ver si Lenio, como de costumbre tenía, alguna cosa cantaba. Y luego vieron que, dando su zampoña a otro compañero suyo, al son della comenzó a cantar lo que se sigue:
LENIO
Un vano, descuidado pensamiento,
una loca, altanera fantasía,
un no sé qué, que la memoria cría,
sin ser, sin calidad, sin fundamento;
una esperanza que se lleva el viento, 5
un dolor con renombre de alegría,
una noche confusa do no hay día,
un ciego error de nuestro entendimiento,
son las raíces proprias de do nasce
esta quimera antigua celebrada 10
que amor tiene por nombre en todo el suelo.
Y el alma qu’en amor tal se complace,
meresce ser del suelo desterrada,
y que no la recojan en el cielo.
A la sazón que Lenio cantaba lo que habéis oído, habían ya llegado con sus rebaños Elicio y Erastro, en compañía del lastimado Lisandro; y, pareciéndole a Elicio que la lengua de Lenio en decir mal de amor a más de lo que era razón se estendía, quiso mostrarle a la clara su engaño; y, aprovechándose del mesmo concepto de los versos que él había cantado, al tiempo que ya llegaban Galatea, Florisa y Teolinda y los demás pastores, al son de la zampoña de Erastro, comenzó a can tar desta manera:
ELICIO
Meresce quien en el suelo
en su pecho a amor no encierra,
que lo desechen del cielo
y no le sufra la tierra.
Amor, que es virtud entera, 5
con otras muchas que alcanza,
de una en otra semejanza
sube a la causa primera.
Y meresce el que su celo
de tal amor le destierra, 10
que le desechen del cielo
y no le acoja la tierra.
Un bello rostro y figura,
aunque caduca y mortal,
es un traslado y señal 15
de la divina hermosura.
Y el que lo hermoso en el suelo
desama y echa por tierra,
desechado sea del cielo
y no le sufra la tierra. 20
Amor tomado en sí solo,
sin mezcla de otro accidente,
es al suelo conviniente,
como los rayos de Apolo.
Y el que tuviere recelo 25
de amor que tal bien encierra,
meresce no ver el cielo
y que le trague la tierra.
Bien se conoce que amor
está de mil bienes lleno, 30
pues hace del malo bueno
y del qu’es bueno, mejor.
Y así el que discrepa un pelo
en limpia amorosa guerra,
ni meresce ver el cielo, 35
ni sustentarse en la tierra.
El amor es infinito,
si se funda en ser honesto,
y aquel que se acaba presto,
no es amor sino apetito. 40
Y al que sin alzar el vuelo,
con su voluntad se cierra,
mátele rayo del cielo
y no le cubra la tierra.
No recibieron poco gusto los enamorados pastores de ver cuán bien Elicio su parte defendía, pero no por esto el desamorado Lenio dejó de estar firme en su opinión; antes, quería de nuevo volver a cantar y a mostrar en lo que cantase de cuán poco momento eran las razones de Elicio para escurecer la verdad tan clara que él a su parecer sustentaba. Mas el padre de Galatea, que Aurelio el Venerable se llamaba, le dijo:
-No te fatigues por agora, discreto Lenio, en querernos mostrar en tu canto lo que en tu corazón sientes, que el camino de aquí al aldea es breve, y me parece que es menester más tiempo del que piensas para defenderte de los muchos que tienen tu contrario parescer. Guarda tus razones para lugar más oportuno, que algún día te juntarás tú y Elicio con otros pastores en la fuente de las Pizarras o arroyo de las Palmas, donde con más comodidad y sosiego podáis argüir y aclarar vuestras diferentes opiniones.
-La que Elicio tiene es opinión -respondió Lenio-, que la mía no es sino sciencia averiguada, la cual en breve o en largo tiempo, por traer ella consigo la verdad, me obligo a sustentarla; pero no faltará tiempo, como dices, más aparejado para este efecto.
-Ese procuraré yo -respondió Elicio-, porque me pesa que tan subido ingenio como el tuyo, amigo Lenio, le falte quien le pueda requintar y subir de punto, como es el limpio y verdadero amor, de quien te muestras tan enemigo.
-Engañado estás, ¡oh Elicio! -replicó Lenio-, si piensas con afeitadas y sofísticas palabras hacerme mudar de lo que no me tendría por hombre si me mudase.
-Tan malo es -dijo Elicio- ser pertinaz en el mal, como bueno perseverar en el bien, y siempre he oído decir a mis mayores que de sabios es mudar consejo.
-No niego yo eso -respondió Lenio-, cuando yo entendiese que mi parecer no es justo, pero en tanto que la esperiencia y la razón no me mostraren el contrario de lo que hasta aquí me han mostrado, yo creo que mi opinión es tan verdadera cuanto la tuya falsa.
-Si se castigasen los herejes de amor -dijo a esta sazón Erastro-, desde agora comenzara yo, amigo Lenio, a cortar leña con que te abrasaran, por el mayor hereje y enemigo que el amor tiene.
-Y aun si yo no viera otra cosa del amor sino que tú, Erastro, le sigues, y eres del bando de los enamorados -respondió Lenio-, sola ella me bastara a renegar dél con cien mil lenguas, si cien mil lenguas tuviera.
-Pues, ¿parécete, Lenio -replicó Erastro-, que no soy bueno para enamorado?
-Antes me parece -respondió Lenio- que los que fueren de tu condición y entendimiento son proprios para ser ministros suyos; porque quien es cojo, con el más mínimo traspié da de ojos; y el que tiene poco discurso, poco ha menester para que le pierda del todo. Y los que siguen la bandera deste vuestro valeroso capitán, yo tengo para mí que no son los más sabios del mundo, y si lo han sido, en el punto que se enamoraron dejaron de serlo.
Grande fue el enojo que Erastro recibió de lo que Lenio le dijo, y así le respondió:
-Paréceme, Lenio, que tus desvariadas razones merescen otro castigo que palabras, mas yo espero que algún día pagarás lo que agora has dicho, sin que te valga lo que en tu defensa dijeres.
-Si yo entendiese de ti, Erastro -respondió Lenio-, que fueses tan valiente como enamorado, no dejarían de darme temor tus amenazas; mas, como sé que te quedas tan atrás en lo uno como vas adelante en lo otro, antes me causan risa que espanto.
Aquí acabó de perder la paciencia Erastro, y si no fuera por Lisandro y por Elicio, que en medio se pusieron, él respondiera a Lenio con las manos, porque ya su lengua, turbada con la cólera, apenas podía usar su oficio. Grande fue el gusto que todos recibieron de la graciosa pendencia de los pastores, y más de la cólera y enojo que Erastro mostraba, que fue menester que el padre de Galatea hiciese las amistades de Lenio y suyas; aunque Erastro, si no fuera por no perder el respecto al padre de su señora, en ninguna manera las hiciera. Luego que la cuestión fue acabada, todos con regocijo se encaminaron al aldea; y, en tanto que llegaban, la hermosa Florisa, al son de la zampoña de Galatea, cantó este soneto:
FLORISA
Crezcan las simples ovejuelas mías
en el cerrado bosque y verde prado,
y el caluroso estío e invierno helado
abunde en yerbas verdes y aguas frías.
Pase en sueños las noches y los días, 5
en lo que toca al pastoral estado,
sin que de amor un mínimo cuidado
sienta, ni sus ancianas niñerías.
Éste mil bienes del amor pregona;
aquél publica dél vanos cuidados; 10
yo no sé si los dos andan perdidos,
ni sabré al vencedor dar la corona:
sé bien que son de amor los escogidos
tan pocos, cuanto muchos los llamados.
Breve se les hizo a los pastores el camino, engañados y entretenidos con la graciosa voz de Florisa, la cual no dejó el canto hasta que estuvieron bien cerca del aldea y de las cabañas de Elicio y Erastro, que con Lisandro se quedaron en ellas, despidiéndose primero del venerable Aurelio, de Galatea y Florisa, que con Teolinda al aldea se fueron, y los demás pastores cada cual adonde tenía su cabaña. Aquella mesma noche pidió el lastimado Lisandro licencia a Elicio para volverse a su tierra, o adonde pudiese, conforme a sus deseos, acabar lo poco que, a su parecer, le quedaba de vida. Elicio, con todas las razones que supo decirle y con infinitos ofrecimientos de verdadera amistad que le ofreció, jamás pudo acabar con él que en su compañía, siquiera algunos días, se quedase. Y así, el sin ventura pastor, abrazando a Elicio, con abundantes lágrimas y sospiros se despidió dél, prometiendo de avisarle de su estado donde quiera que estuviese. Y, habiéndole acompañado Elicio hasta media legua de su cabaña, le tornó a abrazar estrechamente; y, tornándose a hacer de nuevo nuevos ofrecimientos, se apartaron, quedando Elicio con harto pesar del que Lisandro llevaba. Y así, se volvió a su cabaña a pasar lo más de la noche en sus amorosas imaginaciones, y a esperar el venidero día para gozar el bien que de ver a Galatea se le causaba. La cual, después que llegó a su aldea, deseando saber el suceso de los amores de Teolinda, procuró hacer de manera que aquella noche estuviesen solas ella y Florisa y Teolinda; y, hallando la comodidad que deseaba, la enamorada pastora prosiguió su cuento, como se verá en el segundo libro.
FIN DEL PRIMERO LIBRO DE GALATEA
Segundo libro de Galatea
LIBRES ya y desembarazadas de lo que aquella noche con sus ganados habían de hacer, procuraron recogerse y apartarse con Teolinda en parte donde, sin ser de nadie impedidas, pudiesen oír lo que del suceso de sus amores les faltaba. Y así, se fueron a un pequeño jardín que estaba en casa de Galatea; y, sentándose las tres debajo de una verde y pomposa parra que entricadamente por unas redes de palos se entretejía, tornando a repetir Teolinda algunas palabras de lo que antes había dicho, prosiguió diciendo:
-«Después de acabado nuestro baile y el canto de Artidoro -como ya os he dicho, bellas pastoras-, a todos nos pareció volvernos al aldea a hacer en el templo los solemnes sacrificios, y por parecernos asimesmo que la solemnidad de la fiesta daba en alguna manera licencia para que, no teniendo cuenta tan a punto con el recogimiento, con más libertad nos holgásemos; y por esto, todos los pastores y pastoras, en montón confuso, alegre y regocijadamente al aldea nos volvimos, hablando cada uno con quien más gusto le daba. Ordenó, pues, la suerte y mi diligencia, y aun la solicitud de Artidoro, que sin mostrar artificio en ello, los dos nos apareamos, de manera que a nuestro salvo pudiéramos hablar en aquel camino más de lo que hablamos, si cada uno por sí no tuviera respecto a lo que a sí mesmo y al otro debía. En fin, yo, por sacarle a barrera -como decirse suele-, le dije: “Años se te harán, Artidoro, los días que en nuestra aldea estuvieres, pues debes de tener en la tuya cosas en que ocuparte que te deben de dar más gusto”. “Todo el que yo puedo esperar en mi vida trocara yo -respondió Artidoro- porque fueran, no años, sino siglos, los días que aquí tengo de estar, pues, en acabándose, no espero tener otros que más contento me hagan”. “¿Tanto es el que rescibes -respondí yo- en mirar nuestras fiestas?” “No nasce de ahí -respondió él-, sino de contemplar la hermosura de las pastoras desta vuestra aldea”. “¡Es verdad -repliqué yo-, que deben de faltar hermosas zagalas en la tuya!”. “Verdad es que allá no faltan -respondió él-, pero aquí sobran, de manera que una sola que yo he visto, basta para que, en su comparación, las de allá se tengan por feas”. “Tu cortesía te hace decir eso, ¡oh Artidoro! -respondí yo-, porque bien sé que en este pueblo no hay ninguna que tanto se aventaje como dices”. “Mejor sé yo ser verdad lo que digo -respondió él-, pues he visto la una y mirado las otras”. “Quizá la miraste de lejos, y la distancia del lugar -dije yo- te hizo parecer otra cosa de lo que debe de ser”. “De la mesma manera -respondió él- que a ti te veo y estoy mirando agora, la he mirado y visto a ella; y yo me holgaría de haberme engañado, si no conforma su condición con su hermosura”. “No me pesara a mí ser la que dices, por el gusto que debe sentir la que se vee pregonada y tenida por hermosa”. “Harto más -respondió Artidoro- quisiera yo que tú no fueras”. “Pues, ¿qué perdieras tú -respondí yo- si, como yo no soy la que dices, lo fuera?” “Lo que he ganado -respondió él- bien lo sé; de lo que he de perder estoy incierto y temeroso”. “Bien sabes hacer del enamorado -dije yo-, ¡oh Artidoro!” “Mejor sabes tú enamorar, ¡oh Teolinda!”, respondió él. A esto le dije: “No sé si te diga, Artidoro, que deseo que ninguno de los dos sea el engañado”. A lo que él respondió: “De que yo no me engaño estoy bien seguro, y de querer tú desengañarte, está en tu mano, todas las veces que quisieres hacer experiencia de la limpia voluntad que tengo de servirte”. “Ésa te pagaré yo con la mesma -repliqué yo-, por parecerme que no sería bien a tan poca costa quedar en deuda con alguno”.
»A esta sazón, sin que él tuviese lugar de responderme, llegó Eleuco, el mayoral, y dijo con voz alta: “¡Ea, gallardos pastores y hermosas pastoras!, haced que sientan en el aldea vuestra venida, entonando vosotras, zagalas, algún villancico, de modo que nosotros os respondamos; porque vean los del pueblo cuánto hacemos al caso los que aquí vamos para alegrar nuestra fiesta”. Y porque en ninguna cosa que Eleuco mandaba dejaba de ser obedecido, luego los pastores me dieron a mí la mano para que comenzase. Y así, yo, sirviéndome de la ocasión y aprovechándome de lo que con Artidoro había pasado, di principio a este villancico:
En los estados de amor,
nadie llega a ser perfecto,
sino el honesto y secreto.
Para llegar al süave
gusto de amor, si se acierta, 5
es el secreto la puerta,
y la honestidad la llave.
Y esta entrada no la sabe
quien presume de discreto,
sino el honesto y secreto. 10
Amar humana beldad
suele ser reprehendido,
si tal amor no es medido
con razón y honestidad.
Y amor de tal calidad 15
luego le alcanza, en efecto,
el qu’es honesto y secreto.
Es ya caso averiguado,
que no se puede negar,
que a veces pierde el hablar 20
lo qu’el callar ha ganado.
Y el que fuere enamorado,
jamás se verá en aprieto,
si fuere honesto y secreto.
Cuanto una parlera lengua 25
y unos atrevidos ojos
suelen causar mil enojos
y poner al alma en mengua,
tanto este dolor desmengua
y se libra deste aprieto 30
el qu’es honesto y secreto.
»No sé si acerté, hermosas pastoras, en cantar lo que habéis oído, pero sé bien que se supo aprovechar dello Artidoro, pues, en todo el tiempo que en nuestra aldea estuvo, puesto que me habló muchas veces, fue con tanto recato, secreto y honestidad, que los ociosos ojos y lenguas parleras ni tuvieron ni vieron que decir cosa que a nuestra honra perjudicase. Mas con el temor que yo tenía que, acabado el término que Artidoro había prometido de estar en nuestra aldea, se había de ir a la suya, procuré, aunque a costa de mi vergüenza, que no quedase mi corazón con lástima de haber callado lo que después fuera escusado decirse estando Artidoro ausente. Y así, después que mis ojos dieron licencia que los suyos amorosamente me mirasen, no estuvieron quedas las lenguas, ni dejaron de mostrar con palabras lo que hasta entonces por señas los ojos habían bien claramente manifestado.
»En fin, sabréis, amigas mías, que un día, hallándome acaso sola con Artidoro, con señales de un encendido amor y comedimiento, me descubrió el verdadero y honesto amor que me tenía; y, aunque yo quisiera entonces hacer de la retirada y melindrosa, porque temía, como ya os he dicho, que él se partiese, no quise desdeñarle ni despedirle; y también por parecerme que los sinsabores que se dan y sienten en el principio de los amores son causa de que abandonen y dejen la comenzada empresa los que en sus sucesos no son muy experimentados. Y por esto le di respuesta tal cual yo deseaba dársela, quedando, en resolución, concertados en que él se fuese a su aldea, y que, de allí a pocos días, con alguna honrosa tercería me enviase a pedir por esposa a mis padres; de lo que él fue tan contento y satisfecho, que no acababa de llamar venturoso el día en que sus ojos me miraron. De mí os sé decir que no trocara mi contento por ningún otro que imaginar pudiera, por estar segura que el valor y calidad de Artidoro era tal, que mi padre sería contento de recebirle por yerno.
»En el dichoso punto que habéis oído, pastoras, estaba el de nuestros amores, que no quedaban sino dos o tres días a la partida de Artidoro, cuando la Fortuna, como aquella que jamás tuvo término en sus cosas, ordenó que una hermana mía de poco menos edad que yo a nuestra aldea tornase, de otra donde algunos días había estado en casa de una tía nuestra que mal dispuesta se hallaba. Y porque consideréis, señoras, cuán estraños y no pensados casos en el mundo suceden, quiero que entendáis una cosa que creo no os dejará de causar alguna admiración estraña; y es que esta hermana mía que os he dicho, que hasta entonces había estado ausente, me parece tanto en el rostro, estatura, donaire y brío, si alguno tengo, que no sólo los de nuestro lugar, sino nuestros mismos padres muchas veces nos han desconocido, y a la una por la otra hablado; de manera que, para no caer en este engaño, por la diferencia de los vestidos, que diferentes eran, nos diferenciaban. En una cosa sola, a lo que yo creo, nos hizo bien diferentes la naturaleza, que fue en las condiciones, por ser la de mi hermana más áspera de lo que mi contento había menester, pues por ser ella menos piadosa que advertida, tendré yo que llorar todo el tiempo que la vida me durare.
»Sucedió, pues, que luego que mi hermana vino al aldea, con el deseo que tenía de volver al agradable pastoral ejercicio suyo, madrugó luego otro día más de lo que yo quisiera, y con las ovejas proprias que yo solía llevar se fue al prado; y, aunque yo quise seguirla, por el contento que se me seguía de la vista de mi Artidoro, con no sé qué ocasión, mi padre me detuvo todo aquel día en casa, que fue el último de mis alegrías. Porque aquella noche, habiendo mi hermana recogido su ganado, me dijo, como en secreto, que tenía necesidad de decirme una cosa que mucho me importaba. Yo, que cualquiera otra pudiera pensar de la que me dijo, procuré que presto a solas nos viésemos, adonde ella, con rostro algo alterado, estando yo colgada de sus palabras, me comenzó a decir: “No sé, hermana mía, lo que piense de tu honestidad, ni menos sé si calle lo que no puedo dejar de decirte, por ver si me das alguna disculpa de la culpa que imagino que tienes; y, aunque yo, como hermana menor, estaba obligada a hablarte con más respecto, debes perdonarme, porque en lo que hoy he visto hallarás la disculpa de lo que te dijere”. Cuando yo desta manera la oí hablar, no sabía qué responderle, sino decirle que pasase adelante con su plática. “Has de saber, hermana -siguió ella-, que esta mañana, saliendo con nuestras ovejas al prado, y yendo sola con ellas por la ribera de nuestro fresco Henares, al pasar por el alameda del Concejo, salió a mí un pastor que con verdad osaré jurar que jamás le he visto en estos nuestros contornos, y, con una estraña desenvoltura, me comenzó a hacer tan amorosas salutaciones que yo estaba con vergüenza y confusa, sin saber qué responderle; y él, no escarmentado del enojo que, a lo que yo creo, en mi rostro mostraba, se llegó a mí diciéndome: ‘¿Qué silencio es éste, hermosa Teolinda, último refugio de esta ánima que os adora?’. Y faltó poco que no me tomó las manos para besármelas, añadiendo a lo que he dicho un catálogo de requiebros, que parecía que los traía estudiados. Luego di yo en la cuenta, considerando que él daba en el error en que otros muchos han dado, y que pensaba que con vos estaba hablando, de donde me nació sospecha que si vos, hermana, jamás le hubiérades visto, ni familiarmente tratado, no fuera posible tener el atrevimiento de hablaros de aquella manera. De lo cual tomé tanto enojo, que apenas podía formar palabra para responderle; pero al fin respondí de la suerte que su atrevimiento merescía, y cual a mí me pareció que estábades vos, hermana, obligada a responder a quien con tanta libertad os hablara. Y si no fuera porque en aquel instante llegó la pastora Licea, yo le añadiera tales razones, que fuera bien arrepentido de haberme dicho las suyas. Y es lo bueno, que nunca le quise decir el engaño en que estaba, sino que así creyó él que yo era Teolinda como si con vos mesma estuviera hablando. En fin, él se fue llamándome ingrata, desagradecida y de poco conocimiento; y, a lo que yo puedo juzgar del semblante que él llevaba, a fe, hermana, que otra vez no ose hablaros, aunque más sola os encuentre. Lo que deseo saber es quién es este pastor y qué conversación ha sido la de entrambos, de do nasce que con tanta desenvoltura él se atreviese a hablaros”.
»A vuestra mucha discreción dejo, discretas pastoras, lo que mi alma sintiría, oyendo lo que mi hermana me contaba. Pero al fin, disimulando lo mejor que pude, le dije: “La mayor merced del mundo me has hecho, hermana Leonarda -que así se llama la turbadora de mi descanso-, en haberme quitado con tus ásperas razones el fastidio y desasosiego que me daban las importunas de ese pastor que dices, el cual es un forastero que habrá ocho días que está en esta nuestra aldea, en cuyo pensamiento ha cabido tanta arrogancia y locura que, doquiera que me vee, me trata de la manera que has visto, dándose a entender que tiene granjeada mi voluntad; y, aunque yo le he desengañado, quizá con más ásperas palabras de las que tú le dijiste, no por eso deja él de proseguir en su vano propósito; y a fe, hermana, que deseo que venga ya el nuevo día, para ir a decirle que si no se aparta de su vanidad, que espere el fin della que mis palabras siempre le han significado”. Y así era la verdad, dulces amigas, que diera yo porque ya fuera el alba cuanto pedírseme pudiera, sólo por ir a ver a mi Artidoro y desengañarle del error en que había caído, temerosa que con la aceda y desabrida respuesta que mi hermana le había dado, él no se desdeñase y hiciese alguna cosa que en perjuicio de nuestro concierto viniese.
»Las largas noches del escabroso deciembre no dieron más pesadumbre al amante que del venidero día algún contento esperase, cuanto a mí me dio disgusto aquella, puesto que era de las cortas del verano, según deseaba la nueva luz, para ir a ver a la luz por quien mis ojos veían. Y así, antes que las estrellas perdiesen del todo la claridad, estando aún en duda si era de noche o de día, forzada de mi deseo, con la ocasión de ir a apacentar las ovejas, salí del aldea; y, dando más priesa al ganado de la acostumbrada para que caminase, llegué al lugar adonde otras veces solía hallar a Artidoro, el cual hallé solo y sin ninguno que dél noticia me diese, de que no pocos saltos me dio el corazón, que casi adevinó el mal que le estaba guardado. ¡Cuántas veces, viendo que no le hallaba, quise con mi voz herir el aire, llamando el amado nombre de mi Artidoro, y decir: “¡Ven, bien mío, que yo soy la verdadera Teolinda, que más que a sí te quiere y ama!”, sino que el temor que de otro que dél fuesen mis palabras oídas, me hizo tener más silencio del que quisiera. Y así, después que hube rodeado una y otra vez toda la ribera y el soto del manso Henares, me senté cansada al pie de un verde sauce, esperando que del todo el claro sol sus rayos por la faz de la tierra estendiese, para que con su claridad no quedase mata, cueva, espesura, choza ni cabaña que de mí mi bien no fuese buscado. Mas, apenas había dado la nueva luz lugar para discernir las colores, cuando luego se me ofreció a los ojos un cortecido álamo blanco, que delante de mí estaba, en el cual y en otros muchos vi escritas unas letras, que luego conocí ser de la mano de Artidoro allí fijadas; y, levantándome con priesa a ver lo que decían, vi, hermosas pastoras, que era esto:
Pastora en quien la belleza
en tanto estremo se halla,
que no hay a quien comparalla
sino a tu mesma crüeza.
Mi firmeza y tu mudanza 5
han sembrado a mano llena
tus promesas en la arena
y en el viento mi esperanza.
Nunca imaginara yo
que cupiera en lo que vi, 10
tras un dulce alegre sí,
tan amargo y triste no.
Mas yo no fuera engañado
si pusiera en mi ventura,
así como en tu hermosura, 15
los ojos que te han mirado.
Pues cuanto tu gracia estraña
promete, alegra y concierta,
tanto turba y desconcierta
mi desdicha, y enmaraña. 20
Unos ojos me engañaron,
al parecer pïadosos.
¡Ay, ojos falsos, hermosos!,
los que os ven, ¿en qué pecaron?
Dime, pastora crüel: 25
¿a quién no podrá engañar
tu sabio honesto mirar
y tus palabras de miel?
De mí ya está conoscido
que, con menos que hicieras, 30
días ha que me tuvieras
preso, engañado y rendido.
Las letras que fijaré
en esta áspera corteza
crecerán con más firmeza 35
que no ha crecido tu fe;
la cual pusiste en la boca
y en vanos prometimientos,
no firme al mar y a los vientos,
como bien fundada roca. 40
Tan terrible y rigurosa
como víbora pisada,
tan crüel como agraciada,
tan falsa como hermosa;
lo que manda tu crueldad 45
cumpliré sin más rodeo,
pues nunca fue mi deseo
contrario a tu voluntad.
Yo moriré desterrado
porque tú vivas contenta, 50
mas mira que amor no sienta
del modo que me has tratado;
porque, en la amorosa danza,
aunque amor ponga estrecheza,
sobre el compás de firmeza 55
no se sufre hacer mudanza.
Así como en la belleza
pasas cualquiera mujer,
creí yo que en el querer
fueras de mayor firmeza; 60
mas ya sé, por mi pasión,
que quiso pintar natura
un ángel en tu figura,
y el tiempo en tu condición.
Si quieres saber dó voy 65
y el fin de mi triste vida,
la sangre por mí vertida
te llevará donde estoy;
y, aunque nada no te cale
de nuestro amor y concierto, 70
no niegues al cuerpo muerto
el triste y último vale;
que bien serás rigurosa,
y más que un diamante dura,
si el cuerpo y la sepultura 75
no te vuelven piadosa.
Y en caso tan desdichado
tendré por dulce partido,
si fui vivo aborrecido,
ser muerto y por ti llorado. 80
»¿Qué palabras serán bastantes, pastoras, para daros a entender el estremo de dolor que ocupó mi corazón cuando claramente entendí que los versos que había leído eran de mi querido Artidoro? Mas no hay para qué encarescérosle, pues no llegó al punto que era menester para acabarme la vida, la cual, desde entonces acá tengo tan aborrecida, que no sentiría ni me podría venir mayor gusto que perderla. Los sospiros que entonces di, las lágrimas que derramé, las lástimas que hice, fueron tantas y tales, que ninguno me oyera que por loca no me juzgara.
»En fin, yo quedé tal que, sin acordarme de lo que a mi honra debía, propuse de desamparar la cara patria, amados padres y queridos hermanos, y dejar con la guardia de sí mesmo al simple ganado mío. Y, sin entremeterme en otras cuentas, mas de en aquellas que para mi gusto entendí ser necesarias, aquella mesma mañana, abrazando mil veces la corteza donde las manos de mi Artidoro habían llegado, me partí de aquel lugar con intención de venir a estas riberas, donde sé que Artidoro tiene y hace su habitación, por ver si ha sido tan inconsiderado y cruel consigo que haya puesto en ejecución lo que en los últimos versos dejó escripto; que si así fuese, desde aquí os prometo, amigas mías, que no sea menor el deseo y presteza con que le siga en la muerte, que ha sido la voluntad con que le he amado en la vida. Mas, ¡ay de mí, y cómo creo que no hay sospecha que en mi daño sea que no salga verdadera!, pues ha ya nueve días que a estas frescas riberas he llegado, y en todos ellos no he sabido nuevas de lo que deseo; y quiera Dios que cuando las sepa, no sean las últimas que sospecho.» Veis aquí, discretas zagalas, el lamentable suceso de mi enamorada vida. Ya os he dicho quién soy y lo que busco; si algunas nuevas sabéis de mi contento, así la fortuna os conceda el mayor que deseáis, que no me las neguéis.
Con tantas lágrimas acompañaba la enamorada pastora las palabras que decía, que bien tuviera corazón de acero quien dellas no se doliera. Galatea y Florisa, que naturalmente eran de condición piadosa, no pudieron detener las suyas, ni menos dejaron, con las más blandas y eficaces razones que pudieron, de consolarla, dándole por consejo que se estuviese algunos días en su compañía; quizá haría la fortuna que en ellos algunas nuevas de Artidoro supiese; pues no permitiría el cielo que, por tan estraño engaño, acabase un pastor tan discreto como ella le pintaba el curso de sus verdes años; y que podría ser que Artidoro, habiendo con el discurso del tiempo vuelto a mejor discurso y propósito su pensamiento, volviese a ver la deseada patria y dulces amigos; y que por esto, allí mejor que en otra parte podía tener esperanza de hallarle. Con estas y otras razones, la pastora, algo consolada, holgó de quedarse con ellas, agradeciéndoles la merced que le hacían y el deseo que mostraban de procurar su contento. A esta sazón, la serena noche, aguijando por el cielo el estrellado carro, daba señal que el nuevo día se acercaba; y las pastoras, con el deseo y necesidad de reposo, se levantaron y del fresco jardín a sus estancias se fueron. Mas, apenas el claro sol había con sus calientes rayos deshecho y consumido la cerrada niebla que en las frescas mañanas por el aire suele estenderse, cuando las tres pastoras, dejando los ociosos lechos, al usado ejercicio de apascentar su ganado se volvieron, con harto diferentes pensamientos Galatea y Florisa del que la hermosa Teolinda llevaba, la cual iba tan triste y pensativa que era maravilla. Y a esta causa, Galatea, por ver si podría en algo divertirla, le rogó que, puesta aparte un poco la melancolía, fuese servida de cantar algunos versos al son de la zampoña de Florisa. A esto respondió Teolinda:
-Si la mucha causa que tengo de llorar, con la poca que de cantar tengo, entendiera que en algo se menguara, bien pudieras, hermosa Galatea, perdonarme porque no hiciera lo que me mandas; pero, por saber ya por experiencia que lo que mi lengua cantando pronuncia mi corazón llorando lo solemniza, haré lo que quieres, pues en ello, sin ir contra mi deseo, satisfaré el tuyo.
Y luego la pastora Florisa tocó su zampoña, a cuyo son Teolinda cantó este soneto:
TEOLINDA
Sabido he por mi mal adónde llega
la cruda fuerza de un notorio engaño,
y cómo amor procura, con mi daño,
darme la vida qu’el temor me niega.
Mi alma de las carnes se despega, 5
siguiendo aquella que, por hado estraño,
la tiene puesta en pena, en mal tamaño,
qu’el bien la turba y el dolor sosiega.
Si vivo, vivo en fe de la esperanza,
que, aunque es pequeña y débil, se sustenta 10
siendo a la fuerza de mi amor asida.
¡Oh firme comenzar, frágil mudanza,
amarga suma de una dulce cuenta,
cómo acabáis por términos la vida!
No había bien acabado de cantar Teolinda el soneto que habéis oído, cuando las tres pastoras sintieron a su mano derecha, por la ladera de un fresco valle, el son de una zampoña, cuya suavidad era de suerte que todas se suspendieron y pararon, para con más atención gozar de la suave armonía. Y de allí a poco oyeron que al son de la zampoña el de un pequeño rabel se acordaba, con tanta gracia y destreza que las dos pastoras Galatea y Florisa estaban suspensas, imaginando qué pastores podrían ser los que tan acordadamente sonaban, porque bien vieron que ninguno de los que ellas conocían, si Elicio no, era en la música tan diestro. A esta sazón, dijo Teolinda:
-Si los oídos no me engañan, hermosas pastoras, yo creo que tenéis hoy en vuestras riberas a los dos nombrados y famosos pastores Tirsi y Damón, naturales de mi patria; a lo menos Tirsi, que en la famosa Compluto, villa fundada en las riberas de nuestro Henares, fue nacido. Y Damón, su íntimo y perfecto amigo, si no estoy mal informada, de las montañas de León trae su origen, y en la nombrada Mantua Carpentanea fue criado: tan aventajados los dos en todo género de discreción, sciencia y loables ejercicios, que no sólo en el circuito de nuestra comarca son conocidos, pero por todo el de la tierra conocidos y estimados. Y no penséis, pastoras, que el ingenio destos dos pastores sólo se estiende en saber lo que al pastoral estado se conviene, porque pasa tan adelante que lo escondido del cielo y lo no sabido de la tierra, por términos y modos concertados, enseñan y disputan. Y estoy confusa en pensar qué causa les habrá movido a dejar Tirsi su dulce y querida Fili, y Damón su hermosa y honesta Amarili: Fili de Tirsi, Amarili de Damón, tan amadas, que no hay en nuestra aldea, ni en los contornos della, persona, ni en la campaña, bosque, prado, fuente o río, que de sus encendidos y honestos amores no tengan entera noticia.
-Deja por agora, Teolinda -dijo Florisa-, de alabarnos estos pastores, que más nos importa escuchar lo que vienen cantando, pues no menor gracia me parece que tienen en la voz que en la música de los instrumentos.
-Pues ¿qué diréis -replicó Teolinda- cuando veáis que a todo eso sobrepuja la excelencia de su poesía, la cual es de manera que al uno ya le ha dado renombre de «divino» y al otro de «más que humano»?
Estando en estas razones las pastoras, vieron que por la ladera del valle por donde ellas mesmas iban, se descubrían dos pastores de gallarda dispusición y estremado brío, de poca más edad el uno que el otro; tan bien vestidos, aunque pastorilmente, que más parescían en su talle y apostura bizarros cortesanos que serranos ganaderos. Traía cada uno un bien tallado pellico de blanca y finísima lana, guarnecidos de leonado y pardo, colores a quien más sus pastoras eran aficionadas; pendían de sus hombros sendos zurrones, no menos vistosos y adornados que los pellicos; venían de verde laurel y fresca yerba coronados, con los retorcidos cayados debajo del brazo puestos. No traían compañía alguna, y tan embebecidos en su música venían, que estuvieron gran espacio sin ver a las pastoras, que por la mesma ladera iban caminando, no poco admiradas del gentil donaire y gracia de los pastores; los cuales, con concertadas voces, comenzando el uno y replicando el otro, esto que se sigue cantaban:
DAMÓN TIRSI
DAMÓN
Tirsi, qu’el solitario cuerpo alejas,
con atrevido paso, aunque forzoso,
de aquella luz con quien el alma dejas:
¿cómo en son no te dueles doloroso,
pues hay tanta razón para quejarte 5
del fiero turbador de tu reposo?
TIRSI
Damón, si el cuerpo miserable parte
sin la mitad del alma en la partida,
dejando della la más alta parte,
¿de qué virtud o ser será movida 10
mi lengua, que por muerta ya la cuento,
pues con el alma se quedó la vida?
Y, aunque muestro que veo, oigo y siento,
fantasma soy por el amor formada,
que con sola esperanza me sustento. 15
DAMÓN
¡Oh Tirsi venturoso, y qué invidiada
es tu suerte de mí con causa justa,
por ser de las de amor más estremada!
A ti sola la ausencia te disgusta,
y tienes el arrimo de esperanza 20
con quien el alma en sus desdichas gusta.
Pero, ¡ay de mí!, que adonde voy me alcanza
la fría mano del temor esquiva
y del desdén la rigurosa lanza.
Ten la vida por muerta, aunque más viva 25
se te muestre, pastor; que es cual la vela,
que cuando muere, más su luz aviva.
Ni con el tiempo que ligero vuela,
ni con los medios que el ausencia ofrece,
mi alma fatigada se consuela. 30
TIRSI
El firme y puro amor jamás descrece
en el discurso de la ausencia amarga;
antes en fe de la memoria crece.
Así que, en el ausencia, corta o larga,
no vee remedio el amador perfecto 35
de dar alivio a la amorosa carga.
Que la memoria puesta en el objecto
que amor puso en el alma, representa
la amada imagen viva al intelecto.
Y allí en blando silencio le da cuenta 40
de su bien o su mal, según la mira
amorosa, o de amor libre y esenta.
Y si ves que mi alma no sospira,
es porque veo a Fili acá en mi pecho,
de modo que a cantar me llama y tira. 45
DAMÓN
Si en el hermoso rostro algún despecho
vieras de Fili, cuando te partiste
del bien que así te tiene satisfecho,
yo sé, discreto Tirsi, que tan triste
vinieras como yo cuitado vengo, 50
que vi al contrario de lo que tú viste.
TIRSI
Damón, con lo que he dicho me entretengo,
y el estremo del mal de ausencia tiemplo,
y alegre voy, si voy, si quedo o vengo.
Que aquella que nasció por vivo ejemplo 55
de la inmortal belleza acá en el suelo,
digna de mármol, de corona y templo,
con su rara virtud y honesto celo
así los ojos codiciosos ciega,
que de ningún contrario me recelo. 60
La estrecha sujeción que no le niega
mi alma al alma suya, el alto intento,
que sólo en la adorar para y sosiega,
el tener deste amor conocimiento
Fili, y corresponder a fe tan pura, 65
destierran el dolor, traen el contento.
DAMÓN
¡Dichoso Tirsi, Tirsi con ventura,
de la cual goces siglos prolongados
en amoroso gusto, en paz segura!
Yo, a quien los cortos implacables hados 70
trujeron a un estado tan incierto,
pobre en el merecer, rico en cuidados,
bien es que muera; pues, estando muerto,
no temeré a Amarili rigurosa,
ni del ingrato amor el desconcierto. 75
¡Oh más que el cielo, oh más que el sol hermosa,
y para mí más dura que un diamante,
presta a mi mal y al bien muy perezosa!
¿Cuál ábrego, cuál cierzo, cuál levante
te sopló de aspereza, que así ordenas 80
que huiga el paso y no te esté delante?
Yo moriré, pastora, en las ajenas
tierras, pues tú lo mandas, condemnado
a hierros, muertes, yugos y cadenas.
TIRSI
Pues con tantas ventajas te ha dotado, 85
Damón amigo, el pïadoso cielo
de un ingenio tan vivo y levantado,
tiempla con él el llanto, tiempla el duelo,
considerando bien que no contino
nos quema el sol ni nos enfría el yelo. 90
Quiero decir, que no sigue un camino
siempre con pasos llanos reposados
para darnos el bien nuestro destino;
que alguna vez, por trances no pensados,
lejos, al parecer, de gusto y gloria, 95
nos lleva a mil contentos regalados.
Revuelve, dulce amigo, la memoria
por los honestos gustos que algún tiempo
amor te dio por prendas de victoria;
y si es posible, busca un pasatiempo 100
que al alma engañe, en tanto que se pasa
este desamorado airado tiempo.
DAMÓN
Al yelo que por términos me abrasa,
y al fuego que sin término me yela,
¿quién le pondrá, pastor, término o tasa? 105
En vano cansa, en vano se desvela
el desfavorecido que procura
a su gusto cortar de amor la tela,
que si sobra en amor, falta en ventura.
Aquí cesó el estremado canto de los agraciados pastores, pero no el gusto que las pastoras habían recebido en escucharle; antes quisieran que tan presto no se acabara, por ser de aquellos que no todas veces suelen oírse. A esta sazón, los dos gallardos pastores encaminaban sus pasos hacia donde las pastoras estaban, de que pesó a Teolinda, porque temió ser dellos conocida; y por esta causa rogó a Galatea que de aquel lugar se desviasen. Ella lo hizo, y ellos pasaron, y, al pasar, oyó Galatea que Tirsi a Damón decía:
-Estas riberas, amigo Damón, son en las que la hermosa Galatea apascienta su ganado, y adonde trae el suyo el enamorado Elicio, íntimo y particular amigo tuyo, a quien dé la ventura tal suceso en sus amores, cuanto merescen sus honestos y buenos deseos. Yo ha muchos días que no sé en qué términos le trae su suerte; pero, según he oído decir de la recatada condición de la discreta Galatea, por quien él muere, temo que más aína debe de estar quejoso que satisfecho.
-No me maravillaría yo deso -respondió Damón-, porque con cuantas gracias y particulares dones que el cielo enriqueció a Galatea, al fin fin la hizo mujer, en cuyo frágil subjeto no se halla todas veces el conocimiento que se debe, y el que ha menester el que por ellas lo menos que aventura es la vida. Lo que yo he oído decir de los amores de Elicio, es que él adora a Galatea sin salir del término que a su honestidad se debe, y que la discreción de Galatea es tanta, que no da muestras de querer ni de aborrecer a Elicio. Y así, debe de andar el desdichado subjeto a mil contrarios accidentes, esperando en el tiempo y la fortuna, medios harto perdidos, que le alarguen o acorten la vida, de los cuales está más cierto el acortarla que el entretenerla.
Hasta aquí pudo oír Galatea de lo que della y de Elicio los pastores tratando iban, de que no recibió poco contento, por entender que lo que la fama de sus cosas publicaba era lo que a su limpia intención se debía. Y, desde aquel punto, determinó de no hacer por Elicio cosa que diese ocasión a que la fama no saliese verdadera en lo que de sus pensamientos publicaba. A este tiempo, los dos bizarros pastores, con vagarosos pasos, poco a poco hacia el aldea se encaminaban, con deseo de hallarse a las bodas del venturoso pastor Daranio, que con Silveria «de los verdes ojos» se casaba. Y ésta fue una de las causas por que ellos habían dejado sus rebaños y al lugar de Galatea se venían. Pero, ya que les faltaba poco del camino, a la mano derecha dél sintieron el son de un rabel que acordada y suavemente sonaba; y parándose Damón, trabó a Tirsi del brazo, diciéndole:
-Espera y escucha un poco, Tirsi, que si los oídos no me mienten, el son que a ellos llega es del rabel de mi buen amigo Elicio, a quien dio naturaleza tanta gracia en muchas y diversas habilidades, cuanto las oirás si le escuchas y conocerás si le tratas.
-No creas, Damón -respondió Tirsi-, que hasta agora estoy por conocer las buenas partes de Elicio, que días ha que la fama me las tiene bien manifiestas. Pero calla agora, y escuchemos si canta alguna cosa que del estado de su vida nos dé algún manifiesto indicio.
-Bien dices -replicó Damón-, mas será menester, para que mejor le oigamos, que nos lleguemos por entre estas ramas, de modo que, sin ser vistos dél, de más cerca le escuchemos.
Hiciéronlo ansí, y pusiéronse en parte tan buena que ninguna palabra que Elicio dijo o cantó dejó de ser de ellos oída, y aun notada. Estaba Elicio en compañía de su amigo Erastro, de quien pocas veces se apartaba por el entretenimiento y gusto que de su buena conversación recibía, y todos o los más ratos del día en cantar y tañer se les pasaba. Y, a este punto, tocando su rabel Elicio y su zampoña Erastro, a estos versos dio principio Elicio:
ELICIO
Rendido a un amoroso pensamiento,
con mi dolor contento,
sin esperar más gloria,
sigo la que persigue mi memoria,
porque contino en ella se presenta 5
de los lazos de amor libre y esenta.
Con los ojos del alma aun no es posible
ver el rostro apacible
de la enemiga mía,
gloria y honor de cuanto el cielo cría; 10
y los del cuerpo quedan, sólo en vella,
ciegos por haber visto el sol en ella.
¡Oh dura servidumbre, aunque gustosa!
¡Oh mano poderosa
de Amor, que así pudiste 15
quitarme, ingrato, el bien que prometiste
de hacerme, cuando libre me burlaba
de ti, del arco tuyo y de tu aljaba!
¡Cuánta belleza, cuánta blanca mano
me mostraste, tirano! 20
¡Cuánto te fatigaste
primero que a mi cuello el lazo echaste!
Y aun quedaras vencido en la pelea,
si no hubiera en el mundo Galatea.
Ella fue sola la que sola pudo 25
rendir el golpe crudo
el corazón esento,
y avasallar el libre pensamiento,
el cual, si a su querer no se rindiera,
por de mármol o acero le tuviera. 30
¿Qué libertad puede mostrar su fuero
ante el rostro severo,
y más quel sol hermoso,
de la que turba y cansa mi reposo?
¡Ay rostro, que en el suelo 35
descubres cuanto bien encierra el cielo!
¿Cómo pudo juntar naturaleza
tal rigor y aspereza
con tanta hermosura,
tanto valor y condición tan dura? 40
Mas mi dicha consiente
en mi daño juntar lo diferente.
Esle tan fácil a mi corta suerte
ver con la amarga muerte
junta la dulce vida, 45
y estar su mal a do su bien se anida,
que entre contrarios veo
que mengua la esperanza y no el deseo.
No cantó más el enamorado pastor, ni quisieron más detenerse Tirsi y Damón; antes, haciendo de sí gallarda e improvisa muestra, hacia donde estaba Elicio se fueron; el cual, como los vio, conociendo a su amigo Damón, con increíble alegría le salió a rescebir, diciéndole:
-¿Qué ventura ha ordenado, discreto Damón, que la des tan buena con tu presencia a estas riberas, que grandes tiempos ha que te desean?
-No puede ser sino buena -respondió Damón-, pues me ha traído a verte, ¡oh Elicio!, cosa que yo estimo en tanto, cuanto es el deseo que dello tenía, y la larga ausencia y la amistad que te tengo me obligaba. Pero si por alguna cosa puedes decir lo que has dicho, es porque tienes delante al famoso Tirsi, gloria y honor del castellano suelo.
Cuando Elicio oyó decir que aquél era Tirsi, dél solamente por fama conocido, rescibiéndole con mucha cortesía, le dijo:
-Bien conforma tu agradable semblante, nombrado Tirsi, con lo que de tu valor y discreción en las cercanas y apartadas tierras la parlera fama pregona. Y así, a mí, a quien tus escriptos han admirado e inclinado a desear conocerte y servirte, puedes, de hoy más, tener y tratar como verdadero amigo.
-Es tan conocido lo que yo gano en eso -respondió Tirsi-, que en vano pregonaría la fama lo que la afición que me tienes te hace decir que de mí pregona, si no conociese la merced que me haces en querer ponerme en el número de tus amigos; y, porque entre los que lo son las palabras de comedimiento han de ser escusadas, cesen las nuestras en este caso, y den las obras testimonio de nuestras voluntades.
-La mía será contino de servirte -replicó Elicio-, como lo verás, ¡oh Tirsi!, si el tiempo o la fortuna me ponen en estado que valga algo para ello; porque el que agora tengo, puesto que no le trocaría con otro de mayores ventajas, es tal, que apenas me deja con libertad de ofrecer el deseo.
-Tiniendo como tienes el tuyo en lugar tan alto -dijo Damón-, por locura tendría procurar bajarle a cosa que menos fuese. Y así, amigo Elicio, no digas mal del estado en que te hallas, porque yo te prometo que, cuando se comparase con el mío, hallaría yo ocasión de tenerte más envidia que lástima.
-Bien parece, Damón -dijo Elicio-, que ha muchos días que faltas destas riberas, pues no sabes lo que en ellas amor me hace sentir; y si esto no es, no debes conocer ni tener experiencia de la condición de Galatea; que si della tuvieses noticia, trocarías en lástima la envidia que de mi tendrías.
-Quien ha gustado de la condición de Amarili, ¿qué cosa nueva puede esperar de la de Galatea? -respondió Damón.
-Si la estada tuya en estas riberas -replicó Elicio- fuere tan larga como yo deseo, tú, Damón, conocerás y verás en ella, y oirás en otros, cómo andan en igual balanza su crueldad y gentileza: estremos que acaban la vida al que su desventura trujo a términos de adorarla.
-En las riberas de nuestro Henares -dijo a esta sazón Tirsi- más fama tiene Galatea de hermosa que de cruel; pero, sobre todo, se dice que es discreta; y si esta es la verdad, como lo debe ser, de su discreción nasce conocerse, y de conocerse estimarse, y de estimarse no querer perderse, y del no querer perderse viene el no querer contentarte; y viendo tú, Elicio, cuán mal corresponde a tus deseos, das nombre de crueldad a lo que debrías llamar honroso recato; y no me maravillo, que, en fin, es condición propria de los enamorados poco favorescidos.
-Razón tendrías en lo que has dicho, ¡oh Tirsi! -replicó Elicio-, cuando mis deseos se desviaran del camino que a su honra y honestidad conviene; pero si van tan medidos como a su valor y crédito se debe, ¿de qué sirve tanto desdén, tan amargas y desabridas respuestas, y tan a la clara esconder el rostro al que tiene puesta toda su gloria en sólo verle?
-¡Ay, Tirsi, Tirsi! -respondió Elicio-, y cómo te debe tener el amor puesto en lo alto de sus contentos, pues con tan sosegado espíritu hablas de sus efectos. No sé yo cómo viene bien lo que tú agora dices con lo que un tiempo decías cuando cantabas:
«¡Ay, de cuán ricas esperanzas vengo
al deseo más pobre y encogido!»;
con lo demás que a esto añadiste.
Hasta este punto había estado callando Erastro, mirando lo que entre los pastores pasaba, admirado de ver su gentil donaire y apostura, con las muestras que cada uno daba de la mucha discreción que tenía. Pero, viendo que, de lance en lance, a razonar de casos de amor se habían reducido, como aquél que tan experimentado en ellos estaba, rompió el silencio y dijo:
-Bien creo, discretos pastores, que la larga experiencia os habrá mostrado que no se puede reducir a continuado término la condición de los enamorados corazones, los cuales, como se gobiernan por voluntad ajena, a mil contrarios accidentes están subjetos. Y así, tú, famoso Tirsi, no tienes de qué maravillarte de lo que Elicio ha dicho, ni él tampoco de lo que tú dices, ni traer por ejemplo aquello que él dice que cantabas; ni menos lo que yo sé que cantaste cuando dijiste:
«La amarillez y la flaqueza mía»;
donde claramente mostrabas el afligido estado que entonces poseías; porque de allí a poco llegaron a nuestras cabañas las nuevas de tu contento, solemnizadas en aquellos versos tan nombrados tuyos, que si mal no me acuerdo comenzaban:
«Sale el aurora y de su fértil manto»;
por do claro se conoce la diferencia que hay de tiempos a tiempos, y cómo con ellos suele mudar amor los estados, haciendo que hoy se ría el que ayer lloraba y que mañana llore el que hoy ríe. Y, por tener yo tan conocida esta su condición, no puede la aspereza y desdén zahareño de Galatea acabar de derribar mis esperanzas, puesto que yo no espero della otra cosa si no es que se contente de que yo la quiera.
-El que no esperase buen suceso de un tan enamorado y medido deseo como el que has mostrado, ¡oh pastor! -respondió Damón-, renombre más que de desesperado merescía. Por cierto que es gran cosa la que de Galatea pretendes. Pero dime, pastor, así ella te la conceda: ¿es posible que tan a regla tienes tu deseo, que no se adelanta a desear más de lo que has dicho?
-Bien puedes creerle, amigo Damón -dijo Elicio-, porque el valor de Galatea no da lugar a que della otra cosa se desee ni se espere; y aun ésta es tan difícil de obtenerse, que a veces a Erastro se entibia la esperanza y a mí se enfría, de manera que él tiene por cierto, y yo por averiguado, que primero ha de llegar la muer te que el cumplimiento della. Mas, porque no es razón rescebir tan honrados huéspedes con los amargos cuentos de nuestras miserias, quédense ellas aquí y recojámonos al aldea, donde descansaréis del pesado trabajo del camino, y con más sosiego, si dello gustáredes, entenderéis el desasosiego nuestro.
Holgaron todos de acomodarse a la voluntad de Elicio, el cual y Erastro, recogiendo sus ganados, puesto que era algunas horas antes de lo acostumbrado, en compañía de los dos pastores, hablando en diversas cosas, aunque todas enamoradas, hacia el aldea se encaminaron. Mas, como todo el pasatiempo de Erastro era tañer y cantar, así por esto como por el deseo que tenía de saber si los dos nuevos pastores lo hacían tan bien como dellos se sonaba, por moverlos y convidarlos a que otro tanto hiciesen, rogó a Elicio que su rabel tocase, al son del cual así comenzó a cantar:
ERASTRO
Ante la luz de unos serenos ojos
que al sol dan luz con que da luz al suelo,
mi alma así se enciende, que recelo
que presto tendrá muerte sus despojos.
Con la luz se conciertan los manojos 5
de aquellos rayos del señor de Delo:
tales son los cabellos de quien suelo
adorar su beldad puesto de hinojos.
¡Oh clara luz, oh rayos del sol claro,
antes el mesmo sol! De vos espero 10
sólo que consintáis que Erastro os quiera.
Si en esto el cielo se me muestra avaro,
antes que acabe del dolor que muero,
haced, ¡oh rayos!, que de un rayo muera.
No les pareció mal el soneto a los pastores, ni les descontentó la voz de Erastro; que, puesto que no era de las muy estremadas, no dejaba de ser de las acordadas. Y luego Elicio, movido del ejemplo de Erastro, le hizo que tocase su zampoña, al son de la cual este soneto dijo:
ELICIO
¡Ay, que al alto designio que se cría
en mi amoroso firme pensamiento,
contradicen el cielo, el fuego, el viento,
la agua, la tierra y la enemiga mía!
Contrarios son de quien temer debría, 5
y abandonar la empresa el sano intento;
mas, ¿quién podrá estorbar lo qu’el violento
hado implacable quiere, amor porfía?
El alto cielo, amor, el viento, el fuego,
la agua, la tierra y mi enemiga bella, 10
cada cual con fuerza, y con mi hado,
mi bien estorbe, esparza, abrase y luego
deshaga mi esperanza; que, aun sin ella,
imposible es dejar lo comenzado.
En acabando Elicio, luego Damón, al son de la mesma zampoña de Erastro, desta manera comenzó a cantar:
DAMÓN
Más blando fui que no la blanda cera,
cuando imprimí en mi alma la figura
de la bella Amarili, esquiva y dura
cual duro mármol o silvestre fiera.
Amor me puso entonces en la esfera 5
más alta de su bien y su ventura;
y agora temo que la sepultura
ha de acabar mi presumpción primera.
Arrimóse el amor a la esperanza
cual vid al olmo y fue subiendo apriesa; 10
mas faltóle el humor, y cesó el vuelo:
no el de mis ojos, que por larga usanza,
Fortuna sabe bien que jamás cesa
de dar tributo al rostro, al pecho, al suelo.
Acabó Damón y comenzó Tirsi, al son de los instrumentos de los tres pastores, a cantar este soneto:
TIRSI
Por medio de los filos de la muerte
rompió mi fe, y a tal punto he llegado,
que no envidio el más alto y rico estado
que encierra humana venturosa suerte.
Todo este bien nasció de sólo verte, 5
hermosa Fili, ¡oh Fili!, a quien el hado
dotó de un ser tan raro y estremado,
que en risa el llanto, el mal en bien convierte.
Como amansa el rigor de la sentencia
si el condenado el rostro del rey mira, 10
y es ley que nunca tuerce su derecho,
así ante tu hermosísima presencia
la muerte huye, el daño se retira,
y deja en su lugar vida y provecho.
Al acabar de Tirsi, todos los intrumentos de los pastores formaron tan agradable música, que causaba grande contento a quien la oía; y más, ayudándoles de entre las espesas ramas mil suertes de pintados pajarillos que, con divina armonía, parece que como a coros les iban respondiendo. Desta suerte habían caminado un trecho, cuando llegaron a una antigua ermita que en la ladera de un montecillo estaba, no tan desviada del camino que dejase de oírse el son de una arpa que dentro, al parecer, tañían; el cual oído por Erastro, dijo:
-Deteneos, pastores, que según pienso, hoy oiremos todos lo que ha días que yo deseo oír, que es la voz de un agraciado mozo que dentro de aquella ermita habrá doce o catorce días se ha venido a vivir una vida más áspera de lo que a mí me parece que puedan llevar sus pocos años, y algunas veces que por aquí he pasado, he sentido tocar una arpa y entonar una voz tan suave que me ha puesto en grandísimo deseo de escucharla; pero siempre he llegado a punto que él le ponía en su canto. Y, aunque con hablarle he procurado hacerme su amigo, ofreciéndole a su servicio todo lo que valgo y puedo, nunca he podido acabar con él que me descubra quién es y las causas que le han movido a venir de tan pocos años a ponerse en tanta soledad y estrecheza.
Lo que Erastro decía del mozo y nuevo ermitaño puso en los pastores el mesmo deseo de conocerle que él tenía. Y así, acordaron de llegarse a la ermita de modo que, sin ser sentidos, pudiesen entender lo que cantaba antes que llegasen a hablarle; y, haciéndolo así, les sucedió tan bien, que se pusieron de parte donde, sin ser vistos ni sentidos, oyeron que al son de la arpa, el que estaba dentro semejantes versos decía:
Si han sido el cielo, amor y la fortuna,
sin ser de mí ofendidos,
contentos de ponerme en tal estado,
en vano al aire envío mis gemidos,
en vano hasta la luna 5
se vio mi pensamiento levantado.
¡Oh riguroso hado!,
¡por cuán estrañas desusadas vías
mis dulces alegrías
han venido a parar en tal estremo, 10
que estoy muriendo y aun la vida temo!
Contra mí mesmo estoy ardiendo en ira,
por ver que sufro tanto
sin romper este pecho, y dar al viento
esta alma, qu’en mitad del duro llanto 15
al corazón retira
las últimas reliquias del aliento;
y allí de nuevo siento
que acude la esperanza a darme fuerza,
y, aunque fingida, a mi vivir es fuerza, 20
y no es piedad del cielo, porque ordena
a larga vida dar más larga pena.
Del caro amigo el lastimado pecho
enterneció este mío,
y la empresa difícil tomé a cargo. 25
¡Oh discreto fingir de desvarío!
¡Oh nunca visto hecho!
¡Oh caso gustosísimo y amargo!
¡Cuán dadivoso y largo
amor se mostró por bien ajeno, 30
y cuán avaro y lleno
de temor y lealtad para conmigo!
Pero a más nos obliga un firme amigo.
Injustas pagas a voluntades justas
a cada paso vemos, 35
dadas por mano de fortuna esquiva;
y de ti, falso amor, de quien sabemos
que te alegras y gustas
de que un firme amador muriendo viva,
abrasadora y viva 40
llama se encienda en tus ligeras alas,
y las buenas y malas
saetas en ceniza se resuelvan,
o al dispararlas, contra ti se vuelvan.
¿Por qué camino, con qué fraude y mañas, 45
por qué estraño rodeo
entera posesión de mí tomaste?
Y ¿cómo en mi piadoso alto deseo
y en mis limpias entrañas
la sana voluntad, falso, trocaste? 50
¿Juicio habrá que baste
a llevar en paciencia el ver, perjuro,
que entré libre y seguro
a tratar de tus glorias y tus penas,
y agora al cuello siento tus cadenas? 55
Mas no de ti, sino de mí sería
razón que me quejase,
que a tu fuego no hice resistencia.
Yo me entregué, yo hice que soplase
el viento que dormía 60
de la ocasión con furia y violencia.
Justísima sentencia
ha dado el cielo contra mí que muera,
aunque sólo se espera
de mi infelice hado y desventura 65
que no acabe mi mal la sepultura.
¡Oh amigo dulce, oh dulce mi enemiga,
Timbrio y Nísida bella,
dichosos juntamente y desdichados!
¿Cuál dura, inicua, inexorable estrella, 70
de mi daño enemiga;
cuál fuerza injusta de implacables hados
nos tiene así apartados?
¡Oh miserable, humana, frágil suerte!
¡Cuán presto se convierte 75
en súbito pesar un alegría,
y sigue escura noche al claro día!
De la instabilidad, de la mudanza
de las humanas cosas,
¿cuál será el atrevido que se fíe? 80
Con alas vuela el tiempo presurosas,
y tras sí la esperanza
se lleva del que llora y del que ríe;
y ya que el cielo envíe
su favor, sólo sirve al que con celo 85
sancto levanta al cielo
el alma, en fuego de su amor deshecha,
y al que no, más le daña que aprovecha.
Yo, como puedo, buen señor, levanto
la una y otra palma, 90
los ojos, la intención al cielo sancto,
por quien espera el alma
ver vuelto en risa su contino llanto.
Con un profundo sospiro dio fin al lastimado canto el recogido mozo que dentro de la ermita estaba. Y, sintiendo los pastores que adelante no procedía, sin detenerse más, todos juntos entraron en ella, donde vieron a un cabo, sentado encima de una dura piedra, a un dispuesto y agraciado mancebo, al parecer de edad de veinte y dos años, vestido de un tosco buriel con los pies descalzos y una áspera soga ceñida al cuerpo, que de cordón le servía. Estaba con la cabeza inclinada a un lado, y la una mano asida de la parte de la túnica que sobre el corazón caía, y el otro brazo a la otra parte flojamente derribado. Y, por verle desta manera, y por no haber hecho movimiento al entrar de los pastores, claramente conocieron que desmayado estaba, como era la verdad, porque la profunda imaginación de sus miserias, muchas veces a semejante término le conducía. Llegóse a él Erastro, y, trabándole recio del brazo, le hizo volver en sí, aunque tan desacordado que parecía que de un pesado sueño recordaba, las cuales muestras de dolor no pequeño le causaron a los que le veían, y luego Erastro le dijo:
-¿Qué es esto, señor? ¿Qué es lo que siente vuestro fatigado pecho? No dejéis de decirlo, que presentes tenéis quien no rehusará fatiga alguna por dar remedio a la vuestra.
-No son esos -respondió el mancebo con voz algo desmayada- los primeros ofrecimientos, comedido pastor, que me has hecho, ni aun serían los últimos que yo acertase a servir si pudiese; pero hame traído la Fortuna a términos, que ni ellos pueden aprovecharme ni yo satisfacerlos más de con el deseo. Éste puedes tomar en cuenta del bueno que me ofreces; y si otra cosa de mí deseas saber, el tiempo, que no encubre nada, te dirá más de lo que yo quisiera.
-Si al tiempo dejas que me satisfaga de lo que me dices -respondió Erastro- poco debe agradecerse tal paga, pues él, a pesar nuestro, echa en las plazas lo más secreto de nuestros corazones.
A este tiempo, todos los demás pastores le rogaron que la ocasión de su tristeza les contase, especialmente Tirsi, que con eficaces razones le persuadió, y dio a entender que no hay mal en esta vida que con ella su remedio no se alcanzase, si ya la muerte, atajadora de los humanos discursos, no se opone a ellos. Y a esto añadió otras palabras que al obstinado mozo movieron a que con la suyas hiciese satisfechos a todos de lo que dél saber deseaban. Y así, les dijo:
-Puesto que a mí me fuera mejor, ¡oh agradable compañía!, vivir lo poco que me queda de vida sin ella, y haberme recogido a mayor soledad de la que tengo, todavía, por no mostrarme esquivo a la voluntad que me habéis mostrado, determino de contaros todo aquello que entiendo bastará, y los términos por donde la mudable Fortuna me ha traído al estrecho estado en que me hallo; pero, porque me parece que es ya algo tarde, y, según mis desventuras son muchas, sería posible que antes de contároslas la noche sobreviniese, será bien que todos juntos a la aldea nos vamos, pues a mí no me hace otra descomodidad de hacer el camino esta noche que mañana tenía determinado, y esto me es forzoso, pues de vuestra aldea soy proveído de lo que he menester para mi sustento, y por el camino, como mejor pudiere, os haré ciertos de mis desgracias.
A todos pareció bien lo que el mozo ermitaño decía, y, puniéndole en medio dellos, con vagarosos pasos tornaron a seguir el camino de la aldea, y luego el lastimado ermitaño, con muestras de mucho dolor, desta manera al cuento de sus miserias dio principio:
-«En la antigua y famosa ciudad de Jerez, cuyos moradores de Minerva y Marte son favorescidos, nasció Timbrio, un valeroso caballero, del cual, si sus virtudes y generosidad de ánimo hubiese de contar, a difícil empresa me pondría. Basta saber que, no sé si por la mucha bondad suya o por la fuerza de las estrellas, que a ello me inclinaban, yo procuré, por todas las vías que pude, serle particular amigo, y fueme el cielo en esto tan favorable que, casi olvidándose a los que nos conoscían el nombre de Timbrio y el de Silerio -que es el mío-, solamente los dos amigos nos llamaban, haciendo nosotros, con nuestra continua conversación y amigables obras, que tal opinión no fuese vana.
»Desta suerte los dos, con increíble gusto y contento, los mozos años pasábamos, ora en el campo en el ejercicio de la caza, ora en la ciudad en el del honroso Marte entreteniéndonos, hasta que un día, de los muchos aciagos que el enemigo tiempo en el discurso de mi vida me ha hecho ver, le sucedió a mi amigo Timbrio una pesada pendencia con un poderoso caballero, vecino de la mesma ciudad. Llegó a término la quistión que el caballero quedó lastimado en la honra, y a Timbrio fue forzoso ausentarse, por dar lugar a que la furiosa discordia cesase que entre los dos parentales se comenzaba a encender, dejando escrita una carta a su enemigo, dándole aviso que le hallaría en Italia, en la ciudad de Milán o de Nápoles, todas las veces que, como caballero, de su agravio satisfacerse quisiese. Con esto cesaron los bandos entre los parientes de entrambos, y ordenóse que a igual y mortal batalla el ofendido caballero, que Pransiles se llamaba, a Timbrio desafiase, y que, en hallando campo seguro para la batalla, se avisase a Timbrio. Ordenó más mi suerte: que al tiempo que esto sucedió yo me hallase tan falto de salud, que apenas del lecho levantarme podía, y por esta ocasión se me pasó la de seguir a mi amigo dondequiera que fuese, el cual al partir se despidió de mí con no pequeño descontento, encargándome que, en cobrando fuerzas, le buscase, que en la ciudad de Nápoles le hallaría. Y así, se partió, dejándome con más pena que yo sabré agora significaros. Mas, al cabo de pocos días, pudiendo en mí más el deseo que de verle tenía, que no la flaqueza que me fatigaba, me puse luego en camino; y, para que con más brevedad y más seguro le hiciese, la ventura me ofreció la comodidad de cuatro galeras que en la famosa Isla de Cádiz, de partida para Italia, prestas y aparejadas estaban. Embarquéme en una dellas, y, con próspero viento, en tiempo breve, las riberas catalanas descubrimos; y, habiendo dado fondo en un puerto dellas, yo, que algo fatigado de la mar venía, asegurado primero de que por aquella noche las galeras de allí no partirían, me desembarqué con solo un amigo y un criado mío. Y no creo que debía de ser la media noche, cuando los marineros y los que a cargo las galeras llevaban, viendo que la serenidad del cielo calma o próspero viento señalaba, por no perder la buena ocasión que se les ofrecía, a la segunda guardia hicieron la señal de partida, y, zarpando las áncoras, dieron con mucha presteza los remos al sesgo mar y las velas al sosegado viento. Y fue, como digo, con tanta diligencia hecho que, por mucha que yo puse para volver a embarcarme, no fui a tiempo; y así, me hube de quedar en la marina con el enojo que podrá considerar quien por semejantes y ordinarios casos habrá pasado, porque quedaba mal acomodado de todas las cosas que para seguir mi viaje por tierra eran necesarias. Mas, considerando que, de quedarme allí, poco remedio se esperaba, acordé de volverme a Barcelona, adonde, como ciudad más grande, podría ser hallar quien me acomodase de lo que me faltaba, correspondiendo a Jerez o a Sevilla con la paga dello.
»Amanecióme en estos pensamientos, y, con determinación de ponerlos en efecto, aguardaba a que el día más se levantase; y, estando a punto de partirme, sentí un grande estruendo por la tierra y que toda la gente corría a la calle más principal del pueblo, y, preguntando a uno qué era aquello, me respondió: “Llegaos, señor, aquella esquina, que a voz de pregonero sabréis lo que deseáis”. Hícelo así, y lo primero en que puse los ojos fue en un alto crucifijo y en mucho tumulto de gente, señales que alguno sentenciado a muerte entre ellos venía, todo lo cual me certificó la voz del pregonero, que declaraba que, por haber sido salteador y bandolero, la justicia mandaba ahorcar un hombre, que, como a mí llegó, luego conocí que era el mi buen amigo Timbrio, el cual venía a pie, con unas esposas a las manos y una soga a la garganta, los ojos enclavados en el crucifijo que delante llevaba, diciendo y protestando a los clérigos que con él iban, que por la estrecha cuenta que pensaba dar en breves horas al verdadero Dios, cuyo retrato delante los ojos tenía, que nunca en todo el discurso de su vida había cometido cosa por donde públicamente meresciese rescebir tan ignominiosa muerte; y que a todos rogaba rogasen a los jueces le diesen algún término para probar cuán inocente estaba de lo que le acusaban.
»Considérese aquí, si tanto la consideración pudo levantarse, cuál quedaría yo al horrendo espectáculo que a los ojos se me ofrecía. No sé qué os diga, señores, sino que quedé tan embelesado y fuera de mí, y de tal modo quedé ajeno de todos mis sentidos, que una estatua de mármol debiera de parecer a quien en aquel punto me miraba. Pero ya que el confuso rumor del pueblo, las levantadas voces de los pregoneros, las lastimosas palabras de Timbrio y las consoladoras de los sacerdotes, y el verdadero conocimiento de mi buen amigo, me hubieron vuelto de aquel embelesamiento primero, y la alterada sangre acudió a dar ayuda al desmayado corazón, y despertado en él la cólera debida a la notoria venganza de la ofensa de Timbrio, sin mirar al peligro que me ponía, sino al de Timbrio, por ver si podía librarle, o seguirle hasta la otra vida, con poco temor de perder la mía, eché mano a la espada, y con más que ordinaria furia entré por medio de la confusa turba, hasta que llegué adonde Timbrio iba, el cual, no sabiendo si en provecho suyo tantas espadas se habían desenvainado, con perplejo y angustiado ánimo, estaba mirando lo que pasaba, hasta que yo le dije: “¿Adónde está, ¡oh Timbrio!, el esfuerzo de tu valeroso pecho? ¿Qué esperas, o qué aguardas? ¿Por qué no te favoreces de la ocasión presente? Procura, ¡oh verdadero amigo!, salvar tu vida, en tanto que esta mía hace escudo a la sinrazón que, según creo, aquí te es hecha”. Estas palabras mías y el conocerme Timbrio, fue parte para que, olvidado todo temor, rompiese las ataduras o esposas de las manos; mas todo su ardimiento fuera poco si los sacerdotes, de compasión movidos, no ayudaran su deseo, los cuales, tomándole en peso, a pesar de los que estorbarlo querían, se entraron con él en una iglesia que allí junto estaba, dejándome a mí en medio de toda la justicia, que con grande instancia procuraba prenderme, como al fin lo hizo, pues a tantas fuerzas juntas no fue poderosa la sola mía de resistirlas. Y, con más ofensas que, a mi parecer, mi pecado merescía, a la cárcel pública, herido de dos heridas, me llevaron.
»El atrevimiento mío, y el haberse escapado Timbrio, augmentó mi culpa y el enojo en los jueces, los cuales, condenando bien el exceso por mí cometido, pareciéndoles ser justo que yo muriese, y luego luego, la cruel sentencia pronunciaron, y para otro día guardaban la ejecución. Llegó a Timbrio esta triste nueva allá en la iglesia donde estaba, y, según yo después supe, más alteración le dio mi sentencia que le había dado la de su muerte; y, por librarme della, de nuevo se ofrecía a entregarse otra vez en poder de la justicia, pero los sacerdotes le aconsejaron que servía de poco aquello, antes era añadir mal a mal y desgracia a desgracia, pues no sería parte el entregarse él para que yo fuese suelto, pues no lo podía ser sin ser castigado de la culpa cometida. No fueron menester pocas razones para persuadir a Timbrio no se diese a la justicia; pero sosegóse con proponer en su ánimo de hacer otro día por mí lo que yo por él había hecho, por pagarme en la mesma moneda, o morir en la demanda. De toda su intención fui avisado por un clérigo que a confesarme vino, con el cual le envié a decir que el mejor remedio que mi desdicha podía tener era que él se salvase, y procurase que, con toda brevedad, el virrey de Barcelona supiese todo el suceso antes que la justicia de aquel pueblo la ejecutase en él. Supe también la causa por que a mi amigo Timbrio llevaban al amargo suplicio, según me contó el mesmo sacerdote que os he dicho; y fue que, viniendo Timbrio caminando por el reino de Cataluña, a la salida de Perpiñán, dieron con él una cantidad de bandoleros, los cuales tenían por señor y cabeza a un valeroso caballero catalán, que por ciertas enemistades andaba en la compañía, como es ya antiguo uso de aquel reino, cuando los enemistados son personas de cuenta, salirse a ella y hacerse todo el mal que pueden, no solamente en las vidas, pero en las haciendas: cosa ajena de toda cristiandad y digna de toda lástima.
»Sucedió, pues, que, al tiempo que los bandoleros estaban ocupados en quitar a Timbrio lo que llevaba, llegó en aquella sazón el señor y caudillo dellos, y como en fin era caballero, no quiso que delante de sus ojos agravio alguno a Timbrio se hiciese; antes, pareciéndole hombre de valor y prendas, le hizo mil corteses ofrecimientos, rogándole que por aquella noche se quedase con él en un lugar allí cerca, que otro día por la mañana le daría una señal de seguro para que sin temor alguno pudiese seguir su camino hasta salir de aquella provincia. No pudo Timbrio dejar de hacer lo que el cortés caballero le pedía, obligado de las buenas obras dél rescibidas. Fuéronse juntos, y llegaron a un pequeño lugar, donde por los del pueblo alegremente rescebidos fueron. Mas la Fortuna, que hasta entonces con Timbrio se había burlado, ordenó que aquella mesma noche diesen con los bandoleros una compañía de soldados, sólo para este efecto juntada; y, habiéndolos cogido de sobresalto, con facilidad los desbarataron, y, puesto que no pudieron prender al caudillo, prendieron y mataron a otros muchos, y uno de los presos fue Timbrio, a quien tuvieron por un famoso salteador que en aquella compañía andaba; y, según se debe imaginar, sin duda le debía de parecer mucho, pues con atestiguar los demás presos que aquél no era el que pensaban, contando la verdad de todo el caso, pudo tanto la malicia en el pecho de los jueces que, sin más averiguaciones, le sentenciaron a muerte, la cual fuera puesta en efecto si el cielo, favorescedor de los justos intentos, no ordenara que las galeras se fuesen y yo en tierra quedase, para hacer lo que hasta agora os he contado que hice.
»Estábase Timbrio en la iglesia, y yo en la cárcel, ordenando de partirse aquella noche a Barcelona; y yo, que esperando estaba en qué pararía la furia de los ofendidos jueces, cuando con otra mayor desventura suya, Timbrio y yo de la nuestra fuimos librados. Mas, ¡ójala fuera servido el cielo que en mí solo se ejecutara la furia de su ira, con tal que la alzaran de aquel pequeño y desventurado pueblo, que a los filos de mil bárbaras espadas tuvo puesto el miserable cuello! Poco más de media noche sería, hora acomodada a facinorosos insultos, y en la cual la trabajada gente suele entregar los trabajados miembros en brazos del dulce sueño, cuando improvisamente por todo el pueblo se levantó una confusa vocería, diciendo: “¡Al arma, al arma, que turcos hay en tierra!” Los ecos destas tristes voces ¿quién duda que no causaron espanto en los mujeriles pechos, y aun pusieron confusión en los fuertes ánimos de los varones? No sé qué os diga, señores, sino que en un punto la miserable tierra comenzó a arder con tanta gana, que no parecía sino que las mesmas piedras, con que las casas fabricadas estaban, ofrecían acomodada materia al encendido fuego, que todo lo consumía. A la luz de las furiosas llamas se vieron relucir los bárbaros alfanjes y parecerse las blancas tocas de la turca gente, que, encendida, con sigures o hachas de duro acero, las puertas de las casas derribaban, y, entrando en ellas, de cristianos despojos salían cargados. Cuál llevaba la fatigada madre, y cuál el pequeñuelo hijo, que con cansados y débiles gemidos, la madre por el hijo, y el hijo por la madre, preguntaba; y alguno sé que hubo que con sacrílega mano estorbó el cumplimiento de los justos deseos de la casta recién desposada virgen y del esposo desdichado, ante cuyos llorosos ojos quizá vio coger el fruto de que el sin ventura pensaba gozar en tiempo breve. La confusión era tanta, tantos los gritos y mezclas de las voces tan diferentes, que gran espanto ponían. La fiera y endiablada canalla, viendo cuán poca resistencia se les hacía, se atrevieron a entrar en los sagrados templos y poner las descomulgadas manos en las sanctas reliquias, poniendo en el seno el oro con que guarnecidas estaban, y arrojándolas en el suelo con asqueroso menosprecio. Poco le valía al sacerdote su santimonia, y al fraile su retraimiento, y al viejo sus nevadas canas, y al mozo su juventud gallarda, y al pequeño niño su inocencia simple, que de todos llevaban el saco aquellos descreídos perros; los cuales, después de abrasadas las casas, robado los templos, desflorado las vírgines, muertos los defensores, más cansados que satisfechos de lo hecho, al tiempo que el alba venía, sin impedimento alguno se volvieron a sus bajeles, habiéndolos ya cargado de todo lo mejor que en el pueblo había, dejándole desolado y sin gente, porque toda la más gente se llevaban, y la otra a la montaña se había recogido.
»¿Quién en tan triste espectáculo pudiera tener quedas las manos y enjutos los ojos? Mas, ¡ay!, que está tan llena de miserias nuestra vida, que en tan doloroso suceso como el que os he contado, hubo cristianos corazones que se alegraron; y estos fueron los de aquellos que en la cárcel estaban, que con la desdicha general cobraron la dicha propria, porque, en son de ir a defender el pueblo, rompieron las puertas de la prisión y en libertad se pusieron, procurando cada uno, no de ofender a los contrarios, sino de salvar a sí mesmos, entre los cuales yo gocé de la libertad tan caramente adquirida. Y, viendo que no había quien hiciese rostro a los enemigos, por no venir a su poder ni tornar al de la prisión, desamparando el consumido pueblo, con no pequeño dolor de lo que había visto y con el que mis heridas me causaban, seguí a un hombre que me dijo que seguramente me llevaría a un monasterio que en aquellas montañas estaba, donde de mis llagas sería curado, y aun defendido si de nuevo prenderme quisiesen. Seguíle, en fin, como os he dicho, con deseo de saber qué habría hecho la Fortuna de mi amigo Timbrio, el cual, como después supe, con algunas heridas se había escapado y seguido por la montaña otro camino diferente del que yo llevaba; vino a parar al puerto de Rosas, donde estuvo algunos días, procurando saber qué suceso habría sido el mío, y que, en fin, sin saber nuevas algunas, se partió en una nave y con próspero viento llegó a la gran ciudad de Nápoles. Yo volví a Barcelona, y allí me acomodé de lo que menester había; y después, ya sano de mis heridas, torné a seguir mi viaje, y, sin sucederme revés alguno, llegué a Nápoles, donde hallé enfermo a Timbrio; y fue tal el contento que en vernos los dos recibimos, que no me siento con fuerzas para encarecérosle por agora.
»Allí nos dimos cuenta de nuestras vidas y de todo aquello que hasta aquel momento nos había sucedido; pero todo este placer mío se aguaba con el ver a Timbrio no tan bueno como yo quisiera; antes, tan malo, y de una enfermedad tan estraña, que si yo a aquella sazón no llegara, pudiera llegar a tiempo de hacerle las obsequias de su muerte y no solemnizar las alegrías de su vista. Después que él hubo sabido de mí todo lo que quiso, con lágrimas en los ojos, me dijo: “¡Ay, amigo Silerio, y cómo creo que el cielo procura cargar la mano en mis desventuras, para que, dándome la salud por la vuestra, quede yo cada día con más obligación de serviros!” Palabras fueron estas de Timbrio que me enternecieron; mas, por parecerme de comedimientos, tan poco usados entre nosotros, me admiraron. Y, por no cansaros en deciros punto por punto lo que yo le respondí y lo que él más replicó, sólo os diré que el desdichado de Timbrio estaba enamorado de una señora principal de aquella ciudad, cuyos padres eran españoles, aunque ella en Nápoles había nascido. Su nombre era Nísida y su hermosura tanta, que me atrevo a decir que la naturaleza cifró en ella el estremo de sus perfectiones; y andaban tan a una en ella la honestidad y belleza, que lo que la una encendía la otra enfriaba, y los deseos que su gentileza hasta el más subido cielo levantaba, su honesta gravedad hasta lo más bajo de la tierra abatía. A esta causa estaba Timbrio tan pobre de esperanza, cuan rico de pensamientos, y sobre todo falto de salud, y en términos de acabar la vida sin descubrirlos: tal era el temor y reverencia que había cobrado a la hermosa Nísida. Pero, después que tuve bien conocida su enfermedad y hube visto a Nísida, y considerado la calidad y nobleza de sus padres, determiné de posponer por él la hacienda, la vida y la honra, y más si más tuviera y pudiera. Y así, usé de un artificio, el más estraño que hasta hoy se habrá oído ni leído; y fue que acordé de vestirme como truhán y con una guitarra entrarme en casa de Nísida, que por ser, como ya he dicho, sus padres de los principales de la ciudad, de otros muchos truhanes era continuada. Parecióle bien este acuerdo a Timbrio, y resignó luego en las manos de mi industria todo su contento. Hice yo hacer luego muchas y diferentes galas, y, en vistiéndome, comencé a ensayarme en el nuevo oficio delante de Timbrio, que no poco reía de verme tan truhanamente vestido; y, por ver si la habilidad correspondía al hábito, me dijo que, haciendo cuenta que él era un gran príncipe y que yo de nuevo venía a visitarle, le dijese algo. Y si yo no me acuerdo mal, y si vosotros, señores, no os cansáis de escucharme, diréos lo que entonces le canté, con ser la primera vez.»
Todos dijeron que ninguna cosa les daría más contento que saber por estenso todo el suceso de su negocio, y que así, le rogaban que ninguna cosa, por de poco momento que fuese, dejase de contarles.
-Pues esa licencia me dais -dijo el ermitaño-, no quiero dejaros de decir cómo comencé a dar muestras de mi locura; que fue con estos versos que a Timbrio canté, imaginando ser un gran señor a quien los decía:
SILERIO
«De príncipe que en el suelo
va por tan justo nivel,
¿qué se puede esperar dél
que no sean obras del cielo?
»No se vee en la edad presente, 5
ni se vio en la edad pasada,
república gobernada
de príncipe tan prudente.
Y del que mide su celo
por tan cristiano nivel, 10
¿qué se puede esperar dél
que no sean obras del cielo?
»Del que trae por bien ajeno,
sin codiciar más despojos,
misericordia en los ojos 15
y la justicia en el seno;
del que lo más deste suelo
es lo menos que hay en él,
¿qué se puede esperar dél
que no sean obras del cielo? 20
»La liberal fama vuestra,
que hasta’l cielo se levanta,
de que tenéis alma sancta
nos da indicio y clara muestra.
Del que no discrepa un pelo 25
de ser al cielo fïel,
¿qué se puede esperar dél
que no sean obras del cielo?
»Del que con cristiano pecho
siempre en el rigor se tarda, 30
y a la justicia le guarda,
con clemencia, su derecho;
de aquel que levanta el vuelo
do ninguno llega a él,
¿qué se puede esperar dél 35
que no sean obras del cielo?
»Estas y otras cosas de más risa y juego canté entonces a Timbrio, procurando acomodar el brío y donaire del cuerpo a que en todo diese muestras de ejercitado truhán; y salí tan bien con ello que en pocos días fui conocido de toda la más gente principal de la ciudad; y la fama del truhán español por toda ella volaba, hasta tanto que ya en casa del padre de Nísida me deseaban ver, el cual deseo les cumpliera yo con mucha facilidad, si de industria no aguardara a ser rogado. Mas, en fin, no me pude escusar que un día de un banquete allá no fuese, donde vi más cerca la justa causa que Timbrio tenía de padecer, y la que el cielo me dio para quitarme el contento todos los días que en esta vida durare. Vi a Nísida, a Nísida vi, para no ver más, ni hay más que ver después de haberla visto. ¡Oh fuerza poderosa de amor, contra quien valen poco las poderosas nuestras! ¿Y es posible que en un punto, en un momento, los reparos y pertrechos de mi lealtad pusieses en términos de dar con todos ellos por tierra? ¡Ay, que si se tardara un poco en socorrerme la consideración de quien yo era, la amistad que a Timbrio debía, el mucho valor de Nísida, el afrentoso hábito en que me hallaba ...; que todo era impedimento a que, con el nuevo y amoroso deseo que en mí había nascido, no nasciese también la esperanza de alcanzarla, que es el arrimo con que el amor camina o vuelve atrás en los enamorados principios! En fin, vi la belleza que os he dicho, y, porque me importaba tanto el verla, siempre procuré granjear el amistad de sus padres y de todos los de su casa, y esto con hacer del gracioso y bien criado, haciendo mi oficio con la mayor discreción y gracia a mí posible. Y, rogándome un caballero que aquel día a la mesa estaba que alguna cosa en loor de la hermosura de Nísida cantase, quiso la ventura que me acordase de unos versos que muchos días antes, para otra ocasión casi semejante, yo había hecho; y, sirviéndome para la presente, los dije; que eran estos:
SILERIO
»Nísida, con quien el cielo
tan liberal se ha mostrado,
que en daros a vos, dio al suelo
una imagen y traslado
de cuanto encubre su velo, 5
si él no tuvo más que os dar,
ni vos más que desear,
con facilidad se entiende
que lo posible pretende
quien os pretende loar. 10
»Desa beldad peregrina
la perfectión soberana,
que al cielo nos encamina,
pues no es posible la humana,
cante la lengua divina, 15
y diga: bien se conviene
que al alma que en sí contiene
ser tan alto y milagroso,
se le diese el velo hermoso
más qu’el mundo tuvo o tiene. 20
»Tomó del sol los cabellos;
del sesgo cielo, la frente;
la luz de los ojos bellos,
de la estrella más luciente,
que ya no da luz ante ellos. 25
Como quien puede y se atreve,
a la grana y a la nieve
robó las colores bellas,
que lo más perfecto dellas
a tus mejillas se debe. 30
»De marfil y de coral
formó los dientes y labios,
do sale rico caudal
de agudos dichos y sabios,
y armonía celestial. 35
De duro mármol ha hecho
el blanco y hermoso pecho,
y de tal obra ha quedado
tanto el suelo mejorado,
cuanto el cielo satisfecho. 40
»Con estas y otras cosas que entonces canté, quedaron todos tan mis aficionados, especialmente los padres de Nísida, que me ofrecieron todo lo que menester hubiese y me rogaron que ningún día dejase de visitarlos. Y así, sin descubrirse ni imaginarse mi industria, vine a salir con mi primero disignio, que era facilitar la entrada en casa de Nísida, la cual gustaba en estremo de mis desenvolturas. Pero ya que los muchos días y la mucha conversación mía, y la grande amistad que todos los de aquella casa me mostraban, hubieron quitado algunas sombras al demasiado temor que de descubrir mi intento a Nísida tenía, determiné ver a do llegaba la ventura de Timbrio, que sólo de mi solicitud la esperaba. Mas, ¡ay de mí!, que yo estaba entonces más para pedir medicina para mi llaga que salud para la ajena, porque el donaire, belleza, discreción, gravedad de Nísida, habían hecho en mi alma tal efecto, que no estaba en menos estremo de dolor y de amor puesta que la del lastimado Timbrio. A vuestra consideración discreta dejo el imaginar lo que podía sentir un corazón a quien de una parte combatían las leyes de la amistad, y de otra las inviolables de Cupido; porque si las unas le obligaban a no salir de lo que ellas y la razón le pedían, las otras le forzaban que tuviese cuenta con lo que a su contento era obligado.
»Estos sobresaltos y combates me apretaban de manera que, sin procurar la salud ajena, comencé a dudar de la propria y a ponerme tan flaco y amarillo que causaba general compasión a todos los que me miraban; y los que más la mostraban eran los padres de Nísida; y aun ella mesma, con limpias y cristianas entrañas, me rogó muchas veces que la causa de mi enfermedad le dijese, ofreciéndome todo lo necesario para el remedio della. “¡Ay -decía yo entre mí cuando Nísida tales ofrecimientos me hacía-, y con cuánta facilidad, hermosa Nísida, podría remediar vuestra mano el mal que vuestra hermosura ha hecho! Pero préciome tanto de buen amigo que, aunque tuviese tan cierto mi remedio como le tengo por imposible, imposible sería que le acetase”. Y, como estas consideraciones en aquellos instantes me turbasen la fantasía, no acertaba a responder a Nísida cosa alguna, de lo cual ella y otra hermana suya, que Blanca se llamaba, de menos años, aunque no de menos discreción y hermosura que Nísida, estaban maravilladas; y con más deseo de saber el origen de mi tristeza, con muchas importunaciones me rogaban que nada de mi dolor les encubriese. Viendo, pues, yo que la ventura me ofrecía la comodidad de poner en efecto lo que hasta aquel punto mi industria había fabricado, una vez que, acaso, Nísida y su hermana solas se hallaban, tornando ellas de nuevo a pedirme lo que tantas veces, les dije: “No penséis, señoras, que el silencio que hasta agora he tenido en no deciros la causa de la pena que imagináis que siento lo haya causado tener yo poco deseo de obedeceros, pues ya se sabe que si algún bien mi abatido estado en esta vida tiene, es haber granjeado con él venir a términos de conoceros y como criado serviros; sólo ha sido la causa imaginar que, aunque la descubra, no servirá para más de daros lástima, viendo cuán lejos está el remedio della. Pero, ya que me es forzoso satisfaceros en esto, sabréis, señoras, que en esta ciudad está un caballero natural de mi mesma patria, a quien tengo por señor, por amparo y por amigo, el más liberal, discreto y gentilhombre que en gran parte hallarse pueda, el cual está aquí ausente de la amada patria por ciertas quistiones que allá le sucedieron, que le forzaron a venir a esta ciudad, creyendo que si allá en la suya dejaba enemigos, acá en la ajena no le faltarán amigos; más hale salido tan al revés su pensamiento, que un solo enemigo, que él mesmo, sin saber cómo, aquí se ha procurado, le tiene puesto en tal estremo, que si el cielo no le socorre, con acabar la vida acabará sus amistades y enemistades. Y como yo conozco el valor de Timbrio -que este es el nombre del caballero cuya desgracia os voy contando-, y sé lo que perderá el mundo en perderle, y lo que yo perderé si le pierdo, doy las muestras de sentimiento que habéis visto, y aun son pocas, según a lo que me obliga el peligro en que Timbrio está puesto. Bien sé que desearéis saber, señoras, quién es el enemigo que a tan valeroso caballero, como es el que os he pintado, tiene puesto en tal estremo; pero también sé que, en diciéndoosle, no os maravillaréis sino de cómo ya no le tiene consumido y muerto. Su enemigo es amor, universal destruidor de nuestros sosiegos y bienandanzas. Este fiero enemigo tomó posesión de sus entrañas. En entrando en esta ciudad, vio Timbrio una hermosa dama, de singular valor y hermosura, mas tan principal y honesta que jamás el miserable se ha aventurado a descubrirle su pensamiento”.
»A este punto llegaba yo cuando Nísida me dijo: “Por cierto, Astor -que entonces era este el nombre mío-, que no sé yo si crea que ese caballero sea tan valeroso y discreto como dices, pues tan fácil mente se ha dejado rendir a un mal deseo tan recién nacido, entregándose tan sin ocasión alguna en los brazos de la desesperación. Y, aunque a mí se me alcanza poco destos amorosos efectos, todavía me parece que es simplicidad y flaqueza dejar, el que se vee fatigado dellos, de descubrir su pensamiento a quien se le causa, puesto que sea del valor que imaginar se puede; porque, ¿qué afrenta se le puede seguir a ella de saber que es bien querida, o a él qué mayor mal de su aceda y desabrida respuesta, que la muerte que él mesmo se procura callando? Y no sería bien que por tener un juez fama de riguroso, dejase alguno de alegar de su derecho. Pero pongamos que sucede la muerte de un amante tan callado y temeroso como ese tu amigo; dime, ¿llamarías tú cruel a la dama de quien estaba enamorado? No, por cierto; que mal puede remediar nadie la necesidad que no llega a su noticia, ni cae en su obligación procurar saberla para remediarla. Así que, Astor, perdóname, que las obras de ese tu amigo no hacen muy verdaderas las alabanzas que le das”.
»Cuando yo oí a Nísida semejantes razones, luego luego quisiera con las mías descubrirle todo el secreto de mi pecho; mas, como yo entendía la bondad y llaneza con que ella las hablaba, hube de detenerme y esperar más sola y mejor coyuntura; y así, le respondí: “Cuando los casos de amor, hermosa Nísida, con libres ojos se miran, tantos desatinos se veen en ellos, que no menos de risa que de compasión son dignos; pero si de la sotil red amorosa se halla enlazada el alma, allí están los sentidos tan trabados y tan fuera de su proprio ser, que la memoria sólo sirve de tesorera y guardadora del objecto que los ojos miraron, y el entendimiento en escudriñar y conocer el valor de la que bien ama, y la voluntad de consentir de que la memoria y entendimiento en otra cosa no se ocupen; y así, los ojos veen como por espejo de alinde, que todas las cosas se les hacen mayores: ora cresce la esperanza cuando son favorescidos, ora el temor cuando desechados; y así, sucede a muchos lo que a Timbrio ha sucedido, que, pareciéndoles a los principios altísimo el objecto a quien los ojos levantaron, pierden la esperanza de alcanzarle; pero no de manera que no les diga amor allá dentro en el alma: ‘¿Quién sabe? Podría ser...’. Y con esto anda la esperanza, como decirse suele, entre dos aguas, la cual si del todo les desamparase, con ella huiría el amor. Y de aquí nasce andar, entre el temor y osar, el corazón del amante tan afligido que, sin aventurarse a decirla, se recoge y aprieta en su llaga, y espera, aunque no sabe de quién, el remedio de que se vee tan apartado. En este mesmo estremo he yo hallado a Timbrio, aunque todavía, a persuasiones mías, ha escripto una carta a la dama por quien muere, la cual me dio para que la viese y mirase si en alguna manera se mostraba en ella descomedido, porque la enmendaría. Encargóme asimesmo que buscase orden de ponerla en manos de su señora, que creo será imposible, no porque yo no me aventure a ello, pues lo menos que aventuraré será la vida por servirle, mas porque me parece que no he de hallar ocasión para darla”. “Veámosla -dijo Nísida-, porque deseo ver cómo escriben los enamorados discretos”. Luego saqué yo una carta del seno, que algunos días antes estaba escripta, esperando ocasión de que Nísida la viese; y, ofreciéndome la ventura ésta, se la mostré; la cual, por haberla yo leído muchas veces, se me quedó en la memoria, cuyas razones eran éstas:
TIMBRIO A NÍSIDA
»Determinado había, hermosa señora, que el fin desastrado mío os diese noticia de quien yo era, pareciéndome ser mejor que alabárades mi silencio en la muerte, que no que vituperárades mi atrevimiento en la vida; mas, porque imagino que a mi alma conviene partirse deste mundo en gracia vuestra, porque en el otro no le niegue amor el premio de lo que ha padecido, os hago sabidora del estado en que vuestra rara beldad me tiene puesto, que es tal, que, a poder significarle, no procurara su remedio, pues por pequeñas cosas nadie se ha de aventurar a ofender el valor estremado vuestro, del cual y de vuestra honesta liberalidad espero restaurar la vida para serviros, o alcanzar la muerte para nunca más ofenderos.
»Con mucha atención estuvo Nísida escuchando esta carta, y, en acabándola de oír, dijo: “No tiene de qué agraviarse la dama a quien esta carta se envía, si ya de puro grave no da en ser melindrosa, enfermedad de quien no se escapa la mayor parte de las damas desta ciudad. Pero, con todo eso, no dejes, Astor, de dársela, pues, como ya te he dicho, no se puede esperar más mal de su respuesta, que no sea peor el que agora dices que tu amigo padece. Y, para más animarte, te quiero asegurar que no hay mujer tan recatada y tan puesta en atalaya para mirar por su honra, que le pese mucho de ver y saber que es querida, porque entonces conoce ella que no es vana la presumpción que de sí tiene, lo cual sería al revés si viese que de nadie era solicitada”. “Bien sé, señora, que es verdad lo que dices -respondí yo-, mas tengo temor que el atreverme a darla, por lo menos, me ha de costar negarme de allí adelante la entrada en aquella casa, de que no menor daño me vendría a mí que a Timbrio”. “No quieras, Astor -replicó Nísida-, confirmar tú la sentencia que aún el juez no tiene dada. Muestra buen ánimo, que no es riguroso trance de batalla éste a que te aventuras”. “¡Pluguiera al cielo, hermosa Nísida -respondí yo-, que en ese término me viera, que de mejor gana ofreciera el pecho al peligro y rigor de mil contrapuestas armas, que no la mano a dar esta amorosa carta a quien temo que, siendo con ella ofendida, ha de arrojar sobre mis hombros la pena que la ajena culpa meresce! Pero, con todos estos inconvinientes, pienso seguir, señora, el consejo que me has dado, puesto que aguardaré tiempo en que el temor no tenga tan ocupados mis sentidos como agora; y en este entretanto te suplico que, haciendo cuenta que tú eres a quien esta carta se envía, me des alguna respuesta que lleve a Timbrio, para que con este engaño él se entretenga un poco, y a mí el tiempo y las ocasiones me descubran lo que tengo de hacer”. “De mal artificio quieres usar -respondió Nísida-, porque, puesto caso que yo agora diese en nombre ajeno alguna blanda o esquiva respuesta, ¿no ves que el tiempo, descubridor de nuestros fines, aclarará el engaño y Timbrio quedará de ti más quejoso que satisfecho?; cuanto más que, por no haber dado hasta agora respuesta a semejantes cartas, no querría comenzar a darlas mentirosa y fingidamente; mas, aunque sepa ir contra lo que a mí mesma debo, si me prometes de decir quién es la dama, yo te diré qué digas a tu amigo, y cosa tal, que él quede contento por agora; y, puesto que después las cosas sucedan al revés de lo que él pensare, no por eso se averiguará la mentira”. “Eso no me lo mandes, ¡oh Nísida! -respondí yo-, porque en tanta confusión me pone decirte yo a ti su nombre, como me pondría el darle a ella la carta; basta saber que es principal, y que, sin hacerte agravio alguno, no te debe nada en la hermosura, que con esto me parece que la encarezco sobre cuantas son nascidas”. “No me maravillo que digas eso de mí -dijo Nísida-, pues los hombres de vuestra condición y trato, lisonjear es su propio oficio. Mas, dejando todo esto a una parte, porque deseo que no pierdas la comodidad de un tan buen amigo, te aconsejo que le digas que fuiste a dar la carta a su dama, y que has pasado con ella todas las razones que conmigo, sin faltar punto, y cómo leyó tu carta, y el ánimo que te daba para que a su dama la llevases, pensando que no era ella a quien venía; y que, aunque no te atreviste a declarar del todo, que has conoscido della que, cuando sepa ser ella para quien la carta venía, no le causará el engaño y desengaño mucha pesadumbre. Desta suerte rescibirá él algún alivio en su trabajo; y después, al descubrir tu intención a su dama, puedes responder a Timbrio lo que ella te respondiere, pues hasta el punto que ella lo sepa, queda en fuerza esta mentira y la verdad de lo que sucediere, sin que haga al caso el engaño de agora”.
»Admirado quedé de la discreta traza de Nísida, y aun no sin sospecha de la verdad de mi artificio. Y así, besándole las manos por el buen aviso, y quedando con ella que de cualquiera cosa que en este negocio sucediere le había de dar particular cuenta, vine a contar a Timbrio todo lo que con Nísida me había sucedido, que fue parte para que la tuviese en su alma la esperanza, y volviese de nuevo a sustentarle y a desterrar de su corazón los nublados del frío temor que hasta entonces le tenían ofuscado. Y todo este gusto se le acrescentaba el prometerle yo a cada paso que los míos no serían dados sino en servicio suyo, y que otra vez que con Nísida me hallase, sacaría el juego de maña con tan buen suceso como sus pensamientos merecían. Una cosa se me ha olvidado de deciros: que en todo el tiempo que con Nísida y su hermana estuve hablando, jamás la menor hermana habló palabra, sino que, con un estraño silencio, estuvo siempre colgada de las mías. Y seos decir, señores, que si callaba, no era por no saber hablar con toda discreción y donaire, porque en estas dos hermanas mostró naturaleza todo lo que ella puede y vale; y, con todo esto, no sé si os diga que holgara que me hubiera negado el cielo la ventura de haberlas conocido, especialmente a Nísida, principio y fin de toda mi desdicha. Pero, ¿qué puedo hacer, si lo que los hados tienen ordenado no puede por discursos humanos estorbarse? Yo quise, quiero y querré bien a Nísida, tan sin ofensa de Timbrio cuanto lo ha mostrado bien mi cansada lengua, que jamás la habló que en favor de Timbrio no fuese, encubriendo siempre, con más que ordinaria discreción, la pena propria por remediar la ajena.
»Sucedió, pues, que, como la belleza de Nísida tan esculpida en mi alma quedó desde el primer punto que mis ojos la vieron, no pudiendo tener mi pecho tan rico tesoro encubierto, cuando solo o apartado alguna vez me hallaba, con algunas amorosas y lamentables canciones le descubría con velo de fingido nombre. Y así, una noche, pensando que ni Timbrio ni otro alguno me escuchaba, por dar alivio un poco al fatigado espíritu, en un retirado aposento, sólo de un laúd acompañado, canté unos versos, que, por haberme puesto en una confusión gravísima, os los habré de decir, que eran éstos:
SILERIO
»¿Qué laberinto es éste do se encierra
mi loca, levantada fantasía?
¿Quién ha vuelto mi paz en cruda guerra,
y en tal tristeza toda mi alegría?
¿O cuál hado me trujo a ver la tierra 5
qu’ha de servir de sepoltura mía,
o quién reducirá mi pensamiento
al término que pide un sano intento?
»Si por romper este mi frágil pecho
y despojarme de la dulce vida, 10
quedase el suelo y cielo satisfecho
de que a Timbrio guardé la fe debida,
sin que me acobardara el crudo hecho,
yo fuera de mí mesmo el homicida;
mas si yo acabo, en él acaba luego 15
la amorosa esperanza y cresce el fuego.
»Lluevan y caigan las doradas flechas
del ciego dios, y con rigor insano
al triste corazón vengan derechas,
disparadas con fiera airada mano; 20
que, aunque ceniza y polvo queden hechas
las heridas entrañas, lo que gano
en encubrir su dolorosa llaga
es rica de mi mal ilustre paga.
»Silencio eterno a mi cansada lengua 25
pondrá la ley de la amistad sincera,
por cuya sin igual virtud desmengua
la pena que acabar jamás espera;
mas, aunque nunca acabe y ponga en mengua
la honra y la salud, será cual era 30
mi limpia fe: más firme y contrastada
que roca en medio de la mar airada.
»Del humor que derraman estos ojos,
y de la lengua el pïadoso oficio;
del bien que se le debe a mis enojos, 35
y de la voluntad el sacrificio,
lleve los dulces premios y despojos
el caro amigo, y muéstrese propicio
el cielo a mi deseo, que pretende
el bien ajeno y a sí mismo ofende. 40
»Socorre, ¡oh blando amor!, levanta y guía
mi bajo ingenio en la ocasión dudosa;
y al esperado punto esfuerzo envía
al alma y a la lengua temerosa,
la cual podrá, si lleva tu osadía, 45
facilitar la más difícil cosa,
y romper contra el hado y desventura,
hasta llegar a la mayor ventura.
»El estar tan trasportado en mis continuas imaginaciones fue ocasión para que yo no tuviese cuenta en cantar estos versos que he dicho con tan baja voz como debiera, ni el lugar do estaba era tan escondido que estorbara que de Timbrio no fueran escuchados, el cual, así como los oyó, le vino al pensamiento que el mío no estaba libre de amor, y que si yo alguno tenía, era a Nísida, según se podía colegir de mi canto. Y, aunque él alcanzó la verdad de mis pensamientos, no alcanzó la de mis deseos; antes, entendiendo ser al contrario de lo que yo pensaba, determinó de ausentarse aquella mesma noche e irse adonde de ninguno fuese hallado, sólo por dejarme comodidad de que solo a Nísida sirviese. Todo esto supe yo de un paje suyo, sabidor de todos sus secretos, el cual vino a mí muy angustiado y me dijo: “Acudid, señor Silerio, que Timbrio, mi señor y vuestro amigo, nos quiere dejar y partirse esta noche, y no me ha dicho adónde, sino que le apareje no sé qué dineros, y que a nadie diga que se parte. Principalmente me dijo que a vos no lo dijese. Y este pensamiento le ha venido después que estuvo escuchando no sé qué versos que poco ha cantábades, y, según los estremos que le he visto hacer, creo que va a desesperarse. Y, por parecerme que debo antes acudir a su remedio que a obedecer su mandado, os lo vengo a decir, como a quien puede ser parte para que no ponga en efecto tan dañado propósito”.
»Con estraño sobresalto escuché lo que el paje me decía, y fui luego a ver a Timbrio a su aposento, y, antes que dentro entrase, me paré a ver lo que hacía, el cual estaba tendido encima de su lecho boca abajo, derramando infinitas lágrimas, acompañadas de profundos sospiros, y con baja voz y mal formadas razones me pareció que éstas decía: “Procura, verdadero amigo Silerio, alcanzar el fruto que tu solicitud y trabajo tiene bien merescido, y no quieras, por lo que te parece que debes a mi amistad, dejar de dar gusto a tu deseo, que yo refrenaré el mío, aunque sea con el medio estremo de la muerte, que, pues tú della me libraste, cuando con tanto amor y fortaleza al rigor de mil espadas te ofreciste, no es mucho que yo agora te pague en parte tan buena obra con dar lugar a que, sin el impedimento que mi presencia causarte puede, goces de aquélla en quien cifró el cielo toda su belleza y puso el amor todo mi contento. De una sola cosa me pesa, dulce amigo, y es que no puedo despedirme de ti en esta amarga partida; mas, admite por disculpa el ser tú la causa della. ¡Oh Nísida, Nísida, y cuán cierto está de tu hermosura, que se ha de pagar la culpa del que se atreve a mirarla con la pena de morir por ella! Silerio la vio, y si no quedara cual imagino que ha quedado, perdiera en gran parte conmigo la opinión que tiene de discreto. Mas, pues mi ventura así lo ha querido, sepa el cielo que no soy menos amigo de Silerio que él lo es mío; y, para muestras desta verdad, apártese Timbrio de su gloria, destiérrese de su contento, vaya peregrino de tierra en tierra, ausente de Silerio y de Nísida, dos verdaderas y mejores mitades de su alma”. Y luego, con mucha furia, se levantó del lecho y abrió la puerta, y, hallándome allí, me dijo: “¿Qué quieres, amigo, a tales horas? ¿Hay, por ventura, algo de nuevo?” “Hay tanto -le respondí yo- que, aunque hubiera menos no me pesara”. En fin, por no cansaros más, yo llegué a tales términos con él, que le persuadí y di a entender ser su imaginación falsa, no en cuanto estaba yo enamorado, sino en el de quién, porque no era de Nísida, sino de su hermana Blanca; y súpelo decir esto de manera que él lo tuvo por verdadero. Y, porque más crédito a ello diese, la memoria me ofreció unas estancias que muchos días antes yo mesmo había hecho a otra dama del mesmo nombre, y díjele que para la hermana de Nísida las había compuesto, las cuales vinieron tan a pro pósito que, aunque sea fuera dél decirlas ahora, no las quiero pasar en silencio, que fueron estas:
SILERIO
»¡Oh Blanca, a quien rendida está la nieve,
y en condición más que la nieve helada!,
no presumáis ser mi dolor tan leve
que estéis de remediarle descuidada.
Mirad que si mi mal no ablanda y mueve 5
vuestra alma, en mi desdicha conjurada,
se volverá tan negra mi ventura
cuanta sois blanca en nombre y hermosura.
»¡Blanca gentil, en cuyo blanco pecho
el contento de amor se anida y cierra!: 10
antes qu’el mío, en lágrimas deshecho,
se vuelva polvo y miserable tierra,
mostrad el vuestro en algo satisfecho
del amor y dolor qu’el mío encierra,
que ésta será tan caudalosa paga, 15
que a cuanto mal padezco satisfaga.
»Blanca, sois vos por quien trocar querría
de oro el más finísimo ducado,
y por tan alta posesión tendría
por bien perder la del más alto estado. 20
Pues esto conocéis, ¡oh Blanca mía!,
dejad ese desdén desamorado,
y haced, ¡oh Blanca!, que el amor acierte
a sacar, si sois vos, blanca mi suerte.
»Puesto que con pobreza tal me hallara 25
que tan sola una blanca poseyera,
si ella fuérades vos, no me trocara
por el más rico que en el mundo hubiera;
y si mi ser en aquel ser tornara
de Juan de Espera en Dios, dichoso fuera 30
si al tiempo que las tres blancas buscase,
a vos, ¡oh Blanca!, entre ellas os hallase.»
Adelante pasara con su cuento Silerio, si no lo estorbara el son de muchas zampoñas y acordados caramillos que a sus espaldas se oía; y, volviendo la cabeza, vieron venir hacia ellos hasta una docena de gallardos pastores puestos en dos hileras, y en medio venía un dispuesto pastor, coronado con una guirnalda de madreselva y de otras diferentes flores. Traía un bastón en la una mano, y con grave paso poco a poco se movía; y los demás pastores, andando con el mesmo aplauso y tocando todos sus instrumentos, daban de sí agradable y estraña muestra. Luego que Elicio los vio, conosció ser Daranio el pastor que en medio traían, y los demás ser todos circunvecinos que a sus bodas querían hallarse, a las cuales asimesmo Tirsi y Damón vinieron, y, por alegrar la fiesta del desposorio y honrar al nuevo desposado, de aquella manera hacia el aldea se encaminaban. Pero, viendo Tirsi que su venida había puesto silencio al cuento de Silerio, le rogó que aquella noche juntos en la aldea la pasasen, donde sería servido con la voluntad posible, y haría satisfechas las suyas con acabar el comenzado suceso. Silerio lo prometió. Y a esta sazón llegó el montón alegre de pastores, los cuales conosciendo a Elicio y Daranio, a Tirsi y a Damón, sus amigos, con señales de grande alegría se recibieron; y, renovando la música y renovando el contento, tornaron a proseguir el comenzado camino; y, ya que llegaban junto al aldea, llegó a sus oídos el son de la zampoña del desamorado Lenio, de que no poco gusto recibieron todos, porque ya conocían la estremada condición suya. Y, así como Lenio los vio y conoció, sin interromper el suave canto, desta manera cantando hacia ellos se vino:
LENIO
Por bienaventurada,
por llena de contento y alegría,
será por mí juzgada
tan dulce compañía,
si no siente de amor la tiranía. 5
Y besaré la tierra
que pisa aquel que de su pensamiento
el falso amor destierra
y tiene el pecho esento
desta furia cruel, deste tormento. 10
Y llamaré dichoso
al rústico advertido ganadero
que vive cuidadoso
del pobre manso apero
y muestra el rostro al crudo amor severo. 15
Deste tal las corderas,
antes que venga la sazón madura,
serán ya parideras,
y en la peña más dura
hallarán claras aguas y verdura. 20
Si, estando amor airado
con él, pusiere en su salud desvío,
llevaré su ganado,
con el ganado mío,
al abundoso pasto, al claro río. 25
Y en tanto, del encienso
el humo sancto irá volando al cielo,
a quien decirle pienso
con pío y justo celo,
las rodillas prostradas por el suelo: 30
«¡Oh cielo sancto y justo!,
pues eres protector del que pretende
hacer lo que es tu gusto,
a la salud atiende
de aquel que por servirte amor le ofende. 35
No lleve este tirano
los despojos a ti solo debidos;
antes, con larga mano
y premios merescidos,
restituye su fuerza a los sentidos». 40
En acabando de cantar Lenio, fue de todos los pastores cortésmente rescibido, el cual, como oyese nombrar a Damón y a Tirsi, a quien él sólo por fama conoscía, quedó admirado en ver su estremada presencia; y así, les dijo:
-¿Qué encarecimientos bastarían, aunque fueran los mejores que en la elocuencia pudieran hallarse, a poder levantar y encarecer el valor vuestro, famosos pastores, si por ventura las niñerías de amor no se mezclaran con las veras de vuestros celebrados escriptos? Pero, pues ya estáis éticos de amor, enfermedad al parecer incurable, puesto que mi rudeza, con estimar y alabar vuestra rara discreción, os pague lo que os debe, imposible será que yo deje de vituperar vuestros pensamientos.
-Si los tuyos tuvieras, discreto Lenio -respondió Tirsi-, sin las sombras de la vana opinión que los ocupa, vieras luego la claridad de los nuestros, y que, por ser amorosos, merescen más gloria y alabanza que por ninguna otra sutileza o discreción que encerrar pudieran.
-No más, Tirsi, no más -replicó Lenio-, que bien sé que contra tantos y tan obstinados enemigos poca fuerza tendrán mis razones.
-Si ellas lo fueran -respondió Elicio-, tan amigos son de la verdad los que aquí están, que ni aun burlando la contradijeran; y en esto podrás ver, Lenio, cuán fuera vas della, pues no hay ninguno que apruebe tus palabras, ni aun tenga por buenas tus intenciones.
-Pues, a fe -dijo Lenio-, que no te salve a ti la tuya, ¡oh Elicio! Si no, dígalo el aire, a quien contino acrescientas con sospiros, y la yerba destos prados, que va cresciendo con tus lágrimas, y los versos que el otro día en las hayas de aquel bosque escribiste, que en ellos se verá qué es lo que en ti alabas y en mí vituperas.
No quedara Lenio sin respuesta, si no vieran venir hacia donde ellos estaban a la hermosa Galatea con las discretas pastoras Florisa y Teolinda, la cual, por no ser conoscida de Damón y Tirsi, se había puesto un blanco velo ante su hermoso rostro. Llegaron y fueron de los pastores con alegre acogimiento rescebidas, principalmente de los enamorados Elicio y Erastro, que con la vista de Galatea tan estraño contento rescibieron que, no pudiendo Erastro disimularle, en señal dél, sin mandárselo alguno, hizo señas a Elicio que su zampoña tocase, al son de la cual, con alegres y suaves acentos, cantó los siguientes versos:
ERASTRO
Vea yo los ojos bellos
deste sol que estoy mirando,
y si se van apartando,
váyase el alma tras ellos.
Sin ellos no hay claridad, 5
ni mi alma no la espere,
que, ausente dellos, no quiere
luz, salud, ni libertad.
Mire quien puede estos ojos,
que no es posible alaballos; 10
mas ha de dar por mirallos
de la vida los despojos.
Yo los veo y yo los vi,
y cada vez que los veo
les doy un nuevo deseo 15
tras el alma que les di.
Ya no tengo más que dar
ni imagino más que dé,
si por premio de mi fe
no se admite el desear. 20
Cierta está mi perdición
si estos ojos do el bien sobra
los pusieren en la obra
y no en la sana intención.
Aunque durase este día 25
mil siglos, como deseo,
a mí, que tanto bien veo,
un punto parecería.
No hace el tiempo ligero
curso en alterar mi edad, 30
mientras miro la beldad
de la vida por quien muero.
En esta vista reposa
mi alma y halla sosiego,
y vive en el vivo fuego 35
de su luz pura, hermosa.
Y hace amor tan alta prueba
con ella, que en esta llama
a dulce vida la llama
y, cual fénix, la renueva. 40
Salgo con mi pensamiento
buscando mi dulce gloria,
y al fin hallo en mi memoria
encerrado mi contento.
Allí está y allí se encierra, 45
no en mandos, no en poderíos,
no en pompas, no en señoríos
ni en riquezas de la tierra.
Aquí acabó su canto Erastro, y se acabó el camino de llegar a la aldea, adonde Tirsi y Damón y Silerio en casa de Elicio se recogieron, por no perder la ocasión de saber en qué paraba el comenzado cuento de Silerio. Las hermosas pastoras Galatea y Florisa, ofreciendo de hallarse el venidero día a las bodas de Daranio, dejaron a los pastores, y todos o los más con el desposado se quedaron, y ellas a sus casas se fueron. Y aquella mesma noche, solicitado Silerio de su amigo Erastro, y por el deseo que le fatigaba de volver a su ermita, dio fin al suceso de su historia, como se verá en el siguiente libro.
FIN DEL SEGUNDO LIBRO
Tercero libro de Galatea
EL REGOCIJADO alboroto que con la ocasión de las bodas de Daranio aquella noche en el aldea había, no fue parte para que Elicio, Tirsi, Damón y Erastro dejasen de acomodarse en parte donde, sin ser de alguno estorbados, pudiese seguir Silerio su comenzada historia. El cual, después que todos juntos grato silencio le prestaron, siguió desta manera:
-«Con las fingidas estancias de Blanca que os he dicho que a Timbrio dije, quedó él satisfecho de que mi pena procedía, no de amores de Nísida, sino de su hermana. Y, con este seguro, pidiéndome perdón de la falsa imaginación que de mí había tenido, me tornó a encargar su remedio. Y así, yo, olvidado del mío, no me descuidé un punto de lo que al suyo tocaba. Algunos días se pasaron, en los cuales la fortuna no me mostró tan abierta ocasión como yo quisiera para descubrir a Nísida la verdad de mis pensamientos, aunque ella siempre me preguntaba cómo a mi amigo en sus amores le iba, y si su dama tenía ya alguna noticia dellos. A lo que yo le dije que todavía el temor de ofenderla no me dejaba aventurar a decirle cosa alguna. De lo cual Nísida se enojaba mucho, y me llamaba cobarde y de poca discreción, añadiendo a esto que, pues yo me acobardaba, o que Timbrio no sentía el dolor que yo dél publicaba, o que yo no era tan verdadero amigo suyo como decía. Todo esto fue parte para que me determinase y en la primera ocasión me descubriese, como lo hice un día que sola estaba, la cual escuchó con estraño silencio todo lo que decirle quise; y yo, como mejor pude, le encarecí el valor de Timbrio, el verdadero amor que le tenía, el cual era de suerte que me había movido a mí a tomar tan abatido ejercicio como era el de truhán, sólo por tener lugar de decirle lo que le decía, añadiendo a éstas otras razones que a Nísida le debió parecer que lo eran. Mas no quiso mostrar entonces por palabras lo que después con obras no pudo tener cubierto; antes, con gravedad y honestidad estraña, reprehendió mi atrevimiento, acusó mi osadía, afeó mis palabras y desmayó mi confianza; pero no de manera que me desterrase de su presencia, que era lo que yo más temía. Sólo concluyó con decirme que de allí adelante tuviese más cuenta con lo que a su honestidad era obligado, y procurase que el artificio de mi mentido hábito no se descubriese. Conclusión fue esta que cerró y acabó la tragedia de mi vida, pues por ella entendí que Nísida daría oídos a las quejas de Timbrio.
»¿En qué pecho pudo caber ni puede el estremo de dolor que entonces en el mío se encerraba, pues el fin de su mayor deseo era el remate y fin de su contento? Alegrábame el buen principio que al remedio de Timbrio había dado, y esta alegría en mi pesar redundaba, por parecerme, como era la verdad, que en viendo a Nísida en poder ajeno el proprio mío se acababa. ¡Oh fuerza poderosa de verdadera amistad, a cuánto te estiendes y a cuánto me obligaste, pues yo mismo, forzado de tu obligación, afilé con mi industria el cuchillo que había de degollar mis esperanzas, las cuales, muriendo en mi alma, vivieron y resucitaron en la de Timbrio cuando de mí supo todo lo que con Nísida pasado había! Pero ella andaba tan recatada con él y conmigo, que nunca de todo punto dio a entender que de la solicitud mía y amor de Timbrio se contentaba, ni menos se desdeñó de suerte que sus sinsabores y desvíos hiciesen a los dos abandonar la empresa, hasta que, habiendo llegado a noticia de Timbrio cómo su enemigo Pransiles -aquel caballero a quien él había agraviado en Jerez-, deseoso de satisfacer su honra, le enviaba a desafiar, señalándole campo franco y seguro en una tierra del estado del duque de Gravina, dándole término de seis meses, desde entonces hasta el día de la batalla. El cuidado deste aviso no fue parte para que se descuidase de lo que a sus amores convenía; antes, con nueva solicitud mía y servicios suyos, vino a estar Nísida de manera que no se mostraba esquiva aunque la mirase Timbrio y en casa de sus padres visitase, guardando en todo tan honesto decoro, cuanto a su valor era obligada. Acercándose ya el término del desafío, y viendo Timbrio serle inescusable aquella jornada, determinó de partirse, y, antes que lo hiciese, escribió a Nísida una carta tal, que acabó con ella en un punto lo que yo en muchos meses atrás y en muchas palabras no había comenzado. Tengo la carta en la memoria, y, por hacer al caso de mi cuento, no os dejaré de decir que así decía:
TIMBRIO A NÍSIDA
»Salud te envía aquél que no la tiene,
Nísida, ni la espera en tiempo alguno
si por tus manos mismas no le viene.
El nombre aborrescible de importuno
temo me adquirirán estos renglones, 5
escriptos con mi sangre de uno en uno.
Mas, la furia cruel de mis pasiones
de tal modo me turba, que no puedo
huir las amorosas sinrazones.
Entre un ardiente osar y un frío miedo, 10
arrimado a mi fe y al valor tuyo,
mientras ésta rescibes triste quedo,
por ver que en escrebirte me destruyo,
si tienes a donaire lo que digo
y entregas al desdén lo que no es suyo. 15
El cielo verdadero me es testigo
si no te adoro desde el mesmo punto
que vi ese rostro hermoso y mi enemigo.
El verte y adorarte llegó junto;
porque, ¿quién fuera aquél que no adorara 20
de un ángel bello el sin igual trasumpto?
Mi alma tu belleza, al mundo rara,
vio tan curiosamente que no quiso
en el rostro parar la vista clara.
Allá en el alma tuya un paraíso 25
fue descubriendo de bellezas tantas,
que dan de nueva gloria cierto aviso.
Con estas ricas alas te levantas
hasta llegar al cielo, y en la tierra
al sabio admiras y al que es simple espantas. 30
Dichosa el alma que tal bien encierra,
y no menos dichoso el que por ella
la suya rinde a la amorosa guerra.
En deuda soy a mi fatal estrella,
que me quiso rendir a quien encubre 35
en tan hermoso cuerpo alma tan bella.
Tu condición, señora, me descubre
el desengaño de mi pensamiento,
y de temor a mi esperanza cubre.
Pero, en fe de mi justo honroso intento, 40
hago buen rostro a la desconfianza,
y cobro al postrer punto nuevo aliento.
Dicen que no hay amor sin esperanza;
pienso que es opinión, que yo no espero,
y del amor la fuerza más me alcanza. 45
Por sola tu bondad te adoro y quiero,
atraído también de tu belleza,
que fue la red que amor tendió primero
para atraer con rara subtileza
al alma descuidada libre mía 50
al amoroso ñudo y su estrecheza.
Sustenta amor su mando y tiranía
con cualquiera belleza en algún pecho;
pero no en la curiosa fantasía,
que mira, no de amor el lazo estrecho 55
que tiende en los cabellos de oro fino,
dejando al que los mira satisfecho,
ni en el pecho, a quien llama alabastrino
quien del pecho no pasa más adentro,
ni en el marfil del cuello peregrino, 60
sino del alma el escondido centro
mira, y contempla mil bellezas puras
que le acuden y salen al encuentro.
Mortales y caducas hermosuras
no satisfacen a la inmortal alma, 65
si de la luz perfecta no anda a escuras.
Tu sin igual virtud lleva la palma
y los despojos de mis pensamientos,
y a los torpes sentidos tiene en calma.
Y en esta subjeción están contentos, 70
porque miden su dura amarga pena
con el valor de tus merescimientos.
Aro en el mar y siembro en el arena
cuando la fuerza estraña del deseo
a más que a contemplarte me condemna. 75
Tu alteza entiendo, mi bajeza veo,
y, en estremos que son tan diferentes,
ni hay medio que esperar ni le poseo.
Ofrécense por esto inconvinientes
tantos a mi remedio, cuantas tiene 80
el cielo estrellas y la tierra gentes.
Conozco lo que al alma le conviene,
sé lo mejor, y a lo peor me atengo,
llevado del amor que me entretiene.
Mas ya, Nísida bella, al paso vengo, 85
de mí con mortal ansia deseado,
do acabaré la pena que sostengo.
El enemigo brazo levantado
me espera, y la feroz aguda espada,
contra mí con tu saña conjurado. 90
Presto será tu voluntad vengada
del vano atrevimiento desta mía,
de ti sin causa alguna desechada.
Otro más duro trance, otra agonía,
aunque fuera mayor que de la muerte 95
no turbara mi triste fantasía,
si cupiera en mi corta amarga suerte
verte de mis deseos satisfecha,
así como al contrario puedo verte.
La senda de mi bien hállola estrecha; 100
la de mi mal, tan ancha y espaciosa,
cual de mi desventura ha sido hecha.
Por ésta corre airada y presurosa
la muerte, en tu desdén fortalecida,
de triunfar de mi vida deseosa. 105
Por aquélla mi bien va de vencida,
de tu rigor, señora, perseguido,
qu’es el que ha de acabar mi corta vida.
A términos tan tristes conducido
me tiene mi ventura, que ya temo 110
al enemigo airado y ofendido,
sólo por ver qu’el fuego en que me quemo
es yelo en ese pecho, y esto es parte
para que yo acobarde al paso estremo;
que si tú no te muestras de mi parte, 115
¿a quién no temerá mi flaca mano,
aunque más le acompañe esfuerzo y arte?
Pero si me ayudaras, ¿qué romano
o griego capitán me contrastara,
que al fin su intento no saliera vano? 120
Por el mayor peligro me arrojara,
y de las fieras manos de la muerte
los despojos seguro arrebatara.
Tú sola puedes levantar mi suerte
sobre la humana pompa, o derribarla 125
al centro do no hay bien con que se acierte;
que, si como ha podido sublimarla
el puro amor, quisiera la fortuna
en la difícil cumbre sustentarla,
subida sobre el cielo de la luna 130
se viera mi esperanza, que ahora yace
en lugar do no espera en cosa alguna.
Tal estoy ya, que ya me satisface
el mal que tu desdén airado, esquivo,
por tan estraños términos me hace, 135
sólo por ver que en tu memoria vivo,
y que te acuerdas, Nísida, siquiera
de hacerme mal, que yo por bien rescibo.
Con más facilidad contar pudiera
del mar los granos de la blanca arena, 140
y las estrellas de la octava esfera,
que no las ansias, el dolor, la pena
a qu’el fiero rigor de tu aspereza,
sin haberte ofendido, me condemna.
No midas tu valor con mi bajeza, 145
que al respecto de tu ser famoso,
por tierra quedará cualquiera alteza.
Así cual soy te amo, y decir oso
que me adelanto en firme enamorado
al más subido término amoroso. 150
Por esto no merezco ser tratado
como enemigo; antes, me parece
que debría de ser remunerado.
Mal con tanta beldad se compadece
tamaña crueldad, y mal asienta 155
ingratitud do tal valor floresce.
Quisiérate pedir, Nísida, cuenta
de un alma que te di: ¿dónde la echaste,
o cómo, estando ausente, me sustenta?
Ser señora de un alma no aceptaste; 160
pues, ¿qué te puede dar quien más te quiera?
¡Cuán bien tu presumpción aquí mostraste!
Sin alma estoy desde la vez primera
que te vi, por mi mal y por bien mío,
que todo fuera mal si no te viera. 165
Allí el freno te di de mi albedrío,
tú me gobiernas, por ti sola vivo,
y aun puede mucho más tu poderío.
En el fuego de amor puro me avivo
y me deshago, pues, cual fénix, luego 170
de la muerte de amor vida rescibo.
En fe desta mi fe, te pido y ruego
sólo que creas, Nísida, que es cierto
que vivo ardiendo en amoroso fuego,
y que tú puedes ya, después de muerto, 175
reducirme a la vida, y en un punto
del mar airado conducirme al puerto;
que está para conmigo en ti tan junto
el querer y el poder, que es todo uno,
sin discrepar y sin faltar un punto; 180
y acabo, por no ser más importuno.
»No sé si las razones desta carta, o las muchas que yo antes a Nísida había dicho, asegurándole el verdadero amor que Timbrio la tenía, o los continuos servicios de Timbrio, o los cielos, que así lo tenían ordenado, movieron las entrañas de Nísida para que, en el punto que la acabó de leer, me llamase y con lágrimas en los ojos me dijese: “¡Ay, Silerio, Silerio, y cómo creo que a costa de la salud mía has querido granjear la de tu amigo! Hagan los hados, que a este punto me han traído, con las obras de Timbrio verdaderas tus palabras. Y si las unas y las otras me han engañado, tome de mi ofensa venganza el cielo, al cual pongo por testigo de la fuerza que el deseo me hace, para que no le tenga más encubierto. Mas ¡ay, cuán liviano descargo es éste para tan pesada culpa, pues debiera yo primero morir callando porque mi honra viviera, que, con decir lo que agora quiero decirte, enterrarla a ella y acabar mi vida!” Confuso me tenían estas palabras de Nísida, y más el sobresalto con que las decía; y, queriendo con las mías animarla a que sin temor alguno se declarase, no fue menester importunarla mucho, que al fin me dijo que no sólo amaba, pero que adoraba a Timbrio, y que aquella voluntad tuviera ella cubierta siempre, si la forzosa ocasión de la partida de Timbrio no la forzara a descubrirla.
»Cuál yo quedé, pastores, oyendo lo que Nísida decía y la voluntad amorosa que tener a Timbrio mostraba, no es posible encarecerlo, y aun es bien que carezca de encarecimiento dolor que a tanto se estiende; no porque me pesase de ver a Timbrio querido, sino de verme a mí imposibilitado de tener jamás contento, pues estaba y está claro que ni podía, ni puedo vivir sin Nísida, a la cual, como otras veces he dicho, viéndola en ajenas manos puesta, era enajenarme yo de todo gusto. Y si alguno la suerte en este trance me concedía, era considerar el bien de mi amigo Timbrio, y esto fue parte para que no llegase a un mesmo punto mi muerte. Y la declaración de la voluntad de Nísida escuchéla como pude, y aseguréla como supe de la entereza del pecho de Timbrio, a lo cual ella me respondió que ya no había necesidad de asegurarle aquello, porque estaba de manera que no podía, ni le convenía, dejar de creerme, y que sólo me rogaba, si fuese posible, procurase de persuadir a Timbrio buscase algún medio honroso para no venir a batalla con su enemigo; y, respondiéndole yo ser esto imposible sin quedar deshonrado, se sosegó, y, quitándose del cuello unas preciosas reliquias, me las dio para que a Timbrio de su parte las diese. Quedó ansimesmo concertado entre los dos que ella sabía que sus padres habían de ir a ver el combate de Timbrio, y que llevarían a ella y a su hermana consigo; mas, porque no le bastaría el ánimo de estar presente al riguroso trance de Timbrio, que ella fingiría estar mal dispuesta, con la cual ocasión se quedaría en una casa de placer donde sus padres habían de posar, que media legua estaba de la villa donde se había de hacer el combate; y que allí esperaría su buena o mala suerte, según la tuviese Timbrio. Mandóme también que, para acortar el deseo que tendría de saber el suceso de Timbrio, que llevase yo conmigo una toca blanca que ella me dio, y que si Timbrio venciese, me la atase al brazo y volviese a darle las nuevas; y si fuese vencido, que no la atase, y así ella sabría por la señal de la toca desde lejos el principio de su contento o el fin de su vida.
»Prometíle de hacer todo lo que me mandaba, y, tomando las reliquias y la toca, me despedí della, con la mayor tristeza y el mayor contento que jamás tuve: mi poca ventura causaba la tristeza, y la mucha de Timbrio el alegría. Él supo de mí lo que de parte de Nísida le llevaba, y quedó con ello tan lozano, contento y orgulloso, que el peligro de la batalla que esperaba por ninguno le tenía, pareciéndole que en ser favorescido de su señora, aun la mesma muerte contrastar no le podría. Paso agora en silencio los encarecimientos que Timbrio hizo para mostrarse agradecido a lo que a mi solicitud debía, porque fueron tales, que mostraba estar fuera de seso tratando en ello.
»Esforzado, pues, y animado con esta buena nueva, comenzó a aparejar su partida, llevando por padrinos un principal caballero español y otro napolitano. Y a la fama deste particular duelo, se movió a verlo infinita gente del reino, y yendo también allá los padres de Nísida, llevando con ellos a ella y a su hermana Blanca. Y, como a Timbrio tocaba escoger las armas, quiso mostrar que no en la ventaja dellas, sino en la razón que tenía fundaba su derecho; y así, las que escogió fueron espada y daga, sin otra arma defensiva alguna. Pocos días faltaban al término señalado, cuando de la ciudad de Nápoles se partieron, con otros muchos caballeros, Nísida y sus padres, habiendo llegado primero ella, acordándome muchas veces que no se olvidase nuestro concierto. Pero mi cansada memoria, que jamás sirvió sino de acordarme solas las cosas de mi desgusto, por no mudar su condición, se olvidó tanto de lo que Nísida me había dicho, cuanto vio que convenía para quitarme la vida, o, a lo menos, para ponerme en el miserable estado en que agora me veo.»
Con grande atención estaban los pastores escuchando lo que Silerio contaba, cuando interrompió el hilo de su cuento la voz de un lastimado pastor que entre unos árboles cantando estaba, y no tan lejos de las ventanas de la estancia donde ellos estaban que dejase de oírse todo lo que decía. La voz era de suerte que puso silencio a Silerio, el cual en ninguna manera quiso pasar adelante, antes rogó a los demás pastores que la escuchasen, pues, «para lo poco que de mi cuento quedaba, tiempo habría de acabarlo». Hiciéraseles de mal esto a Tirsi y Damón, si no les dijera Elicio:
-Poco se perderá, pastores, en escuchar al desdichado Mireno -que, sin duda, es el pastor que canta-, y a quien ha traído la fortuna a términos que imagino que no espera él ninguno en su contento.
-¿Cómo le ha de esperar -dijo Erastro-, si mañana se desposa Daranio con la pastora Silveria, con quien él pensaba casarse? Pero en fin, han podido más con los padres de Silveria las riquezas de Daranio que las habilidades de Mireno.
-Verdad dices -replicó Elicio-, pero con Silveria más había de poder la voluntad que de Mireno tenía conocida que otro tesoro alguno; cuanto más, que no es Mireno tan pobre que, aunque Silveria se casara con él, fuera su necesidad notada.
Por estas razones que Elicio y Erastro dijeron, creció el deseo en los pastores de escuchar lo que Mireno cantaba. Y así, rogó Silerio que más no se hablase, y todos con atento oído se pararon a escucharle, el cual, afligido de la ingratitud de Silveria, viendo que otro día con Daranio se desposaba, con la rabia y dolor que le causaba este hecho, se había salido de su casa, acompañado de solo su rabel; y, convidándole la soledad y silencio de un pequeño pradecillo que junto a las paredes de la aldea estaba, y confiado que en tan sosegada noche ninguno le escucharía, se sentó al pie de un árbol, y, templando su rabel, desta manera cantando estaba:
MIRENO
Cielo sereno, que con tantos ojos
los dulces amorosos hurtos miras,
y con tu curso alegras o entristeces
a aquel que en tu silencio sus enojos
a quien los causa dice, o al que retiras 5
de gusto tal y espacio no le ofreces:
si acaso no careces
de tu benignidad para conmigo,
pues ya con sólo hablar me satisfago,
y sabes cuanto hago, 10
no es mucho que ahora escuches lo que digo,
que mi voz lastimera
saldrá con la doliente ánima fuera.
Ya mi cansada voz, ya mis lamentos
bien poco ofenderán al aire vano, 15
pues a término tal soy reducido,
que ofrece amor a los airados vientos
mis esperanzas, y en ajena mano
ha puesto el bien que tuve merescido.
Será el fruto cogido 20
que sembró mi amoroso pensamiento
y regaron mis lágrimas cansadas,
por las afortunadas
manos a quien faltó merescimiento
y sobró la ventura, 25
que allana lo difícil y asegura.
Pues el que vee su gloria convertida
en tan amarga dolorosa pena,
y tomando su bien cualquier camino,
¿por qué no acaba la enojosa vida? 30
¿Por qué no rompe la vital cadena
contra todas las fuerzas del destino?
Poco a poco camino
al dulce trance de la amarga muerte,
y así, atrevido aunque cansado brazo, 35
sufrid el embarazo
del vivir, pues ensalza nuestra suerte
saber que a amor le place
qu’el dolor haga lo qu’el hierro hace.
Cierta mi muerte está, pues no es posible 40
que viva aquél que tiene la esperanza
tan muerta y tan ajeno está de gloria;
pero temo que amor haga imposible
mi muerte, y que una falsa confianza
dé vida, a mi pesar, a la memoria. 45
Mas, ¿qué?, si por la historia
de mis pasados bienes la poseo,
y miro bien que todos son pasados,
y los graves cuidados
que triste agora en su lugar poseo, 50
ella será más parte
para que della y del vivir me aparte.
¡Ay, bien único y solo al alma mía,
sol que mi tempestad aserenaste,
término del valor que se desea! 55
¿Será posible que se llega el día
donde he de conocer que me olvidaste,
y que permita amor que yo le vea?
Primero que esto sea,
primero que tu blanco hermoso cuello 60
esté de ajenos brazos rodeado,
primero que el dorado
-oro es mejor decir- de tu cabello
a Daranio enriquezca,
con fenecer mi vida el mal fenezca. 65
Nadie por fe te tuvo merescida
mejor que yo; mas veo que es fe muerta
la que con obras no se manifiesta.
Si se estimara el entregar la vida
al dolor cierto y a la gloria incierta, 70
pudiera yo esperar alegre fiesta;
mas no se admite en esta
cruda ley que amor usa el buen deseo,
pues es proverbio antiguo entre amadores,
que son obras amores; 75
y yo, que por mi mal sólo poseo
la voluntad de hacellas,
¿qué no m’ha de faltar faltando en ellas?
En ti pensaba yo que se rompiera
esta ley del avaro amor usada, 80
pastora, y que los ojos levantaras
a una alma de la tuya prisionera,
y a tu proprio querer tan ajustada,
que si la conoscieras, la estimaras.
Pensé que no trocaras 85
una fe que dio muestras de tan buena
por una que quilata sus deseos
con los vanos arreos
de la riqueza, de cuidados llena:
entregástete al oro, 90
por entregarme a mí contino al lloro.
Abatida pobreza, causadora
deste dolor que me atormenta el alma,
aquel te loa que jamás te mira.
Turbóse en ver tu rostro mi pastora, 95
a su amor tu aspereza puso en calma;
y así, por no encontrarte, el pie retira.
Mal contigo se aspira
a conseguir intentos amorosos:
tú derribas las altas esperanzas, 100
y siembras mil mudanzas
en mujeriles pechos codiciosos;
tú jamás perfecionas
con amor el valor de las personas.
Sol es el oro cuyos rayos ciegan 105
la vista más aguda, si se ceba
en la vana apariencia del provecho.
A liberales manos no se niegan
las que gustan de hacer notoria prueba
de un blando, codicioso, hermoso pecho. 110
Oro tuerce el derecho
de la limpia intención y fe sincera,
y más que la firmeza de un amante,
acaba un diamante,
pues su dureza vuelve un pecho cera, 115
por más duro que sea,
pues se le da con él lo que desea.
De ti me pesa, dulce mi enemiga,
que tantas tuyas puras perfectiones
con una avara muestra has afeado. 120
Tanto del oro te mostraste amiga,
que echaste a las espaldas mis pasiones
y al olvido entregaste mi cuidado.
En fin, ¡que te has casado!
¡Casado te has, pastora! El cielo haga 125
tan buena tu electión como querrías,
y de las penas mías
injustas no rescibas justa paga;
mas, ¡ay!, que el cielo amigo
da premio a la virtud, y al mal, castigo. 130
Aquí dio fin a su canto el lastimado Mireno, con muestras de tanto dolor, que le causó a todos los que escuchándole estaban, principalmente a los que le conocían y sabían sus virtudes, gallarda dispusición y honroso trato. Y, después de haber dicho entre los pastores algunos discursos sobre la estraña condición de las mujeres, en especial sobre el casamiento de Silveria, que, olvidada del amor y bondad de Mireno, a las riquezas de Daranio se había entregado, deseosos de que Silerio diese fin a su cuento, puesto silencio a todo, sin ser menester pedírselo, él comenzó a seguir diciendo:
-«Llegado, pues, el día del riguroso trance, habiéndose quedado Nísida media legua antes de la villa en unos jardines, como conmigo había concertado, con escusa que dio a sus padres de no hallarse bien dispuesta, al partirme della me encargó la brevedad de mi tornada con la señal de la toca, porque, en traerla o no, ella entendiese el bueno o el mal suceso de Timbrio. Tornéselo yo a prometer, agraviándome de que tanto me lo encargase; y con esto me despedí della y de su hermana, que con ella se quedaba. Y, llegado al puesto del combate, y llegada la hora de comenzarle, después de haber hecho los padrinos de entrambos las ceremonias y amonestaciones que en tal caso se requieren, puestos los dos caballeros en el estacado, al temeroso son de una ronca trompeta, se acometieron con tanta destreza y arte que causaba admiración en quien los miraba. Pero el amor, o la razón -que es lo más cierto-, que a Timbrio favorescía, le dio tal esfuerzo que, aunque a costa de algunas heridas, en poco espacio puso a su contrario de suerte que, tiniéndole a sus pies herido y desangrado, le importunaba que si quería salvar la vida, se rindiese. Pero el desdichado Pransiles le persuadía que le acabase de matar, pues le era más fácil a él, y de menos daño, pasar por mil muertes que rendirse una. Mas el generoso ánimo de Timbrio es de manera que, ni quiso matar a su enemigo, ni menos que se confesase por rendido; sólo se contentó con que dijese y conociese que era tan bueno Timbrio como él, lo cual Pransiles confesó de buena gana, pues hacía en esto tan poco, que, sin verse en aquel término, pudiera muy bien decirlo.
»Todos los circunstantes, que entendieron lo que Timbrio con su enemigo había pasado, lo alabaron y estimaron en mucho. Y, apenas hube yo visto el feliz suceso de mi amigo, cuando, con alegría increíble y presta ligereza, volví a dar las nuevas a Nísida. Pero, ¡ay de mí!, que el descuido de entonces me ha puesto en el cuidado de agora. ¡Oh memoria, memoria mía! ¿Por qué no la tuviste para lo que tanto me importaba? Mas creo que estaba ordenado en mi ventura que el principio de aquella alegría fuese el remate y fin de todos mis contentos. Yo volví a ver a Nísida con la presteza que he dicho, pero volví sin ponerme la blanca toca al brazo. Nísida, que con crecido deseo estaba esperando y mirando desde unos altos corredores mi tornada, viéndome volver sin la toca, entendió que algún siniestro revés a Timbrio había sucedido, y creyólo y sintiólo de manera que, sin ser parte otra cosa, faltándole todos los espíritus, cayó en el suelo con tan estraño desmayo que todos por muerta la tuvieron. Cuando ya yo llegué, hallé a toda la gente de su casa alborotada, y a su hermana haciendo mil estremos de dolor sobre el cuerpo de la triste Nísida. Cuando yo la vi en tal estado, creyendo firmemente que era muerta y viendo que la fuerza del dolor me iba sacando de sentido, temeroso que, estando fuera dél, no diese o descubriese algunas muestras de mis pensamientos, me salí de la casa, y poco a poco volvía a dar las desdichadas nuevas al desdichado Timbrio. Pero, como me hubiesen privado las ansias de mi fatiga las fuerzas de cuerpo y alma, no fueron tan ligeros mis pasos que no lo hubiesen sido más otros que la triste nueva a los padres de Nísida llevasen, certificándoles cierto que de un agudo paracismo había quedado muerta. Debió de oír esto Timbrio, y debió de quedar cual yo quedé, si no quedó peor; sólo sé decir que cuando llegué a do pensaba hallarle, era ya algo anochecido, y supe de uno de sus padrinos que con el otro, y por la posta, se había partido a Nápoles, con muestras de tanto descontento, como si de la contienda vencido y deshonrado salido hubiera. Luego imaginé yo lo que ser podía, y púseme luego en camino para seguirle; y, antes que a Nápoles llegase, tuve nuevas ciertas de que Nísida no era muerta, sino que le había dado un desmayo que le duró veinte y cuatro horas, al cabo de las cuales había vuelto en sí con muchas lágrimas y sospiros. Con la certidumbre desta nueva me consolé, y con más contento llegué a Nápoles, pensando hallar allí a Timbrio; pero no fue así, porque el caballero con quien él había venido me certificó que, en llegando a Nápoles, se partió sin decir cosa alguna, y que no sabía a qué parte; sólo imaginaba que, según le vio triste y malencólico después de la batalla, que no podía creer sino que a desesperarse hubiese ido.
»Nuevas fueron estas que me tornaron a mis primeras lágrimas; y aun no contenta mi ventura con esto, ordenó que, al cabo de pocos días, llegasen a Nápoles los padres de Nísida, sin ella y sin su hermana, las cuales, según supe y según era pública voz, entrambas a dos se habían ausentado una noche viniendo con sus padres a Nápoles, sin que se supiese dellas nueva alguna. Tan confuso quedé con esto, que no sabía qué hacerme ni decirme; y, estando puesto en esta confusión tan estraña, vine a saber, aunque no muy cierto, que Timbrio, en el puerto de Gaeta, en una gruesa nave que para España iba, se había embarcado. Y, pensando que podría ser verdad, me vine luego a España, y en Jerez y en todas las partes que imaginé que podría estar, le he buscado sin hallar dél rastro alguno. Finalmente, he venido a la ciudad de Toledo, donde están todos los parientes de los padres de Nísida, y lo que he alcanzado a saber es que ellos se vuelven a Toledo sin haber sabido nuevas de sus hijas. Viéndome, pues, yo ausente de Timbrio, ajeno de Nísida, y considerando que ya que los hallase, ha de ser para gusto suyo y perdición mía, cansado ya y desengañado de las cosas deste falso mundo en que vivimos, he acordado de volver el pensamiento a mejor norte, y gastar lo poco que de vivir me queda en servicio del que estima los deseos y las obras en el punto que merescen. Y así, he escogido este hábito que veis y la ermita que habéis visto, adonde en dulce soledad reprima mis deseos y encamine mis obras a mejor paradero, puesto que, como viene de tan atrás la corrida de las malas inclinaciones que hasta aquí he tenido, no son tan fáciles de parar que no trascorran algo y vuelva la memoria a combatirme, representándome las pasadas cosas; y, cuando en estos puntos me veo, al son de aquella arpa que escogí por compañera en mi soledad, procuro aliviar la pesada carga de mis cuidados, hasta que el cielo le tenga y se acuerde de llamarme a mejor vida.» Éste es, pastores, el suceso de mi desventura; y si he sido largo en contárosle, es porque no ha sido ella corta en fatigarme. Lo que os ruego es me dejéis volver a mi ermita, porque, aunque vuestra compañía me es agradable, he llegado a términos que ninguna cosa me da más gusto que la soledad; y de aquí entenderéis la vida que paso y el mal que sostengo.
Acabó con esto Silerio su cuento, pero no las lágrimas con que muchas veces le había acompañado. Los pastores le consolaron en ellas lo mejor que pudieron, especialmente Damón y Tirsi, los cuales con muchas razones le persuadieron a no perder la esperanza de ver a su amigo Timbrio con más contento que él sabría imaginar, pues no era posible sino que tras tanta fortuna aserenase el cielo, del cual se debía esperar que no consintiría que la falsa nueva de la muerte de Nísida a noticia de Timbrio con más verdadera relación no viniese antes que la desesperación le acabase. Y que de Nísida se podía creer y conjecturar que, por ver a Timbrio ausente, se habría partido en su busca; y que si entonces la Fortuna por tan estraños accidentes los había apartado, agora por otros no menos estraños sabría juntarlos. Todas estas razones y otras muchas que le dijeron le consolaron algo, pero no de manera que despertase en él la esperanza de verse en vida más contenta; ni aun él la procuraba, por parecerle que la que había escogido era la que más le convenía.
Gran parte era ya pasada de la noche, cuando los pastores acordaron de reposar el poco tiempo que hasta el día quedaba, en el cual se habían de celebrar las bodas de Daranio y Silveria. Mas, apenas había dejado la blanca aurora el enfadoso lecho del celoso marido, cuando dejaron los suyos todos los más pastores de la aldea, y cada cual, como mejor pudo, comenzó por su parte a regocijar la fiesta: cuál trayendo verdes ramos para adornar la puerta de los desposados, y cuál con su tamborino y flauta les daba la madrugada; acullá se oía la regocijada gaita; acá sonaba el acordado rabel; allí, el antiguo salterio; aquí, los cursados albogues; quién con coloradas cintas adornaba sus castañetas para los esperados bailes; quién pulía y repulía sus rústicos aderezos para mostrarse galán a los ojos de alguna su querida pastorcilla; de modo que, por cualquier parte de la aldea que se fuese, todo sabía a contento, placer y fiesta. Sólo el triste y desdichado Mireno era aquél a quien todas estas alegrías causaban summa tristeza; el cual, habiéndose salido de la aldea por no ver hacer sacrificio de su gloria, se subió en una costezuela que junto al aldea estaba, y allí, sentándose al pie de un antiguo fresno, puesta la mano en la mejilla y la caperuza encajada hasta los ojos, que en el suelo tenía clavados, comenzó a imaginar el desdichado punto en que se hallaba y cuán sin poderlo estorbar, ante sus ojos, había de ver coger el fruto de sus deseos. Y esta consideración le tenía de suerte, que lloraba tan tierna y amargamente, que ninguno en tal trance le viera que con lágrimas no le acompañara. A esta sazón, Damón y Tirsi, Elicio y Erastro se levantaron, y, asomándose a una ventana que al campo salía, lo primero en quien pusieron los ojos fue en el lastimado Mireno; y, en verle de la suerte que estaba, conocieron bien el dolor que padecía, y, movidos a compasión, determinaron todos de ir a consolarle, como lo hicieran si Elicio no les rogara que le dejaran ir a él solo, porque imaginaba que por ser Mireno tan amigo suyo, con él más abiertamente que con otro su dolor comunicaría. Los pastores se lo concedieron, y, yendo allá Elicio, hallóle tan fuera de sí y tan en su dolor trasportado, que ni le conoció Mireno, ni le habló palabra; lo cual visto por Elicio, hizo señal a los demás pastores que viniesen, los cuales, temiendo algún estraño accidente a Mireno sucedido, pues Elicio con priesa los llamaba, fueron luego allá, y vieron que estaba Mireno con los ojos tan fijos en el suelo, y tan sin hacer movimiento alguno, que una estatua semejaba, pues con la llegada de Elicio, ni con la de Tirsi, Damón y Erastro, no volvió de su estraño embelesamiento, si no fue que, a cabo de un buen espacio de tiempo, casi como entre dientes, comenzó a decir:
-¿Tú eres Silveria, Silveria? Si tú lo eres, yo no soy Mireno; y si soy Mireno, tú no eres Silveria: porque no es posible que esté Silveria sin Mireno, o Mireno sin Silveria. Pues, ¿quién soy yo, desdichado? ¿O quién eres tú, desconocida? Yo bien sé que no soy Mireno, porque tú no has querido ser Silveria; a lo menos, la Silveria que ser debías y yo pensaba que fueras.
A esta sazón, alzó los ojos, y, como vio alrededor de sí los cuatro pastores y conoció entre ellos a Elicio, se levantó, y, sin dejar su amargo llanto, le echó los brazos al cuello, diciéndole:
-¡Ay, verdadero amigo mío, y cómo agora no tendrás ocasión de envidiar mi estado, como le envidiabas cuando de Silveria me veías favorescido; pues si entonces me llamaste venturoso, agora puedes llamarme desdichado y trocar todos los títulos alegres que en aquel tiempo me dabas, en los de pesar que ahora puedes darme! Yo sí que te podré llamar dichoso, Elicio, pues te consuela más la esperanza que tienes de ser querido, que no te fatiga el verdadero temor de ser olvidado.
-Confuso me tienes, ¡oh Mireno! -respondió Elicio-, de ver los estremos que haces por lo que Silveria ha hecho, sabiendo que tiene padres a quien ha sido justo haber obedecido.
-Si ella tuviera amor -replicó Mireno-, poco inconviniente era la obligación de los padres para dejar de cumplir con lo que al amor debía; de do vengo a considerar, ¡oh Elicio!, que si me quiso bien, hizo mal en casarse, y si fue fingido el amor que me mostraba, hizo peor en engañarme; y ofréceme el desengaño a tiempo que no puede aprovecharme si no es con dejar en sus manos la vida.
-No está en términos la tuya, Mireno -replicó Elicio-, que tengas por remedio el acabarla, pues podría ser que la mudanza de Silveria no estuviese en la voluntad, sino en la fuerza de la obediencia de sus padres; y si tú la quisiste limpia y honestamente doncella, también la puedes querer agora casada, correspondiendo ella ahora como entonces a tus buenos y honestos deseos.
-Mal conoces a Silveria, Elicio -respondió Mireno-, pues imaginas della que ha de hacer cosa de que pueda ser notada.
-Esta mesma razón que has dicho te condemna -respondió Elicio-, pues si tú, Mireno, sabes de Silveria que no hará cosa que mal le esté, en la que ha hecho no debe de haber errado.
-Si no ha errado -respondió Mireno-, ha acertado a quitarme todo el buen suceso que de mis buenos pensamientos esperaba, y sólo en esto la culpo: que nunca me advirtió deste daño; antes, temiéndome dél, con firme juramento que me aseguraba que eran imaginaciones mías, y que nunca a la suya había llegado pensar con Daranio casarse, ni se casaría, si conmigo no, con él ni con otro alguno, aunque aventurara en ello quedar en perpetua desgracia con sus padres y parientes; y, debajo deste siguro y prometimiento, faltar y romper la fe agora de la manera que has visto, ¿qué razón hay que tal consienta, o qué corazón que tal sufra?
Aquí tornó Mireno a renovar su llanto, y aquí de nuevo le tuvieron lástima los pastores. A este instante, llegaron dos zagales adonde ellos estaban, que el uno era pariente de Mireno y el otro criado de Daranio, que a llamar a Elicio, Tirsi, Damón y Erastro venía, porque las fiestas de su desposorio querían comenzarse. Pesábales a los pastores de dejar solo a Mireno, pero aquel pastor su pariente se ofreció a quedar con él. Y aun Mireno dijo a Elicio que se quería ausentar de aquella tierra, por no ver cada día a los ojos la causa de su desventura. Elicio le loó su determinación, y le encargó que, doquiera que estuviese, le avisase de cómo le iba. Mireno se lo prometió, y, sacando del seno un papel, le rogó que, en hallando comodidad, se le diese a Silveria; y con esto se despidió de todos los pastores, no sin muestras de mucho dolor y tristeza. El cual no se hubo bien apartado de su presencia, cuando Elicio, deseoso de saber lo que en el papel venía, viendo que, pues estaba abierto, importaba poco leerle, le descogió, y, convidando a los otros pastores a escucharle, vio que en él venían escriptos estos versos:
MIRENO A SILVERIA
El pastor que te ha entregado
lo más de cuanto tenía,
pastora, agora te envía
lo menos que le’ha quedado;
que es este pobre papel, 5
adonde claro verás
la fe que en ti no hallarás
y el dolor que queda en él.
Pero poco al caso hace
darte desto cuenta estrecha, 10
si mi fe no me aprovecha
y mi mal te satisface.
No pienses que es mi intención
quejarme porque me dejas,
que llegan tarde las quejas 15
de mi temprana pasión.
Tiempo fue ya que escucharas
el cuento de mis enojos,
y aun, si lloraran mis ojos,
las lágrimas enjugaras. 20
Entonces era Mireno
el que era de ti mirado;
mas ¡ay, cómo te has trocado,
tiempo bueno, tiempo bueno!
Si durara aquel engaño, 25
templárase mi desgusto,
pues más vale un falso gusto,
que un notorio y cierto daño.
Pero tú, por quien se ordena
mi terrible mala andanza, 30
has hecho con tu mudanza
falso el bien, cierta la pena.
Tus palabras lisonjeras
y mis crédulos oídos,
me han dado bienes fingidos 35
y males que son de veras.
Los bienes, con su aparencia,
crescieron mi sanidad;
los males, con su verdad,
han doblado mi dolencia. 40
Por esto juzgo y discierno,
por cosa cierta y notoria,
que tiene el amor su gloria
a las puertas del infierno,
y que un desdén acarrea 45
y un olvido en un momento
desde la gloria al tormento
al que en amar no se emplea.
Con tanta presteza has hecho
este mudamiento estraño, 50
que estoy ya dentro del daño
y no salgo del provecho:
porque imagino que ayer
era cuando me querías,
o a lo menos lo fingías, 55
que es lo que se ha de creer;
y el agradable sonido
de tus palabras sabrosas
y razones amorosas
aún me suena en el oído. 60
Estas memorias süaves
al fin me dan más tormento,
pues tus palabras el viento
llevó, y las obras, quien sabes.
¿Eras tú la que jurabas 65
que se acabasen tus días
si a Mireno no querías
sobre todo cuanto amabas?
¿Eres tú, Silveria, quien
hizo de mí tal caudal, 70
que siendo todo tu mal,
me tenías por tu bien?
¡Oh, qué títulos te diera
de ingrata, como mereces,
si como tú me aborreces, 75
también yo te aborreciera!
Mas no puedo aprovecharme
del medio de aborrecerte,
que estimo más el quererte
que tú has hecho el olvidarme. 80
Triste gemido a mi canto
ha dado tu mano fiera;
invierno a mi primavera,
y a mi risa amargo llanto.
Mi gasajo ha vuelto en luto, 85
y de mis blandos amores
cambio en abrojos las flores
y en veneno el dulce fruto.
Y aun dirás -y esto me daña-
que es el haberte casado 90
y el haberme así olvidado
una honesta honrosa hazaña.
¡Disculpa fuera admitida,
si no te fuera notorio
que estaba en tu desposorio 95
el fin de mi triste vida!
Mas, en fin, tu gusto fue
gusto; pero no fue justo,
pues con premio tan injusto
pagó mi inviolable fe; 100
la cual, por ver que se ofrece
de mostrar la fe que alcanza,
ni la muda tu mudanza,
ni mi mal la desfallece.
Quien esto vendrá a entender 105
cierto estoy que no se asombre,
viendo al fin que yo soy hombre,
y tú, Silveria, mujer,
adonde la ligereza
hace de contino asiento, 110
y adonde en mí el sufrimiento
es otra naturaleza.
Ya te contemplo casada,
y de serlo arrepentida,
porque ya es cosa sabida 115
que no estarás firme en nada.
Procura alegre llevallo
el yugo que echaste al cuello,
que podrás aborrecello
y no podrás desechallo. 120
Mas eres tan inhumana
y de tan mudable ser,
que lo que quisiste ayer
has de aborrecer mañana.
Y así, por estraña cosa, 125
dirá aquél que de ti hable:
«Hermosa, pero mudable;
mudable, pero hermosa».
No parecieron mal los versos de Mireno a los pastores, sino la ocasión a que se habían hecho, considerando con cuánta presteza la mudanza de Silveria le había traído a punto de desamparar la amada patria y queridos amigos, temeroso cada uno que en el suceso de sus pretensiones lo mesmo le sucediese. Entrados, pues, en el aldea y llegados adonde Daranio y Silveria estaban, la fiesta se comenzó tan alegre y regocijadamente, cuanto en las riberas de Tajo en muchos tiempos se había visto; que, por ser Daranio uno de los más ricos pastores de toda aquella comarca, y Silveria de las más hermosas pastoras de toda la ribera, acudieron a sus bodas toda o la más pastoría de aquellos contornos. Y así, se hizo una célebre junta de discretos pastores y hermosas pastoras, y entre los que a los demás en muchas y diversas habilidades se aventajaron, fueron el triste Orompo, el celoso Orfenio, el ausente Crisio y el desamado Masilio, mancebos todos y todos enamorados, aunque de diferentes pasiones oprimidos; porque al triste Orompo fatigaba la temprana muerte de su querida Listea; y al celoso Orfenio, la insufrible rabia de los celos, siendo enamorado de la hermosa pastora Eandra; al ausente Crisio, el verse apartado de Claraura, bella y discreta pastora, a quien él por único bien suyo tenía; y al desesperado Marsilio, el desamor que para con él en el pecho de Belisa se encerraba. Eran todos amigos y de una mesma aldea, y la pasión del uno el otro no la ignoraba; antes, en dolorosa competencia, muchas veces se habían juntado a encarecer cada cual la causa de su tormento, procurando cada uno mostrar, como mejor podía, que su dolor a cualquier otro se aventajaba, teniendo por summa gloria ser en la pena mejorado; y tenían todos tal ingenio, o por mejor decir, tal dolor padecían, que comoquiera que le significasen, mostraban ser el mayor que imaginar se podía. Por estas disputas y competencias eran famosos y conocidos en todas las riberas de Tajo, y habían puesto deseo a Tirsi y a Damón de conocerlos; y, viéndolos allí juntos, unos a otros se hicieron corteses y agradables rescibimientos; principalmente, todos con admiración miraban a los dos pastores Tirsi y Damón, hasta allí dellos solamente por fama conocidos.
A esta sazón, salió el rico pastor Daranio a la serrana vestido: traía camisa alta de cuello plegado, almilla de frisa, sayo verde escotado, zaragüelles de delgado lienzo, antiparas azules, zapato redondo, cinto tachonado, y de la color del sayo una cuarteada caperuza. No menos salió bien aderezada su esposa Silveria, porque venía con saya y cuerpos leonados guarnecidos de raso blanco, camisa de pechos labrada de azul y verde, gorguera de hilo amarillo sembrado de argentería (invención de Galatea y Florisa, que la vistieron), garbín turquesado con fluecos de encarnada seda, alcorque dorado, zapatillas justas, corales ricos y sortija de oro; y, sobre todo, su belleza, que más que todo la adornaba. Salió luego tras ella la sin par Galatea, como sol tras el aurora, y su amiga Florisa, con otras muchas y hermosas pastoras que, por honrar las bodas, a ellas habían venido, entre las cuales también iba Teolinda, con cuidado de hurtar el rostro a los ojos de Damón y Tirsi, por no ser de ellos conocida. Y luego las pastoras, siguiendo a los pastores que guiaban, al son de muchos pastoriles instrumentos, hacia el templo se encaminaron, en el cual espacio le tuvieron Elicio y Erastro de cebar los ojos en el hermoso rostro de Galatea, deseando que durara aquel camino más que la larga peregrinación de Ulises. Y, con el contento de verla, iba tan fuera de sí Erastro que hablando con Elicio le dijo:
-¿Qué miras, pastor, si a Galatea no miras? Pero, ¿cómo podrás mirar el sol de sus cabellos, el cielo de su frente, las estrellas de sus ojos, la nieve de su rostro, la grana de sus mejillas, el color de sus labios, el marfil de sus dientes, el cristal de su cuello, el mármol de su pecho?
-Todo eso he podido ver, ¡oh Erastro! -respondió Elicio-, y ninguna cosa de cuantas has dicho es causa de mi tormento, si no es la aspereza de su condición, que si no fuera tal como tú sabes, todas las gracias y bellezas que en Galatea conoces fueran ocasión de mayor gloria nuestra.
-Bien dices -dijo Erastro-; pero todavía no me podrás negar que a no ser Galatea tan hermosa, no fuera tan deseada, y a no ser tan deseada, no fuera tanta nuestra pena, pues toda ella nace del deseo.
-No te puedo yo negar, Erastro -respondió Elicio-, que todo cualquier dolor y pesadumbre no nazca de la privación y falta de aquello que deseamos; mas juntamente con esto te quiero decir que ha perdido conmigo mucho la calidad del amor con que yo pensé que a Galatea querías; porque si solamente la quieres por ser hermosa, muy poco tiene que agradecerte, pues no habrá ningún hombre, por rústico que sea, que la mire que no la desea, porque la belleza, dondequiera que está, trae consigo el hacer desear. Así que, a este simple deseo, por ser tan natural, ningún premio se le debe, porque si se le debiera, con sólo desear el cielo le tuviéramos merescido; mas ya ves, Erastro, ser esto tan al revés como nuestra verdadera ley nos lo tiene mostrado. Y, puesto caso que la hermosura y belleza sea una principal parte para atraernos a desearla y a procurar gozarla, el que fuere verdadero enamorado no ha de tener tal gozo por último fin suyo, sino que, aunque la belleza le acarree este deseo, la ha de querer solamente por ser bueno, sin que otro algún interese le mueva. Y éste se puede llamar, aun en las cosas de acá, perfecto y verdadero amor, y es digno de ser agradecido y premiado, como vemos que premia conocida y aventajadamente el Hacedor de todas las cosas a aquellos que sin moverles otro interese alguno de temor, de pena o de esperanza de gloria, le quieren, le aman y le sirven solamente por ser bueno y digno de ser amado; y ésta es la última y mayor perfectión que en el amor divino se encierra, y en el humano también, cuando no se quiere más de por ser bueno lo que se ama, sin haber error de entendimiento; porque muchas veces lo malo nos parece bueno y lo bueno malo; y así, amamos lo uno y aborrecemos lo otro, y este tal amor no meresce premio, sino castigo. Quiero inferir de todo lo que he dicho, ¡oh Erastro!, que si tú quieres y amas la hermosura de Galatea con intención de gozarla, y en esto para el fin de tu deseo, sin pasar adelante a querer su virtud, su acrescentamiento de fama, su salud, su vida y bienes, entiende que no amas como debes, ni debes ser remunerado como quieres.
Quisiera Erastro replicar a Elicio y darle a entender cómo no entendía bien del amor con que a Galatea amaba, pero estorbólo el son de la zampoña del desamorado Lenio, el cual quiso también hallarse a las bodas de Daranio y regocijar la fiesta con su canto. Y así, puesto delante de los desposados, en tanto que al templo llegaban, al son del rabel de Eugenio, estos versos fue cantando:
LENIO
¡Desconocido, ingrato Amor, que asombras
a veces los gallardos corazones,
y con vanas figuras, vanas sombras,
pones al alma libre mil prisiones!,
si de ser dios te precias, y te nombras 5
con tan subido nombre, no perdones
al que, rendido al lazo de Himineo,
rindiere a nuevo ñudo su deseo.
En conservar la ley pura y sincera
del sancto matrimonio pon tu fuerza; 10
descoge en este campo tu bandera;
haz a tu condición en esto fuerza,
que bella flor, que dulce fruto espera,
por pequeño trabajo, el que se esfuerza
a llevar este yugo como debe, 15
que, aunque parece carga, es carga leve.
Tú puedes, si te olvidas de tus hechos
y de tu condición tan desabrida,
hacer alegres tálamos y lechos
do el yugo conyugal a dos anida. 20
Enciérrate en sus almas y en sus pechos
hasta que acabe el curso de su vida
y vayan a gozar, como se espera,
de la agradable eterna primavera.
Deja las pastoriles cabañuelas, 25
y al libre pastorcillo hacer su oficio;
vuela más alto ya, pues tanto vuelas,
y aspira a mejor grado y ejercicio.
En vano te fatigas y desvelas
en hacer de las almas sacrificio, 30
si no las rindes con mejor intento
al dulce de Himineo ayuntamiento.
Aquí puedes mostrar la poderosa
mano de tu poder maravilloso,
haciendo que la nueva tierna esposa 35
quiera, y que sea querida de su esposo,
sin que aquella infernal rabia celosa
les turbe su contento y su reposo,
ni el desdén sacudido y zahareño
les prive del sabroso y dulce sueño. 40
Mas si, ¡pérfido Amor!, nunca escuchadas
fueron de ti plegarias de tu amigo,
bien serán estas mías desechadas,
que te soy y seré siempre enemigo.
Tu condición, tus obras mal miradas, 45
de quien es todo el mundo buen testigo,
hacen que yo no espere de tu mano
contento alegre, venturoso y sano.
Ya se maravillaban los que al desamorado Lenio escuchando iban, de ver con cuanta mansedumbre las cosas de amor trataba, llamándole dios y de mano poderosa, cosa que jamás le habían oído decir. Mas, habiendo oído los versos con que acabó su canto, no pudieron dejar de reírse, porque ya les pareció que se iba colerizando, y, que si adelante en su canto pasara, él pusiera al amor como otras veces solía; pero faltóle el tiempo, porque se acabó el camino. Y así, llegados al templo y hechas en él por los sacerdotes las acostumbradas ceremonias, Daranio y Silveria quedaron en perpetuo y estrecho ñudo ligados, no sin envidia de muchos que los miraban, ni sin dolor de algunos que la hermosura de Silveria codiciaban; pero a todo dolor sobrepujara el que sintiera el sin ventura Mireno, si a este espectáculo se hallara presente. Vueltos, pues, los desposados del templo con la mesma compañía que habían llevado, llegaron a la plaza de la aldea, donde hallaron las mesas puestas, y adonde quiso Daranio hacer públicamente demostración de sus riquezas, haciendo a todo el pueblo un generoso y sumptuoso convite. Estaba la plaza tan enramada que una hermosa verde floresta parescía, entretejidas las ramas por cima de tal modo, que los agudos rayos del sol en todo aquel circuito no hallaban entrada para calentar el fresco suelo, que cubierto con muchas espadañas y con mucha diversidad de flores se mostraba.
Allí, pues, con general contento de todos, se solemnizó el generoso banquete, al son de muchos pastorales instrumentos, sin que diesen menos gusto que el que suelen dar las acordadas músicas que en los reales palacios se acostumbran. Pero lo que más autorizó la fiesta fue ver que, en alzándose las mesas, en el mesmo lugar, con mucha presteza, hicieron un tablado, para efecto de que los cuatro discretos y lastimados pastores, Orompo, Marsilo, Crisio y Orfenio, por honrar las bodas de su amigo Daranio, y por satisfacer el deseo que Tirsi y Damón tenían de escucharles, querían allí en público recitar una égloga que ellos mesmos de la ocasión de sus mesmos dolores habían compuesto. Acomodados, pues, en sus asientos todos los pastores y pastoras que allí estaban, después que la zampoña de Erastro y la lira de Lenio y los otros instrumentos hicieron prestar a los presentes un sosegado y maravilloso silencio, el primero que se mostró en el humilde teatro fue el triste Orompo, con un pellico negro vestido y un cayado de amarillo boj en la mano, el remate del cual era una fea figura de la muerte; venía con hojas de funesto ciprés coronado, insinias todas de la tristeza que en él reinaba por la inmatura muerte de su querida Listea; y, después que con triste semblante los llorosos ojos a una y a otra parte hubo tendido, con muestras de infinito dolor y amargura, rompió el silencio con semejantes razones:
OROMPO
Salid de lo hondo del pecho cuitado,
palabras sangrientas, con muerte mezcladas;
y si los sospiros os tienen atadas,
abrid y romped el siniestro costado.
El aire os impide, que está ya inflamado 5
del fiero veneno de vuestros acentos;
salid, y siquiera os lleven los vientos,
que todo mi bien también me han llevado.
Poco perdéis en veros perdidas,
pues ya os ha faltado el alto subjecto 10
por quien en estilo grave y perfecto
hablábades cosas de punto subidas;
notadas un tiempo y bien conocidas
fuistes por dulces, alegres, sabrosas;
agora por tristes, amargas, llorosas, 15
seréis de la tierra y del cielo tenidas.
Pero, aunque salgáis, palabras, temblando,
¿con cuáles podréis decir lo que siento?,
si es incapaz mi fiero tormento
de irse cual es al vivo pintando. 20
Mas, ya que me falta el cómo y el cuándo
de significar mi pena y mi mengua,
aquello que falta y no puede la lengua,
suplan mis ojos, contino llorando.
¡Oh muerte, que atajas y cortas el hilo 25
de mil pretensiones gustosas humanas,
y en un volver de ojos las sierras allanas
y haces iguales a Henares y al Nilo!
¿Por qué no templaste, traidora, el estilo
tuyo cruel? ¿Por qué a mi despecho, 30
probaste en el blanco y más lindo pecho,
de tu fiero alfanje la furia y el filo?
¿En qué te ofendían, ¡oh falsa!, los años
tan tiernos y verdes de aquella cordera?
¿Por qué te mostraste con ella tan fiera? 35
¿Por qué en el suyo creciste mis daños?
¡Oh mi enemiga, y amiga de engaños!,
de mí, que te busco, te escondes y ausentas,
y quieres y trabas razones y cuentas
con el que más teme tus males tamaños. 40
En años maduros, tu ley, tan injusta,
pudiera mostrar su fuerza crescida,
y no descargar la dura herida
en quien del vivir ha poco que gusta.
Mas esa tu hoz, que todo lo ajusta, 45
y mando ni ruego jamás la doblega,
así con rigor la flor tierna siega,
como la caña ñudosa y robusta.
Cuando a Listea del suelo quitaste,
tu ser, tu valor, tu fuerza, tu brío, 50
tu ira, tu mando y tu señorío
con solo aquel triunfo al mundo mostraste.
Llevando a Listea, también te llevaste
la gracia, el donaire, belleza y cordura
mayor de la tierra, y en su sepultura 55
este bien todo con ella encerraste.
Sin ella, en tiniebla perpetua ha quedado
mi vida penosa, que tanto se alarga,
que es insufrible a mis hombros su carga:
que es muerte la vida del que es desdichado. 60
Ni espero en fortuna, ni espero en el hado,
ni espero en el tiempo, ni espero en el cielo,
ni tengo de quién espere consuelo,
ni es bien que se espere en mal tan sobrado.
¡Oh vos, que sentís qué cosa es dolores!, 65
venid y tomad consuelo en los míos;
que en viendo su ahínco, sus fuerzas, sus bríos,
veréis que los vuestros son mucho menores.
¿Dó estáis agora, gallardos pastores?
Crisio, Marsilo y Orfenio, ¿qué hacéis? 70
¿Por qué no venís? ¿Por qué no tenéis
por más que los vuestros mis daños mayores?
Mas, ¿quién es aquel que asoma y que quiebra
por la encrucijada de aqueste sendero?
Marsilo es, sin duda, de amor prisionero: 75
Belisa es la causa, a quien siempre celebra.
A éste le roe la fiera culebra
del crudo desdén el pecho y el alma,
y pasa su vida en tormenta sin calma,
y aun no es, cual la mía, su suerte tan negra. 80
Él piensa qu’el mal qu’el alma le aqueja
es más que el dolor de mi desventura.
Aquí será bien que entre esta espesura
me esconda, por ver si acaso se queja.
Mas, ¡ay!, que a la pena que nunca me deja 85
pensar igualarla es gran desatino,
pues abre la senda y cierra el camino
al mal que se acerca y al bien que se aleja.
MARSILO
¡Pasos que al de la muerte
me lleváis paso a paso, 90
forzoso he de acusar vuestra pereza!
Seguid tan dulce suerte,
que en este amargo paso
está mi bien y en vuestra ligereza.
Mirad que la dureza 95
de la enemiga mía
en el airado pecho,
contrario a mi provecho,
en su entereza está cual ser solía;
huigamos, si es posible, 100
del áspero rigor suyo terrible.
¿A qué apartado clima,
a qué región incierta
iré a vivir, que pueda asegurarme
del mal que me lastima, 105
del ansia triste y cierta
que no se ha de acabar hasta acabarme?
Ni estar quedo, o mudarme
a la arenosa Libia,
o al lugar donde habita 110
el fiero y blanco scita,
un solo punto mi dolor alivia:
que no está mi contento
en hacer de lugares mudamiento.
Aquí y allí me alcanza 115
el desdén riguroso
de la sin par cruel pastora mía,
sin que amor ni esperanza
un término dichoso
me puedan prometer en tal porfía. 120
¡Belisa, luz del día,
gloria de la edad nuestra,
si valen ya contigo
ruegos de un firme amigo,
tiempla el rigor airado de tu diestra, 125
y el fuego deste mío
pueda en tu pecho deshacer el frío!
Más sorda a mi lamento,
más implacable y fiera
que a la voz del cansado marinero 130
el riguroso viento
qu’el mar turba y altera
y amenaza a la vida el fin postrero;
mármol, diamante, acero,
alpestre y dura roca, 135
robusta, antigua encina,
roble que nunca inclina
la altiva rama al cierzo que le toca:
todo es blando y suave,
comparado al rigor que’n tu alma cabe. 140
Mi duro amargo hado,
mi inexorable estrella,
mi voluntad, que todo lo consiente,
me tienen condemnado,
Belisa ingrata y bella, 145
a que te sirva y ame eternamente.
Y, aunque tu hermosa frente,
con riguroso ceño,
y tus serenos ojos
me anuncien mil enojos, 150
serás desta alma conocida dueño,
en tanto que en el suelo
la cubriere mortal corpóreo velo.
¿Hay bien que se le iguale
al mal que me atormenta? 155
¿Y hay mal en todo el mundo tan esquivo?
El uno y otro sale
de toda humana cuenta,
y aun yo sin ella en viva muerte vivo.
En el desdén avivo 160
mi fe, y allí se enciende
con el helado frío;
mirad qué desvarío,
y el dolor desusado que me ofende,
y si podrá igualarse 165
al mal que más quisiere aventajarse.
Mas, ¿quién es el que mueve
las ramas intricadas
deste acopado mirto y verde asiento?
OROMPO
Un pastor que se atreve, 170
con razones fundadas
en la pura verdad de su tormento,
mostrar que el sentimiento
de su dolor crescido
al tuyo se aventaja, 175
por más que tú le estimes,
levantes y sublimes.
MARSILO
Vencido quedarás en tal baraja,
Orompo, fiel amigo,
y tú mesmo serás dello testigo. 180
Si de las ansias mías,
si de mi mal insano
la más mínima parte conocieras,
cesaran tus porfías,
Orompo, viendo llano 185
que tú penas de burla y yo de veras.
OROMPO
Haz, Marsilo, quimeras
de tu dolor estraño,
y al mío menoscaba
que la vida me acaba, 190
que yo espero sacarte d’ese engaño,
mostrando al descubierto
que el tuyo es sombra de mi mal, que’s cierto.
Pero la voz sonora
de Crisio oigo que suena, 195
pastor que en la opinión se te parece;
escuchémosle ahora,
que su cansada pena
no menos que la tuya la engrandece.
MARSILO
Hoy el tiempo me ofrece 200
lugar y coyuntura
donde pueda mostraros
a entrambos y enteraros
de que sola la mía es desventura.
OROMPO
Atiende ahora, Marsilo, 205
la voz de Crisio y lamentable estilo.
CRISIO
¡Ay dura, ay importuna, ay triste ausencia!,
¡cuán fuera debió estar de conocerte
el que igualó tu fuerza y violencia
al poder invencible de la muerte! 210
Que, cuando con mayor rigor sentencia,
¿qué puede más su limitada suerte
que deshacer el ñudo y recia liga
que a cuerpo y alma estrechamente liga?
Tu duro alfanje a mayor mal se estiende, 215
pues un espíritu en dos mitades parte.
¡Oh milagros de amor que nadie entiende,
ni se alcanzan por sciencia ni por arte!
¡Que deje su mitad con quien la enciende
allá mi alma, y traiga acá la parte 220
más frágil, con la cual más mal se siente
que estar mil veces de la vida ausente!
Ausente estoy de aquellos ojos bellos
que serenaban la tormenta mía;
ojos vida de aquél que pudo vellos, 225
si de allí no pasó la fantasía:
que verlos y pensar de merescellos
es loco atrevimiento y demasía.
Yo los vi, ¡desdichado!, y no los veo,
y mátame de verlos el deseo. 230
Deseo, y con razón, ver dividida,
por acortar el término a mi daño,
esta antigua amistad, que tiene unida
mi alma al cuerpo con amor tamaño,
que siendo de las carnes despedida 235
con ligereza presta y vuelo estraño,
podrá tornar a ver aquellos ojos,
que son descanso y gloria a sus enojos.
Enojos son la paga y recompensa
que amor concede al amador ausente, 240
en quien se cifra el mayor mal y ofensa
que en los males de amor s’encierra y siente.
Ni poner discreción a la defensa,
ni un querer firme, levantado, ardiente,
aprovecha a templar deste tormento 245
la dura pena y el furor violento.
Violento es el rigor desta dolencia;
pero junto con esto, es tan durable,
que se acaba primero la paciencia,
y aun de la vida el curso miserable. 250
Muertes, desvíos, celos, inclemencia
de airado pecho, condición mudable,
no atormentan así ni dañan tanto
como este mal, que’l nombre aun pone espanto.
Espanto fuera si dolor tan fiero 255
dolores tan mortales no causara;
pero todos son flacos, pues no muero,
ausente de mi vida dulce y cara.
Mas cese aquí mi canto lastimero,
que a compañía tan discreta y rara 260
como es la que allí veo, será justo
que muestre al verla más sabroso gusto.
OROMPO
Gusto nos da, buen Crisio, tu presencia,
y más viniendo a tiempo que podremos
acabar nuestra antigua diferencia. 265
CRISIO
Orompo, si es tu gusto, comencemos,
pues que juez de la contienda nuestra
tan recto aquí en Marsilo le tendremos.
MARSILO
Indicio dais y conocida muestra
del error en que os trae tan embebidos 270
esa vana opinión notoria vuestra,
pues queréis que a los míos preferidos
vuestros dolores, tan pequeños, sean,
harto llorados más que conoscidos.
Mas, porque el suelo y cielo juntos vean 275
cuánto vuestro dolor es menos grave
que las ansias que el alma me rodean,
la más pequeña que en mi pecho cabe
pienso mostrar en vuestra competencia,
así como mi ingenio torpe sabe; 280
y dejaré a vosotros la sentencia
y el juzgar si mi mal es muy más fuerte
qu’el riguroso de la larga ausencia,
o el amargo espantoso de la muerte,
de quien entrambos os quejáis sin tiento, 285
llamando dura y corta a vuestra suerte.
OROMPO
Deso yo, soy, Marsilo, muy contento,
pues la razón que tengo de mi parte
el triunfo le asegura a mi tormento.
CRISIO
Aunque de exagerar me falta el arte, 290
veréis, cuando yo os muestre mi tristeza,
cómo quedan las vuestras a una parte.
MARSILO
¿Qué ausencia llega a la inmortal dureza
de mi pastora?, que es, con ser tan dura,
señora universal de la belleza. 295
OROMPO
¡Oh, a qué buen tiempo llega y coyuntura
Orfenio! ¿Veisle?, asoma. Estad atentos:
oiréisle ponderar su desventura.
Celos es la ocasión de sus tormentos:
celos, cuchillo y ciertos turbadores 300
de las paces de amor y los contentos.
CRISIO
Escuchad, que ya canta sus dolores.
ORFINIO
¡Oh sombra escura que contino sigues
a mi confusa triste fantasía;
enfadosa tiniebla, siempre fría, 305
que a mi contento y a mi luz persigues!
¿Cuándo será que tu rigor mitigues,
monstruo cruel y rigurosa harpía?
¿Qué ganas en turbarme la alegría,
o qué bien en quitármele consigues? 310
Mas, si la condición de que te arreas
se estiende a pretender quitar la vida
al que te dio la tuya y te ha engendrado,
no me debe admirar que de mí seas
y de todo mi bien fiero homicida, 315
sino de verme vivo en tal estado.
OROMPO
Si el prado deleitoso,
Orfinio, te es alegre, cual solía
en tiempo más dichoso,
ven; pasarás el día 320
en nuestra lastimada compañía.
Con los tristes el triste
bien ves que se acomoda fácilmente;
ven, que aquí se resiste,
par desta clara fuente, 325
del levantado sol el rayo ardiente.
Ven, y el usado estilo
levanta, y como sueles te defiende
de Crisio y de Marsilio,
que cada cual pretende 330
mostrar que sólo es mal el que le ofende.
Yo solo, en este caso
contrario habré de ser a ti y a ellos,
pues los males que paso
bien podré encarecellos, 335
mas no mostrar la menor parte dellos.
ORFINIO
No al gusto le es sabrosa
así a la corderuela deshambrida
la yerba, ni gustosa
salud restituida 340
a aquel que ya la tuvo por perdida,
como es a mí sabroso
mostrar en la contienda que se ofrece
que el dolor riguroso
que el corazón padece 345
sobr’el mayor del suelo se engrandece.
Calle su mal sobrado
Orompo; encubra Crisio su dolencia;
Marsilo esté callado:
muerte, desdén ni ausencia 350
no tengan con los celos competencia.
Pero si el cielo quiere
que hoy salga a campo la contienda nuestra,
comience el que quisiere,
y dé a los otros muestra 355
de su dolor con torpe lengua o diestra:
que no está en la elegancia
y modo de decir el fundamento
y principal sustancia
del verdadero cuento 360
que en la pura verdad tiene su asiento.
CRISIO
Siento, pastor, que tu arrogancia mucha
en esta lucha de pasiones nuestras
dará mil muestras de tu desvarío.
ORFINIO
Tiempla ese brío, o muéstralo a su tiempo; 365
que es pasatiempo, Crisio, tu congoja:
que el mal que afloja con volver el paso
no hay que hacer caso de su sentimiento.
CRISIO
Es mi tormento tan estraño y fiero,
que presto espero que tú mesmo digas 370
que a mis fatigas no se iguala alguna.
MARSILO
Desde la cuna soy yo desdichado.
OROMPO
Aun engendrado creo que no estaba,
cuando sobraba en mí la desventura.
ORFINIO
En mí se apura la mayor desdicha. 375
CRISIO
Tu mal es dicha, comparado al mío.
MARSILO
Opuesto al brío de mi mal estraño,
es gloria el daño que a vosotros daña.
OROMPO
Esta maraña quedará muy clara
cuando a la clara mi dolor descubra. 380
Ninguno encubra agora su tormento,
que yo del mío doy principio al cuento.
Mis esperanzas, que fueron
sembradas en parte buena,
dulce fruto prometieron, 385
y cuando darle quisieron
convirtióle el cielo en pena.
Vi su flor maravillosa
en mil muestras deseosa
de darme una rica suerte, 390
y en aquel punto la muerte
cortómela de envidiosa.
Yo quedé cual labrador
que del trabajo contino
de su espaciosa labor 395
fruto amargo de dolor
le concede su destino;
y aun le quita la esperanza
de otra nueva buena andanza,
porque cubrió con la tierra 400
el cielo donde se encierra
de su bien la confianza.
Pues si a término he llegado
que de tener gusto o gloria
vivo ya desesperado, 405
de que yo soy más penado
es cosa cierta y notoria:
que la esperanza asegura
en la mayor desventura
un dichoso fin que viene; 410
mas, ¡ay de aquél que la tiene
cerrada en la sepultura!
MARSILO
Yo, qu’el humor de mis ojos
siempre derramado ha sido
en lugar donde han nascido 415
cien mil espinas y abrojos
qu’el corazón m’han herido;
yo sí soy el desdichado,
pues con nunca haber mostrado
un momento el rostro enjuto, 420
ni hoja, ni flor, ni fruto
he del trabajo sacado.
Que si alguna muestra viera
de algún pequeño provecho,
sosegárase mi pecho; 425
y, aunque nunca se cumpliera,
quedara al fin satisfecho,
porque viera que valía
mi enamorada porfía
con quien es tan desabrida, 430
que a mi yelo está encendida
y a mi fuego helada y fría.
Pues si es el trabajo vano
de mi llanto y sospirar,
y dél no pienso cesar, 435
a mi dolor inhumano,
¿cuál se le podrá igualar?
Lo que tu dolor concierta
es que está la causa muerta,
Orompo, de tu tristeza; 440
la mía, en más entereza,
cuanto más me desconcierta.
CRISIO
Yo, que tiniendo en sazón
el fruto que se debía
a mi contina pasión, 445
una súbita ocasión
de gozarle me desvía;
muy bien podré ser llamado
sobre todos desdichado,
pues que vendré a perecer, 450
pues no puedo parecer
adonde el alma he dejado.
Del bien que lleva la muerte
el no poder recobrallo
en alivio se convierte, 455
y un corazón duro y fuerte
el tiempo suele ablandallo.
Mas en ausencia se siente,
con un estraño accidente,
sin sombra de ningún bien, 460
celos, muertes y desdén,
que esto y más teme el ausente.
Cuando tarda el cumplimiento
de la cercana esperanza,
aflige más el tormento, 465
y allí llega el sufrimiento
adonde ella nunca alcanza.
En las ansias desiguales,
el remedio de los males
es el no esperar remedio; 470
mas carecen deste medio
las de ausencia más mortales.
ORFINIO
El fruto que fue sembrado
por mi trabajo contino,
a dulce sazón llegado, 475
fue con próspero destino
en mi poder entregado.
Y apenas pude llegar
a términos tan sin par,
cuando vine a conocer 480
la ocasión de aquel placer
ser para mí de pesar.
Yo tengo el fruto en la mano,
y el tenerle me fatiga,
porque en mi mal inhumano, 485
a la más granada espiga
la roe un fiero gusano.
Aborrezco lo que quiero,
y por lo que vivo muero,
y yo me fabrico y pinto 490
un revuelto laberinto
de do salir nunca espero.
Busco la muerte en mi daño,
que ella es vida a mi dolencia;
con la verdad más me engaño, 495
y en ausencia y en presencia
va creciendo un mal tamaño.
No hay esperanza que acierte
a remediar mal tan fuerte,
ni por estar ni alejarme 500
es imposible apartarme
desta triste viva muerte.
OROMPO
¿No es error conocido
decir que el daño que la muerte hace,
por ser tan estendido, 505
en parte satisface,
pues la esperanza quita
qu’el dolor administra y solicita?
Si de la gloria muerta
no se quedara viva la memoria 510
qu’el gusto desconcierta,
es cosa ya notoria
que el no esperar tenella,
tiempla el dolor en parte de perdella.
Pero si está presente 515
la memoria del bien ya fenescido,
más viva y más ardiente
que cuando poseído,
¿quién duda que esta pena
no está más que otras de miserias llena? 520
MARSILO
Si a un pobre caminante
le sucediese, por estraña vía,
huírsele delante,
al fenecer del día,
el albergue esperado 525
y con vana presteza procurado,
quedaría, sin duda,
confuso del temor que allí le ofrece
la escura noche y muda,
y más si no amanesce, 530
que el cielo a su ventura
no concede la luz serena y pura.
Yo soy el que camino
para llegar a un albergue venturoso,
y cuando más vecino 535
pienso estar del reposo,
cual fugitiva sombra,
el bien me huye y el dolor me asombra.
CRISIO
Cual raudo y hondo río
suele impedir al caminante el paso, 540
y al viento, nieve y frío
le tiene en campo raso,
y el albergue delante
se le muestra de allí poco distante,
tal mi contento impide 545
esta penosa y tan prolija ausencia,
que nunca se comide
a aliviar su dolencia,
y casi ante mis ojos
veo quien remediará mis enojos. 550
Y el ver de mis dolores
tan cerca la salud, tanto me aprieta,
que los hace mayores,
pues por causa secreta,
cuanto el bien es cercano, 555
tanto más lejos huye de mi mano.
ORFINIO
Mostróseme a la vista
un rico albergue de mil bienes lleno;
triunfé de su conquista,
y, cuando más sereno 560
se me mostraba el hado,
vilo en escuridad negra cambiado.
Allí donde consiste
el bien de los amantes bien queridos,
allí mi mal asiste; 565
allí se ven unidos
los males y desdenes
donde suelen estar todos los bienes.
Dentro desta morada
estoy, de do salir nunca procuro, 570
por mi dolor fundada
de tan estraño muro,
que pienso que le abaten
cuantos le quieren, miran y combaten.
OROMPO
Antes el sol acabará el camino 575
que es proprio suyo, dando vuelta al cielo
después de haber tocado en cada signo,
que la parte menor de nuestro duelo
podamos declarar como se siente,
por más qu’el bien hablar levante el vuelo. 580
Tú dices, Crisio, qu’el que vive ausente
muere; yo, que estoy muerto, pues mi vida
a muerte la entregó el hado inclemente.
Y tú, Marsilo, afirmas que perdida
tienes de gusto y bien toda esperanza, 585
pues un fiero desdén es tu homicida.
Tú repites, Orfinio, que la lanza
aguda de los celos te traspasa,
no sólo el pecho, que hasta el alma alcanza.
Y como el uno lo que el otro pasa 590
no siente, su dolor solo exagera,
y piensa que al rigor del otro pasa.
Y, por nuestra contienda lastimera,
de tristes argumentos está llena
del caudaloso Tajo la ribera. 595
Ni por esto desmengua nuestra pena;
antes, por el tratar la llaga tanto,
a mayor sentimiento nos condemna.
Cuanto puede decir la lengua, y cuanto
pueden pensar los tristes pensamientos, 600
es ocasión de renovar el llanto.
Cesen, pues, los agudos argumentos,
que en fin no hay mal que no fatigue y pene,
ni bien que dé siguros los contentos.
¡Harto mal tiene quien su vida tiene 605
cerrada en una estrecha sepultura,
y en soledad amarga se mantiene!
¡Desdichado del triste sin ventura
que padece de celos la dolencia,
con quien no valen fuerzas ni cordura, 610
y aquel que en el rigor de larga ausencia
pasa los tristes miserables días,
llegado al flaco arrimo de paciencia,
y no menos aquel qu’en sus porfías
siente, cuando más arde, en su pastora 615
entrañas duras e intenciones frías!
CRISIO
Hágase lo que pide Orompo agora,
pues ya de recoger nuestro ganado
se va llegando a más andar la hora;
y, en tanto que al albergue acostumbrado 620
llegamos, y que el sol claro se aleja,
escondiendo su faz del verde prado,
con voz amarga y lamentable queja,
al son de los acordes instrumentos,
cantemos el dolor que nos aqueja. 625
MARSILO
Comienza, pues, ¡oh Crisio!, y tus acentos
lleguen a los oídos de Claraura,
llevados mansamente de los vientos,
como a quien todo tu dolor restaura.
CRISIO
Al que ausencia viene a dar 630
su cáliz triste a beber,
no tiene mal que temer,
ni ningún bien que esperar.
En esta amarga dolencia
no hay mal que no esté cifrado: 635
temor de ser olvidado,
celos de ajena presencia;
quien la viniere a probar
luego vendrá a conocer
que no hay mal de que temer, 640
ni menos bien que esperar.
OROMPO
Ved si es mal el que me aqueja
más que muerte conoscida,
pues forma quejas la vida
de que la muerte la deja. 645
Cuando la muerte llevó
toda mi gloria y contento,
por darme mayor tormento,
con la vida me dejó.
El mal viene, el bien se aleja 650
con tan ligera corrida,
que forma quejas la vida
de que la muerte la deja.
MARSILO
En mi terrible pesar
ya faltan, por más enojos, 655
las lágrimas a los ojos
y el aliento al sospirar.
La ingratitud y desdén
me tienen ya de tal suerte,
que espero y llamo a la muerte 660
por más vida y por más bien.
Poco se podrá tardar,
pues faltan en mis enojos
las lágrimas a los ojos
y el aliento al sospirar. 665
ORFINIO
Celos, a fe, si pudiera,
que yo hiciera por mejor
que fueran celos amor,
y que el amor celos fuera.
Deste trueco granjeara 670
tanto bien y tanta gloria,
que la palma y la victoria
de enamorado llevara.
Y aun fueran de tal manera
los celos en mi favor, 675
que a ser los celos amor,
el amor yo solo fuera.
Con esta última canción del celoso Orfinio dieron fin a su égloga los discretos pastores, dejando satisfechos de su discreción a todos los que escuchado los habían; especialmente a Damón y a Tirsi, que gran contento en oírlos rescibieron, paresciéndoles que más que de pastoril ingenio parescían las razones y argumentos que para salir con su propósito los cuatro pastores habían propuesto. Pero, habiéndose movido contienda entre muchos de los circunstantes sobre cuál de los cuatro había alegado mejor de su derecho, en fin se vino a conformar el parecer de todos con el que dio el discreto Damón, diciéndoles que él para sí tenía que, entre todos los disgustos y sinsabores que el amor trae consigo, ninguno fatiga tanto al enamorado pecho como la incurable pestilencia de los celos; y que no se podían igualar a ella la pérdida de Orompo, ausencia de Crisio, ni la desconfianza de Marsilo.
-La causa es -dijo- que no cabe en razón natural que las cosas que están imposibilitadas de alcanzarse, puedan por largo tiempo apremiar la voluntad a quererlas, ni fatigar al deseo por alcanzarlas, porque el que tuviese voluntad y deseo de alcanzar lo imposible, claro está que, cuanto más el deseo le sobrase, tanto más el entendimiento le faltaría. Y por esta mesma razón digo que la pena que Orompo padece no es sino una lástima y compasión del bien perdido; y, por haberle perdido de manera que no es posible tornarle a cobrar, esta imposibilidad ha de ser causa para que su dolor se acabe; que, puesto que el humano entendimiento no puede estar tan unido siempre con la razón que deje de sentir la pérdida del bien que cobrar no se puede, y que en efecto, ha de dar muestras de su sentimiento con tiernas lágrimas, ardientes sospiros y lastimosas palabras, so pena de que quien esto no hiciese, antes por bruto que por hombre racional sería tenido, en fin fin, el discurso del tiempo cura esta dolencia, la razón la mitiga y las nuevas ocasiones tienen mucha parte para borrarla de la memoria.
»Todo esto es al revés en el ausencia, como apuntó bien Crisio en sus versos, que, como la esperanza en el ausente ande tan junta con el deseo, dale terrible fatiga la dilación de la tornada, porque, como no le impide otra cosa el gozar su bien sino algún brazo de mar, o alguna distancia de tierra, parécele que tiniendo lo principal, que es la voluntad de la persona amada, que se hace notorio agravio a su gusto que cosas que son tan menos como un poco de agua o tierra le impidan su felicidad y gloria. Júntase asimesmo a esta pena el temor de ser olvidado, las mudanzas de los humanos corazones; y, en tanto que la ausencia dura, sin duda alguna que es estraño el rigor y aspereza con que trata al alma del desdichado ausente; pero, como tiene tan cerca el remedio, que consiste en la tornada, puédese llevar con algún alivio su tormento, y si sucediere ser la ausencia de manera que sea imposible volver a la presencia deseada, aquella imposibilidad viene a ser el remedio, como en el de la muerte.
»El dolor de que Marsilo se queja, puesto que es como el mesmo que yo padezco, y por esta causa me había de parescer mayor que otro alguno, no por eso dejaré de decir lo que en él la razón me muestra, antes que aquello a que la pasión me incita. Confieso que es terrible dolor querer y no ser querido, pero mayor sería amar y ser aborrecido. Y si los nuevos amadores nos guiásemos por lo que la razón y la experiencia nos enseña, veríamos que todos los principios en cualquier cosa son dificultosos, y que no padece esta regla excepción en los casos de amor, antes en ellos más se confirma y fortalece; así que, quejarse el nuevo amante de la dureza del rebelde pecho de su señora, va fuera de todo razonable término, porque, como el amor sea y ha de ser voluntario, y no forzoso, no debo yo quejarme de no ser querido de quien quiero, ni debo hacer caudal del cargo que le hago, diciéndole que está obligada a amarme porque yo la amo; que, puesto que la persona amada debe, en ley de naturaleza y en buena cortesía, no mostrarse ingrata con quien bien la quiere, no por eso le ha de ser forzoso y de obligación que corresponda del todo y por todo a los deseos de su amante; que si esto así fuese, mil enamorados importunos habría que por su solicitud alcanzasen lo que quizá no se les debría de derecho. Y, como el amor tenga por padre al conocimiento, puede ser que no halle en mí la que es de mí bien querida, partes tan buenas que la muevan e inclinen a quererme; y así, no está obligada, como ya he dicho, a amarme, como yo estaré obligado a adorarla, porque hallé en ella lo que a mí me falta. Y por esta razón no debe el desdeñado quejarse de su amada, sino de su ventura, que le negó las gracias que al conocimiento de su señora pudieran mover a bien quererle. Y así, debe procurar con continos servicios, con amorosas razones, con la no importuna presencia, con las ejercitadas virtudes, adobar y enmendar en él la falta que naturaleza hizo, que este es tan principal remedio, que estoy por afirmar que será imposible dejar de ser amado el que con tan justos medios procurase granjear la voluntad de su señora. Y, pues este mal del desdén tiene el bien deste remedio, consuélese Marsilo y tenga lástima al desdichado y celoso Orfinio, en cuya desventura se encierra la mayor que en las de amor imaginar se puede.
»¡Oh celos, turbadores de la sosegada paz amorosa; celos, cuchillo de las más firmes esperanzas! No sé yo qué pudo saber de linajes el que a vosotros os hizo hijos del amor, siendo tan al revés, que por el mesmo caso dejara el amor de serlo si tales hijos engendrara. ¡Oh celos, hipócritas y fementidos ladrones, pues, para que se haga cuenta de vosotros en el mundo, en viendo nascer alguna centella de amor en algún pecho, luego procuráis mezclaros con ella, volviéndoos de su color, y aun procuráis usurparle el mando y señorío que tiene! Y de aquí nasce que, como os ven tan unidos con el amor, puesto que por vuestros efectos dais a conoscer que no sois el mesmo amor, todavía procuráis que entienda el ignorante que sois sus hijos, siendo, como lo sois, nascidos de una baja sospecha, engendrados de un vil y desastrado temor, criados a los pechos de falsas imaginaciones, crescidos entre vilísimas envidias, sustentados de chismes y mentiras. Y, porque se vea la destruición que hace en los enamorados pechos esta maldita dolencia de los rabiosos celos, en siendo el amante celoso, conviene -con paz sea dicho de los celosos enamorados-; conviene, digo, que sea, como lo es, traidor, astuto, revoltoso, chismero, antojadizo y aun mal criado; y a tanto se estiende la celosa furia que le señorea, que a la persona que más quiere es a quien más mal desea. Querría el amante celoso que sólo para él su dama fuese hermosa, y fea para todo el mundo; desea que no tenga ojos para ver más de lo que él quisiere, ni oídos para oír, ni lengua para hablar; que sea retirada, desabrida, soberbia y mal acondicionada; y aun a veces desea, apretado desta pasión diabólica, que su dama se muera y que todo se acabe.
»Todas estas pasiones engendran los celos en los ánimos de los amantes celosos; al revés de las virtudes que el puro y sencillo amor multiplica en los verdaderos y comedidos amadores, porque en el pecho de un buen enamorado se encierra discreción, valentía, liberalidad, comedimiento y todo aquello que le puede hacer loable a los ojos de las gentes. Tiene más, asimesmo, la fuerza deste crudo veneno: que no hay antídoto que le preserve, consejo que le valga, amigo que le ayude, ni disculpa que le cuadre; todo esto cabe en el enamorado celoso, y más: que cualquiera sombra le espanta, cualquiera niñería le turba y cualquier sospecha, falsa o verdadera, le deshace; y a toda esta desventura se le añade otra: que con las disculpas que le dan, piensa que le engañan. Y no habiendo para la enfermedad de los celos otra medicina que las disculpas, y no queriendo el enfermo celoso admitirlas, síguese que esta enfermedad es sin remedio, y que a todas las demás debe anteponerse. Y así, es mi parecer que Orfinio es el más penado, pero no el más enamorado, porque no son los celos señales de mucho amor, sino de mucha curiosidad impertinente; y si son señales de amor, es como la calentura en el hombre enfermo, que el tenerla es señal de tener vida, pero vida enferma y mal dispuesta; y así, el enamorado celoso tiene amor, mas es amor enfermo y mal acondicionado. Y también el ser celoso es señal de poca confianza del valor de sí mesmo. Y que sea esto verdad nos lo muestra el discreto y firme enamorado, el cual, sin llegar a la escuridad de los celos, toca en las sombras del temor, pero no se entra tanto en ellas que le escurezcan el sol de su contento, ni dellas se aparta tanto que le descuiden de andar solícito y temeroso; que si este discreto temor faltase en el amante, yo le tendría por soberbio y demasiadamente confiado, porque, como dice un común proverbio nuestro: «quien bien ama, teme»; teme, y aun es razón que tema el amante que, como la cosa que ama es en estremo buena, o a él le pareció serlo, no parezca lo mesmo a los ojos de quien la mirare, y por la mesma causa se engendre el amor en otro que pueda y venga a turbar el suyo. Teme y tema el buen enamorado las mudanzas de los tiempos, de las nuevas ocasiones que en su daño podrían ofrecerse, de que con brevedad no se acabe el dichoso estado que goza; y este temor ha de ser tan secreto que no le salga a la lengua para decirle, ni aun a los ojos para significarle; y hace tan contrarios efectos este temor del que los celos hacen en los pechos enamorados, que cría en ellos nuevos deseos de acrescentar más el amor, si pudiesen; de procurar con toda solicitud que los ojos de su amada no vean en ellos cosa que no sea digna de alabanza, mostrándose liberales, comedidos, galanes, limpios y bien criados; y tanto cuanto este virtuoso temor es justo se alabe, tanto y más es digno que los celos se vituperen.
Calló en diciendo esto el famoso Damón, y llevó tras la suya las contrarias opiniones de algunos que escuchado le habían, dejando a todos satisfechos de la verdad que con tanta llaneza les había mostrado. Pero no se quedara sin respuesta si los pastores Orompo, Crisio, Marsilo y Orfinio hubieran estado presentes a su plática, los cuales, cansados de la recitada égloga, se habían ido a casa de su amigo Daranio.
Estando todos en esto, ya que los bailes y danzas querían renovarse, vieron que por una parte de la plaza entraban tres dispuestos pastores, que luego de todos fueron conoscidos, los cuales eran el gentil Francenio, el libre Lauso y el anciano Arsindo, el cual venía en medio de los dos pastores con una hermosa guirnalda de verde lauro en las manos; y, atravesando por medio de la plaza, vinieron a parar adonde Tirsi, Damón, Elicio y Erastro y todos los más principales pastores estaban, a los cuales con corteses palabras saludaron, y con no menor cortesía fueron dellos rescebidos, especialmente Lauso de Damón, de quien era antiguo y verdadero amigo. Cesando los comedimientos, puestos los ojos Arsindo en Damón y en Tirsi, comenzó a hablar desta manera:
-La fama de vuestra sabiduría, que cerca y lejos se estiende, discretos y gallardos pastores, es la que a estos pastores y a mí nos trae a suplicaros queráis ser jueces de una graciosa contienda que entre estos dos pastores ha nascido; y es que la fiesta pasada, Francenio y Lauso, que están presentes, se hallaron en una conversación de hermosas pastoras, entre las cuales, por pasar sin pesadumbre las horas ociosas del día, entre otros muchos juegos, ordenaron el que se llama de los propósitos. Sucedió, pues, que, llegando la vez de proponer y comenzar a uno destos pastores, quiso la suerte que la pastora que a su lado estaba y a la mano derecha tenía, fuese, según él dice, la tesorera de los secretos de su alma, y la que por más discreta y más enamorada en la opinión de todos estaba. Llegándosele, pues, al oído, le dijo: «Huyendo va la esperanza». La pastora, sin detenerse en nada, prosiguió adelante, y al decir después cada uno en público lo que al otro había dicho en secreto, hallóse que la pastora había seguido el propósito, diciendo: «Tenella con el deseo». Fue celebrada por los que presentes estaban la agudeza desta respuesta, pero el que más la solemnizó fue el pastor Lauso; y no menos le pareció bien a Francenio. Y así, cada uno, viendo que lo propuesto y respondido eran versos medidos, se ofreció de glosallos; y, después de haberlo hecho, cada cual procura que su glosa a la del otro se aventaje; y, para asegurarse desto, me quisieron hacer juez dello. Pero, como yo supe que vuestra presencia alegraba nuestras riberas, aconsejéles que a vosotros viniesen, de cuya estremada sciencia y sabiduría questiones de mayor importancia pueden bien fiarse. Han seguido ellos mi parecer, y yo he querido tomar trabajo de hacer esta guirnalda, para que sea dada en premio al que vosotros, pastores, viéredes que mejor ha glosado.
Calló Arsindo y esperó la respuesta de los pastores, que fue agradecerle la buena opinión que dellos tenía, y ofrecerse de ser jueces desapasionados en aquella honrosa contienda. Con este seguro, luego Francenio tornó a repetir los versos y a decir su glosa, que era ésta:
Huyendo va la esperanza;
tenella con el deseo.
GLOSA
Cuando me pienso salvar
en la fe de mi querer,
me vienen luego a espantar 5
las faltas del merescer
y las sobras del pesar.
Muérese la confianza,
no tiene pulsos la vida,
pues se ve en mi mala andanza 10
que, del temor perseguida,
huyendo va la esperanza.
Huye y llévase consigo
todo el gusto de mi pena,
dejando, por más castigo, 15
las llaves de mi cadena
en poder de mi enemigo.
Tanto se aleja que creo
que presto se hará invisible,
y en su ligereza veo 20
que, ni puedo, ni es posible
tenerla con el deseo.
Dicha la glosa de Francenio, Lauso comenzó la suya, que así decía:
En el punto que os miré,
como tan hermosa os vi,
luego temí y esperé;
pero, en fin, tanto temí
que con el temor quedé. 5
De veros, esto se alcanza:
una flaca confianza
y un temor acobardado,
que, por no verle a su lado,
huyendo va la esperanza. 10
Y, aunque me deja y se va
con tan estraña corrida,
por milagro se verá
que se acabará mi vida
y mi amor no acabará. 15
Sin esperanza me veo;
mas, por llevar el trofeo
de amador sin interese,
no querría, aunque pudiese,
tenella con el deseo. 20
En acabando Lauso de decir su glosa, dijo Arsindo:
-Veis aquí, famosos Damón y Tirsi, declarada la causa sobre que es la contienda destos pastores; sólo resta agora que vosotros deis la guirnalda a quien viéredes que con más justo título la meresce: que Lauso y Francenio son tan amigos, y vuestra sentencia será tan justa, que ellos tendrán por bien lo que por vosotros fuere juzgado.
-No entiendas Arsindo -respondió Tirsi-, que con tanta presteza, aunque nuestros ingenios fueran de la calidad que tú los imaginas, se puede ni debe juzgar la diferencia, si hay alguna, destas discretas glosas. Lo que yo sé decir dellas, y lo que Damón no querrá contradecirme, es que igualmente entrambas son buenas, y que la guirnalda se debe dar a la pastora que dio la ocasión a tan curiosa y loable contienda. Y si deste parecer quedáis satisfechos, pagádnosle con honrar las bodas de nuestro amigo Daranio, alegrándolas con vuestras agradables canciones y autorizándolas con vuestra honrosa presencia.
A todos pareció bien la sentencia de Tirsi; los dos pastores la consintieron y se ofrecieron de hacer lo que Tirsi les mandaba. Pero las pastoras y pastores que a Lauso conoscían se maravillaban de ver la libre condición suya en la red amorosa envuelta, porque luego vieron en la amarillez de su rostro, en el silencio de su lengua y en la contienda que con Francenio había tomado, que no estaba su voluntad tan esenta como solía; y andaban entre sí imaginando quién podría ser la pastora que de su libre corazón triunfado había. Quién imaginaba que la discreta Belisa, y quién que la gallarda Leandra, y algunos que la sin par Arminda, moviéndoles a imaginar esto la ordinaria costumbre que Lauso tenía de visitar las cabañas destas pastoras, y ser cada una dellas para subjectar con su gracia, valor y hermosura otros tan libres corazones como el de Lauso. Y desta duda tardaron muchos días en certificarse, porque el enamorado pastor apenas de sí mesmo fiaba el secreto de sus amores. Acabado esto, luego toda la joventud del pueblo renovó las danzas, y los pastoriles instrumentos formaron una agradable música. Pero, viendo que ya el sol apresuraba su carrera hacia el ocaso, cesaron las concertadas voces, y todos los que allí estaban determinaron de llevar a los desposados hasta su casa. Y el anciano Arsindo, por cumplir lo que a Tirsi había prometido, en el espacio que había desde la plaza hasta la casa de Daranio, al son de la zampoña de Erastro, estos versos fue cantando:
ARSINDO
Haga señales el cielo
de regocijo y contento
en tan venturoso día;
celébrese en todo el suelo
este alegre casamiento 5
con general alegría.
Cámbiese de hoy más el llanto
en süave y dulce canto,
y, en lugar de los pesares,
vengan gustos a millares 10
que destierren el quebranto.
Todo el bien suceda en colmo
entre desposados tales,
tan para en uno nascidos:
peras les ofrezca el olmo, 15
cerezas los carrascales,
guindas los mirtos floridos;
hallen perlas en los riscos,
uvas les den los lentiscos,
manzanas los algarrobos, 20
y sin temor de los lobos
ensanchen más sus apriscos.
Y sus machorras ovejas
vengan a ser parideras,
con que doblen su ganancia; 25
las solícitas abejas
en los surcos de sus eras
hagan miel en abundancia;
logren siempre su semilla
en el campo y en la villa, 30
cogida a tiempo y sazón;
no entre en sus viñas pulgón,
ni en su trigo la neguilla.
Y dos hijos presto tengan,
tan hechos en paz y amor 35
cuanto pueden desear;
y, en siendo crescidos, vengan
a ser el uno doctor,
y otro, cura del lugar.
Sean siempre los primeros 40
en virtudes y en dineros,
que sí serán, y aun señores,
si no salen fiadores
de agudos alcabaleros.
Más años que Sarra vivan, 45
con salud tan confirmada
que dello pese al doctor;
y ningún pesar resciban,
ni por hija mal casada,
ni por hijo jugador. 50
Y, cuando los dos estén
viejos cual Matusalén,
mueran sin temor de daño,
y háganles su cabo de año
por siempre jamás, amén. 55
Con grandísimo gusto fueron escuchados los rústicos versos de Arsindo, en los cuales más se alargara si no lo impidiera el llegar a la casa de Daranio, el cual, convidando a todos los que con él venían, se quedó en ella, si no fue que Galatea y Florisa, por temor que Teolinda de Tirsi y Damón no fuese conocida, no quisieron quedarse a la cena de los desposados. Bien quisiera Elicio y Erastro acompañar a Galatea hasta su casa, pero no fue posible que lo consintiese; y así, se hubieron de quedar con sus amigos, y ellas se fueron cansadas de los bailes de aquel día; y Teolinda con más pena que nunca, viendo que en las solemnes bodas de Daranio, donde tantos pastores habían acudido, sólo su Artidoro faltaba. Con esta penosa imaginación, pasó aquella noche en compañía de Galatea y Florisa, que con más libres y desapasionados corazones la pasaron, hasta que, en el nuevo venidero día, les sucedió lo que se dirá en el libro que se sigue.
FIN DEL TERCERO LIBRO
Cuarto libro de Galatea
CON GRAN deseo esperaba la hermosa Teolinda el venidero día, para despedirse de Galatea y Florisa y acabar de buscar por todas las riberas de Tajo a su querido Artidoro, con intención de fenecer la vida en triste y amarga soledad, si fuese tan corta de ventura que del amado pastor alguna nueva no supiese. Llegada, pues, la hora deseada, cuando el sol comenzaba a tender sus rayos por la faz de la tierra, ella se levantó, y, con lágrimas en sus ojos, pidió licencia a las dos pastoras para proseguir su demanda, las cuales con muchas razones la persuadieron que en su compañía algunos días más esperase, ofreciéndole Galatea de enviar algún pastor de los de su padre a buscar a Artidoro por todas las riberas de Tajo y por donde se imaginase que podría ser hallado. Teolinda agradeció sus ofrecimientos, pero no quiso hacer lo que le pedían; antes, después de haber mostrado, con las mejores palabras que supo, la obligación en que quedaba de servir todos los días de su vida las obras que dellas había rescebido, abrazándolas con tierno sentimiento, les rogaba que una sola hora no la detuviesen. Viendo, pues, Galatea y Florisa cuán en vano trabajaban en pensar detenerla, le encargaron que de cualquier suceso bueno o malo que en aquella amorosa demanda le sucediese, procurase de avisarlas, certificándola del gusto que de su contento o la pena que de su desgracia rescibirían. Teolinda se ofreció ser ella mesma quien las nuevas de su buena dicha trujese, pues las malas no tendría sufrimiento la vida para resistirlas, y así, sería escusado que della saberse pudiesen. Con esta promesa de Teolinda se satisficieron Galatea y Florisa, y determinaron de acompañarla algún trecho fuera del lugar. Y así, tomando las dos solos sus cayados, y habiendo proveído el zurrón de Teolinda de algunos regalos para el trabajoso camino, se salieron con ella del aldea a tiempo que ya los rayos del sol más derechos y con más fuerzas comenzaban a herir la tierra.
Y, habiéndola acompañado casi media legua del lugar, al tiempo que ya querían volverse y dejarla, vieron atravesar, por una quebrada que poco desviada dellas estaba, cuatro hombres de a caballo y algunos de a pie, que luego conoscieron ser cazadores en el hábito y en los halcones y perros que llevaban. Y, estándolos con atención mirando, por ver si los conoscían, vieron salir de entre unas espesas matas que cerca de la quebrada estaban, dos pastoras de gallardo talle y brío. Traían los rostros rebozados con dos blancos lienzos; y, alzando la una dellas la voz, pidió a los cazadores que se detuviesen, los cuales así lo hicieron, y, llegándose entrambas a uno dellos, que en su talle y postura el principal de todos parecía, le asieron las riendas del caballo y estuvieron un poco hablando con él, sin que las tres pastoras pudiesen oír palabra de las que decían, por la distancia del lugar, que lo estorbaba. Solamente vieron que, a poco espacio que con él hablaron, el caballero se apeó, y, habiendo, a lo que juzgarse pudo, mandado a los que le acompañaban que se volviesen, quedando sólo un mozo con el caballo, trabó a las dos pastoras de las manos, y poco a poco comenzó a entrar con ellas por medio de un cerrado bosque que allí estaba. Lo cual visto por las tres pastoras, Galatea, Florisa y Teolinda, determinaron de ver, si pudiesen, quién eran las disfrazadas pastoras y el caballero que las llevaba; y así, acordaron de rodear por una parte del bosque, y mirar si podían ponerse en alguna que pudiese serlo para satisfacerles de lo que deseaban. Y, haciéndolo así como pensado lo habían, atajaron al caballero y a las pastoras, y, mirando Galatea por entre las ramas lo que hacían, vio que, torciendo sobre la mano derecha, se emboscaban en lo más espeso del bosque, y luego por sus mesmas pisadas les fueron siguiendo, hasta que el caballero y las pastoras, pareciéndoles estar bien adentro del bosque, en medio de un estrecho pradecillo, que de infinitas breñas estaba rodeado, se pararon. Galatea y sus compañeras se llegaron tan cerca que, sin ser vistas ni sentidas, veían todo lo que el caballero y las pastoras hacían y decían; las cuales, habiendo mirado a una y a otra parte por ver si podrían ser vistas de alguno, aseguradas desto, la una se quitó el rebozo; y apenas se le hubo quitado cuando de Teolinda fue conoscida, y, llegándose al oído de Galatea, le dijo con la más baja voz que pudo:
-Estrañísima ventura es ésta, porque, si no es que con la pena que traigo he perdido el conoscimiento, sin duda alguna aquella pastora que se ha quitado el rebozo es la bella Rosaura, hija de Roselio, señor de una aldea que a la nuestra está vecina, y no sé qué pueda ser la causa que la haya movido a ponerse en tan estraño traje y a dejar su tierra, cosas que tan en perjuicio de su honestidad se declaran. Mas, ¡ay desdichada! -añadió Teolinda-, que el caballero que con ella está es Grisaldo, hijo mayor del rico Laurencio, que junto a esta vuestra aldea tiene otras dos suyas.
-Verdad dices, Teolinda -respondió Galatea-, que yo le conozco; pero calla y sosiégate, que presto veremos con qué intento ha sido aquí su venida.
Quietóse con esto Teolinda, y con atención se puso a mirar lo que Rosaura hacía, la cual, llegándose al caballero, que de edad de veinte años parecía, con voz turbada y airado semblante, le comenzó a decir:
-En parte estamos, fementido caballero, donde podré tomar de tu desamor y descuido la deseada venganza. Pero, aunque yo la tomase de ti tal que la vida te costase, poca recompensa sería al daño que me tienes hecho. Vesme aquí, desconocido Grisaldo, desconoscida por conoscerte; ves aquí que ha mudado el traje por buscarte la que nunca mudó la voluntad de quererte. Considera, ingrato y desamorado, que la que apenas en su casa y con sus criadas sabía mover el paso, agora por tu causa anda de valle en valle y de sierra en sierra con tanta soledad buscando tu compañía.
Todas estas razones que la bella Rosaura decía las escuchaba el caballero con los ojos hincados en el suelo y haciendo rayas en la tierra con la punta de un cuchillo de monte que en la mano tenía. Pero, no contenta Rosaura con lo dicho, con semejantes palabras prosiguió su plática:
-Dime: ¿conoces, por ventura, conoces, Grisaldo, que yo soy aquélla que no ha mucho tiempo que enjugó tus lágrimas, atajó tus sospiros, remedió tus penas, y sobre todo, la que creyó tus palabras? ¿O, por suerte, entiendes tú que eres aquél a quien parecían cortos y de ninguna fuerza todos los juramentos que imaginarse podían, para asegurarme la verdad con que me engañabas? ¿Eres tú, acaso, Grisaldo, aquél cuyas infinitas lágrimas ablandaron la dureza del honesto corazón mío? Tú eres, que ya te veo, y yo soy, que ya me conozco. Pero si tú eres Grisaldo, el que yo creo, y yo soy Rosaura, la que tú imaginas, cúmpleme la palabra que me diste; darte he yo la promesa que nunca te he negado. Hanme dicho que te casas con Leopersia, la hija de Marcelio, tan a gusto tuyo que eres tú mesmo el que la procuras; si esta nueva me ha dado pesadumbre, bien se puede ver por lo que he hecho por venir a estorbar el cumplimiento della; y si tú la puedes hacer verdadera, a tu consciencia lo dejo. ¿Qué respondes a esto, enemigo mortal de mi descanso? ¿Otorgas, por ventura, callando, lo que por el pensamiento sería justo que no te pasase? Alza los ojos ya y ponlos en estos que por su mal te miraron; levántalos y mira a quién engañas, a quién dejas y a quién olvidas. Verás que engañas, si bien lo consideras, a la que siempre te trató verdades, dejas a quien ha dejado a su honra y a sí mesma por seguirte, olvidas a la que jamás te apartó de su memoria. Considera, Grisaldo, que en nobleza no te debo nada, y que en riqueza no te soy desigual, y que te aventajo en la bondad del ánimo y en la firmeza de la fe. Cúmpleme, señor, la que me diste, si te precias de caballero y no te desprecias de cristiano. Mira que si no correspondes a lo que me debes, que rogaré al cielo que te castigue, al fuego que te consuma, al aire que te falte, al agua que te anegue, a la tierra que no te sufra, y a mis parientes que me venguen. Mira que si faltas a la obligación que me tienes, que has de tener en mí una perpetua turbadora de tus gustos en cuanto la vida me durare; y aun después de muerta, si ser pudiere, con continuas sombras espantaré tu fementido espíritu, y con espantosas visiones atormentaré tus engañadores ojos. Advierte que no pido sino lo que es mío, y que tú ganas en darlo lo que en negarlo pierdes. Mueve agora tu lengua para desengañarme de cuantas la has movido para ofenderme.
Calló diciendo esto la hermosa dama, y estuvo un poco esperando a ver lo que Grisaldo respondía; el cual, levantando el rostro, que hasta allí inclinado había tenido, encendido con la vergüenza que las razones de Rosaura le habían causado, con sosegada voz le respondió desta manera:
-Si yo quisiese negar, ¡oh Rosaura!, que no te soy deudor de más de lo que dices, negaría asimesmo que la luz del sol no es clara, y aun diría que el fuego es frío y el aire duro. Así que, en esta parte confieso lo que te debo, y que estoy obligado a la paga. Pero, que yo confiese que puedo pagarte como quieres, es imposible, porque el mandamiento de mi padre lo ha prohibido y tu riguroso desdén imposibilitado; y no quiero en esta verdad poner otro testigo que a ti mesma, como a quien tan bien sabe cuántas veces y con cuántas lágrimas rogué que me aceptases por esposo, y que fueses servida que yo cumpliese la palabra que de serlo te había dado. Y tú, por las causas que te imaginaste, o por parecerte ser bien corresponder a las vanas promesas de Artandro, jamás quisiste que a tal ejecución se llegase; antes, de día en día me ibas entretiniendo y haciendo pruebas de mi firmeza, pudiendo asegurarla de todo punto con admitirme por tuyo. También sabes, Rosaura, el deseo que mi padre tenía de ponerme en estado y la priesa que daba a ello, trayendo los ricos honrosos casamientos que tú sabes, y cómo yo con mil escusas me apartaba de sus importunaciones, dándotelas siempre a ti para que no dilatases más lo que tanto a ti convenía y yo deseaba; y que al cabo de todo esto, te dije un día que la voluntad de mi padre era que yo con Leopersia me casase; y tú, en oyendo el nombre de Leopersia, con una furia desesperada me dijiste que más no te hablase, y que me casase norabuena con Leopersia o con quien más gusto me diese. Sabes también que te persuadí muchas veces que dejases aquellos celosos devaneos, que yo era tuyo, y no de Leopersia, y que jamás quisiste admitir mis disculpas ni condescender con mis ruegos; antes, perseverando en tu obstinación y dureza, y en favorescer a Artandro, me enviaste a decir que te daría gusto en que jamás te viese. Yo hice lo que me mandaste, y, por no tener ocasión de quebrar tu mandamiento, viendo también que cumplía el de mi padre, determiné de desposarme con Leopersia, o, a lo menos, desposaréme mañana, que así está concertado entre sus parientes y los míos; porque veas, Rosaura, cuán disculpado estoy de la culpa que me pones, y cuán tarde has tú venido en conoscimiento de la sinrazón que conmigo usabas. Mas, porque no me juzgues de aquí adelante por tan ingrato como en tu imaginación me tienes pintado, mira bien si hay algo en que yo pueda satisfacer tu voluntad, que, como no sea casarme contigo, aventuraré por servirte la hacienda, la vida y la honra.
En tanto que estas palabras Grisaldo decía, tenía la hermosa Rosaura los ojos clavados en su rostro, vertiendo por ellos tantas lágrimas que daban bien a entender el dolor que en el alma sentía; pero, viendo ella que Grisaldo callaba, dando un profundo y doloroso sospiro, le dijo:
-Como no puede caber en tus verdes años tener, ¡oh Grisaldo!, larga y conoscida experiencia de los infinitos accidentes amorosos, no me maravillo que un pequeño desdén mío te haya puesto en la libertad que publicas; pero si tú conoscieras que los celosos temores son espuelas que hacen salir al amor de su paso, vieras claramente que los que yo tuve de Leopersia, en que yo más te quisiese redundaban. Mas, como tú tratabas tan de pasatiempo mis cosas, con la menor ocasión que te imaginaste, descubriste el poco amor de tu pecho, y confirmaste las verdaderas sospechas mías, y en tal manera, que me dices que mañana te casas con Leopersia. Pero yo te certifico que, antes que a ella lleves al tálamo, me has de llevar a mí a la sepoltura, si ya no eres tan cruel que niegues de darla al cuerpo de cuya alma fuiste siempre señor absoluto. Y, porque claro conozcas y veas que la que perdió por ti su honestidad y puso en detrimento su honra tendrá en poco perder la vida, este agudo puñal que aquí traigo pondrá en efecto mi desesperado y honroso intento, y será testigo de la crueldad que en ese tu fementido pecho encierras.
Y, diciendo esto, sacó del seno una desnuda daga, y con gran celeridad se iba a pasar el corazón con ella, si con mayor presteza Grisaldo no le tuviera el brazo y la rebozada pastora, su compañera, no aguijara a abrazarse con ella. Gran rato estuvieron Grisaldo y la pastora primero que quitasen a Rosaura la daga de las manos, la cual a Grisaldo decía:
-¡Déjame, traidor enemigo, acabar de una vez la tragedia de mi vida, sin que tantas tu desamorado desdén me haga probar la muerte!
-Esa no gustarás tú por mi ocasión -replicó Grisaldo-, pues quiero que mi padre falte antes la palabra que por mí a Leopersia tiene dada, que faltar yo un punto a lo que conozco que te debo. Sosiega el pecho, Rosaura, pues te aseguro que este mío no sabrá desear otra cosa que la que fuere de tu contento.
Con estas enamoradas razones de Grisaldo resucitó Rosaura de la muerte de su tristeza a la vida de su alegría, y, sin cesar de llorar, se hincó de rodillas ante Grisaldo, pidiéndole las manos en señal de la merced que le hacía. Grisaldo hizo lo mesmo, y, echándole los brazos al cuello, estuvieron gran rato sin poderse hablar el uno al otro palabra, derramando entrambos cantidad de amorosas lágrimas. La pastora arrebozada, viendo el feliz suceso de su compañera, fatigada del cansancio que había tomado en ayudar a quitar la daga a Rosaura, no pudiendo más sufrir el velo, se le quitó, descubriendo un rostro tan parescido al de Teolinda, que quedaron admiradas de verle Galatea y Florisa; pero más lo fue Teolinda, pues sin poderlo disimular, alzó la voz, diciendo:
-¡Oh cielos!, y ¿qué es lo que veo? ¿No es, por ventura, ésta mi hermana Leonarda, la turbadora de mi reposo? Ella es, sin duda alguna.
Y, sin más detenerse, salió de donde estaba, y con ella Galatea y Florisa. Y, como la otra pastora viese a Teolinda, luego la conosció, y con abiertos brazos se fueron la una a la otra, admiradas de haberse hallado en tal lugar y en tal sazón y coyuntura. Viendo, pues, Grisaldo y Rosaura lo que Leonarda con Teolinda hacía, y que habían sido descubiertos de las pastoras Galatea y Florisa, con no poca vergüenza de que los hubiesen hallado de aquella suerte, se levantaron, y, limpiándose las lágrimas, con disimulación y comedimiento rescibieron a las pastoras, que luego de Grisaldo fueron conoscidas. Mas, la discreta Galatea, por volver en siguridad el disgusto que, quizá, de su vista los dos enamorados habían recibido, con aquel donaire con que ella todas las cosas decía, les dijo:
-No os pese de nuestra venida, venturosos Grisaldo y Rosaura, pues sólo servirá de acrescentar vuestro contento, pues se ha comunicado con quien siempre le tendrá en serviros. Nuestra ventura ha ordenado que os viésemos, y en parte donde ninguna se nos ha encubierto de vuestros pensamientos; y, pues el cielo los ha traído a término tan dichoso, en satisfación dello, asegurad vuestros pechos y perdonad nuestro atrevimiento.
-Nunca tu presencia, hermosa Galatea -respondió Grisaldo-, dejó de dar gusto doquiera que estuviese; y, siendo esta verdad tan conoscida, antes quedamos en obligación a tu vista que con desabrimiento de tu llegada.
Con éstas, pasaron otras algunas comedidas razones, harto diferentes de las que entre Leonarda y Teo linda pasaban, las cuales, después de haberse abrazado una y dos veces, con tiernas palabras mezcladas con amorosas lágrimas, la cuenta de su vida se demandaban, tiniendo suspensos mirándolas a todos los que allí estaban, porque se parescían tanto que casi no se podían decir semejantes, sino una mesma cosa; y si no fuera porque el traje de Teolinda era diferente del de Leonarda, sin duda alguna que Galatea y Florisa no supieran diferenciallas; y entonces vieron con cuánta razón Artidoro se había engañado en pensar que Leonarda Teolinda fuese. Mas, viendo Florisa que el sol estaba hacia la mitad del cielo, y que sería bien buscar alguna sombra que de sus rayos las defendiese, o, a lo menos, volverse a la aldea, pues, faltándoles la ocasión de apascentar sus ovejas, no debían estarse tanto en el prado, dijo a Teolinda y a Leonarda:
-Tiempo habrá, pastoras, donde con más comodidad podáis satisfacer nuestros deseos y daros más larga cuenta de vuestros pensamientos, y por agora busquemos a do pasar el rigor de la siesta que nos amenaza: o en una fresca fuente que está a la salida del valle que atrás dejamos, o tornándonos a la aldea, donde será Leonarda tratada con la voluntad que tú, Teolinda, de Galatea y de mí conoces. Y si a vosotras, pastoras, hago sólo este ofrecimiento, no es porque me olvide de Grisaldo y Rosaura, sino porque me parece que a su valor y merescimiento no puedo ofrecerles más del deseo.
-Ése no faltará en mí mientras la vida me durare -respondió Grisaldo-, de hacer, pastora, lo que fuere en tu servicio, pues no se debe pagar con menos la voluntad que nos muestras. Mas, por parecerme que será bien hacer lo que dices, y por tener entendido que no ignoráis lo que entre mí y Rosaura ha pasado, no quiero deteneros ni detenerme en referirlo. Sólo os ruego seáis servidas de llevar a Rosaura en vuestra compañía a vuestra aldea, en tanto que yo aparejo en la mía algunas cosas que son necesarias para concluir lo que nuestros corazones desean. Y, porque Rosaura quede libre de sospecha, y no la pueda tener jamás de la fe de mi pensamiento, con voluntad considerada mía, siendo vosotras testigos della, le doy la mano de ser su verdadero esposo.
Y, diciendo esto, tendió la suya y tomó la de la bella Rosaura. Y ella quedó tan fuera de sí de ver lo que Grisaldo hacía, que apenas pudo responderle palabra, sino que se dejó tomar la mano; y, de allí a un pequeño espacio, dijo:
-A términos me había traído el amor, Grisaldo, señor mío, que con menos que por mí hicieras, te quedara perpetuamente obligada; pero, pues tú has querido corresponder antes a ser quien eres que no a mi merescimiento, haré yo lo que en mí es, que es darte de nuevo el alma, en recompensa deste beneficio; y después, el cielo de tan agradescida voluntad te dé la paga.
-No más -dijo a esta sazón Galatea-, no más, señores, que adonde andan las obras tan verdaderas, no han de tener lugar los demasiados comedimientos. Lo que resta es rogar al cielo que traiga a dichoso fin estos principios, y que en larga y saludable paz gocéis vuestros amores. Y en lo que dices, Grisaldo, que Rosaura venga a nuestra aldea, es tanta la merced que en ello nos haces, que nosotras mesmas te lo suplicamos.
-De tan buena gana iré en vuestra compañía -dijo Rosaura-, que no sé con qué la encarezca más que con deciros que no sentiré mucho el ausencia de Grisaldo, estando en vuestra compañía.
-Pues, ¡ea! -dijo Florisa-, que el aldea es lejos y el sol mucho, y nuestra tardanza de volver a ella notada. Vos, señor Grisaldo, podéis ir a hacer lo que os conviniere, que en casa de Galatea hallaréis a Rosaura, y a éstas, una pastora, que no merescen ser llamadas dos las que tanto se parecen.
-Sea como queréis -dijo Grisaldo.
Y, tomando a Rosaura de la mano, se salieron todos del bosque, quedando concertado entre ellos que otro día enviaría Grisaldo un pastor, de los muchos de su padre, a avisar a Rosaura de lo que había de hacer; y que, enviando aquel pastor, sin ser notado, podría hablar a Galatea o a Florisa, y dar la orden que más conviniese. A todas pareció bien este concierto; y, habiendo salido del bosque, vio Grisaldo que le estaba esperando su criado con el caballo; y, abrazando de nuevo a Rosaura y despidiéndose de las pastoras, se fue acompañado de lágrimas y de los ojos de Rosaura, que nunca dél se apartaron hasta que le perdieron de vista. Como las pastoras solas quedaron, luego Teolinda se apartó con Leonarda, con deseo de saber la causa de su venida; y Rosaura asimesmo fue contando a Galatea y Florisa la ocasión que la había movido a tomar el hábito de pastora y a venir a buscar a Grisaldo, diciendo:
-«No os causara admiración, hermosas pastoras, el verme a mí en este traje, si supiérades hasta dó se estiende la poderosa fuerza de amor, la cual no sólo hace mudar el vestido a los que bien quieren, sino la voluntad y el alma de la manera que más es de su gusto; y hubiera yo perdido el mío eternamente si de la invención deste traje no me hubiera aprovechado, porque sabréis, amigas, que, estando yo en el aldea de Leonarda, de quien mi padre es señor, vino a ella Grisaldo con intención de estarse allí algunos días ocupado en el sabroso ejercicio de la caza; y, por ser mi padre muy amigo del suyo, ordenó de hospedarle en casa y de hacerle todos los regalos que pudiese. Hízolo así; y la venida de Grisaldo a mi casa fue para sacarme a mí della, porque, en efecto, aunque sea a costa de mi vergüenza, os habré de decir que la vista, la conversación, el valor de Grisaldo, hicieron tal impresión en mi alma que, sin saber cómo, a pocos días que él allí estuvo, yo no estuve más en mí, ni quise ni pude estar sin hacerle señor de mi libertad; pero no fue tan arrebatadamente que primero no estuviese satisfecha que la voluntad de Grisaldo de la mía un punto no discrepaba, según él me lo dio a entender con muchas y muy verdaderas señales. Enterada, pues, yo en esta verdad, y viendo cuán bien me estaba tener a Grisaldo por esposo, vine a condescender con sus deseos y a poner en efecto los míos. Y así, con la intercesión de una doncella mía, en un apartado corredor nos vimos Grisaldo y yo muchas veces, sin que nuestra estada solos a más se estendiese que a vernos y a darme él la palabra que hoy con más fuerza delante de vosotras me ha tornado a dar.
»Ordenó, pues, mi triste ventura, que en el tiempo que yo de tan dulce estado gozaba, vino asimesmo a visitar a mi padre un valeroso caballero aragonés que Artandro se llama, el cual, vencido, a lo que él mostró, de mi hermosura -si alguna tengo-, con grandísima solicitud procuró que yo con él me casase sin que mi padre lo supiese. Había en este medio procurado Grisaldo traer a efecto su propósito, y, mostrándome yo algo más dura de lo que fuera menester, le iba entretiniendo con palabras, con intención que mi padre saliese al camino de casarme, y que entonces Grisaldo me pidiese por esposa; pero no quería él hacer esto, porque sabía que la voluntad de su padre era casarle con la rica y hermosa Leopersia, que bien debéis conocerla por la fama de su riqueza y hermosura. Vino esto a mi noticia, y tomé ocasión de pedirle celos, aunque fingidos, sólo por hacer prueba de la entereza de su fe, y fui tan descuidada, o por mejor decir, tan simple, que, pensando que granjeaba algo en ello, comencé a hacer algunos favores a Artandro, lo cual visto por Grisaldo, muchas veces me significó la pena que rescibía de lo que yo con Artandro pasaba; y aun me avisó que, si no era mi voluntad de que él me cumpliese la palabra que me había dado, que no podía dejar de obedecer a la de su padre. A todas estas amonestaciones y avisos respondí yo sin ninguno, llena de soberbia y arrogancia, confiada en que los lazos que mi hermosura habían echado al alma de Grisaldo no podían tan fácilmente ser rompidos ni aun tocados de otra cualquier belleza. Mas salíome tan al revés mi confianza como me lo mostró presto Grisaldo, el cual, cansado de mis necios y esquivos desdenes, tuvo por bien de dejarme y venir obediente al mandado de su padre. Pero, apenas se hubo él partido de mi aldea y apartado de mi presencia, cuando yo conocí el error en que había caído, y con tanto ahínco me comenzó a fatigar el ausencia de Grisaldo y los celos de Leopersia, que el ausencia dél me acababa y los celos della me consumían.
»Considerando, pues, que si mi remedio se dilataba, había de dejar por fuerza en las manos del dolor la vida, determiné de aventurar a perder lo menos, que a mi parecer era la fama, por ganar lo más, que es a Grisaldo. Y así, con escusa que di a mi padre de ir a ver una tía mía, señora de otra aldea a la nuestra cercana, salí de mi casa acompañada de muchos criados de mi padre; y, llegada en casa de mi tía, le descubrí todo el secreto de mi pensamiento, y le rogué fuese servida de que yo me pusiese en este hábito y viniese a hablar a Grisaldo, certificándole que si yo mesma no venía, que tendrían mal suceso mis negocios. Ella me lo concedió, con condición que trujese a Leonarda conmigo, como persona de quien ella mucho se fiaba; y, enviando por ella a nuestra aldea, y acomodándome destos vestidos, y advirtiéndonos de algunas cosas que las dos habíamos de hacer, nos despedimos della habrá ocho días; y, habiendo seis que llegamos a la aldea de Grisaldo, jamás hemos podido hallar lugar de hablarle a solas, como yo deseaba, hasta esta mañana que supe que venía a caza, y le aguardé en el mesmo lugar adonde él se despidió. Y he pasado con él todo lo que vosotras, amigas, habéis visto, del cual venturoso suceso quedo tan contenta cuanto es razón lo quede la que tanto lo deseaba.» Esta es, pastoras, la historia de mi vida, y si os he cansado en contárosla, echad la culpa al deseo que teníades de saberla, y al mío, que no pudo hacer menos de satisfaceros.
-Antes quedamos tan obligadas -respondió Florisa- a la merced que nos has hecho que, aunque siempre nos ocupemos en servirla, no saldremos de la deuda.
-Yo soy la que quedo en ella -replicó Rosaura-, y la que procuraré pagarla como mis fuerzas alcanzaren. Pero, dejando esto aparte, volved los ojos, pastoras, y veréis los de Teolinda y Leonarda tan llenos de lágrimas que moverán a los vuestros a no dejar de acompañarlos en ellas.
Volvieron Galatea y Florisa a mirarlas, y vieron ser verdad lo que Rosaura decía; y lo que el llanto de las dos hermanas causaba era que, después de haberle dicho Leonarda a su hermana todo lo que Rosaura había contado a Galatea y a Florisa, le dijo:
-«Sabrás, hermana, que así como tú faltaste de nuestra aldea, se imaginó que te había llevado el pastor Artidoro, que aquel mesmo día faltó él también, sin que de nadie se despidiera. Confirmé yo esta opinión en mis padres, porque les conté lo que con Artidoro había pasado en la floresta. Con este indicio cresció la sospecha, y mi padre procuraba venir en tu busca y de Artidoro, y en efecto lo pusiera por obra si de allí a dos días no viniera a nuestra aldea un pastor que, al momento que fue visto, todos le tuvieron por Artidoro. Llegando estas nuevas a mi padre de que allí estaba el robador tuyo, luego vino con la justicia adonde el pastor estaba, al cual le preguntaron si te conoscía, o adónde te había llevado. El pastor negó con juramento que en toda su vida te había visto, ni sabía qué era lo que le preguntaban. Todos los que estaban presentes se maravillaron de ver que el pastor negaba conocerte, habiendo estado diez días en el pueblo, y hablado y bailado contigo muchas veces, y sin duda alguna creyeron todos que Artidoro era culpado en lo que se le imputaba; y, sin querer admitir disculpa suya ni escucharle palabra, le llevaron a la prisión, donde estuvo algunos días sin que ninguno le hablase, al cabo de los cuales, yéndole a tomar su confisión, tornó a jurar que no te conoscía y que en toda su vida había estado más de aquella vez en nuestra aldea, y que mirasen -y esto otras veces lo había dicho- que aquel Artidoro que ellos pensaban ser él, por ventura no fuese un hermano suyo que le parecía en tanto estremo, como descubriría la verdad cuando les mostrase que se habían engañado tiniendo a él por Artidoro, porque él se llamaba Galercio, hijo de Briseno, natural de la aldea de Grisaldo. Y, en efecto, tantas demonstraciones dio y tantas pruebas hizo, que conocieron claramente todos que él no era Artidoro, de que quedaron más admirados; y decían que tal maravilla como la de parecernos yo a ti, y Galercio a Artidoro, no se había visto en el mundo.
»Esto que de Galercio se publicaba me movió a ir a verle muchas veces a do estaba preso; y fue la vista de suerte que quedé sin ella, a lo menos para mirar cosas que me den gusto en tanto que a Galercio no viere. Pero lo que más mal hay en esto, hermana, es que él se fue de la aldea sin que supiese que llevaba consigo mi libertad, ni yo tuve lugar jamás de decírselo; y así, me quedé con la pena que imaginarse puede, hasta que la tía de Rosaura me envió a pedir a mi padre por algunos días, todo a fin de venir a acompañar a Rosaura, de lo que recebí summo contento, por saber que veníamos a la aldea de Galercio y que allí le podría hacer sabidor de la deuda en que me estaba. Pero he sido tan corta de ventura que ha cuatro días que estamos en su aldea y nunca le he visto, aunque he preguntado por él, y me dicen que está en el campo con su ganado. He preguntado también por Artidoro, y hanme dicho que de unos días a esta parte no parece en el aldea; y, por no apartarme de Rosaura, no he tenido lugar de ir a buscar a Galercio, del cual podría ser saber nuevas de Artidoro.» Esto es lo que a mí me ha sucedido, y lo demás que has visto, con Grisaldo, después que faltas, hermana, del aldea.
Admirada quedó Teolinda de lo que su hermana le contaba; pero, cuando llegó a saber que en el aldea de Artidoro no se sabía dél nueva alguna, no pudo tener las lágrimas, aunque en parte se consoló, creyendo que Galercio sabría nuevas de su hermano. Y así, determinó de ir otro día a buscar a Galercio, doquiera que estuviese. Y, habiéndole contado con la más brevedad que pudo a Leonarda todo lo que le había sucedido después que en busca de Artidoro andaba, abrazándola otra vez, se volvió adonde las pastoras estaban, que, un poco desviadas del camino, iban por entre unos árboles, que del calor del sol un poco las defendían. Y, en llegando a ellas, Teolinda les contó todo lo que su hermana le había dicho, con el suceso de sus amores y la semejanza de Galercio y Artidoro, de que no poco se admiraron, aunque dijo Galatea:
-Quien vee la semejanza tan estraña que hay entre ti, Teolinda, y tu hermana, no tiene de qué maravillarse aunque otras vea, pues ninguna, a lo que yo creo, a la vuestra iguala.
-No hay duda -respondió Leonarda- sino que la que hay entre Artidoro y Galercio es tanta que, si a la nuestra no excede, a lo menos en ninguna cosa se queda atrás.
-Quiera el cielo -dijo Florisa-, que así como los cuatro os semejáis unos a otros, así os acomodéis y parezcáis en la ventura, siendo tan buena la que la fortuna conceda a vuestros deseos, que todo el mundo envidie vuestros contentos, como admira vuestras semejanzas.
Replicara a estas razones Teolinda, si no lo estorbara una voz que oyeron que dentre los árboles salía; y, parándose todas a escucharla, luego conoscieron ser del pastor Lauso, de que Galatea y Florisa grande contento rescibieron, porque en estremo deseaban saber de quién andaba Lauso enamorado, y creyeron que desta duda las sacaría lo que el pastor cantase. Y, por esta ocasión, sin moverse de donde estaban, con grandísimo silencio le escucharon. Estaba el pastor sentado al pie de un verde sauce, acompañado de solos sus pensamientos y de un pequeño rabel, al son del cual desta manera cantaba:
LAUSO
Si yo dijere el bien del pensamiento,
en mal se vuelva cuanto bien poseo;
que no es para decirse el bien que siento.
De mí mesmo se encubra mi deseo,
enmudezca la lengua en esta parte 5
y en el silencio ponga su trofeo.
Pare aquí el artificio, cese el arte
de exagerar el gusto qu’en un alma
con mano liberal amor reparte.
Baste decir que en sosegada calma 10
paso el mar amoroso, confiado
de honesto triunfo y vencedera palma.
Sin saberse la causa, lo causado
se sepa; que es un bien tan sin medida
que sólo para el alma es reservado. 15
Ya tengo nuevo ser, ya tengo vida,
ya puedo cobrar nombre en todo el suelo
de ilustre y clara fama conoscida;
qu’el limpio intento, al amoroso celo
que encierra el pecho enamorado mío, 20
alzarme puede al más subido cielo.
En ti, Silena, espero; en ti confío,
Silena, gloria de mi pensamiento,
norte por quien se rige mi albedrío.
Espero qu’el sin par entendimiento 25
tuyo levantes a entender que valgo
por fe lo que no está en merescimiento.
Confío que tendrás, pastora, en algo,
después de hacerte cierta la experiencia,
la sana voluntad de un pecho hidalgo. 30
¿Qué bienes no asegura tu presencia?
¿Qué males no destierra? ¿Y quién sin ella
sufrirá un punto la terrible ausencia?
¡Oh, más que la belleza misma bella,
más que la propria discreción discreta, 35
sol a mis ojos y a mi mar estrella!
No la que fue de la nombrada Creta
robada por el falso hermoso toro
igualó a tu hermosura tan perfecta;
ni aquella que en sus faldas granos de oro 40
sintió llover, por quien después no pudo
guardar el virginal rico tesoro;
ni aquella que con brazo airado y crudo,
en la sangre castísima del pecho
tiñó el puñal, en su limpieza, agudo; 45
ni aquella que a furor movió y despecho
contra Troya los griegos corazones,
por quien fue el Ilión roto y desecho;
ni la que los latinos escuadrones
hizo mover contra la teucra gente, 50
a quien Juno causó tantas pasiones;
ni menos la que tiene diferente
fama de la entereza y el trofeo
con que su honestidad guardó excelente:
digo de aquella que lloró a Siqueo, 55
del mantuano Títiro notada
de vano antojo y no cabal deseo;
no en cuantas tuvo hermosas la pasada
edad, ni la presente tiene agora,
ni en la de por venir será hallada 60
quien llegase ni llegue a mi pastora
en valor, en saber, en hermosura,
en merecer del mundo ser señora.
¡Dichoso aquél que con firmeza pura
fuere de ti, Silena, bien querido, 65
sin gustar de los celos la amargura!
¡Amor, que a tanta alteza me has subido,
no me derribes con pesada mano
a la bajeza escura del olvido!
¡Sé conmigo señor, y no tirano! 70
No cantó más el enamorado pastor, ni por lo que cantado había pudieron las pastoras venir en conocimiento de lo que deseaban; que, puesto que Lauso nombró a Silena en su canto, por este nombre no fue la pastora conoscida. Y así, imaginaron que, como Lauso había andado por muchas partes de España y aun de toda la Asia y Europa, que alguna pastora forastera sería la que había rendido la libre voluntad suya. Mas, volviendo a considerar que le habían visto pocos días atrás triunfar de la libertad y hacer burla de los enamorados, sin duda alguna creyeron que con disfrazado nombre celebraba alguna conocida pastora a quien había hecho señora de sus pensamientos. Y así, sin satisfacerse en su sospecha, se fueron hacia el aldea, dejando al pastor en el mesmo lugar do se estaba. Mas no hubieron andado mucho, cuando vieron venir de lejos algunos pastores, que luego fueron conoscidos, porque eran Tirsi, Damón, Elicio, Erastro, Arsindo, Francenio, Crisio, Orompo, Daranio, Orfinio y Marsilo, con todos los más principales pastores de la aldea, y entre ellos el desamorado Lenio, con el lastimado Silerio, los cuales salían a tener la siesta a la Fuente de las Pizarras, a la sombra que en aquel lugar hacían las entricadas ramas de los espesos y verdes árboles. Y, antes que los pastores llegasen, tuvieron cuidado Teolinda, Leonarda y Rosaura de rebozarse cada una con un blanco lienzo, porque de Tirsi y Damón no fuesen conocidas. Los pastores llegaron haciendo cortés rescibimiento a las pastoras, convidándolas que en su compañía la siesta pasar quisiesen; mas Galatea se escusó con decir que aquellas forasteras pastoras que con ella venían tenían necesidad de ir a la aldea. Con esto se despidió dellos, llevando tras sí las almas de Elicio y Erastro, y aun las encubiertas pastoras los deseos de conoscerlas de cuantos allí estaban.
Ellas se fueron al aldea y los pastores a la fresca fuente, pero, antes que allá llegasen, Silerio se despidió de todos, pidiendo licencia para volverse a su ermita; y, puesto que Tirsi, Damón, Elicio y Erastro le rogaron que por aquel día con ellos se quedase, jamás lo pudieron acabar con él, antes, abrazándolos a todos, se despidió, encargando y rogando a Erastro que no dejase de verle todas las veces que por su ermita pasase. Erastro se lo prometió; y con esto, torciendo el camino, acompañado de su continua pesadumbre, se volvió a la soledad de su ermita, dejando a los pastores no sin dolor de ver la estrecheza de vida que en tan verdes años había escogido; pero más se sentía entre aquellos que le conoscían y sabían la calidad y valor de su persona.
Llegados los pastores a la fuente, hallaron en ella a tres caballeros y a dos hermosas damas que de camino venían, y, fatigados del cansancio y convidados del ameno y fresco lugar, les pareció ser bien dejar el camino que llevaban y pasar allí las calurosas horas de la siesta. Venían con ellos algunos criados, de manera que, en su apariencia, mostraban ser personas de calidad. Quisieran los pastores, así como los vieron, dejarles el lugar desocupado, pero uno de los caballeros, que el principal parescía, viendo que los pastores de comedidos se querían ir a otra parte, les dijo:
-Si era, por ventura, vuestro contento, gallardos pastores, pasar la siesta en este deleitoso sitio, no os lo estorbe nuestra compañía; antes, nos haced merced de que con la vuestra augmentéis nuestro contento, pues no promete menos vuestra gentil dispusición y manera; y, siendo el lugar, como lo es, tan acomodado para mayor cantidad de gente, haréis agravio a mí y a estas damas si no venís en lo que yo en su nombre y el mío os pido.
-Con hacer, señor, lo que nos mandas -respondió Elicio-, cumpliremos nuestro deseo, que por agora no se estendía a más que venir a este lugar a pasar en él en buena conversación las enfadosas horas de la siesta; y, aunque fuera diferente nuestro intento, lo torciéramos sólo por hacer lo que pides.
-Obligado quedo -respondió el caballero- a muestras de tanta voluntad; y, para más certificarme y obligarme con ella, sentaos, pastores, alrededor desta fresca fuente, donde, con algunas cosas que estas damas traen para regalo del camino, podáis despertar la sed y mitigarla en las frescas aguas que esta clara fuente nos ofrece.
Todos lo hicieron así, obligados de su buen comedimiento. Hasta este punto, habían tenido las damas cubiertos los rostros con dos ricos antifaces; pero, viendo que los pastores se quedaban, se descubrieron, descubriendo una belleza tan estraña que en gran admiración puso a todos los que la vieron, pareciéndoles que, después de la de Galatea, no podía haber en la tierra otra que se igualase. Eran las dos damas igualmente hermosas, aunque la una dellas, que de más edad parescía, a la más pequeña en cierto donaire y brío se aventajaba. Sentados, pues, y acomodados todos, el segundo caballero, que hasta entonces ninguna cosa había hablado, dijo:
-Cuando me paro a considerar, agradables pastores, la ventaja que hace al cortesano y soberbio trato el pastoral y humilde vuestro, no puedo dejar de tener lástima a mí mesmo y a vosotros una honesta envidia.
-¿Por qué dices eso, amigo Darinto? -dijo el otro caballero.
-Dígolo, señor, -replicó estotro-, porque veo con cuánta curiosidad vos y yo, y los que siguen el trato nuestro, procuramos adornar las personas, sustentar los cuerpos y augmentar las haciendas, y cuán poco viene a lucirnos, pues la púrpura, el oro, el brocado que sobre nuestros cuerpos echamos, como los rostros están marchitos de los mal degiridos manjares, comidos a deshoras, y tan costosos como malgastados, ninguna cosa nos adornan, ni pulen, ni son parte para que más bien parezcamos a los ojos de quien nos mira. Todo lo cual puedes ver diferente en los que siguen el rústico ejercicio del campo, haciendo experiencia en los que tienes delante, los cuales podría ser, y aun es así, que se hubiesen sustentado y sustentan de manjares simples y en todo contrarios de la vana compostura de los nuestros; y, con todo eso, mira el moreno de sus rostros, que promete más entera salud que la blancura quebrada de los nuestros; y cuán bien les está a sus robustos y sueltos miembros un pellico de blanca lana, una caperuza parda y unas antiparas de cualquier color que sean; y con esto, a los ojos de sus pastoras, deben de parecer más hermosos que los bizarros cortesanos a los de las retiradas damas. ¿Qué te diría, pues, si quisiese, de la sencillez de su vida, de la llaneza de su condición y de la honestidad de sus amores? No te digo más, sino que conmigo puede tanto lo que de la vida pastoral conozco, que de buena gana trocaría la mía con ella.
-En deuda te estamos los pastores -dijo Elicio- por la buena opinión que de nosotros tienes; pero, con todo eso, te sé decir que hay en la rústica vida nuestra tantos resbaladeros y trabajos como se encierran en la cortesana vuestra.
-No podré yo dejar de venir en lo que dices, amigo -replicó Darinto-, porque ya se sabe bien que es una guerra nuestra vida sobre la tierra. Pero, en fin, en la pastoral hay menos que en la ciudadana, por estar más libre de ocasiones que alteren y desasosieguen el espíritu.
-Cuán bien se conforma con tu opinión, Darinto -dijo Damón-, la de un pastor amigo mío que Lauso se llama, el cual, después de haber gastado algunos años en cortesanos ejercicios y algunos otros en los trabajosos del duro Marte, al fin se ha reducido a la pobreza de nuestra rústica vida; y, antes que a ella viniese, mostró desearlo mucho, como parece por una canción que compuso y envió al famoso Larsileo, que en los negocios de la Corte tiene larga y ejercitada experiencia. Y, por haberme a mí parecido bien, la tomé toda en la memoria, y aun os la dijera si imaginara que a ello diera lugar el tiempo y a vosotros no os cansara el escucharla.
-Ninguna otra cosa nos dará más gusto que escucharte, discreto Damón -respondió Darinto, llamando a Damón por su nombre, que ya le sabía, por haberle oído nombrar a los otros pastores, sus amigos-; y así, yo de mi parte te ruego nos digas la canción de Lauso; que, pues ella es hecha, como dices, a mi propósito y tú la has tomado de memoria, imposible será que deje de ser buena.
Comenzaba Damón a arrepentirse de lo que había dicho y procuraba escusarse de lo prometido; mas, los caballeros y damas se lo rogaron tanto, y todos los pastores, que él no pudo escusar el decirla. Y así, habiéndose sosegado un poco, con gentil donaire y gracia, dijo desta manera:
DAMÓN
El vano imaginar de nuestra mente,
de mil contrarios vientos arrojada
acá y allá con curso presuroso;
la humana condición, flaca, doliente,
en caducos placeres ocupada, 5
do busca, sin hallarle, algún reposo;
el falso, el mentiroso
mundo, prometedor de alegres gustos;
la voz de sus sirenas,
mal escuchada apenas 10
cuando cambia su gusto en mil disgustos;
la Babilonia, el caos que miro y leo
en todo cuanto veo;
el cauteloso trato cortesano,
junto con mi deseo, 15
puesto han la pluma en la cansada mano.
Quisiera yo, señor, que allí llegara
do llega mi deseo, el corto vuelo
de mi grosera mal cortada pluma,
sólo para que luego se ocupara 20
en levantar el más subido vuelo
vuestra rara bondad y virtud summa.
Mas, ¿quién hay que presuma
echar sobre sus hombros tanta carga,
si no es un nuevo Adlante, 25
en fuerzas tan bastante
que poco el cielo le fatiga y carga?
Y aun le será forzoso que se ayude
y el grave peso mude
sobre los brazos de otro Alcides nuevo; 30
y, aunque se encorve y sude,
yo tal fatiga por descanso apruebo.
Ya que a mis fuerzas esto es imposible
y el inútil deseo doy por muestra
de lo que encierra el justo pensamiento, 35
veamos si, quizá, será posible
mover la flaca mal contenta diestra
a mostrar por enigma algún contento;
mas, tan sin fuerzas siento
mi fuerza en esto, que será forzoso 40
que apliquéis los oídos
a los tristes gemidos
de un desdeñado pecho congojoso,
a quien el fuego, el aire, el mar, la tierra
hacen contino guerra, 45
todos en su desdicha conjurados,
que se remata y cierra
con la corta ventura de sus hados.
Si esto no fuera, fácil cosa fuera
tender por la región del gusto el paso, 50
y reducir cien mil a la memoria,
pintando el monte, el río y la ribera
do amor, el hado, la fortuna y caso
rindieron a un pastor toda su gloria.
Mas desta dulce historia 55
el tiempo triunfa, y sólo queda della
una pequeña sombra,
que ahora espanta, asombra
al pensamiento que más piensa en ella:
condición propria de la humana suerte, 60
que el gusto nos convierte
en pocas horas en mortal disgusto,
y nadie habrá que acierte
en muchos años con un firme gusto.
Vuelva y revuelva; en alto suba o baje 65
el vano pensamiento al hondo abismo;
corra en un punto desde Tile a Batro,
qu’él dirá, cuanto más sude y trabaje,
y del término salga de sí mismo,
puesto en la esfera o en el cruel Baratro: 70
¡oh, una, y tres, y cuatro,
cinco, y seis y más veces venturoso
el simple ganadero,
que con un pobre apero
vive con más contento y más reposo 75
qu’el rico Craso o el avariento Mida,
pues con aquella vida
robusta, pastoral, sencilla y sana,
de todo punto olvida
esta mísera, falsa, cortesana! 80
En el rigor del erizado invierno,
al tronco entero de robusta encina,
de Vulcano abrazada, se calienta
y allí en sosiego trata del gobierno
mejor de su ganado, y determina 85
dar de sí al cielo no entricada cuenta.
Y cuando ya se ahuyenta
el encogido, estéril, yerto frío,
y el gran señor de Delo
abrasa el aire, el suelo, 90
en el margen sentado de algún río,
de verdes sauces y álamos cubierto,
con rústico concierto
suelta la voz o toca el caramillo,
y a veces se vee cierto 95
las aguas detenerse por oíllo.
Poco allí le fatiga el rostro grave
del privado, que muestra en apariencia
mandar allí do no es obedecido,
ni el alto exagerar con voz süave 100
del falso adulador, que en poca ausencia
muda opinión, señor, bando y partido;
ni el desdén sacudido
del sotil secretario le fatiga,
ni la altivez honrada 105
de la llave dorada,
ni de los varios príncipes la liga,
ni del manso ganado un punto parte,
porque el furor de Marte
a una y a otra parte suene airado, 110
regido por tal arte
que apenas su secuaz se ve medrado.
Reduce a poco espacio sus pisadas,
del alto monte al apacible llano,
desde la fresca fuente al claro río, 115
sin que, por ver las tierras apartadas,
las movibles campañas de Oceano
are con loco antiguo desvarío.
No le levanta el brío
saber qu’el gran monarca invicto vive 120
bien cerca de su aldea,
y, aunque su bien desea,
poco disgusto en no verle rescibe;
no como el ambicioso entremetido,
que con seso perdido 125
anda tras el favor, tras la privanza,
sin nunca haber teñido
en turca o en mora sangre espada o lanza.
No su semblante o su color se muda
porque mude color, mude semblante, 130
el señor a quien sirve, pues no tiene
señor que fuerce a que con lengua muda
siga, cual Clicie a su dorado amante,
el dulce o amargo gusto que le viene.
No le veréis que pene 135
de temor que un descuido, una nonada,
en el ingrato pecho
del señor el derecho
borre de sus servicios, y sea dada
de breve despedida la sentencia. 140
No muestra en apariencia
otro de lo que encierra el pecho sano;
que la rústica sciencia
no alcanza el falso trato cortesano.
¿Quién tendrá vida tal en menosprecio? 145
¿Quién no dirá que aquélla sola es vida
que al sosiego del alma se encamina?
El no tenerla el cortesano en precio
hace que su bondad sea conoscida
de quien aspira al bien y al mal declina. 150
¡Oh vida, do se afina
en soledad el gusto acompañado!
¡Oh pastoral bajeza,
más alta que la alteza
del cetro más subido y levantado! 155
¡Oh flores olorosas, oh sombríos
bosques, oh claros ríos!
¡Quién gozar os pudiera un breve tiempo,
sin que los males míos
turbasen tan honesto pasatiempo! 160
¡Canción, a parte vas do serán luego
conocidas tus faltas y tus sobras!
Mas di, si aliento cobras,
con rostro humilde enderezado a ruego:
«¡Señor, perdón, porque el que acá me envía, 165
en vos y en su deseo se confía!».
-Ésta es, señores, la canción de Lauso -dijo Damón en acabándola-, la cual fue tan celebrada de Lariseo, cuanto bien admitida de los que en aquel tiempo la vieron.
-Con razón lo puedes decir -respondió Darinto-, pues la verdad y artificio suyo es digno de justas alabanzas.
-Estas canciones son las de mi gusto -dijo a este punto el desamorado Lenio-, y no aquellas que a cada paso llegan a mis oídos, llenas de mil simples conceptos amorosos, tan mal dispuestos e intricados que osaré jurar que hay algunas que, ni las alcanza quien las oye, por discreto que sea, ni las entiende quien las hizo. Pero no menos fatigan otras que se enzarzan en dar alabanzas a Cupido y en exagerar su poder, su valor, sus maravillas y milagros, haciéndole señor del cielo y de la tierra, dándole otros mil atributos de potencia, de mando y señorío. Y lo que más me cansa de los que las hacen es que, cuando hablan de amor, entienden de un no sé quién que ellos llaman Cupido, que la mesma significación del nombre nos declara quién es él, que es un apetito sensual y vano, digno de todo vituperio.
Habló el desamorado Lenio, y en fin hubo de parar en decir mal de amor; pero, como todos los más que allí estaban conoscían su condición, no repararon mucho en sus razones, si no fue Erastro, que le dijo:
-¿Piensas, Lenio, por ventura, que siempre estás hablando con el simple Erastro, que no sabe contradecir tus opiniones ni responder a tus argumentos? Pues quiérote advertir que te será sano el callar por agora, o, a lo menos, tratar de otras cosas que de decir mal de amor, si ya no gustas que la discreción y sciencia de Tirsi y de Damón te alumbren de la ceguedad en que estás, y te muestren a la clara lo que ellos entienden y lo que tú debes entender del amor y de sus cosas.
-¿Qué me podrán ellos decir que yo no sepa? -dijo Lenio-. O ¿qué les podré yo replicar que ellos no ignoren?
-Soberbia es esa, Lenio -respondió Elicio-, y en ella muestras cuán fuera vas del camino de la verdad de amor, y que te riges más por el norte de tu parecer y antojo, que no por el que te debías regir, que es el de la verdad y experiencia.
-Antes por la mucha que yo tengo de sus obras -respondió Lenio-, le soy tan contrario como muestro y mostraré mientras la vida me durare.
-¿En qué fundas tu razón? -dijo Tirsi.
-¿En qué, pastor? -respondió Lenio-. En que, por los efectos que hace, conozco cuán mala es la causa que los produce.
-¿Cuáles son los efectos de amor que tú tienes por tan malos? -replicó Tirsi.
-Yo te los diré, si con atención me escuchas -dijo Lenio-; pero no querría que mi plática enfadase los oídos de los que están presentes, pudiendo pasar el tiempo en otra conversación de más gusto.
-Ninguna cosa habrá que sea más del nuestro -dijo Darinto- que oír tratar desta materia, especialmente entre personas que tan bien sabrán defender su opinión; y así, por mi parte, si la destos pastores no lo estorba, te ruego, Lenio, que sigas adelante la comenzada plática.
-Eso haré yo de buen grado -respondió Lenio-, porque pienso mostrar claramente en ella cuántas razones me fuerzan a seguir la opinión que sigo y a vituperar cualquiera otra que a la mía se opusiere.
-Comienza, pues, ¡oh Lenio! -dijo Damón-, que no estarás más en ella de cuanto mi compañero Tirsi descubra la suya.
A esta sazón, ya que Lenio se preparaba a decir los vituperios de amor, llegaron a la fuente el venerable Aurelio, padre de Galatea, con algunos pastores, y con él asimesmo venían Galatea y Florisa, con las tres rebozadas pastoras, Rosaura, Teolinda y Leonarda, a las cuales, habiéndolas topado a la entrada de la aldea y sabiendo dellas la junta de pastores que en la Fuente de las Pizarras quedaba, a ruego suyo las hizo volver, fiadas las forasteras pastoras en que, por sus rebozos, no serían de alguno conoscidas. Levantáronse todos a rescebir a Aurelio y a las pastoras, las cuales se sentaron con las damas, y Aurelio y los pastores con los demás pastores. Pero, cuando las damas vieron la singular belleza de Galatea, quedaron tan admiradas que no podían apartar los ojos de mirarla. No lo fue menos Galatea de la hermosura dellas, especialmente de la que de mayor edad parescía. Pasó entre ellas algunas palabras de comedimiento; pero todo cesó cuando supieron lo que entre el discreto Tirsi y el desamorado Lenio estaba concertado, de lo que se holgó infinito el venerable Aurelio, porque en estremo deseaba ver aquella junta y oír aquella disputa; y más entonces, donde tendría Lenio quien tan bien le supiese responder. Y así, sin más esperar, sentándose Lenio en un tronco de un desmochado olmo, con voz al principio baja y después sonora, desta manera comenzó a decir:
LENIO
-Ya casi adivino, valerosa y discreta compañía, cómo ya en vuestro entendimiento me vais juzgando por atrevido y temerario, pues con el poco ingenio y menos experiencia que puede prometer la rústica vida en que yo algún tiempo me he criado, quiero tomar contienda, en materia tan ardua como ésta, con el famoso Tirsi, cuya crianza en famosas academias y cuyos bien sabidos estudios no pueden asegurar en mi pretensión sino segura pérdida. Pero confiado que, a las veces, la fuerza del natural ingenio, adornado con algún tanto de experiencia, suele descubrir nuevas sendas con que facilitan las sciencias por largos años sabidas, quiero atreverme hoy a mostrar en público las razones que me han movido a ser tan enemigo de amor, que he merescido por ello alcanzar renombre de desamorado. Y, aunque otra cosa no me moviera a hacer esto sino vuestro mandamiento, no me escusara de hacerla; cuan to más, que no será pequeña la gloria que de aquí he de granjear, aunque pierda la empresa, pues al fin dirá la fama que tuve ánimo para competir con el nombrado Tirsi. Y así, con este presupuesto, sin querer ser favorescido si no es de la razón que tengo, a ella sola invoco y ruego dé tal fuerza a mis palabras y argumentos, que se muestre en ellas y en ellos la que tengo para ser tan enemigo del amor como publico. Es, pues, amor, según he oído decir a mis mayores, un deseo de belleza, y esta difinición le dan, entre otras muchas, los que en esta questión han llegado más al cabo. Pues, si se me concede que el amor es deseo de belleza, forzosamente se me ha conceder que, cual fuere la belleza que se amare, tal será el amor con que se ama. Y, porque la belleza es en dos maneras, corpórea a incorpórea, el amor que la belleza corporal amare como último fin suyo, este tal amor no puede ser bueno, y éste es el amor de quien yo soy enemigo. Pero, como la belleza corpórea se divide asimesmo en dos partes, que son en cuerpos vivos y en cuerpos muertos, también puede haber amor de belleza corporal que sea bueno. Muéstrase la una parte de la belleza corporal en cuerpos vivos de varones y de hembras, y ésta consiste en que todas las partes del cuerpo sean de por sí buenas, y que todas juntas hagan un todo perfecto y formen un cuerpo proporcionado de miembros y suavidad de colores. La otra belleza de la parte corporal no viva consiste en pinturas, estatuas, edificios, la cual belleza puede amarse sin que el amor con que se amare se vitupere. La belleza incorpórea se divide también en dos partes, en las virtudes y sciencias del ánima; y el amor que a la virtud se tiene, necesariamente ha de ser bueno, y ni más ni menos el que se tiene a las virtuosas sciencias y agradables estudios. Pues, como sean estas dos suertes de belleza la causa que engendra el amor en nuestros pechos, síguese que en el amar la una a la otra, consista ser el amor bueno o malo. Pero, como la belleza incorpórea se considera con los ojos del entendimiento, limpios y claros, y la belleza corpórea se mire con los ojos corporales, en comparación de los incorpóreos, turbios y ciegos, y, como sean más prestos los ojos del cuerpo a mirar la belleza presente corporal, que agrada, que no los del entendimiento a considerar la ausente incorpórea, que glorifica, síguese que más ordinariamente aman los mortales la caduca y mortal belleza, que los destruye, que no la singular y divina, que los mejora. Pues deste amor o desear la corporal belleza, han nascido, nascen y nascerán en el mundo asolación de ciudades, ruina de estados, destruición de imperios y muertes de amigos; y, cuando esto generalmente no suceda, ¿qué desdichas mayores, qué tormentos más graves, qué incendios, qué celos, qué penas, qué muertes puede imaginar el humano entendimiento que a las que padece el miserabre amante puedan compararse? Y es la causa desto que, como toda la felicidad del amante consista en gozar la belleza que desea, y esta belleza sea imposible poseerse y gozarse enteramente, aquel no poder llegar al fin que se desea, engendra en él los sos piros, las lágrimas, las quejas y desabrimientos. Pues, que sea verdad que la belleza de quien hablo no se puede gozar perfecta y enteramente, está manifiesto y claro, porque no está en mano del hombre gozar cumplidamente cosa que esté fuera dél y no sea toda suya; porque las estrañas, conoscida cosa es que están siempre debajo del arbitrio de la que llamamos fortuna y caso, y no en poder de nuestro albedrío. Y así, se concluye que, donde hay amor, hay dolor, y quien esto negase negaría asimesmo que el sol es claro y que el fuego abrasa. Mas, porque se venga con más facilidad en conocimiento de la amargura que amor encierra, por las pasiones del ánimo discurriendo se verá clara la verdad que sigo. Son, pues, las pasiones del ánimo, como mejor vosotros sabéis, discretos caballeros y pastores, cuatro generales, y no más: desear demasiado, alegrarse mucho, gran temor de las futuras miserias, gran dolor de las presentes calamidades; las cuales pasiones, por ser como vientos contrarios que la tranquilidad del ánima perturban, con más proprio vocablo, perturbaciones son llamadas. Y destas perturbaciones la primera es propria del amor, pues el amor no es otra cosa que deseo; y así, es el deseo principio y origen de do todas nuestras pasiones proceden, como cualquier arroyo de su fuente; y de aquí viene que todas las veces que el deseo de alguna cosa se enciende en nuestros corazones luego nos mueve a seguirla y a buscarla; y, buscándola y siguiéndola, a mil desordenados fines nos conduce. Este deseo es aquél que incita al hermano a procurar de la amada hermana los abominables abrazos, la madrastra del alnado, y lo que peor es, el mesmo padre de la propria hija. Este deseo es el que nuestros pensamientos a dolorosos peligros acarrea: ni aprovecha que le hagamos obstáculo con la razón, que, puesto que nuestro mal claramente conozcamos, no por eso sabemos retirarnos dél. Y no se contenta amor de tenernos a una sola voluntad atentos; antes, como del deseo de las cosas, como ya está dicho, todas las pasiones nascen, así, del primer deseo que nasce en nosotros, otros mil se derivan; y éstos son en los enamorados no menos diversos que infinitos. Y, aunque todas las más de las veces miren a un solo fin, con todo eso, como son diversos los objectos y diversa la fortuna de cada uno de los amadores, sin duda alguna, diversamente se desea. Hay algunos que, por llegar a alcanzar lo que desean, ponen toda su fuerza en una carrera, en la cual ¡oh cuántas y cuán duras cosas se encuentran, cuántas veces se cae, y cuántas agudas espinas atormentan sus pies, y cuántas veces primero se pierde la fuerza y el aliento, que den alcance a lo que procuran! Algunos otros hay que ya de la cosa amada son poseedores, y ninguna otra desean, ni piensan sino en mantenerse en aquel estado; y, tiniendo en esto sólo ocupados sus pensamientos, y en esto sólo todas sus obras y tiempo consumido, en la felicidad son míseros, en la riqueza pobres y en la ventura desventurados. Otros, que ya están fuera de la posesión de sus bienes, procuran tornar a ellos, usando para ello mil ruegos, mil promesas, mil condiciones, infinitas lágrimas, y al cabo, en estas miserias ocupándose, se ponen a términos de perder la vida. Mas no se ven estos tormentos en la entrada de los primeros deseos, porque entonces el engañoso amor nos muestra una senda por do entremos, al parecer ancha y espaciosa, la cual después poco a poco se va cerrando, de manera que para volver ni pasar adelante ningún camino se ofrece. Y así, engañados y atraídos los míseros amantes con una dulce y falsa risa, con un solo volver de ojos, con dos malformadas palabras que en sus pechos una falsa y flaca esperanza engendran, arrójanse luego a caminar tras ella, aguijados del deseo; y después, a poco trecho y a pocos días, hallando la senda de su remedio cerrada y el camino de su gusto impedido, acuden luego a regar su rostro con lágrimas, a turbar el aire con sospiros, a fatigar los oídos con lamentables quejas; y lo peor es que, si acaso con las lágrimas, con los sospiros y con las quejas no puede venir al fin de lo que desea, luego muda estilo y procura alcanzar por malos medios lo que por buenos no puede. De aquí nascen los odios, las iras, las muertes, así de amigos como de enemigos; por esta causa se han visto, y se veen a cada paso, que las tiernas y delicadas mujeres se ponen a hacer cosas tan estrañas y temerarias que aun sólo el imaginarlas pone espanto; por ésta se veen los sanctos y conyugales lechos de roja sangre bañados, ora de la triste mal advertida esposa, ora del incauto y descuidado marido. Por venir al fin deste deseo, es traidor el hermano al hermano, el padre al hijo y el amigo al amigo. Éste rompe enemistades, atropella respectos, traspasa leyes, olvida obligaciones y solicita parientas. Mas, porque claramente se vea cuánta es la miseria de los enamorados, ya se sabe que ningún apetito tiene tanta fuerza en nosotros, ni con tanto ímpetu al objecto propuesto nos lleva, como aquél que de las espuelas de amor es solicitado; y de aquí viene que ninguna alegría o contento pasa tanto del debido término, como aquélla del amante cuando viene a conseguir alguna cosa de las que desea. Y esto se vee porque, ¿qué persona habrá de juicio, si no es el amante, que tenga a summa felicidad un tocar la mano de su amada, una sortijuela suya, un breve amoroso volver de ojos y otras cosas semejantes, de tan poco momento cual las considera un entendimiento desapasionado? Y no por estos gustos tan colmados que, a su parecer, los amantes consiguen, se ha de decir que son felices y bienaventurados, porque no hay ningún contento suyo que no venga acompañado de innumerables disgustos y sinsabores, con que amor se los agua y turba, y nunca llegó gloria amorosa adonde llega y alcanza la pena. Y es tan mala el alegría de los amantes, que los saca fuera de sí mesmos, tornándolos descuidados y locos, porque, como ponen todo su intento y fuerzas en mantenerse en aquel gustoso estado que ellos se imaginan, de toda otra cosa se descuidan, de que no poco daño se les sigue, así de hacienda como de honra y vida, pues, a trueco de lo que he dicho, se hacen ellos mesmos esclavos de mil congojas y enemigos de sí proprios; pues que, cuando sucede que en medio de la carrera de sus gustos les toca el hierro frío de la pesada lanza de los celos, allí se les escurece el cielo, se les turba el aire y todos los elementos se les vuelven contrarios. No tienen entonces de quién esperar contento, pues no se le puede dar el conseguir el fin que desean; allí acude el temor contino, la desesperación ordinaria, las agudas sospechas, los pensamientos varios, la solicitud sin provecho, la falsa risa y el verdadero llanto, con otros mil estraños y terribles accidentes que le consumen y atierran. Todas las ocasiones de la cosa amada les fatigan: si mira, si ríe, si torna, si vuelve, si calla, si habla; y, finalmente, todas las gracias que le movieron a querer bien, son las mesmas que atormentan al amante celoso. ¿Y quién no sabe que si la ventura a manos llenas no favoresce a los amorosos principios, y con presta diligencia a dulce fin los conduce, cuán costosos le son al amante cualesquier otros medios que el desdichado pone para conseguir su intento? ¿Qué de lágrimas derrama, qué de sospiros esparce, cuántas cartas escribe, cuántas noches no duerme, cuántos y cuán contrarios pensamientos le combaten, cuántos recelos le fatigan y cuántos temores le sobresaltan? ¿Hay, por ventura, Tántalo que más fatiga tenga entre las aguas y el manzano puesto, que la que tiene el miserable amante entre el temor y la esperanza colocado? Son los servicios del amante no favorescido los cántaros de las hijas de Dánao, tan sin provecho derramados que jamás llegan a conseguir una mínima parte de su intento. ¿Hay águila que así destruya las entrañas de Ticio, como destruyen y roen los celos las del amante celoso? ¿Hay piedra que tanto cargue las espaldas de Sísifo, como carga el temor contino los pensamientos de los enamorados? ¿Hay rueda de Ixión que más presto se vuelva y atormente, que las prestas y varias imaginaciones de los temerosos amantes? ¿Hay Minos ni Radamanto que así castiguen y apremien las desdichadas condemnadas almas, como castiga y apremia el amor al enamorado pecho que al insufrible mando suyo está subjeto? No hay cruda Megera, ni rabiosa Tesifón, ni vengadora Alecto que así maltraten el ánima do se encierran, como maltrata esta furia, este deseo, a los sin ventura que le reconocen por señor y se le humillan como vasallos; los cuales, por dar alguna disculpa de las locuras que hacen, dicen, o a lo menos dijeron los antiguos gentiles, que aquel instinto que incita y mueve al enamorado para amar más que a su propria vida la ajena, era un dios a quien pusieron por nombre Cupido, y que así, forzados de su deidad, no podían dejar de seguir y caminar tras lo que él quería. Movióles a decir esto y a dar nombre de dios a este deseo, el ver los efectos sobrenaturales que hace en los enamorados. Sin duda, parece que es sobrenatural cosa estar un amante en un instante mesmo temeroso y confiado, arder lejos de su amada y helarse cuando más cerca della, mudo cuando parlero y parlero cuando mudo. Estraña cosa es asimesmo seguir a quien me huye, alabar a quien me vitupera, dar voces a quien no me escucha, servir a una ingrata y esperar en quien jamás promete ni puede dar cosa que buena sea. ¡Oh amarga dulzura, oh venenosa medicina de los amantes no sanos, oh triste alegría, oh flor amorosa que ningún fruto señalas, si no es de tardo arrepentimiento! Éstos son los efectos deste dios imaginado, éstas son sus hazañas y maravillosas obras. Y aun también puede verse en la pintura con que figuraban a este su vano dios cuán vanos ellos andaban: pintábanle niño, desnudo, alado, vendados los ojos, con arco y saetas en las manos, por darnos a entender, entre otras cosas, que, en siendo uno enamorado, se vuelve de la condición de un niño simple y antojadizo, que es ciego en las pretensiones, ligero en los pensamientos, cruel en las obras, desnudo y pobre de las riquezas del entendimiento. Decían asimesmo que entre las saetas suyas tenía dos, la una de plomo y la otra de oro, con las cuales diferentes efectos hacía, porque la de plomo engendraba odio en los pechos que tocaba, y la de oro, crescido amor en los que hería, por sólo avisarnos que el oro rico es aquél que hace amar, y el plomo pobre aborrecer. Y, por esta ocasión, no en balde cantan los poetas Atalante vencida de tres hermosas manzanas de oro, y a la bella Dánae preñada de la dorada lluvia, y al piadoso Eneas descender al infierno con el ramo de oro en la mano. En fin, el oro y la dádiva es una de las más fuertes saetas que el amor tiene y con la que más corazones subjeta; bien al revés de la de plomo, metal bajo y menospreciado, como lo es la pobreza, la cual antes engendra odio y aborrecimiento donde llega, que otra benevolencia alguna. Pero si las razones hasta agora por mí dichas no bastan a persuadir la que yo tengo de estar mal con este pérfido amor de quien trato, oí en algunos ejemplos verdaderos y pasados los efectos suyos, y veréis, como yo veo, que no vee ni tiene ojos de entendimiento el que no alcanza la verdad que sigo. Veamos, pues: ¿quién, sino este amor, es aquel que al justo Loth hizo romper el casto intento y violar a las proprias hijas suyas? Éste es, sin duda, el que hizo que el escogido David fuese adúltero y homicida; y el que forzó al libidinoso Amón a procurar el torpe ayuntamiento de Tamar, su querida hermana; y el que puso la cabeza del fuerte Sansón en las traidoras faldas de Dalida, por do, perdiendo él su fuerza, perdieron los suyos su amparo, y al cabo, él y otros muchos la vida; éste fue el que movió la lengua de Herodes para prometer a la bailadora niña la cabeza del precursor de la vida; éste hace que se dude de la salvación del más sabio y rico rey de los reyes, y aun de todos los hombres; éste redujo los fuertes brazos del famoso Hércules, acostumbrados a regir la pesada maza, a torcer un pequeñuelo huso y a ejercitarse en mujeriles ejercicios; éste hizo que la furiosa y enamorada Medea esparciese por el aire los tiernos miembros de su pequeño hermano; éste cortó la lengua a Progne, arrastró a Hipólito, infamó a Pasífae, destruyó a Troya, mató a Egisto; éste hizo cesar las comenzadas obras de la nueva Cartago, y que su primera reina pasase su casto pecho con la aguda espada; éste puso en las manos de la nombrada y hermosa Sofonisba el vaso del mortífero veneno que le acabó la vida; éste quitó la suya al valiente Turno, y el reino a Tarquino, el mando a Marco Antonio, y la vida y la honra a su amiga; éste, en fin, entregó nuestras Españas a la bárbara furia agarena, llamada a la venganza del desordenado amor del miserable Rodrigo. Mas, porque pienso que primero nos cubriría la noche con su sombra, que yo acabase de traeros a la memoria los ejemplos que se ofrecen a la mía de las hazañas que el amor ha hecho y cada día hace en el mundo, no quiero pasar más adelante en ellos, ni aun en la comenzada plática, por dar lugar a que el famoso Tirsi me responda, rogándoos primero, señores, no os enfade oír una canción que días ha tengo hecha en vituperio deste mi enemigo, la cual, si bien me acuerdo, dice desta manera:
Sin que me pongan miedo el yelo y fuego,
el arco y flechas del amor tirano,
en su deshonra he de mover mi lengua;
que ¿quién ha de temer a un niño ciego,
de vario antojo y de juicio insano, 5
aunque más amenace daño y mengua?
Mi gusto cresce y el dolor desmengua
cuando la voz levanto
al verdadero canto
qu’en vituperio del amor se forma, 10
con tal verdad, con tal manera y forma,
que a todo el mundo su maldad descubre,
y claramente informa
del cierto daño qu’el amor encubre.
Amor es fuego que consume al alma, 15
yelo que yela, flecha que abre el pecho
que de sus mañas vive descuidado;
turbado mar do no se ha visto calma,
ministro de ira, padre del despecho,
enemigo en amigo disfrazado, 20
dador de escaso bien y mal colmado,
afable, lisonjero,
tirano crudo y fiero,
y Circe engañadora que nos muda
en varios mostruos, sin que humana ayuda 25
pueda al pasado ser nuestro volvernos,
aunque ligera acuda
la luz de la razón a socorrernos;
yugo que humilla al más erguido cuello,
blanco a do se encaminan los deseos 30
del ocio blando sin razón nascidos,
red engañosa de sotil cabello
que cubre y prende en torpes actos feos
los que del mundo son en más tenidos,
sabroso mal de todos los sentidos, 35
ponzoña disfrazada
cual píldora dorada,
rayo que adonde toca abrasa y hiende,
airado brazo que a traición ofende,
verdugo del captivo pensamiento 40
y del que se defiende
del dulce halago de su falso intento;
daño que aplace en los principios, cuando
se regala la vista en el subjeto,
que, cual el cielo, bello le parece; 45
mas tanto cuanto más pasa mirando,
tanto más pena en público y secreto
el corazón, que todo lo padece.
Mudo hablador, parlero que enmudece,
cuerdo que desatina, 50
pura total ruïna
de la más concertada alegre vida,
sombra de bien en males convertida,
vuelo que nos levanta hasta la esfera,
para que en la caída 55
quede vivo el pesar y el gusto muera;
invisible ladrón que nos destruye
y roba lo mejor de nuestra hacienda,
llevándonos el alma a cada paso;
ligereza que alcanza al que más huye, 60
enigma que ninguno hay que la entienda,
vida que de contino está en traspaso,
guerra elegida y que nasce acaso,
tregua que poco dura,
amada desventura, 65
preñez que por jamás a sazón llega,
enfermedad que al ánima se pega,
cobarde que se arroja al mal y atreve,
deudor que siempre niega
la deuda averiguada que nos debe, 70
cercado laberinto do se anida
una fiera crüel que se sustenta
de rendidos humanos corazones,
lazo donde se enlaza nuestra vida,
señor que al mayordomo pide cuenta 75
de las obras, palabras e intenciones;
codicia de mil varias pretensiones,
gusano que fabrica
estancia pobre o rica,
do poco espacio habita, y al fin muere; 80
querer que nunca sabe lo que quiere,
nube que los sentidos escurece,
cuchillo que nos hiere.
Éste es el amor. ¡Seguidle, si os parece!
Con esta canción acabó su razonamiento el desamorado Lenio, y con ella y con él dejó admirados a algunos de los que presentes estaban, especialmente a los caballeros, pareciéndoles que lo que Lenio había dicho de más caudal que de pastoril ingenio parecía; y con gran deseo y atención estaban esperando la respuesta de Tirsi, prometiéndose todos en su imaginación que, sin duda alguna, a la de Lenio haría ventaja, por la que Tirsi le hacía en la edad y en la experiencia y en los más acostumbrados estudios; y asimesmo les aseguraba esto porque deseaban que la opinión desamorada de Lenio no prevaleciese. Bien es verdad que la lastimada Teolinda, la enamorada Leonarda, la bella Rosaura y aun la dama que con Darinto y su compañero venía claramente vieron figurados en el discurso de Lenio mil puntos de los sucesos de sus amores, y esto fue cuando llegó a tratar de lágrimas y sospiros y de cuán caros se compraban los contentos amorosos. Solas la hermosa Galatea y la discreta Florisa iban fuera desta cuenta, porque hasta entonces no se la había tomado amor de sus hermosos y rebeldes pechos; y así, estaban atentas, no más de a escuchar la agudeza con que los dos famosos pastores disputaban, sin que de los efectos de amor que oían viesen alguno en sus libres voluntades. Pero, siendo la de Tirsi reducir a mejor término la opinión del desamorado pastor, sin esperar ser rogado, tiniendo de su boca colgados los ánimos de los circunstantes, puniéndose frontero de Lenio, con suave y levantado tono, desta manera comenzó a decir:
TIRSI
-Si la agudeza de tu buen ingenio, desamorado pastor, no me asegurara que con facilidad puede alcanzar la verdad, de quien tan lejos agora se halla, antes que ponerme en trabajo de contradecir tu opinión, te dejara con ella por castigo de tus sinrazones. Mas, porque me advierten las que en vituperio del amor has dicho los buenos principios que tienes para poder reducirte a mejor propósito, no quiero dejar con mi silencio, a los que nos oyen, escandalizados; al amor, desfavorescido, y a ti, pertinaz y vanaglorioso. Y así, ayudado del amor, a quien llamo, pienso en pocas palabras dar a entender cuán otras son sus obras y efectos de los que tú dél has publicado, hablando sólo del amor que tú entiendes, el cual tú definiste diciendo que era un deseo de belleza, declarando asimesmo qué cosa era belleza, y poco después desmenuzaste todos los efectos que el amor, de quien hablamos, hacía en los enamorados pechos, confirmándolo al cabo con varios y desdichados sucesos por el amor causados. Y, aunque la difinición que del amor hiciste sea la más general que se suele dar, todavía no lo es tanto que no se pueda contradecir, porque amor y deseo son dos cosas diferentes: que no todo lo que se ama se desea, ni todo lo que se desea se ama. La razón está clara en todas las cosas que se poseen, que entonces no se podrá decir que se desean, sino que se aman, como el que tiene salud no dirá que desea la salud, sino que la ama, y el que tiene hijos no podrá decir que desea hijos, sino que ama los hijos; ni tampoco las cosas que se desean se pueden decir que se aman, como la muerte de los enemigos, que se desea y no se ama. Y así, que, por esta razón, el amor y deseo vienen a ser diferentes afectos de la voluntad. Verdad es que amor es padre del deseo, y entre otras difiniciones que del amor se dan, ésta es una: amor es aquella primera mutación que sentimos hacer en nuestra mente, por el apetito que nos conmueve y nos tira a sí, y nos deleita y aplace; y aquel placer engendra movimiento en el ánimo, el cual movimiento se llama deseo; y, en resolución, deseo es movimiento del apetito acerca de lo que se ama, y un querer de aquello que se posee, y el objecto suyo es el bien; y, como se hallan diversas especies de deseos, y el amor es una especie de deseo que atiende y mira al bien que se llama bello. Pero para más clara difinición y diversión del amor, se ha de entender que en tres maneras se divide: en amor honesto, en amor útil y en amor deleitable. Y a estas tres suertes de amor se reducen cuantas maneras de amar y desear pueden caber en nuestra voluntad, porque el amor honesto mira a las cosas del cielo, eternas y divinas; el útil, a las de la tierra, alegres y perecederas, como son las riquezas, mandos y señoríos; el deleitable, a las gustosas y placenteras, como son las bellezas corporales vivas, que tú, Lenio, dijiste. Y cualquiera suerte destos amores que he dicho no debe ser de ninguna lengua vituperada, porque el amor honesto siempre fue, es y ha de ser limpio, sencillo, puro y divino, y que sólo en Dios para y sosiega; el amor provechoso, por ser, como es, natural, no debe condemnarse; ni menos el deleitable, por ser más natural que el provechoso. Que sean naturales estas dos suertes de amor en nosotros la experiencia nos lo muestra claro, porque luego que el atrevido primer padre nuestro pasó el divino mandamiento, y de señor quedó hecho siervo, y de libre esclavo, luego conosció la miseria en que había caído y la pobreza en que estaba; y así, tomó en el momento las hojas de los árboles que le cubriesen, y sudó y trabajó, rompiendo la tierra para sustentarse y vivir con la menos incomodidad que pudiese; y, tras esto, obedeciendo mejor a su Dios en ello que en otra cosa, procuró tener hijos y perpetuar y dilatar en ellos la generación humana; y, así como por su inobediencia entró la muerte en él y por él en todos sus descendientes, así heredamos juntamente todos sus afectos y pasiones, como heredamos su mesma naturaleza; y, como él procuró remediar su necesidad y pobreza, también nosotros no podemos dejar de procurar y desear remediar la nuestra. Y de aquí nasce el amor que tenemos a las cosas útiles a la vida humana, y tanto cuanto más alcanzamos dellas, tanto más nos parece que remediamos nuestra falta, y por el mesmo consiguiente heredamos el deseo de perpetuarnos en nuestros hijos; y deste deseo se sigue el que tenemos de gozar la belleza viva corporal, como solo y verdadero medio que tales deseos a dichoso fin conduce. Así que, este amor deleitable, solo y sin mezcla de otro accidente, es digno antes de alabanza que de vituperio, y este es el amor que tú, Lenio, tienes por enemigo; y cáusalo que no le entiendes ni conoces, porque nunca le has visto solo y en su mesma figura, sino siempre acompañado de deseos perniciosos, lascivos y mal colocados. Y esto no es culpa de amor, que siempre es bueno, sino de los accidentes que se le llegan, como vemos que acaece en algún caudaloso río, el cual tiene su nascimiento de alguna líquida y clara fuente que siempre claras y frescas aguas le va ministrando, y, a poco espacio que de la limpia madre se aleja, sus dulces y cristalinas aguas en amargas y turbias son convertidas, por los muchos y no limpios arroyos que de una y otra parte se le juntan. Así que, este primer movimiento -amor o deseo, como llamarlo quisieres- no puede nascer sino de buen principio; y aun dellos es el conocimiento de la belleza, la cual, conoscida por tal, casi parece imposible que de amar se deje. Y tiene la belleza tanta fuerza para mover nuestros ánimos, que ella sola fue parte para que los antiguos filósofos, ciegos y sin lumbre de fe que los encaminase, llevados de la razón natural, y traídos de la belleza que en los estrellados cielos y en la máquina y redondez de la tierra contemplaban, admirados de tanto contento y hermosura, fueron con el entendimiento rastreando, haciendo escala por estas causas segundas, hasta llegar a la primera causa de las causas; y conoscieron que había un solo principio sin principio de todas las cosas. Pero lo que más los admiró y levantó la consideración, fue ver la compostura del hombre, tan ordenada, tan perfecta y tan hermosa, que le vinieron a llamar mundo abreviado; y así es verdad, que en todas las obras hechas por el mayordomo de Dios, naturaleza, ninguna es de tanto primor ni que más descubra la grandeza y sabiduría de su Hacedor, porque en la figura y compostura del hombre se cifra y cierra la belleza que en todas las otras partes della se reparte, y de aquí nasce que esta belleza conoscida se ama, y como toda ella más se muestre y resplandezca en el rostro, luego como se ve un hermoso rostro, llama y tira la voluntad a amarle. De do se sigue que, como los rostros de las mujeres hagan tanta ventaja en hermosura al de los varones, ellas son las que son de nosotros más queridas, servidas y solicitadas, como a cosa en quien consiste la belleza que naturalmente más a nuestra vista contenta. Pero, viendo el hacedor y criador nuestro que es propria naturaleza del ánima nuestra estar contino en perpetuo movimiento y deseo, por no poder ella parar sino en Dios, como en su proprio centro, quiso, porque no se arrojase a rienda suelta a desear las cosas perecederas y vanas, y esto sin quitarle la libertad del libre albedrío, ponerle encima de sus tres potencias una despierta centinela que la avisase de los peligros que la contrastaban y de los enemigos que la perseguían, la cual fue la razón, que corrige y enfrena nuestros desordenados deseos. Y, viendo asimesmo que la belleza humana había de llevar tras sí nuestros afectos e inclinaciones, ya que no le pareció quitarnos este deseo, a lo menos quiso templarle y corregirle, ordenando el sancto yugo del matrimonio, debajo del cual al varón y a la hembra los más de los gustos y contentos amorosos naturales les son lícitos y debidos. Con estos dos remedios, puestos por la divina mano, se viene a templar la demasía que puede haber en el amor natural, que tú, Lenio, vituperas, el cual amor de sí es tan bueno que si en nosotros faltase, el mundo y nosotros acabaríamos. En este mesmo amor de quien voy hablando están cifradas todas las virtudes, porque el amor es templanza que el amante, conforme la casta voluntad de la cosa amada, la suya tiempla; es fortaleza, porque el enamorado cualquier variedad puede sufrir por amor de quien ama; es justicia, porque con ella a la que bien quiere sirve, forzándole la mesma razón a ello; es prudencia, porque de toda sabiduría está el amor adornado. Mas yo te demando, ¡oh Lenio!, tú que has dicho que el amor es causa de ruina de imperios, destruición de ciudades, de muertes de amigos, de sacrílegos hechos, inventor de traiciones, transgresor de leyes, digo que te demando que me digas cuál loable cosa hay hoy en el mundo, por buena que sea, que el uso della no pueda en mal ser convertida. Condémnese la filosofía, porque muchas veces nuestros defectos descubre, y muchos filósofos han sido malos; abrásense las obras de los heroicos poetas, porque con sus sátiras y versos los vicios reprehenden y vituperan; vitupérese la medicina, porque los venenos descubre; llámese inútil la elocuencia, porque algunas veces ha sido tan arrogante que ha puesto en duda la verdad conoscida; no se forjen armas, porque los ladrones y los homicidas las usan; no se fabriquen casas, porque puedan caer sobre sus habitadores; prohíbanse la variedad de los manjares, porque suelen ser causa de enfermedad; ninguno procure tener hijos, porque Edipo, instigado de cruelísima furia, mató a su padre, y Oreste hirió el pecho de la madre propria; téngase por malo el fuego, porque suele abrasar las casas y consumir las ciudades; desdéñese el agua, porque con ella se anegó toda la tierra; condémnense, en fin, los elementos, porque pueden ser de algunos perversos perversamente usados; y desta manera cualquier cosa buena puede ser en mala convertida, y proceder della efectos malos, si en las manos de aquéllos son puestas que, como irracionales sin mediocridad, del apetito gobernar se dejan. Aquella antigua Cartago, émula del imperio romano; la belicosa Numancia, la adornada Corinto, la soberbia Tebas, la docta Atenas y la ciudad de Dios, Hierusalém, que fueron vencidas y asoladas: digamos por eso que el amor fue causa de su destruición y ruina. Así que, debrían los que tienen por costumbre de decir mal del amor, decirlo dellos mesmos, porque los dones de amor, si con templanza se usan, son dignos de perpetua alabanza, pues siempre los medios fueron alabados en todas las cosas, como vituperados los estremos; que si abrazamos la virtud más de aquello que basta, el sabio granjeará nombre de loco y el justo de inicuo. Del antiguo Cremo trágico fue opinión que, como el vino mezclado con el agua es bueno, así el amor templado es provechoso, lo que es al revés en el immoderado. La generación de los animales racionales y brutos sería ninguna si el amor no procediese, y, faltando en la tierra, quedaría desierta y vacua. Los antiguos creyeron que el amor era obra de los dioses, dada para conservación y cura de los hombres. Pero, viniendo a lo que tú, Lenio, dijiste de los tristes y estraños efectos que el amor en los enamorados pechos hace, tiniéndolos siempre en continas lágrimas, profundos sospiros, desesperadas imaginaciones, sin concederles jamás una hora de reposo, veamos, por ventura, ¿qué cosa puede desearse en esta vida que el alcanzarla no cueste fatiga y trabajo? Y tanto cuanto más es de valor la cosa, tanto más se ha de padecer y se padece por ella, porque el deseo presupone falta de lo deseado, y hasta conseguirlo es forzosa la inquietud del ánimo nuestro, pues si todos los deseos humanos se pueden pagar y contentarse sin alcanzar de todo punto lo que desean, con que se les dé parte dello, y con todo eso se padece por conseguirla, ¿qué mucho es que, por alcanzar aquello que no puede satisfacer ni contentar al deseo sino con ello mesmo, se padezca, se llore, se tema y se espere? El que desea señoríos, mandos, honras y riquezas, ya que ve que no puede subir al último grado que quisiera, como llegue a ponerse en algún buen punto, queda en parte satisfecho, porque la esperanza que le falta de no poder subir a más, le hace parar donde puede y como mejor puede, todo lo cual es contrario en el amor, porque el amor no tiene otra paga ni otra satisfación sino el mesmo amor, y él proprio es su propria y verdadera paga. Y por esta razón es imposible que el amante esté contento hasta que a la clara conozca que verdaderamente es amado, certificándole desto las amorosas señales que ellos saben. Y así, estiman en tanto un regalado volver de ojos, una prenda cualquiera que sea de su amada, un no sé qué de risa, de habla, de burlas, que ellos de veras toman, como indicios que le van asegurando la paga que desean, y así, todas las veces que ven señales en contrario déstas, esle fuerza al amante lamentarse y afligirse, sin tener medio en sus dolores, pues no le puede tener en sus contentos, cuando la favorable fortuna y el blando amor se los concede. Y, como sea hazaña de tanta dificultad reducir una voluntad ajena a que sea una propria con la mía, y juntar dos diferentes almas en tan disoluble ñudo y estrecheza que de las dos sean uno los pensamientos y una todas las obras, no es mucho que, por conseguir tan alta empresa, se padezca más que por otra cosa alguna, pues, después de conseguida, satisface y alegra sobre todas las que en esta vida se desean. Y no todas veces son las lágrimas con razón y causa derramadas, ni esparcidos los sospiros de los enamorados, porque si todas sus lágrimas y sospiros se causaron de ver que no se responde a su voluntad como se debe y con la paga que se requiere, habría de considerar primero adónde levantaron la fantasía, y si la subieron más arriba de lo que su merescimiento alcanza, no es maravilla que, cual nuevos Ícaros, caigan abrasados en el río de las miserias, de las cuales no tendrá la culpa amor, sino su locura. Con todo eso, yo no niego, sino afirmo, que el deseo de alcanzar lo que se ama por fuerza ha de causar pesadumbre, por la razón de la carestía que presupone, como ya otras veces he dicho; pero también digo que el conseguirla sea de grandísimo gusto y contento, como lo es al cansado el reposo y la salud al enfermo. Junto con esto, confieso que si los amantes señalasen, como en el uso antiguo, con piedras blancas y negras sus tristes o dichosos días, sin duda alguna que serían más las infelices; mas, también conozco que la calidad de sola una blanca piedra haría ventaja a la cantidad de otras infinitas negras. Y, por prueba desta verdad, vemos que los enamorados jamás de serlo se arrepienten; antes, si alguno les prometiese librarles de la enfermedad amorosa, como a enemigo le desecharían, porque aun el sufrirla les es suave. Y por esto, ¡oh amadores!, no os impida ningún temor para dejar de ofreceros y dedicaros a amar lo que más os pareciere dificultoso, ni os quejéis ni arrepintáis si a la grandeza vuestra las cosas bajas habéis levantado, que amor iguala lo pequeño a lo sublime, y lo menos a lo más; y con justo acuerdo tiempla las diversas condiciones de los amantes, cuando con puro afecto la gracia suya en sus corazones rescibe. No cedáis a los peligros, porque la gloria será tanta que quite el sentimiento de todo dolor. Y, como a los antiguos capitanes y emperadores, en premio de sus trabajos y fatigas, les eran, según la grandeza de sus victorias, aparejados triunfos, así a los amantes les están guardados muchedumbre de placeres y contentos, y, como a aquéllos el glorioso rescibimiento les hacía olvidar todos los incomodos y disgustos pasados, así al amante de la amada amado. Los espantosos sueños, el dormir no seguro, las veladas noches, los inquietos días, en summa tranquilidad y alegría se convierten. De manera, Lenio, que si por sus efectos tristes les condemnas, por los gustosos y alegres les debes de absolver; y a la interpretación que diste de la figura de Cupido, estoy por decir que vas tan engañado en ella, como casi en las demás cosas que contra el amor has dicho. Porque, píntanle niño, ciego, desnudo, con las alas y saetas; no quiere significar otra cosa, sino que el amante ha de ser niño en no tener condición doblada, sino pura y sencilla; ha de ser ciego a todo cualquier otro objecto que se le ofreciere, sino es a aquel a quien ya supo mirar y entregarse; ha de ser desnudo, porque no ha de tener cosa que no sea de la que ama; ha de tener alas de ligereza, para estar prompto a todo lo que por su parte se le quisiere mandar; píntanle con saetas, porque la llaga del enamorado pecho ha de ser profunda y secreta, y que apenas se descubra sino a la mesma causa que ha de remedialla. Que el amor hiera con dos saetas, las cuales obran en diferentes maneras, es darnos a entender que en el perfecto amor, no ha de haber medio de querer y no querer en un mesmo punto, sino que el amante ha de amar enteramente, sin mezcla de alguna tibieza. En fin, ¡oh Lenio!, este amor es el que si consumió a los troyanos, engrandeció a los griegos; si hizo cesar las obras de Cartago, hizo crescer los edificios de Roma; si quitó el reino a Tarquino, redujo a libertad la república. Y, aunque pudiera traer aquí muchos ejemplos en contrario de los que tú trujiste de los efectos buenos que el amor hace, no me quiero ocupar en ellos, pues de sí son tan notorios; sólo quiero rogarte te dispongas a creer lo que he mostrado, y que tengas paciencia para oír una canción mía, que parece que en competencia de la tuya se hizo; y si por ella y por lo que te he dicho no quisieres reducirte a ser de la parte de amor, y te pareciere que no quedas satisfecho de las verdades que dél he declarado, si el tiempo de agora lo concede, o en otro cualquiera que tú escogieres y señalares, te prometo de satisfacer a todas las réplicas y argumentos que en contrario de los míos decir quisieres. Y, por agora, estáme atento y escucha:
CANCIÓN DE TIRSI
Salga del limpio enamorado pecho
la voz sonora, y en süave acento
cante de amor las altas maravillas,
de modo que contento y satisfecho
quede el más libre y suelto pensamiento, 5
sin que las sienta con no más de oíllas.
Tú, dulce amor, que puedes referillas
por mi lengua, si quieres,
tal gracia le concede,
que con la palma quede 10
de gusto y gloria por decir quién eres,
que si me ayudas, como yo confío,
veráse en presto vuelo
subir al cielo tu valor y el mío.
Es el amor principio del bien nuestro, 15
medio por do se alcanza y se granjea
el más dichoso fin que se pretende;
de todas sciencias sin igual maestro;
fuego que, aunque de yelo un pecho sea,
en claras llamas de virtud le enciende; 20
poder que al flaco ayuda, al fuerte ofende;
raíz de adonde nasce
la venturosa planta
que al cielo nos levanta,
con tal fruto que al alma satisface 25
de bondad, de valor, de honesto celo,
de gusto sin segundo,
que alegra al mundo y enamora al cielo;
cortesano, galán, sabio, discreto,
callado, liberal, manso, esforzado; 30
de aguda vista, aunque de ciegos ojos;
guardador verdadero del respecto,
capitán que en la guerra do ha triunfado
sola la honra quiere por despojos;
flor que cresce entre espinas y entre abrojos, 35
que a vida y alma adorna;
del temor enemigo,
de la esperanza amigo;
huésped que más alegra cuando torna;
instrumento de honrosos ricos bienes, 40
por quien se mira y medra
la honrosa yedra en las honradas sienes;
instinto natural que nos conmueve
a levantar los pensamientos, tanto
que apenas llega allí la vista humana; 45
escala por do sube, el que se atreve,
a la dulce región del cielo sancto;
sierra en su cumbre deleitosa y llana,
facilidad que lo intricado allana,
norte por quien se guía 50
en este mar insano
el pensamiento sano,
alivio de la triste fantasía,
padrino que no quiere nuestra afrenta;
farol que no se encubre, 55
mas nos descubre el puerto en la tormenta;
pintor que en nuestras ánimas retrata,
con apacibles sombras y colores,
ora mortal, ora inmortal belleza;
sol que todo ñublado desbarata, 60
gusto a quien son sabrosos los dolores;
espejo en quien se ve naturaleza
liberal, que en su punto la franqueza
pone con justo medio;
espíritu de fuego 65
que alumbra al que es más ciego;
del odio y del temor solo remedio;
Argos que nunca puede estar dormido,
por más que a sus orejas
lleguen consejas de algún dios fingido; 70
ejército de armada infantería
que atropella cien mil dificultades,
y siempre queda con victoria y palma;
morada adonde asiste el alegría;
rostro que nunca encubre las verdades, 75
mostrando claro lo que está en el alma;
mar donde la tormenta es dulce calma
con sólo que se espere
tenerla en tiempo alguno;
refrigerio oportuno 80
que cura al desdeñado cuando muere;
en fin, amor es vida, es gloria, es gusto,
almo feliz sosiego.
¡Seguilde luego, qu’el seguirle es justo!
El fin del razonamiento y canción de Tirsi fue principio para confirmar de nuevo en todos la opinión que de discreto tenía, si no fue en el desamorado Lenio, a quien no pareció tan bien su respuesta que le satisficiese al entendimiento y le mudase de su primer propósito. Viose esto claro, porque ya iba dando muestras de querer responder y replicar a Tirsi, si las alabanzas que a los dos daban Darinto y su compañero, y todos los pastores y pastoras presentes, no lo estorbaran, porque, tomando la mano el amigo de Darinto, dijo:
-En este punto acabo de conoscer cómo la potencia y sabiduría de amor por todas las partes de la tierra se estiende, y que donde más se afina y apura es en los pastorales pechos, como nos lo ha mostrado lo que hemos oído al desamorado Lenio y al discreto Tirsi, cuyas razones y argumentos más parescen de ingenios entre libros y las aulas criados, que no de aquéllos que entre pajizas cabañas son crescidos. Pero no me maravillaría yo tanto desto si fuese de aquella opinión del que dijo que el saber de nuestras almas era acordarse de lo que ya sabían, prosuponiendo que todas se crían enseñadas; mas, cuando veo que debo seguir el otro mejor parecer del que afirmó que nuestra alma era como una tabla rasa, la cual no tenía ninguna cosa pintada, no puedo dejar de admirarme de ver cómo haya sido imposible que en la compañía de las ovejas, en la soledad de los campos, se puedan aprender las sciencias que apenas saben disputarse en las nombradas universidades, si ya no quiero persuadirme a lo que primero dije, que el amor por todo se estiende y a todos se comunica, al caído levanta, al simple avisa y al avisado perfeciona.
-Si conoscieras, señor -respondió a esta sazón Elicio-, cómo la crianza del nombrado Tirsi no ha sido entre los árboles y florestas, como tú imaginas, sino en las reales cortes y conoscidas escuelas, no te maravillaras de lo que ha dicho, sino de lo que ha dejado de decir. Y, aunque el desamorado Lenio, por su humildad, ha confesado que la rusticidad de su vida pocas prendas de ingenio puede prometer, con todo eso, te aseguro que los más floridos años de su edad gastó, no en el ejercicio de guardar las cabras en los montes, sino en las riberas del claro Tormes, en loables estudios y discretas conversaciones. Así que, si la plática que los dos han tenido de más que de pastores te parece, contémplalos como fueron y no como agora son. Cuanto más, que hallarás pastores en estas nuestras riberas que no te causarán menos admiración, si los oyes, que los que ahora has oído, porque en ellas apascientan sus ganados los famosos y conoscidos Eranio, Siralbo, Filardo, Silvano, Lisardo y los dos Matuntos, padre y hijo, uno en la lira y otro en la poesía sobre todo estremo estremados. Y, para remate de todo, vuelve los ojos y conoce al conoscido Damón, que presente tienes, donde puede parar tu deseo, si desea conoscer el estremo de discreción y sabiduría.
Responder quería el caballero a Elicio, cuando una de aquellas damas que con él venían dijo a la otra:
-Paréceme, señora Nísida, que, pues el sol va ya declinando, que sería bien que nos fuésemos, si habemos de llegar mañana adonde dicen que está nuestro padre.
No hubo bien dicho esto la dama, cuando Darinto y su compañero la miraron, mostrando que les había pesado de que hubiese llamado por su nombre a la otra. Pero, ansí como Elicio oyó el nombre de Nísida, le dio el alma si era aquella Nísida de quien el ermitaño Silerio tantas cosas había contado, y el mismo pensamiento les vino a Tirsi, Damón y a Erastro; y, por certificarse Elicio de lo que sospechaba, dijo:
-Pocos días ha, señor Darinto, que yo y algunos de los que aquí estamos oímos nombrar el nombre de Nísida, como aquella dama agora ha hecho; pero de más lágrimas acompañado y con más sobresaltos referido.
-Por ventura -respondió Darinto-, ¿hay alguna pastora en estas vuestras riberas que se llame Nísida?
-No -respondió Elicio-; pero esta que yo digo en ellas nasció y en las apartadas del famoso Sebeto fue criada.
-¿Qué es lo que dices, pastor? -replicó el otro caballero.
-Lo que oyes -respondió Elicio-, y lo que más oirás si me aseguras una sospecha que tengo.
-Dímela -dijo el caballero-, que podría ser se te satisficiese.
A esto replicó Elicio:
-¿A dicha, señor, tu proprio nombre es Timbrio?
-No te puedo negar esa verdad -respondió el otro-, porque Timbrio me llamo, el cual nombre quisiera encubrir hasta otra sazón más oportuna; mas la voluntad que tengo de saber por qué sospechaste que así me llamaba me fuerza a que no te encubra nada de lo que de mí saber quisieres.
-Según eso, tampoco me negarás -dijo Elicio- que esta dama que contigo traes se llame Nísida, y aun, por lo que yo puedo conjeturar, la otra se llama Blanca, y es su hermana.
-En todo has acertado -respondió Timbrio-; pero, pues yo no te he negado nada de lo que me has preguntado, no me niegues tú la causa que te ha movido a preguntármelo.
-Ella es tan buena y será tan de tu gusto -replicó Elicio- cual lo verás antes de muchas horas.
Todos los que no sabían lo que el ermitaño Silerio a Elicio, Tirsi, Damón y Erastro había contado, estaban confusos oyendo lo que entre Timbrio y Elicio pasaba; mas a este punto dijo Damón, volviéndose a Elicio:
-No entretengas, ¡oh Elicio!, las buenas nuevas que puedes dar a Timbrio.
-Y aun yo -dijo Erastro- no me detendré un punto de ir a dárselas al lastimado Silerio del hallazgo de Timbrio.
-¡Sanctos cielos! ¿Y qué es lo que oigo -dijo Timbrio-, y qué es lo que dices, pastor? ¿Es por ventura ese Silerio que has nombrado el que es mi verdadero amigo, el que es la mitad de mi alma, el que yo deseo ver más que otra cosa que me pueda pedir el deseo? ¡Sácame desta duda luego, así crezcan y multipliquen tus rebaños de manera que te tengan envidia todos los vecinos ganaderos!
-No te fatigues tanto, Timbrio -dijo Damón-, que el Silerio que Erastro dice es el mesmo que tú dices, y el que desea saber más de tu vida que sostener y augmentar la suya propria; porque, después que te partiste de Nápoles, según él nos ha contado, ha sentido tanto tu ausencia que la pena della, con la que le causaban otras pérdidas que él nos contó, le ha reducido a términos que en una pequeña ermita que poco menos de una legua está de aquí distante, pasa la más estrecha vida que imaginarse puede, con determinación de esperar allí la muerte, pues de saber el suceso de tu vida no podía ser satisfecho. Esto sabemos cierto Tirsi, Elicio, Erastro y yo, porque él mesmo nos ha contado la amistad que contigo tenía, con toda la historia de los casos a entrambos sucedidos hasta que la fortuna por tan estraños accidentes os apartó, para apartarle a él a vivir en tan estraña soledad que te causará admiración cuando le veas.
-Véale yo, y llegue luego el último remate de mis días -dijo Timbrio-; y así, os ruego, famosos pastores, por aquella cortesía que en vuestros pechos mora, que satisfagáis éste mío con decirme adónde está esa ermita adonde Silerio vive.
-Adonde muere, podrás mejor decir -dijo Erastro-; pero de aquí adelante vivirá con las nuevas de tu venida; y, pues tanto su gusto y el tuyo deseas, levántate y vamos, que antes que el sol se ponga, te pondré con Silerio; mas ha de ser con condición que en el camino nos cuentes todo lo que te ha sucedido después que de Nápoles te partiste, que de todo lo demás, hasta aquel punto, satisfechos están algunos de los presentes.
-Poca paga me pides -respondió Timbrio- para tan gran cosa como me ofreces, porque, no digo yo contarte eso, pero todo aquello que de mí saber quisieres.
Y más, volviéndose a las damas que con él venían, les dijo:
-Pues con tan buena ocasión, querida y señora Nísida, se ha rompido el prosupuesto que traíamos de no decir nuestros proprios nombres, con el alegría que requiere la buena nueva que nos han dado, os ruego que no nos detengamos, sino que luego vamos a ver a Silerio, a quien vos y yo debemos las vidas y el contento que poseemos.
-Escusado es, señor Timbrio -respondió Nísida-, que vos me roguéis que haga cosa que tanto deseo y que tan bien me está el hacerla. Vamos en hora buena, que ya cada momento que tardare de verle se me hará un siglo.
Lo mesmo dijo la otra dama, que era su hermana Blanca, la mesma que Silerio había dicho, y la que más muestras dio de contento. Sólo Darinto, con las nuevas de Silerio, se puso tal, que los labios no movía; antes, con un estraño silencio, se levantó, y mandando a un su criado que le trujese el caballo en que allí había venido, sin despedirse de ninguno, subió en él, y, volviendo las riendas, a paso tirado se desvió de todos. Cuando esto vio Timbrio, subió en otro caballo, y con mucha priesa siguió a Darinto hasta que le alcanzó; y, trabando por las riendas del caballo, le hizo estar quedo, y allí estuvo con él hablando un buen rato, al cabo del cual Timbrio se volvió adonde los pastores estaban, y Darinto siguió su camino, enviando a disculparse con Timbrio del haberse partido sin despedirse dellos. En este tiempo Galatea, Rosaura, Teolinda, Leonarda y Florisa a las hermosas Nísida y Blanca se llegaron; y la discreta Nísida, en breves razones, les contó la amistad tan grande que entre Timbrio y Silerio había, con mucha parte de los sucesos por ellos pasados; pero, con la vuelta de Timbrio, todos quisieron ponerse en camino para la ermita de Silerio; sino que a la mesma sazón llegó a la fuente una hermosa pastorcilla de hasta edad de quince años, con su zurrón al hombro y cayado en la mano; la cual, como vio tanta y tan agradable compañía, con lágrimas en los ojos, les dijo:
-Si por ventura hay entre vosotros, señores, quien de los estraños efectos y casos de amor tenga alguna noticia, y las lágrimas y sospiros amorosos le suelen enternecer el pecho, acuda quien esto siente a ver si es posible remediar y detener las más amorosas lágrimas y profundos sospiros que jamás de ojos y pechos enamorados salieron. Acudid, pues, pastores, a lo que os digo: veréis cómo, con la experiencia de lo que os muestro, hago verdaderas mis palabras.
Y, en diciendo esto, volvió las espaldas, y todos cuantos allí estaban la siguieron. Viendo, pues, la pastora que la seguían, con presuroso paso se entró por entre unos árboles que a un lado de la fuente estaban; y no hubo andado mucho cuando, volviéndose a los que tras ella iban, les dijo:
-Veis allí, señores, la causa de mis lágrimas; porque aquel pastor que allí parece es un hermano mío, que por aquella pastora ante quien está hincado de hinojos, sin duda alguna, él dejará la vida en manos de su crueldad.
Volvieron todos los ojos a la parte que la pastora señalaba, y vieron que al pie de un verde sauce estaba arrimada una pastora, vestida como cazadora ninfa, con una rica aljaba que del lado le pendía y un encorvado arco en las manos, con sus hermosos y rubios cabellos cogidos con una verde guirnalda. El pastor estaba ante ella de rodillas, con un cordel echado a la garganta y un cuchillo desenvainado en la derecha mano, y con la izquierda tenía asida a la pastora de un blanco cendal que encima de los vestidos traía. Mostraba la pastora ceño en su rostro, y estar disgustada de que el pastor allí por fuerza la detuviese. Mas, cuando ella vio que la estaban mirando, con grande ahínco procuraba desasirse de la mano del lastimado pastor, que con abundancia de lágrimas, tiernas y amorosas palabras, la estaba rogando que siquiera le diese lugar para poderle significar la pena que por ella padecía. Pero la pastora, desdeñosa y airada, se apartó dél, a tiempo que ya todos los pastores llegaban cerca, tanto, que oyeron al enamorado mozo que en tal manera a la pastora hablaba:
-¡Oh ingrata y desconocida Gelasia, y con cuán justo título has alcanzado el renombre de cruel que tienes! Vuelve, endurescida, los ojos a mirar al que por mirarte está en el estremo de dolor que imaginarse puede. ¿Por qué huyes de quien te sigue? ¿Por qué no admites a quién te sirve? ¿Y por qué aborreces al que te adora? ¡Oh, sin razón enemiga mía, dura cual levantado risco, airada cual ofendida sierpe, sorda cual muda selva, esquiva como rústica, rústica como fiera, fiera como tigre, tigre que en mis entrañas se ceba! ¿Será posible que mis lágrimas no te ablanden, que mis sospiros no te apiaden y que mis servicios no te muevan? Sí que será posible, pues ansí lo quiere mi corta y desdichada suerte, y aun será también posible que tú no quieras apretar este lazo que a la garganta tengo, ni atravesar este cuchillo por medio deste corazón que te adora. Vuelve, pastora, vuelve, y acaba la tragedia de mi miserable vida, pues con tanta facilidad puedes añudar este cordel a mi garganta o ensangrentar este cuchillo en mi pecho.
Estas y otras semejantes razones decía el lastimado pastor, acompañadas de tantos sollozos y lágrimas que movía a compasión a todos cuantos le escuchaban. Pero no por esto la cruel y desamorada pastora dejaba de seguir su camino, sin querer aun volver los ojos a mirar al pastor que por ella en tal estado quedaba, de que no poco se admiraron todos los que su airado desdén conoscieron; y fue de manera que hasta al desamorado Lenio le pareció mal la crueldad de la pastora. Y ansí, él, con el anciano Arsindo, se adelantaron a rogarla tuviese por bien de volver a escuchar las quejas del enamorado mozo, aunque nunca tuviese intención de remediarlas. Mas no fue posible mudarla de su propósito; antes, les rogó que no la tuviesen por descomedida en no hacer lo que le mandaban, porque su intención era de ser enemiga mortal del amor y de todos los enamorados, por muchas razones que a ello la movían, y una dellas era haberse desde su niñez dedicado a seguir el ejercicio de la casta Diana; añadiendo a éstas tantas causas para no hacer el ruego de los pastores, que Arsindo tuvo por bien de dejarla y volverse, lo que no hizo el desamorado Lenio, el cual, como vio que la pastora era tan enemiga del amor como parecía, y que tan de todo en todo con la condición desamorada suya se conformaba, determinó de saber quién era y de seguir su compañía por algunos días. Y así, le declaró cómo él era el mayor enemigo que el amor y los enamorados tenían, rogándole que, pues tanto en las opiniones se conformaban, tuviese por bien de no enfadarse con su compañía, que no sería más de lo que ella quisiese.
La pastora se holgó de saber la intención de Lenio, y le concedió que con ella viniese hasta su aldea, que dos leguas de la de Lenio era. Con esto, se despidió Lenio de Arsindo, rogándole que le disculpase con todos sus amigos y les dijese la causa que le había movido a irse con aquella pastora, y sin esperar más, él y Gelasia alargaron el paso, y en poco rato desaparecieron. Cuando Arsindo volvió a decir lo que con la pastora había pasado, halló que todos aquellos pastores habían llegado a consolar al enamorado pastor, y que las dos de las tres rebozadas pastoras, la una estaba desmayada en las faldas de la hermosa Galatea y la otra abrazada con la bella Rosaura, que asimesmo el rostro cubierto tenía. La que con Galatea estaba era Teolinda, y la otra, su hermana Leonarda; las cuales, así como vieron al desesperado pastor que con Gelasia hallaron, un celoso y enamorado desmayo les cubrió el corazón, porque Leonarda creyó que el pastor era su querido Galercio, y Teolinda tuvo por verdad que era su enamorado Artidoro; y, como las dos le vieron tan rendido y perdido por la cruel Gelasia, llególes tan al alma el sentimiento que, sin sentido alguno, la una en las faldas de Galatea, la otra en los brazos de Rosaura, desmayadas cayeron. Pero de allí a poco rato, volviendo en sí Leonarda, a Rosaura dijo:
-¡Ay, señora mía, y cómo creo que todos los pasos de mi remedio me tiene tomados la Fortuna, pues la voluntad de Galercio está tan ajena de ser mía, como se puede ver por las palabras que aquel pastor ha dicho a la desamorada Gelasia! Porque te hago saber, señora, que aquél es el que ha robado mi libertad y aun el que ha de dar fin a mis días.
Maravillada quedó Rosaura de lo que Leonarda decía, y más lo fue cuando, habiendo también vuelto en sí Teolinda, ella y Galatea la llamaron; y, juntándose todas con Florisa y Leonarda, Teolinda dijo cómo aquel pastor era el su deseado Artidoro. Pero aún no le hubo bien nombrado, cuando su hermana le respondió que se engañaba, que no era sino Galercio, su hermano.
-¡Ay, traidora Leonarda! -respondió Teolinda-. ¿Y no te basta haberme una vez apartado de mi bien, sino agora que le hallo quieres decir que es tuyo? Pues desengáñate que en esto no te pienso ser hermana, sino declarada enemiga.
-Sin duda que te engañas, hermana -respondió Leonarda-, y no me maravillo, que en ese mesmo error cayeron todos los de nuestra aldea, creyendo que este pastor era Artidoro, hasta que claramente vinieron a entender que no era sino su hermano Galercio, que tanto se parece el uno al otro como nosotras la una a la otra, y aun, si puede haber mayor semejanza, mayor semejanza tienen.
-No lo quiero creer -respondió Teolinda-, porque, aunque nosotras nos parecemos tanto, no tan fácilmente se hallan estos milagros en naturaleza; y así, te hago saber que en tanto que la esperiencia no me haga más cierta de la verdad que tus palabras me hacen, yo no pienso dejar de creer que aquel pastor que allí veo es Artidoro; y si alguna cosa me lo pudiera poner en duda, es no pensar que de la condición y firmeza que yo de Artidoro tengo conocida, se puede esperar o temer que tan presto haya hecho mudanza y me olvide.
-Sosegaos, pastoras -dijo entonces Rosaura-, que yo os sacaré presto de la duda en que estáis.
Y, dejándolas a ellas, se fue adonde el pastor estaba dando a aquellos pastores cuenta de la estraña condición de Gelasia y de las infinitas sinrazones que con él usaba. A su lado tenía el pastor la hermosa pastorcilla que decía que era su hermano, a la cual llamó Rosaura, y, apartándose con ella a un cabo, la importunó y rogó le dijese cómo se llamaba su hermano y si tenía otro alguno que le pareciese, a lo cual la pastora respondió que se llamaba Galercio y que tenía otro, llamado Artidoro, que le parecía tanto que apenas se diferenciaban, si no era por alguna señal de los vestidos o por el órgano de la voz, que en algo difería. Preguntóle también qué se había hecho Artidoro. Respondióle la pastora que andaba en unos montes algo de allí apartados, repastando parte del ganado de Grisaldo con otro rebaño de cabras suyas, y que nunca había querido entrar en el aldea ni tener conversación con hombre alguno después que de las riberas de Henares había venido. Y con éstas le dijo otras particularidades, tales que Rosaura quedó satisfecha de que aquel pastor no era Artidoro, sino Galercio, como Leonarda había dicho y aquella pastora decía, de la cual supo el nombre, que se llamaba Maurisa; y, trayéndola consigo adonde Galatea y las otras pastoras estaban, otra vez, en presencia de Teolinda y Leonarda, contó todo lo que de Artidoro y Galercio sabía, con lo que quedó Teolinda sosegada y Leonarda descontenta, viendo cuán descuidadas estaban las mientes de Galercio de pensar en cosas suyas. En las pláticas que las pastoras tenían, acertó que Leonarda llamó por su nombre a la encubierta Rosaura, y oyéndolo Maurisa, dijo:
-Si yo no me engaño, señora, por vuestra causa ha sido aquí mi venida y la de mi hermano.
-¿En qué manera? -dijo Rosaura.
-Yo os lo diré si me dais licencia de que a solas os lo diga -respondió la pastora.
-De buena gana -replicó Rosaura.
Y, apartándose con ella, la pastora le dijo:
-Sin duda alguna, hermosa señora, que a vos y a la pastora Galatea mi hermano y yo con un recaudo de nuestro amo Grisaldo venimos.
-Así debe ser -respondió Rosaura.
Y, llamando a Galatea, entrambas escucharon lo que Maurisa de Grisaldo decía, que fue avisarles cómo de allí a dos días vendría con dos amigos suyos a llevarla en casa de su tía, adonde en secreto celebrarían sus bodas, y juntamente con esto dio de parte de Grisaldo a Galatea unas ricas joyas de oro, como en agradecimiento de la voluntad que de hospedar a Rosaura había mostrado. Rosaura y Galatea agradecieron a Maurisa el buen aviso, y en pago dél, la discreta Galatea quería partir con ella el presente que Grisaldo le había enviado, pero nunca Maurisa quiso rescebirlo. Allí de nuevo se tornó a informar Galatea de la semejanza estraña que entre Galercio y Artidoro había. Todo el tiempo que Galatea y Rosaura gastaban en hablar a Maurisa, le entretenían Teolinda y Leonarda en mirar a Galercio; porque, cebados los ojos de Teolinda en el rostro de Galercio, que tanto al de Artidoro semejaba, no podía apartarlos de mirar, y, como los de la enamorada Leonarda sabían lo que miraban, también le era imposible a otra parte volverlos.
A esta sazón ya los pastores habían consolado a Galercio, aunque, para el mal que él padecía, cualesquier consejos y consuelos tenía por vanos y escusados, todo lo cual redundaba en daño de Leonarda. Rosaura y Galatea, viendo que los pastores hacia ellas se venían, despidieron a Maurisa, diciéndole que dijese a Grisaldo cómo Rosaura estaría en casa de Galatea. Maurisa se despidió dellas, y, llamando a su hermano en secreto, le contó lo que con Rosaura y Galatea pasado había; y así, con buen comedimiento, se despidió de ellas y de los pastores, y con su hermana dio la vuelta a su aldea. Pero las enamoradas hermanas Teolinda y Leonarda, que vieron que en irse Galercio se les iba la luz de sus ojos y la vida de su vida, entrambas a dos se llegaron a Galatea y a Rosaura y les rogaron les diesen licencia para seguir a Galercio, dando por escusa Teolinda que Galercio le diría adónde Artidoro estaba, y Leonarda que podría ser que la voluntad de Galercio se trocase, viendo la obligación en que la estaba. Las pastoras se la concedieron, con la condición que antes Galatea a Teolinda había pedido, que era que de todo su bien o su mal la avisase. Tornóselo a prometer Teolinda de nuevo, y de nuevo despidiéndose, siguió el camino que Galercio y Maurisa llevaban. Lo mesmo hicieron luego, aunque por diferente parte, Timbrio, Tirsi, Damón, Orompo, Crisio, Marsilo y Orfinio, que a la ermita de Silerio con las hermosas hermanas Nísida y Blanca se encaminaron, habiendo primero ellos y ellas despedídose del venerable Aurelio, y de Galatea, Rosaura y Florisa, y ansimismo de Elicio y Erastro, que no quisieron dejar de volver con Galatea, ofreciéndose Aurelio que, en llegando a su aldea, iría luego con Elicio y Erastro a buscarlos a la ermita de Silerio, y llevaría algo con que satisfacer la incomodidad que para agasajar tales huéspedes Silerio tendría. Con este prosupuesto, unos por una y otros por otra parte se apartaron, y, echando al despedirse menos al anciano Arsindo, miraron por él y vieron que, sin despedirse de ninguno, iba ya lejos por el mesmo camino que Galercio y Maurisa y las rebozadas pastoras llevaban, de que se maravillaron. Y, viendo que ya el sol apresuraba su carrera para entrarse por las puertas de occidente, no quisieron detenerse allí más, por llegar al aldea antes que las sombras de la noche. Viéndose, pues, Elicio y Erastro ante la señora de sus pensamientos, por mostrar en algo lo que encubrir no podían, y por aligerar el cansancio del camino, y aun por cumplir el mandado de Florisa, que les mandó que, en tanto que a la aldea llegaban, algo cantasen, al son de la zampoña de Florisa, desta manera comenzó a cantar Elicio, y a responderle Erastro:
ELICIO ERASTRO
ELICIO
El que quisiere ver la hermosura
mayor que tuvo, o tiene o terná el suelo;
el fuego y el crisol donde se apura
la blanca castidad, el limpio celo;
todo lo que es valor, ser y cordura, 5
y cifrado en la tierra un nuevo cielo,
juntas en uno alteza y cortesía,
venga a mirar a la pastora mía.
ERASTRO
Venga a mirar a la pastora mía
quien quisiere contar de gente en gente 10
que vio otro sol que daba luz al día,
más claro qu’el que sale del oriente.
Podrá decir cómo su fuego enfría
y abrasa al alma que tocar se siente
del vivo rayo de sus ojos bellos, 15
y que no hay más que ver después de vellos.
ELICIO
Y que no hay más que ver después de vellos
sábenlo bien estos cansados ojos,
ojos que, por mi mal, fueron tan bellos,
ocasión principal de mis enojos. 20
Vilos y vi que se abrasaba en ellos
mi alma, y que entregaba los despojos
de todas sus potencias a su llama,
que me abrasa y me yela, arroja y llama.
ERASTRO
Que me abrasa y me yela, arroja y llama 25
esta dulce enemiga de mi gloria,
de cuyo ilustre ser puede la fama
hacer estraña y verdadera historia.
Sólo sus ojos, do el amor derrama
toda su gracia y fuerza más notoria, 30
darán materia que levante al cielo
la pluma del más bajo humilde vuelo.
ELICIO
La pluma del más bajo humilde vuelo,
si quiere levantarse hasta la esfera,
cante la cortesía y justo celo 35
desta fénix sin par, sola y primera,
gloria de nuestra edad, honra del suelo,
valor del claro Tajo y su ribera,
cordura sin igual, rara belleza
donde más se estremó naturaleza. 40
ERASTRO
Donde más se estremó naturaleza,
donde ha igualado al pensamiento el arte,
donde juntó el valor y gentileza
que en diversos subjetos se reparte,
y adonde la humildad con la grandeza 45
ocupan solas una mesma parte,
y adonde tiene amor su albergue y nido,
la bella ingrata mi enemiga ha sido.
ELICIO
La bella ingrata mi enemiga ha sido
quien quiso, pudo y supo en un momento 50
tenerme de un sotil cabello asido
el libre vagaroso pensamiento.
Y, aunque al estrecho lazo estoy rendido,
tal gusto y gloria en las prisiones siento,
que estiendo el pie y el cuello a las cadenas, 55
llamando dulces tan amargas penas.
ERASTRO
Llamando dulces tan amargas penas
paso la corta fatigada vida,
del alma triste sustentada apenas,
y aun apenas del cuerpo sostenida. 60
Ofrecióle fortuna a manos llenas
a mi breve esperanza fe cumplida:
¿qué gusto, pues, qué gloria o bien se ofrece,
do mengua la esperanza y la fe crece?
ELICIO
Do mengua la esperanza y la fe crece 65
se descubre y parece el alto intento
del firme pensamiento enamorado,
que sólo confiado en amor puro,
vive cierto y seguro de una paga
que al alma satisfaga limpiamente. 70
ERASTRO
El mísero doliente a quien subjeta
la enfermedad y aprieta, se contenta,
cuando más le atormenta el dolor fiero,
con cualquiera ligero breve alivio;
mas, cuando ya más tibio el daño toca, 75
a la salud invoca y busca entera.
Así, desta manera, el tierno pecho
del amador, deshecho en llanto triste,
dice que el bien consiste de su pena
en que la luz serena de los ojos, 80
a quien dio los despojos de su vida,
le mire con fingida o cierta muestra;
mas luego amor le adiestra y le desmanda
y más cosas demanda que primero.
ELICIO
Ya traspone el otero el sol hermoso, 85
Erastro, y a reposo nos convida
la noche denegrida que se acerca.
ERASTRO
Y el aldea está cerca, y yo cansado.
ELICIO
Pongamos, pues, silencio al canto usado.
Bien tomaran por partido los que escuchando a Elicio y a Erastro iban que más el camino se alargara, por gustar más del agradable canto de los enamorados pastores. Pero el cerrar de la noche, y el llegar a la aldea, hizo que dél cesasen, y que Aurelio, Galatea, Rosaura y Florisa en su casa se recogiesen. Elicio y Erastro hicieron lo mesmo en las suyas, con intención de irse luego adonde Tirsi y Damón y los demás pastores estaban, que así quedó concertado entre ellos y el padre de Galatea. Sólo esperaban a que la blanca luna desterrase la escuridad de la noche, y así como ella mostró su hermoso rostro, ellos se fueron a buscar a Aurelio, y todos juntos la vuelta de la ermita se encaminaron, donde les sucedió lo que se verá en el siguiente libro.
FIN DEL CUARTO LIBRO
Quinto libro de Galatea
ERA TANTO el deseo que el enamorado Timbrio y las dos hermosas hermanas Nísida y Blanca llevaban de llegar a la ermita de Silerio, que la ligereza de los pasos, aunque era mucha, no era posible que a la de la voluntad llegase; y, por conoscer esto, no quisieron Tirsi y Damón importunar a Timbrio cumpliese la palabra que había dado de contarles en el camino todo lo por él sucedido después que se apartó de Silerio. Pero todavía, llevados del deseo que tenían de saberlo, se lo iban ya a preguntar, si en aquel punto no hiriera en los oídos de todos una voz de un pastor que, un poco apartado del camino, entre unos verdes árboles, cantando estaba, que luego, en el son no muy concertado de la voz y en lo que cantaba, fue de los más que allí venían conoscido, principalmente de su amigo Damón, porque era el pastor Lauso el que, al son de un pequeño rabel, unos versos decía; y, por ser el pastor tan conoscido y saber ya todos la mudanza que de su libre voluntad había hecho, de común parecer recogieron el paso y se pararon a escuchar lo que Lauso cantaba, que era esto:
LAUSO
¿Quién mi libre pensamiento
me le vino a sujetar?
¿Quién pudo en flaco cimiento
sin ventura fabricar
tan altas torres de viento? 5
¿Quién rindió mi libertad,
estando en seguridad
de mi vida satisfecho?
¿Quién abrió y rompió mi pecho,
y robó mi voluntad? 10
¿Dónde está la fantasía
de mi esquiva condición?
¿Dó el alma que ya fue mía,
y dónde mi corazón,
que no está donde solía? 15
Mas, yo todo, ¿dónde estoy,
dónde vengo, o adónde voy?
A dicha, ¿sé yo de mí?
¿Soy, por ventura, el que fui,
o nunca he sido el que soy? 20
Estrecha cuenta me pido,
sin poder averigualla,
pues a tal punto he venido,
que aquello que en mí se halla,
es sombra de lo que he sido. 25
No me entiendo de entenderme,
ni me valgo por valerme,
y en tan ciega confusión,
cierta está mi perdición,
y no pienso de perderme. 30
La fuerza de mi cuidado
y el amor que lo consiente
me tienen en tal estado,
que adoro el tiempo presente,
y lloro por el pasado. 35
Véome en éste morir,
y en el pasado, vivir;
y en éste adoro mi muerte,
y en el pasado, la suerte,
que ya no puede venir. 40
En tan estraña agonía,
el sentido tengo ciego,
pues viendo que amor porfía
y que estoy dentro del fuego,
aborrezco el agua fría; 45
que si no es la de mis ojos,
qu’el fuego augmenta y despojos,
en esta amorosa fragua,
no quiero ni busco otro agua
ni otro alivio a mis enojos. 50
Todo mi bien comenzara,
todo mi mal feneciera,
si mi ventura ordenara
que de ser mi fe sincera
Silena se asegurara. 55
Sospiros, aseguralda;
ojos míos, enteralda
llorando en esta verdad;
pluma, lengua, voluntad,
en tal razón confirmalda. 60
No pudo ni quiso el presuroso Timbrio aguardar a que más adelante el pastor Lauso con su canto pasase, porque, rogando a los pastores que el camino de la ermita le enseñasen, si ellos quedarse querían, hizo muestras de adelantarse; y así, todos le siguieron, y pasaron tan cerca de donde el enamorado Lauso estaba, que no pudo dejar de sentirlo y de salirles al encuentro, como lo hizo, con cuya compañía todos se holgaron, especialmente Damón, su verdadero amigo, con el cual se acompañó todo el camino que desde allí a la ermita había, razonando en diversos y varios acaecimientos que a los dos habían sucedido después que dejaron de verse, que fue desde el tiempo que el valeroso y nombrado pastor Astraliano había dejado los cisalpinos pastos por ir a reducir aquéllos que del famoso hermano y de la verdadera religión se habían rebelado; y al cabo, vinieron a reducir su razonamiento a tratar de los amores de Lauso, preguntándole ahincadamente Damón que le dijese quién era la pastora que con tanta facilidad la libre voluntad le había rendido. Y, cuando esto no pudo saber de Lauso, le rogó que, a lo menos, le dijese en qué estado se hallaba, si era de temor o de esperanza, si le fatigaba ingratitud o si le atormentaban celos. A todo lo cual le satisfizo bien Lauso, contándole algunas cosas que con su pastora le habían sucedido; y, entre otras, le dijo cómo, hallándose un día celoso y desfavorescido, había llegado a términos de desesperarse o de dar alguna muestra que en daño de su persona y en el del crédito y honra de su pastora redundase; pero que todo se remedió con haberla él hablado, y haberle ella asegurado ser falsa la sospecha que tenía, confirmando todo esto con darle un anillo de su mano, que fue parte para volver a mejor discurso su entendimiento y para solemnizar aquel favor con un soneto, que de algunos que le vieron fue por bueno estimado. Pidió entonces Damón a Lauso que le dijese. Y así, sin poder escusarse, le hubo de decir; que era éste:
LAUSO
¡Rica y dichosa prenda que adornaste
el precioso marfil, la nieve pura!
¡Prenda que de la muerte y sombra escura
a la nueva luz y vida me tornaste!
El claro cielo de tu bien trocaste 5
con el infierno de mi desventura,
porque viviese en dulce paz segura
la esperanza que en mí resuscitaste.
Sabes cuánto me cuestas, dulce prenda,
el alma, y aun no quedo satisfecho, 10
pues menos doy de aquello que rescibo.
Mas, porque el mundo tu valor entienda,
sé tú mi alma, enciérrate en mi pecho,
verán cómo por ti sin alma vivo.
Dijo Lauso el soneto, y Damón le tornó a rogar que, si otra alguna cosa a su pastora había escripto, se la dijese, pues sabía de cuánto gusto le eran a él oír sus versos. A esto respondió Lauso:
-Eso será, Damón, por haberme sido tú maestro en ellos, y el deseo que tienes de ver lo que en mí aprovechaste te hace desear oírlos; pero sea lo que fuere, que ninguna cosa de las que yo pudiere te ha de ser negada. Y ansí, te digo que, en estos mesmos días, cuando andaba celoso y mal seguro, envié estos versos a mi pastora:
LAUSO A SILENA
En tan notoria simpleza,
nascida de intento sano,
el amor rige la mano,
y la intención tu belleza.
El amor y tu hermosura, 5
Silena, en esta ocasión,
juzgarán a discreción
lo que tendrás tú a locura.
Él me fuerza y ella mueve
a que te adore y escriba; 10
y como en los dos estriba
mi fe, la mano se atreve.
Y, aunque en esta grave culpa
me amenaza tu rigor,
mi fe, tu hermosura, amor, 15
darán del yerro disculpa.
Pues con un arrimo tal,
puesto que culpa me den,
bien podré decir el bien
que ha nascido de mi mal; 20
el cual bien, según yo siento,
no es otra cosa, Silena,
sino que tenga en la pena
un estraño sufrimiento.
Y no lo encarezco poco 25
este bien de ser sufrido,
que si no lo hubiera sido,
ya el mal me tuviera loco.
Mas mis sentidos, de acuerdo
todos, han dado en decir 30
que, ya que haya de morir,
que muera sufrido y cuerdo.
Pero, bien considerado,
mal podrá tener paciencia
en la amorosa dolencia 35
un celoso y desamado;
que, en el mal de mis enojos,
todo mi bien desconcierta
tener la esperanza muerta
y el enemigo a los ojos. 40
Goces, pastora, mil años
el bien de tu pensamiento,
que yo no quiero contento
granjeado con tus daños.
Sigue tu gusto, señora, 45
pues te parece tan bueno,
que yo por el bien ajeno
no pienso llorar agora.
Porque fuera liviandad
entregar mi alma al alma 50
que tiene por gloria y palma
el no tener libertad.
Mas, ¡ay!, que fortuna quiere
y el amor que viene en ello,
que no pueda huir el cuello 55
del cuchillo que me hiere.
Conozco claro que voy
tras quien ha de condemnarme,
y cuando pienso apartarme,
más quedo y más firme estoy. 60
¿Qué lazos, qué redes tienen,
Silena, tus ojos bellos,
que cuanto más huigo dellos,
más me enlazan y detienen?
¡Ay, ojos, de quien recelo 65
que si soy de vos mirado,
es por crecerme el cuidado
y por menguarme el consuelo!
Ser vuestras vistas fingidas
conmigo, es pura verdad, 70
pues pagan mi voluntad
con prendas aborrecidas.
¡Qué recelos, qué temores
persiguen mi pensamiento,
y qué de contrarios siento 75
en mis secretos amores!
Déjame, aguda memoria;
olvídate, no te acuerdes
del bien ajeno, pues pierdes
en ello tu propria gloria. 80
Con tantas firmas afirmas
el amor que está en tu pecho,
Silena, que a mi despecho,
siempre mis males confirmas.
¡Oh pérfido amor cruel! 85
¿Cuál ley tuya me condemna
que dé yo el alma a Silena
y que me niegue un papel?
No más, Silena, que toco
en puntos de tal porfía, 90
qu’el menor dellos podría
dejarme sin vida o loco.
No pase de aquí mi pluma,
pues tú la haces sentir
que no puede reducir 95
tanto mal a breve summa.
En lo que se detuvo Lauso en decir estos versos y en alabar la singular hermosura, discreción, donaire, honestidad y valor de su pastora, a él y a Damón se les aligeró la pesadumbre del camino y se les pasó el tiempo sin ser sentido, hasta que llegaron junto de la ermita de Silerio, en la cual no querían entrar Timbrio, Nísida y Blanca, por no sobresaltarle con su no pensada venida. Mas la suerte lo ordenó de otra manera, porque, habiéndose adelantado Tirsi y Damón a ver lo que Silerio hacía, hallaron la ermita abierta y sin ninguna persona dentro; y, estando confusos, sin saber dónde podría estar Silerio a tales horas, llegó a sus oídos el son de su arpa, por do entendieron que él no debía estar lejos; y, saliendo a buscarle, guiados por el sonido de la arpa, con el resplandor claro de la luna vieron que estaba sentado en el tronco de un olivo, solo y sin otra compañía que la de su arpa, la cual tan dulcemente tocaba que, por gozar de tan suave armonía, no quisieron los pastores llegar luego a hablarle, y más cuando oyeron que con estremada voz estos versos comenzó a cantar:
SILERIO
Ligeras horas del ligero tiempo,
para mí perezosas y cansadas:
si no estáis en mi daño conjuradas,
parézcaos ya que es de acabarme tiempo.
Si agora me acabáis, haréislo a tiempo 5
que están mis desventuras más colmadas;
mirad que menguarán si sois pesadas,
qu’el mal se acaba si da tiempo al tiempo.
No os pido que vengáis dulces, sabrosas,
pues no hallaréis camino, senda o paso 10
de reducirme al ser que ya he perdido.
¡Horas a cualquier otro venturosas,
aquélla dulce del mortal traspaso,
aquélla de mi muerte sola os pido!
Después que los pastores escucharon lo que Silerio cantado había, sin que él los viese, se volvieron a encontrar los demás que allí venían, con intención que Timbrio hiciese lo que agora oiréis: que fue que, habiéndole dicho de la manera que habían hallado a Silerio y en el lugar do quedaba, le rogó a Tirsi que, sin que ninguno dellos se le diese a conoscer, se fuesen llegando poco a poco hacia él, ora les viese o no, porque aunque la noche hacía clara, no por eso sería alguno conoscido; y que hiciese ansimesmo que Nísida o él algo cantasen; y todo esto hacía por entretener el gusto que de su venida había de rescibir Silerio. Contentóse Timbrio dello, y, diciéndoselo a Nísida, vino en su mesmo parescer. Y así, cuando a Tirsi le paresció que estaban ya tan cerca que de Silerio podían ser oídos, hizo a la bella Nísida que comenzase, la cual, al son del rabel del celoso Orfino, desta manera comenzó a cantar:
NÍSIDA
Aunque es el bien que poseo
tal que al alma satisface,
le turba en parte y deshace
otro bien que vi y no veo;
que amor y fortuna escasa, 5
enemigos de mi vida,
me dan el bien por medida
y el mal sin término o tasa.
En el amoroso estado,
aunque sobre el merescer, 10
tan solo viene el placer,
cuanto el mal acompañado.
Andan los males unidos,
sin un momento apartarse;
los bienes, por acabarse, 15
en mil partes divididos.
Lo que cuesta, si se alcanza,
del amor algún contento,
declárelo el sufrimiento,
el amor y la esperanza. 20
Mil penas cuesta una gloria;
un contento, mil enojos:
sábenlo bien estos ojos
y mi cansada memoria;
la cual se acuerda contino 25
de quien pudo mejoralla,
y para hallarle no halla
alguna senda o camino.
¡Ay, dulce amigo de aquél
que te tuvo por tan suyo 30
cuanto él se tuvo por tuyo
y cuanto yo lo soy dél!
Mejora con tu presencia
nuestra no pensada dicha,
y no la vuelva en desdicha 35
tu tan larga esquiva ausencia.
A duro mal me provoca
la memoria, que me acuerda
que fuiste loco y yo cuerda,
y eres cuerdo y yo estoy loca. 40
Aquel que, por buena suerte,
tú mesmo quisiste darme
no ganó tanto en ganarme
cuanto ha perdido en perderte.
Mitad de su alma fuiste, 45
y medio por quien la mía
pudo alcanzar la alegría
que tu ausencia tiene triste.
Si la estremada gracia con que la hermosa Nísida cantaba causó admiración a los que con ella iban, ¿qué causaría en el pecho de Silerio, que, sin faltar punto, notó y escuchó todas las circunstancias de su canto? Y, como tenía tan en el alma la voz de Nísida, apenas llegó a sus oídos el acento suyo, cuando él se comenzó a alborotar, y a suspender y enajenar de sí mesmo, elevado en lo que escuchaba. Y, aunque verdaderamente le pareció que era la voz de Nísida aquélla, tenía tan perdida la esperanza de verla, y más en semejante lugar, que en ninguna manera podía asegurar su sospecha. Desta suerte llegaron todos donde él estaba, y, en saludándole, Tirsi le dijo:
-Tan aficionados nos dejaste, amigo Silerio, de la condición y conversación tuya, que, atraídos Damón y yo de la experiencia, y toda esta compañía de la fama della, dejando el camino que llevábamos, te hemos venido a buscar a tu ermita, donde, no hallándote, como no te hallamos, quedara sin cumplirse nuestro deseo, si el son de tu arpa y el de tu estimado canto aquí no nos hubiera encaminado.
-Harto mejor fuera, señores -respondió Silerio-, que no me hallárades, pues en mí no hallaréis sino ocasiones que a tristeza os muevan, pues la que yo padezco en el alma, tiene cuidado el tiempo cada día renovarla, no sólo con la memoria del bien pasado, sino con las sombras del presente, que al fin lo serán, pues de mi ventura no se puede esperar otra cosa que bienes fingidos y temores ciertos.
Lástima pusieron las razones de Silerio en todos los que le conoscían, principalmente en Timbrio, Nísida y Blanca, que tanto le amaban, y luego quisieran dársele a conoscer, si no fuera por no salir de lo que Tirsi les había rogado; el cual hizo que todos sobre la verde yerba se sentasen, y de manera que los rayos de la clara luna hiriesen de espaldas los rostros de Nísida y Blanca, porque Silerio no los conosciese. Estando, pues, desta suerte, y después que Damón a Silerio había dicho algunas palabras de consuelo, porque el tiempo no se pasase todo en tratar en cosas de tristeza, y por dar principio a que la de Silerio feneciese, le rogó que su arpa tocase, al son de la cual el mesmo Damón cantó este soneto:
DAMÓN
Si el áspero furor del mar airado
por largo tiempo en su rigor durase,
mal se podría hallar quien entregase
su flaca nave al piélago alterado.
No permanesce siempre en un estado 5
el bien ni el mal, que el uno y otro vase;
porque si huyese el bien y el mal quedase,
ya sería el mundo a confusión tornado.
La noche al día, y el calor al frío,
la flor al fruto van en seguimiento, 10
formando de contrarios igual tela.
La sujeción se cambia en señorío,
en placer el pesar, la gloria en viento,
che per tal variar natura è bella.
Acabó Damón de cantar, y luego hizo de señas a Timbrio que lo mesmo hiciese; el cual, al proprio son de la arpa de Silerio, dio principio a un soneto que en el tiempo del hervor de sus amores había hecho, el cual de Silerio era tan sabido como del mesmo Timbrio:
TIMBRIO
Tan bien fundada tengo la esperanza,
que, aunque más sople riguroso viento,
no podrá desdecir de su cimiento:
tal fe, tal suerte y tal valor alcanza.
No pudo acabar Timbrio el comenzado soneto, porque el oír Silerio su voz y el conocerle todo fue uno; y, sin ser parte a otra cosa, se levantó de do sentado estaba y se fue a abrazar del cuello de Timbrio, con muestras de tan estraño contento y sobresalto que, sin hablar palabra, se transpuso y estuvo un rato sin acuerdo, con tanto dolor de los presentes, temerosos de algún mal suceso, que ya condemnaban por mala el astucia de Tirsi; pero quien más estremos de dolor hacía era la hermosa Blanca, como aquélla que tiernamente le amaba. Acudió luego Nísida y su hermana a remediar el desmayo de Silerio, el cual, a cabo de poco espacio, volvió en sí diciendo:
-¡Oh poderoso cielo! ¿Y es posible que el que tengo presente es mi verdadero amigo Timbrio? ¿Es Timbrio el que oigo? ¿Es Timbrio el que veo? Sí es, si no me burla mi ventura, y mis ojos no me engañan.
-Ni tu ventura te burla, ni tus ojos te engañan, dulce amigo mío -respondió Timbrio-, que yo soy el que sin ti no era, y el que no lo fuera jamás si el cielo no permitiera que te hallara. Cesen ya tus lágrimas, Silerio amigo, si por mí las has derramado, pues ya me tienes presente; que yo atajaré las mías, pues te tengo delante, llamándome el más dichoso de cuantos viven en el mundo, pues mis desventuras y adversidades han traído tal descuento, que goza mi alma de la posesión de Nísida, y mis ojos de tu presencia.
Por estas palabras de Timbrio, entendió Silerio que la que cantado había y la que allí estaba era Nísida; pero certificóse más en ello cuando ella mesma le dijo:
-¿Qué es esto, Silerio mío? ¿Qué soledad y qué hábito es éste, que tantas muestras dan de tu descontento? ¿Qué falsas sospechas o qué engaños te han conducido a tal estremo, para que Timbrio y yo le tuviésemos de dolor toda la vida, ausentes de ti, que nos la diste?
-Engaños fueron, hermosa Nísida -respondió Silerio-; mas, por haber traído tales desengaños, serán celebrados de mi memoria el tiempo que ella me durare.
Lo más deste tiempo tenía Blanca asida una mano de Silerio, mirándole atentamente al rostro, derramando algunas lágrimas que de la alegría y lástima de su corazón daban manifiesto indicio. Largo sería de contar las palabras de amor y contento que entre Silerio, Timbrio, Nísida y Blanca pasaron, que fueron tan tiernas y tales, que todos los pastores que las escuchaban tenían los ojos bañados en lágrimas de alegría. Contó luego Silerio brevemente la ocasión que le había movido a retirarse en aquella ermita, con pensamiento de acabar en ella la vida, pues de la dellos no había podido saber nueva alguna; y todo lo que dijo fue ocasión de avivar más en el pecho de Timbrio el amor y amistad que a Silerio tenía, y en el de Blanca la lástima de su miseria. Y, así como acabó de contar Silerio lo que después que partió de Nápoles le había sucedido; y así, rogó a Timbrio que lo mesmo hiciese, porque en estremo lo deseaba, y que no se recelase de los pastores que estaban presentes, que todos ellos, o los más, sabían ya su mucha amistad y parte de sus sucesos. Holgóse Timbrio de hacer lo que Silerio pedía, y más se holgaron los pastores, que ansimesmo lo deseaban; que ya, porque Tirsi se lo había contado, todos sabían los amores de Timbrio y Nísida, y todo aquello que el mesmo Tirsi de Silerio había oído. Sentados, pues, todos, como ya he dicho, en la verde yerba, con maravillosa atención estaban esperando lo que Timbrio diría, el cual dijo:
-«Después que la Fortuna me fue tan favorable y tan adversa, que me dejó vencer a mi enemigo y me venció con el sobresalto de la falsa nueva de la muerte de Nísida, con el dolor que pensar se puede, en aquel mesmo instante me partí para Nápoles, y, confirmándose allí el desdichado suceso de Nísida, por no ver las casas de su padre, donde yo la había visto, y porque las calles, ventanas y otras partes donde yo la solía ver no me renovasen continuamente la memoria de mi bien pasado, sin saber qué camino tomase y sin tener algún discurso mi albedrío, salí de la ciudad, y a cabo de dos días llegué a la fuerte Gaeta, donde hallé una nave que ya quería desplegar las velas al viento para partirse a España. Embarquéme en ella, no más de por huir la odiosa tierra donde dejaba mi cielo; mas, apenas los diligentes marineros zarparon los ferros y descogieron las velas, y al mar algún tanto se alargaron, cuando se levantó una no pensada y súbita borrasca, y una ráfiga de viento imbistió las velas del navío con tanta furia que rompió el árbol del trinquete, y la vela mezana abrió de arriba abajo. Acudieron luego los prestos marineros al remedio, y, con dificultad grandísima, amainaron todas las velas, porque la borrasca crescía, y la mar comenzaba a alterarse, y el cielo daba señales de durable y espantosa fortuna. No fue volver al puerto posible, porque era maestral el viento que soplaba, y con tan grande violencia que fue forzoso poner la vela de trinquete al árbol mayor y amollar -como dicen- en popa, dejándose llevar donde el viento quisiese. Y así, comenzó la nave, llevada de su furia, a correr por el levantado mar con tanta ligereza que, en dos días que duró el maestral, discurrimos por todas las islas de aquel derecho, sin poder en ninguna tomar abrigo, pasando siempre a vista dellas, sin que Estrómbalo nos abrigase, ni Lípar nos acogiese, ni el Cimbalo, Lampadosa ni Pantanalea sirviesen para nuestro remedio; y pasamos tan cerca de Berbería que los recién derribados muros de la Goleta se descubrían y las antiguas ruinas de Cartago se manifestaban. No fue pequeño el miedo de los que en la nave iban, temiendo que, si el viento algo más reforzaba, era forzoso embestir en la enemiga tierra; mas, cuando desto estaban más temerosos, la suerte, que mejor nos la tenía guardada, o el cielo, que escuchó los votos y promesas que allí se hicieron, ordenó que el maestral se cambiase en un mediodía tan reforzado, y que tocaba en la cuarta del jaloque, que en otros dos días nos volvió al mesmo puerto de Gaeta, donde habíamos partido, con tanto consuelo de todos que algunos se partieron a cumplir las romerías y promesas que en el peligro pasado habían hecho.
»Estuvo allí la nave otros cuatro días, reparándose de algunas cosas que le faltaban, al cabo de los cuales tornó a seguir su viaje con más sosegado mar y próspero viento, llevando a vista la hermosa ribera de Génova, llena de adornados jardines, blancas casas y relumbrantes capiteles, que, heridos de los rayos del sol, reverberan con tan encendidos rayos que apenas dejan mirarse. Todas estas cosas que desde la nave se miraban pudieran causar contento, como le causaban a todos los que en la nave iban, sino a mí, que me era ocasión de más pesadumbre. Sólo el descanso que tenía era entretenerme la mentando mis penas, cantándolas o, por mejor decir, llorándolas al son de un laúd de uno de aquellos marineros. Y una noche, me acuerdo -y aun es bien que me acuerde, pues en ella comenzó a amanecer mi día- que, estando sosegado el mar, quietos los vientos, las velas pegadas a los árboles, y los marineros, sin cuidado alguno, por diferentes partes del navío tendidos, y el timonero casi dormido por la bonanza que había y por la que el cielo le aseguraba, en medio deste silencio y en medio de mis imaginaciones, como mis dolores no me dejaban entregar los ojos al sueño, sentado en el castillo de popa, tomé el laúd y comencé a cantar unos versos que habré de repetir agora, porque se advierta de qué estremo de tristeza y cuán sin pensarlo me pasó la suerte al mayor de alegría que imaginar supiera. Era, si no me acuerdo mal, lo que cantaba esto:
TIMBRIO
»Agora que calla el viento
y el sesgo mar está en calma,
no se calle mi tormento:
salga con la voz el alma,
para mayor sentimiento. 5
Que, para contar mis males,
mostrando en parte que son,
por fuerza han de dar señales
el alma y el corazón
de vivas ansias mortales. 10
»Llevóme el amor en vuelo
por uno y otro dolor
hasta ponerme en el cielo,
y agora muerte y amor
me han derribado en el suelo. 15
Amor y muerte ordenaron
una muerte y amor tal,
cual en Nísida causaron,
y de mi bien y su mal
eterna fama ganaron. 20
»Con nueva voz y terrible,
de hoy más, y en son espantoso,
hará la fama creíble
qu’el amor es poderoso
y la muerte es invencible. 25
De su poder satisfecho
quedará el mundo, si advierte
qué hazaña los dos han hecho,
qué vida llevó la muerte,
qué tal tiene amor mi pecho. 30
»Mas creo, pues no he venido
a morir o estar más loco
con el daño que he sufrido,
o que muerte puede poco
o que no tengo sentido. 35
Que si sentido tuviera,
según mis penas crescidas
me persiguen dondequiera,
aunque tuviera mil vidas,
cien mil veces muerto fuera. 40
»Mi victoria tan subida,
fue con muerte celebrada
de la más ilustre vida
que en la presente o pasada
edad fue ni es conoscida. 45
Della llevé por despojos
dolor en el corazón,
mil lágrimas en los ojos,
en el alma confusión
y en el firme pecho enojos. 50
»¡Oh fiera mano enemiga!
¡Cómo, si allí me acabaras,
te tuviera por amiga,
pues, con matarme, estorbaras
las ansias de mi fatiga! 55
¡Oh!, ¡cuán amargo descuento
trujo la victoria mía,
pues pagaré, según siento,
el gusto solo de un día
con mil siglos de tormento! 60
»¡Tú, mar, que escuchas mi llanto;
tú, cielo, que le ordenaste;
amor, por quien lloro tanto;
muerte, que mi bien llevaste;
acabad ya mi quebranto! 65
¡Tú, mar, mi cuerpo rescibe;
tú, cielo, acoge mi alma;
tú, amor, con la fama escribe
que muerte llevó la palma
desta vida que no vive! 70
»¡No os descuidéis de ayudarme,
mar, cielo, amor y la muerte!
¡Acabad ya de acabarme,
que será la mejor suerte
que yo espero y podréis darme! 75
Pues si no me anega el mar,
y no me recoge el cielo,
y el amor ha de durar,
y de no morir recelo,
no sé en qué habré de parar. 80
»Acuérdome que llegaba a estos últimos versos que he dicho, cuando, sin poder pasar adelante, interrompido de infinitos sospiros y sollozos que de mi lastimado pecho despedía, aquejado de la memoria de mis desventuras, del puro sentimiento dellas, vine a perder el sentido, con un parasismo tal que me tuvo un buen rato fuera de todo acuerdo; pero ya, después que el amargo accidente hubo pasado, abrí mis cansados ojos y halléme puesta la cabeza en las faldas de una mujer vestida en hábito de peregrina, y a mi lado estaba otra con el mesmo traje adornada, la cual, estando de mis manos asida, la una y la otra tiernamente lloraban. Cuando yo me vi de aquella manera, quedé admirado y confuso, y estaba dudando si era sueño aquello que veía, porque nunca tales mujeres había visto jamás en la nave después que en ella andaba; pero desta confusión me sacó presto la hermosa Nísida, que aquí está, que era la peregrina que allá estaba, diciéndome: “¡Ay Timbrio, verdadero señor y amigo mío! ¿Qué falsas imaginaciones o qué desdichados accidentes han sido parte para poneros donde agora estáis, y para que yo y mi hermana tuviésemos tan poca cuenta con lo que a nuestras honras debíamos, y que, sin mirar en inconviniente alguno, hayamos querido dejar nuestros amados padres y nuestros usados trajes, con intención de buscaros y desengañaros de tan incierta muerte mía que pudiera causar la verdadera vuestra?” Cuando yo tales razones oí, de todo punto acabé de creer que soñaba, y que era alguna visión aquella que delante los ojos tenía, y que la continua imaginación, que de Nísida no se apartaba, era la causa que allí a los ojos viva la representase. Mil preguntas les hice, y a todas ellas enteramente me satisficieron, primero que pudiese sosegar el entendimiento y enterarme que ellas eran Nísida y Blanca. Mas, cuando yo fui conosciendo la verdad, el gozo que sentí fue de manera que también me puso en condición de perder la vida, como el dolor pasado había hecho. Allí supe de Nísida cómo el engaño y descuido que tuviste, ¡oh Silerio!, en hacer la señal de la toca fue la causa para que, creyendo algún mal suceso mío, le sucediese el parasismo y desmayo, tal que todos creyeron que era muerta, como yo lo pensé, y tú, Silerio, lo creíste. Díjome también cómo, después de vuelta en sí, supo la verdad de la victoria mía, junto con mi súbita y arrebatada partida, y la ausencia tuya, cuyas nuevas la pusieron en estremo de hacer verdaderas las de su muerte. Pero ya que al último término no la llegaron, hicieron con ella y con su hermana, por industria de una ama suya que con ellas venía, que vistiéndose en hábitos de peregrinas, desconocidamente se saliesen de con sus padres una noche que llegaban junto a Gaeta, a la vuelta que a Nápoles se volvían; y fue a tiempo que la nave donde yo estaba embarcado, después de reparada de la pasada tormenta, estaba ya para partirse. Y, diciendo al capitán que querían pasar en España para ir a Sanctiago de Galicia, se concertaron con él y se embarcaron, con prosupuesto de venir a buscarme a Jerez, do pensaban hallarme o saber de mí nueva alguna, y en todo el tiempo que en la nave estuvieron, que sería cuatro días, no habían salido de un aposento que el capitán en la popa les había dado, hasta que, oyéndome cantar los versos que os he dicho, y conosciéndome en la voz y en lo que en ellos decía, salieron al tiempo que os he contado, donde, solemnizando con alegres lágrimas el contento de habernos hallado, estábamos mirando los unos a los otros, sin saber con qué palabras engrandecer nuestra nueva y no pensada alegría, la cual se acrescentara más y llegara al término y punto que agora llega, si de ti, amigo Silerio, allí supiéramos nueva alguna; pero, como no hay placer que venga tan entero que de todo en todo al corazón satisfaga, en el que entonces teníamos, no sólo nos faltó tu presencia, pero aun las nuevas della. La claridad de la noche, el fresco y agradable viento, que en aquel instante comenzó a herir las velas próspera y blandamente, el mar tranquilo y desembarazado cielo, parece que todos juntos, y cada uno por sí, ayudaban a solemnizar la alegría de nuestros corazones.
»Mas la fortuna variable, de cuya condición no se puede prometer firmeza alguna, envidiosa de nuestra ventura, quiso turbarla con la mayor desventura que imaginar se pudiera, si el tiempo y los prósperos sucesos no la hubieran reducido a mejor término. Sucedió, pues, que a la sazón que el viento comenzaba a refrescar, los solícitos marineros izaron más todas las velas, y con general alegría de todos, seguro y próspero viaje se aseguraban. Uno dellos, que a una parte de la proa iba sentado, descubrió, con la claridad de los bajos rayos de la luna, que cuatro bajeles de remo, a larga y tirada boga, con gran celeridad y priesa, hacia la nave se encaminaban, y al momento conosció ser de contrarios, y con grandes voces comenzó a gritar: “¡Arma, arma, que bajeles turquescos se descubren!” Esta voz y súbito alarido puso tanto sobresalto en todos los de la nave que, sin saber darse maña en el cercano peligro, unos a otros se miraban; mas el capitán della, que en semejantes ocasiones algunas veces se había visto, viniéndose a la proa, procuró reconoscer qué tamaño de bajeles y cuántos eran, y descubrió dos más que el marinero, y conosció que eran galeotas forzadas, de que no poco temor debió de rescibir; pero, disimulando lo mejor que pudo, mandó luego alistar la artillería y cargar las velas todo lo más que se pudiese la vuelta de los contrarios bajeles, por ver si podría entrarse entre ellos y jugar de todas bandas la artillería. Acudieron luego todos a las armas, y repartidos por sus postas como mejor se pudo, la venida de los enemigos esperaban.
»¡Quién podrá significaros, señores, la pena que yo a esta sazón tenía, viendo con tanta celeridad turbado mi contento y tan cerca de poder perderle, y más cuando vi que Nísida y Blanca se miraban, sin hablarse palabra, confusas del estruendo y vocería que en la nave andaba y viéndome a mí rogarles que en su aposento se encerrasen y rogasen a Dios que de las enemigas manos nos librase! Paso y punto fue éste que desmaya la imaginación cuando dél se acuerda la memoria. Sus descubiertas lágrimas, y la fuerza que yo me hacía por no mostrar las mías, me tenían de tal manera, que casi me olvidaba de lo que debía hacer, o quién era, y a lo que el peligro obligaba. Mas, en fin, las hice retraer a su estancia casi desmayadas, y, cerrándolas por defuera, acudí a ver lo que el capitán ordenaba, el cual, con prudente solicitud, todas las cosas al caso necesarias estaba proveyendo; y, dando cargo a Darinto -que es aquel caballero que hoy se partió de nosotros- de la guarda del castillo de proa y encomendándome a mí el de popa, él con algunos marineros y pasajeros, por todo el cuerpo de la nave, a una y a otra parte discurría. No tardaron mucho en llegar los enemigos, y tardó harto menos en calmar el viento, que fue la total causa de la perdición nuestra. No osaron los enemigos llegar a bordo, porque, viendo que el viento calmaba, les pareció mejor aguardar el día para embestirnos. Hiciéronlo así, y, el día venido, aunque ya los habíamos contado, acabamos de ver que eran quince bajeles gruesos los que cercados nos tenían, y entonces se acabó de confirmar en nuestros pechos el temor de perdernos. Con todo eso, no desmayando el valeroso capitán ni alguno de los que con él estaban, esperó a ver lo que los contrarios harían, los cuales, luego como vino la mañana, echaron de su capitana una barquilla al agua, y con un renegado enviaron a decir a nuestro capitán que se rindiese, pues veía ser imposible defenderse de tantos bajeles; y más, que eran todos los mejores de Argel, amenazándole de parte de Arnaut Mamí, su general, que si disparaba alguna pieza el navío, que le había de colgar de una entena en cogiéndole, y añadiendo a éstas otras amenazas. El renegado le persuadió que se rindiese; mas, no quiriéndolo hacer el capitán, respondió al renegado que se alargase de la nave, si no, que le echaría a fondo con la artillería. Oyó Arnaute esta respuesta, y luego, cebando el navío por todas partes, comenzó a jugar desde lejos el artillería con tanta priesa, furia y estruendo que era maravilla. Nuestra nave comenzó a hacer lo mesmo, tan venturosamente, que a uno de los bajeles que por la popa la combatían echó a fondo, porque le acertó con una bala junto a la cinta, de modo que, sin ser socorrido, en breve espacio se le sorbió el mar. Viendo esto los turcos, apresuraron el combate, y en cuatro horas nos embistieron cuatro veces, y otras tantas se retiraron, con mucho daño suyo y no con poco nuestro.
»Mas, por no iros cansando contándoos particularmente las cosas sucedidas en este combate, sólo diré que, después de habernos combatido diez y seis horas, y después de haber muerto nuestro capitán y toda la más gente del navío, a cabo de nueve asaltos que nos dieron, al último dellos entraron furiosamente en el navío. Tampoco, aunque quiera, no podré encarecer el dolor que a mi alma llegó cuando vi que las amadas prendas mías, que ahora tengo delante, habían de ser entonces entregadas y venidas a poder de aquellos crueles carniceros. Y así, llevado de la ira que este temor y consideración me causaba, con pecho desarmado me arrojé por medio de las bárbaras espadas, deseoso de morir al rigor de sus filos, antes que ver a mis ojos lo que esperaba. Pero sucedióme al revés mi pensamiento, porque, abrazándose conmigo tres membrudos turcos, y yo forcejando con ellos, de tropel venimos a dar todos en la puerta de la cámara donde Nísida y Blanca estaban; y con el ímpetu del golpe se rompió y abrió la puerta, que hizo manifiesto el tesoro que allí estaba encerrado, del cual codiciosos los enemigos, el uno dellos asió a Nísida y el otro a Blanca; y yo, que de los dos me vi libre, al otro que me tenía hice dejar la vida a mis pies, y de los dos pensaba hacer lo mesmo, si ellos, advertidos del peligro, no dejaran la presa de las damas y con dos grandes heridas no me derribaran en el suelo; lo cual visto por Nísida, arrojándose sobre mi herido cuerpo, con lamentables voces pedía a los dos turcos que la acabasen.
»En este instante, atraído de las voces y lamentos de Blanca y Nísida, acudió a aquella estancia Arnaute, el general de los bajeles, e, informándose de los soldados de lo que pasaba, hizo llevar a Nísida y a Blanca a su galera, y, a ruegos de Nísida, mandó también que a mí me llevasen, pues no estaba aún muerto. Desta manera, sin tener yo sentido alguno, me llevaron a la enemiga galera capitana, donde fui luego curado con alguna diligencia, porque Nísida había dicho al capitán que yo era hombre principal y de gran rescate, con intención que, cebados de la codicia y del dinero que de mí podrían haber, con algo más recato mirasen por la salud mía. Sucedió, pues, que estando curándome las heridas, con el dolor dellas volví en mi acuerdo, y, volviendo los ojos a una parte y a otra, conoscí que estaba en poder de mis enemigos y en el bajel contrario; pero ninguna cosa me llegó tan al alma como fue ver en la popa de la galera a Nísida y Blanca, sentadas a los pies del perro general, derramando por sus ojos infinitas lágrimas, indicios del interno dolor que padecían. No el temor de la afrentosa muerte que esperaba cuando tú della, buen amigo Silerio, en Cataluña me libraste; no la falsa nueva de la muerte de Nísida, de mí por verdadera creída; no el dolor de mis mortales heridas ni otra cualquiera aflición que imaginar pudiera me causó ni causará más sentimiento que el que me vino de ver a Nísida y Blanca en poder de aquel bárbaro descreído, donde a tan cercano y claro peligro estaban puestas sus honras. El dolor deste sentimiento hizo tal operación en mi alma, que torné de nuevo a perder los sentidos y a quitar la esperanza de mi salud y vida al cirujano que me curaba, de tal modo que, creyendo que era muerto, paró en medio de la cura, certificando a todos que ya yo desta vida había pasado. Oídas estas nuevas por las dos desdichadas hermanas, digan ellas lo que sintieron, si se atreven; que yo sólo sé decir que después supe que, levantándose las dos de do estaban, tirando de sus rubios cabellos y arañando sus hermosos rostros, sin que nadie pudiese detenerlas, vinieron adonde yo desmayado estaba, y allí comenzaron a hacer tan lastimero llanto que a los mesmos pechos de los crueles bárbaros enternecieron. Con las lágrimas de Nísida que en el rostro me caían, o por las ya frías y enconadas heridas, que gran dolor me causaban, torné a volver de nuevo en mi acuerdo, para acordarme de mi nueva desventura. Pasaré en silencio agora las lastimeras y amorosas palabras que en aquel desdichado punto entre mí y Nísida pasaron, por no entristecer tanto el alegre en que ahora nos hallamos, ni quiero decir por extenso los trances que ella me contó que con el capitán había pasado, el cual, vencido de su hermosura, mil promesas, mil regalos, mil amenazas le hizo porque viniese a condecender con la desordenada voluntad suya; pero, mostrándose ella con él tan esquiva como honrada, y tan honrada como esquiva, pudo todo aquel día y otra noche siguiente defenderse de las pesadas importunaciones del cosario. Mas, como la continua presencia de Nísida iba cresciendo en él por puntos el libidinoso deseo, sin duda alguna se pudiera temer, como yo temía, que, dejando los ruegos y usando la fuerza, Nísida perdiera su honra, o la vida, que era lo más cierto que de su bondad se podía esperar.
»Pero, cansada ya la fortuna de habernos puesto en el más bajo estado de miseria, quiso darnos a entender ser verdad lo que de la instabilidad suya se pregona, por un medio que nos puso en términos de rogar al cielo que en aquella desdichada suerte nos mantuviese, a trueco de no perder la vida sobre las hinchadas ondas del mar airado, el cual, a cabo de dos días que captivos fuimos, y a la sazón que llevábamos el derecho viaje de Berbería, movido de un furioso jaloque, comenzó a hacer montañas de agua y a azotar con tanta furia la cosaria armada que, sin poder los cansados remeros aprovecharse de los remos, afrenillaron y acudieron al usado remedio de la vela del trinquete al árbol, y a dejarse llevar por donde el viento y mar quisiese; y de tal manera cresció la tormenta que en menos de media hora esparció y apartó a diferentes partes los bajeles, sin que ninguno pudiese tener cuenta con seguir su capitán; antes, en poco rato divididos todos, como he dicho, vino nuestro bajel a quedar solo y a ser el que más el peligro amenazaba, porque comenzó a hacer tanta agua por las costuras que, por mucho que por todas las cámaras de popa, proa y medianía le agotaban, siempre en la centina llegaba el agua a la rodilla; y añadióse a toda esta desgracia sobrevenir la noche, que en semejantes casos, más que en otros algunos, el medroso temor acrescienta; y vino con tanta escuridad y nueva borrasca que, de todo en todo, todos desesperamos de remedio. No queráis más saber, señores, sino que los mesmos turcos rogaban a los cristianos que iban al remo captivos que invocasen y llamasen a sus sanctos y a su Cristo para que de tal desventura los librase; y no fueron tan en vano las plegarias de los míseros cristianos que allí iban, que, movido el alto cielo dellas, dejase sosegar el viento; antes, le cresció con tanto ímpetu y furia que al amanescer del día, que sólo pudo conoscerse por las horas del reloj de arena por quien se rigen, se halló el mal gobernado bajel en la costa de Cataluña, tan cerca de tierra y tan sin poder apartarse della, que fue forzoso alzar un poco más la vela para que con más furia embistiese en una ancha playa que delante se nos ofrecía: que el amor de la vida les hizo parecer dulce a los turcos la esclavitud que esperaban.
»Apenas hubo la galera embestido en tierra, cuando luego acudió a la playa mucha gente armada, cuyo traje y lengua dio a entender ser catalanes y ser de Cataluña aquella costa, y aun aquel mesmo lugar donde, a riesgo de la tuya, amigo Silerio, la vida mía escapaste. ¡Quién pudiera exagerar agora el gozo de los cristianos, que del insufrible y pesado yugo del amargo captiverio veían libres y desembarazados sus cuellos, y las plegarias y ruegos que los turcos, poco antes libres y señores, hacían a sus mesmos esclavos, rogándoles fuesen parte para que de los indignados cristianos maltratados no fuesen, los cuales ya en la playa los esperaban, con deseo de vengarse de la ofensa que estos mesmos turcos les habían hecho, saqueándoles su lugar, como tú, Silerio, sabes! Y no les salió vano el temor que tenían, porque, en entrando los del pueblo en la galera, que encallada en la arena estaba, hicieron tan cruel matanza en los cosarios, que muy pocos quedaron con la vida; y si no fuera que les cegó la codicia de robar la galera, todos los turcos en aquel primero ímpetu fueran muertos. Finalmente, los turcos que quedaron y cristianos captivos que allí veníamos, todos fuimos saqueados, y si los vestidos que yo traía no estuvieran sangrentados, creo que aun no me los dejaran. Darinto, que también allí venía, acudió luego a mirar por Nísida y Blanca y a procurar que me sacasen a tierra donde fuese curado.
»Cuando yo salí y reconocí el lugar donde estaba, y consideré el peligro en que en él me había visto, no dejó de darme alguna pesadumbre, causada de temor no fuese conoscido y castigado por lo que no debía; y así, rogué a Darinto que, sin poner dilación alguna, procurase que a Barcelona nos fuésemos, diciéndole la causa que me movía a ello; pero no fue posible, porque mis heridas me fatigaban de manera que me forzaron a que allí algunos días estuviese, como estuve, sin ser de más de un cirujano visitado. En este entretanto fue Darinto a Barcelona, donde proveyéndose de lo que menester habíamos, dio la vuelta; y, hallándome mejor y con más fuerza, luego nos pusimos en camino para la ciudad de Toledo, por saber de los parientes de Nísida que sí sabían de sus padres, a quien ya hemos escripto todo el suceso de nuestras vidas, pidiéndole perdón de nuestros pasados yerros. Y todo el contento y dolor destos buenos y malos sucesos, lo ha acrescentado o diminuido la ausencia tuya, Silerio. Mas, pues el cielo agora con tantas ventajas ha dado remedio a nuestras calamidades, no resta otra cosa sino que, dándole las debidas gracias por ello, tú, Silerio amigo, deseches la tristeza pasada con la ocasión de la alegría presente, y procures darla a quien ha muchos días que por tu causa vive sin ella, como lo sabrás cuando más a solas y contigo las comunique. Otras algunas cosas me quedan por decir que me han sucedido en el discurso desta mi peregrinación; pero dejarlas he por agora, por no dar con la prolijidad dellas disgusto a estos pastores, que han sido el instrumento de todo mi placer y gusto.» Éste es, pues, Silerio amigo y amigos pastores, el suceso de mi vida: ved si, por la que he pasado y por la que agora paso, me puedo llamar el más lastimado y venturoso hombre de los que hoy viven.
Con estas últimas palabras dio fin a su cuento el alegre Timbrio, y todos los que presentes estaban se alegraron del felice suceso que sus trabajos habían tenido, pasando el contento de Silerio a todo lo que decir se puede; el cual, tornando de nuevo a abrazar a Timbrio, forzado del deseo de saber quién era la persona que por su causa sin contento vivía, pidiendo licencia a los pastores, se apartó con Timbrio a una parte, donde supo dél que la hermosa Blanca, hermana de Nísida, era la que más que a sí le amaba desde el mesmo día y punto que ella supo quién él era y el valor de su persona; y que jamás, por no ir contra aquello que a su honestidad estaba obligada, había querido descubrir este pensamiento sino a su hermana, por cuyo medio esperaba tenerle honrado en el cumplimiento de sus deseos. Díjole asimismo Timbrio cómo aquel caballero Darinto, que con él venía, y de quien él había hecho mención en la plática pasada, conosciendo quién era Blanca y llevado de su hermosura, se había enamorado della con tantas veras que la pidió por esposa a su hermana Nísida, la cual le desengañó que Blanca no lo haría en manera alguna, y que, agraviado desto Darinto, creyendo que por el poco valor suyo le desechaban, y por sacarle desta sospecha, le hubo de decir Nísida cómo Blanca tenía ocupados los pensamientos en Silerio; mas, que no por esto Darinto había desmayado ni dejado la empresa, «porque, como supo que de ti, Silerio, no se sabía nueva alguna, imaginó que los servicios que él pensaba hacer a Blanca, y el tiempo, la apartarían de su intención primera; y con este presupuesto jamás nos quiso dejar, hasta que ayer, oyendo a los pastores las ciertas nuevas de tu vida y conosciendo el contento que con ellas Blanca había rescibido, y considerando ser imposible que, paresciendo Silerio, pudiese Darinto alcanzar lo que deseaba, sin despedirse de ninguno, se había, con muestras de grandísimo dolor, apartado de todos.» Junto con esto, aconsejó Timbrio a su amigo fuese contento de que Blanca le tuviese, escogiéndola y aceptándola por esposa, pues ya la conoscía y no ignoraba su valor y honestidad, encareciéndole el gusto y placer que los dos tendrían viéndose con tales dos hermanas casados. Silerio le respondió que le diese espacio para pensar en aquel hecho, aunque él sabía que al cabo era imposible dejar de hacer lo que él le mandase.
A esta sazón, comenzaba ya la blanca aurora a dar señales de su nueva venida, y las estrellas poco a poco iban escondiendo la claridad suya; y a este mesmo punto llegó a los oídos de todos la voz del enamorado Lauso, el cual, como su amigo Damón había sabido que aquella noche la habían de pasar en la ermita de Silerio, quiso venir a hallarse con él y con los demás pastores; y, como todo su gusto y pasatiempo era cantar al son de su rabel los sucesos prósperos o adversos de sus amores, llevado de la condición suya, y convidado de la soledad del camino y de la sabrosa armonía de las aves, que ya comenzaban con su dulce y concertado canto a saludar el venidero día, con baja voz, semejantes versos venía cantando:
LAUSO
Alzo la vista a la más noble parte
que puede imaginar el pensamiento,
donde miro el valor, admiro el arte
que suspende el más alto entendimiento.
Mas, si queréis saber quién fue la parte 5
que puso fiero yugo al cuello esento,
quién me entregó, quién lleva mis despojos,
mis ojos son, Silena, y son tus ojos.
Tus ojos son, de cuya luz serena
me viene la que al cielo me encamina: 10
luz de cualquiera escuridad ajena,
segura muestra de la luz divina.
Por ella el fuego, el yugo y la cadena
que me consume, carga y desatina,
es refrigerio, alivio, es gloria, es palma 15
al alma, y vida que te ha dado el alma.
¡Divinos ojos, bien del alma mía,
término y fin de todo mi deseo;
ojos que serenáis el turbio día,
ojos por quien yo veo si algo veo! 20
En vuestra luz mi pena y mi alegría
ha puesto amor; en vos contemplo y leo
la dulce, amarga, verdadera historia
del cierto infierno, de mi incierta gloria.
En ciega escuridad andaba cuando 25
vuestra luz me faltaba, ¡oh bellos ojos!;
acá y allá, sin ver el cielo, errando
entre agudas espinas y entre abrojos;
mas luego, en el momento que tocando
fueron al alma mía los manojos 30
de vuestros rayos claros, vi a la clara
la senda de mi bien abierta y clara.
Vi que sois y seréis, ojos serenos,
quien me levanta y puede levantarme
a que entre el corto número de buenos 35
venga como mejor a señalarme.
Esto podréis hacer no siendo ajenos
y con pequeño acuerdo de mirarme,
que el gusto del más bien enamorado
consiste en el mirar y ser mirado. 40
Si esto es verdad, Silena, ¿quién ha sido,
es ni será que, con firmeza pura,
cual yo te quiera ni te habrá querido,
por más que amor le ayude y la ventura?
La gloria de tu vista he merescido 45
por mi inviolable fe; mas es locura
pensar que pueda merecerse aquello
que apenas puede contemplarse en ello.
El canto y el camino acabó en un mesmo punto el enamorado Lauso, el cual de todos los que con Silerio estaban fue amorosamente recibido, acrescentando con su presencia el alegría que todos tenían por el buen suceso que los trabajos de Silerio habían tenido. Y, estándoselos Damón contando, vieron asomar por junto a la ermita al venerable Aurelio, que, con algunos de sus pastores, traía algunos regalos con que regalar y satisfacer a los que allí estaban, como lo había prometido el día antes que dellos se partió. Maravillados quedaron Tirsi y Damón de verle venir sin Elicio y Erastro; y más lo fueron cuando vinieron a entender la causa del haberse quedado. Llegó Aurelio, y su llegada augmentara más el contento de todos, si no dijera, encaminando su razón a Timbrio:
-Si te precias, como es razón que te precies, valeroso Timbrio, de ser verdadero amigo del que lo es tuyo, agora es tiempo de mostrarlo, acudiendo a remediar a Darinto, que no lejos de aquí queda tan triste y apasionado, y tan fuera de admitir consuelo alguno en el dolor que padece, que algunos que yo le di no fueron parte para que él los tuviese por tales. Hallámosle Elicio, Erastro y yo, habrá dos horas, en medio de aquel monte que a esta mano derecha se descubre, el caballo arrendado a un pino, y él en el suelo boca abajo tendido, dando tiernos y dolorosos sospiros, y de cuando en cuando decía algunas palabras que a maldecir su ventura se encaminaban; al son lastimero de las cuales, llegamos a él, y con el rayo de la luna, aunque con dificultad, fue de nosotros conoscido; e importunado que la causa de su mal nos dijese, díjonosla, y por ella entendimos el poco remedio que tenía. Con todo eso, se han quedado con él Elicio y Erastro, y yo he venido a darte las nuevas del término en que le tienen sus pensamientos; y, pues a ti te son tan manifiestos, procura remediarlos con obras, o acude a consolarlos con palabras.
-Palabras serán todas, buen Aurelio -respondió Timbrio-, las que yo en esto gastaré, si ya él no quiere aprovecharse de la ocasión del desengaño y disponer sus deseos a que el tiempo y la ausencia hagan en él sus acostumbrados efectos. Mas, porque no se piense que no correspondo a lo que a su amistad estoy obligado, enséñame, Aurelio, a qué parte le dejaste, que yo quiero ir luego a verle.
-Yo iré contigo -respondió Aurelio.
Y luego, al momento, se levantaron todos los pastores para acompañar a Timbrio y saber la causa del mal de Darinto, dejando a Silerio con Nísida y Blanca, con tanto contento de los tres que no se acertaban a hablar palabra. En el camino que había desde allí adonde Aurelio a Darinto había dejado, contó Timbrio a los que con él iban la ocasión de la pena de Darinto y el poco remedio que della se podría esperar, pues la hermosa Blanca, por quien él penaba, tenía ocupados sus deseos en su buen amigo Silerio; diciéndoles, asimesmo, que había de procurar con toda su industria y fuerzas que Silerio viniese en lo que Blanca deseaba, suplicándoles que todos fuesen en ayudar a favorescer su intención, porque, en dejando a Darinto, quería que todos a Silerio rogasen diese el sí de rescibir a Blanca por su ligítima esposa. Los pastores se ofrecieron de hacer lo que se les mandaba, y en estas pláticas llegaron adonde creyó Aurelio que Elicio, Darinto y Erastro estarían; pero no hallaron alguno, aunque rodearon y anduvieron gran parte de un pequeño bosque que allí estaba, de que no poco pesar rescibieron todos. Pero, estando en esto, oyeron un tan doloroso sospiro que les puso en confusión y deseo de saber quién le había dado; mas sacóles presto desta duda otro que oyeron no menos triste que el pasado, y, acudiendo todos a aquella parte adonde el sospiro venía, vieron estar no lejos dellos, al pie de un crescido nogal, dos pastores: el uno sentado sobre la yerba verde, y el otro tendido en el suelo y la cabeza puesta sobre las rodillas del otro. Estaba el sentado con la cabeza inclinada, derramando lágrimas y mirando atentamente al que en las rodillas tenía; y, así por esto como por estar el otro con color perdida y rostro desmayado, no pudieron luego conoscer quién era; mas, cuando más cerca llegaron, luego conoscieron que los pastores eran Elicio y Erastro: Elicio, el desmayado, y Erastro, el lloroso. Grande admiración y tristeza causó en todos los que allí venían la triste semblanza de los dos lastimados pastores, por ser tan amigos suyos y por ignorar la causa que de tal modo los tenía; pero el que más se maravilló fue Aurelio, por ver que tan poco antes los había dejado en compañía de Darinto con muestras de todo placer y contento, como si él no hubiera sido la causa de toda su desdicha. Viendo, pues, Erastro, que los pastores a él se llegaban, estremeció a Elicio, diciéndole:
-Vuelve en ti, lastimado pastor; levántate y busca lugar donde puedas a solas llorar tu desventura, que yo pienso hacer lo mesmo hasta acabar la vida.
Y, diciendo esto, cogió con las dos manos la cabeza de Elicio, y, quitándola de sus rodillas, la puso en el suelo, sin que el pastor pudiese volver en su acuerdo; y, levantándose Erastro, volvía las espaldas para irse, si Tirsi y Damón y los demás pastores no se lo impidieran. Llegó Damón adonde Elicio estaba, y, tomándole entre los brazos, le hizo volver en sí. Abrió Elicio los ojos, y, porque conosció a todos los que allí estaban, tuvo cuenta con que su lengua, movida y forzada del dolor, no dijese algo que la causa dél manifestase; y, aunque ésta le fue preguntada por todos los pastores, jamás respondió sino que no sabía otra cosa de sí mismo sino que, estando hablando con Erastro, le había tomado un recio desmayo. Lo proprio decía Erastro, y a esta causa los pastores dejaron de preguntarle más la causa de su pasión; antes, le rogaron que con ellos a la ermita de Silerio se volviese, y que desde allí le llevarían a la aldea o a su cabaña; mas no fue posible que con él esto se acabase, sino que le dejasen volver a la aldea. Viendo, pues, que ésta era su voluntad, no quisieron contradecírsela; antes, se ofrecieron de ir con él; pero de ninguno quiso compañía, ni la llevara si la porfía de su amigo Damón no le venciera; y así, se hubo de partir con él, dejando concertado Damón con Tirsi que se viesen aquella noche en el aldea o cabaña de Elicio, para dar orden de volverse a la suya. Aurelio y Timbrio preguntaron a Erastro por Darinto, el cual les respondió que, ansí como Aurelio se había apartado dellos, le tomó el desmayo a Elicio, y que entretanto que él le socorría, Darinto se había partido con toda priesa, y que nunca más le habían visto. Viendo, pues, Timbrio y los que con él venían que a Darinto no hallaban, determinaron de volver a la ermita a rogar a Silerio aceptase a la hermosa Blanca por su esposa, y con esta intención se volvieron todos, excepto Erastro, que quiso seguir a su amigo Elicio. Y así, despidiéndose dellos, acompañado de solo su rabel, se apartó por el mesmo camino que Elicio había ido, el cual, habiéndose un rato apartado con su amigo Damón de la demás compañía, con lágrimas en los ojos y con muestras de grandísima tristeza, así le comenzó a decir:
-Bien sé, discreto Damón, que tienes de los efectos de amor tanta experiencia que no te maravillarás de los que agora pienso contarte, que son tales que, a la cuenta de mi opinión, los estimo y tengo por de los más desastrados que en el amor se hallan.
Damón, que no deseaba otra cosa que saber la causa del desmayo y tristeza suya, le aseguró que ninguna cosa le sería a él nueva, como tocase a los males que el amor suele hacer. Y así, Elicio, con este seguro, y con el mayor que de su amistad tenía, prosiguió diciendo:
-Ya sabes, amigo Damón, cómo la buena suerte mía -que este nombre de buena le daré siempre, aunque me cueste la vida el haberla tenido-; digo, pues, que la buena suerte mía quiso, como todo el cielo y todas estas riberas saben, que yo amase, ¿qué digo amase?, que adorase a la sin par Galatea, con tan limpio y verdadero amor cual a su merescimiento se debe; juntamente te confieso, amigo, que, en todo el tiempo que ha que ella tiene noticia de mi cabal deseo, no ha correspondido a él con otras muestras que las generales que suele y debe dar un casto y agradescido pecho; y así, ha algunos años que, sustentada mi esperanza con una honesta correspondencia amorosa, he vivido tan alegre y satisfecho de mis pensamientos, que me juzgaba por el más dichoso pastor que jamás apascentó ganado, contentándome sólo de mirar a Galatea y de ver que, si no me quería, no me aborrecía, y que otro ningún pastor no se podría alabar que aun della fuese mirado; que no era poca satisfación de mi deseo tener puestos mis pensamientos en tan segura parte que de otros algunos no me recelaba, confirmándome en esta verdad la opinión que conmigo tiene el valor de Galatea, que es tal, que no da lugar a que se le atreva el mesmo atrevimiento. Contra este bien que tan a poca costa el amor me daba, contra esta gloria tan sin ofensa de Galatea gozada, contra este gusto tan justamente de mi deseo merescido, se ha dado hoy irrevocable sentencia: que el bien se acabe, que la gloria fenezca, que el gusto se cambie y que, finalmente, se concluya la tragedia de mi dolorosa vida. Porque sabrás, Damón, que esta mañana, viniendo con Aurelio, padre de Galatea, a buscaros a la ermita de Silerio, en el camino me dijo cómo tenía concertado de casar a Galatea con un pastor lusitano que en las riberas del blando Lima gran número de ganado apascienta. Pidióme que le dijese qué me parescía, porque, de la amistad que me tenía y de mi entendimiento, esperaba ser bien aconsejado. Lo que yo le respondí fue que me parescía cosa recia poder acabar con su voluntad privarse de la vista de tan hermosa hija, desterrándola a tan apartadas tierras, y que si lo hacía llevado y cebado de las riquezas del estranjero pastor, que considerase que no carecía él tanto dellas que no tuviese para vivir en su lugar mejor que cuantos en él de ricos presumían, y que ninguno de los mejores de cuantos habitan las riberas de Tajo dejaría de tenerse por venturoso cuando alcanzase a Galatea por esposa. No fueron mal admitidas mis razones del venerable Aurelio; pero, en fin, se resolvió diciendo que el rabadán mayor de todos los aperos se lo mandaba, y él era el que lo había concertado y tratado, y que era imposible deshacerse. Preguntéle con qué semblante Galatea había rescibido las nuevas de su destierro. Díjome que se había conformado con su voluntad, y que disponía la suya a hacer todo lo que él quisiese, como obediente hija. Esto supe de Aurelio, y ésta es, Damón, la causa de mi desmayo, y la que será de mi muerte, pues de ver a Galatea en poder ajeno y ajena de mi vista, no se puede esperar otra cosa que el fin de mis días.
Acabó su razón el enamorado Elicio y comenzaron sus lágrimas, derramadas en tanta abundancia que, enternecido el pecho de su amigo Damón, no pudo dejar de acompañarle en ellas; más, a cabo de poco espacio, comenzó, con las mejores razones que supo, a consolar a Elicio; pero todas sus palabras en ser palabras paraban, sin que ningún otro efecto hiciesen. Todavía quedaron de acuerdo que Elicio a Galatea hablase y supiese della si de su voluntad consintía en el casamiento que su padre le trataba; y que, cuando no fuese con el gusto suyo, se le ofreciese de librarla de aquella fuerza, pues para ello no le faltaría ayuda. Parecióle bien a Elicio lo que Damón decía, y determinó de ir a buscar a Galatea, para declararle su voluntad y saber la que ella en su pecho encerraba. Y así, trocando el camino que de su cabaña llevaban, hacia el aldea se encaminaron; y, llegando a una encrucijada que junto a ella cuatro caminos dividía, por uno dellos vieron venir hasta ocho dispuestos pastores, todos con azagayas en las manos, excepto uno dellos, que a caballo venía sobre una hermosa yegua, vestido con un gabán morado, y los demás a pie, y todos rebozados los rostros con unos pañizuelos. Damón y Elicio se pararon hasta que los pastores pasasen, los cuales, pasando junto a ellos, bajando las cabezas, cortésmente les saludaron, sin que alguno alguna palabra hablase. Maravillados quedaron los dos de ver la estrañeza de los ocho, y estuvieron quedos por ver qué camino seguían; pero luego vieron que el de la aldea tomaban, aunque por otro diferente que por el que ellos iban. Dijo Damón a Elicio que los siguiesen, mas no quiso, diciendo que por aquel camino que él quería seguir, junto a una fuente que no lejos dél estaba, solía estar muchas veces Galatea con algunas pastoras del lugar, y que sería bien ver si la dicha se la ofrescía tan buena que allí la hallasen. Contentóse Damón de lo que Elicio quería; y así, le dijo que guiase por do quisiese. Y sucedióle la suerte como él mesmo se había imaginado, porque no anduvieron mucho cuando llegó a sus oídos la zampoña de Florisa, acompañada de la voz de la hermosa Galatea, que, como de los pastores fue oída, quedaron enajenados de sí mesmos. Entonces acabó de conoscer Damón cuánta verdad decían todos los que las gracias de Galatea alababan, la cual estaba en compañía de Rosaura y Florisa, y de la hermosa y recién casada Silveria, con otras dos pastoras de la mesma aldea. Y, puesto que Galatea vio venir a los pastores, no por eso quiso dejar su comenzado canto; antes, pareció dar muestras de que recibía contento en que los pastores la escuchasen, los cuales ansí lo hicieron con toda la atención posible; y lo que alcanzaron a oír de lo que la pastora cantaba fue lo siguiente:
GALATEA
¿A quién volveré los ojos
en el mal que se apareja,
si, cuanto mi bien se aleja,
se acercan más mis enojos?
A duro mal me condemna 5
el dolor que me destierra,
que si me acaba en mi tierra,
¿qué bien me hará en el ajena?
¡Oh justa amarga obediencia,
que por cumplirte he de dar 10
el sí que ha de confirmar
de mi muerte la sentencia!
Puesta estoy en tanta mengua,
que por gran bien estimara
que la vida me faltara, 15
o, por lo menos, la lengua.
Breves horas y cansadas
fueron las de mi contento;
eternas las del tormento,
mas confusas y pesadas. 20
Gocé de mi libertad
en mi temprana sazón;
pero ya la subjeción
anda tras mi voluntad.
Ved si es el combate fiero 25
que dan a mi fantasía,
si al cabo de su porfía
he de querer y no quiero.
¡Oh fastidioso gobierno,
que a los respectos humanos 30
tengo de cruzar las manos
y abajar el cuello tierno!
¿Que tengo de despedirme
de ver el Tajo dorado?
¿Que ha de quedar mi ganado, 35
y yo, triste, he de partirme?
¿Que estos árboles sombríos
y estos anchos verdes prados
no serán ya más mirados
de los tristes ojos míos? 40
Severo padre, ¿qué haces?
Mira que es cosa sabida
que a mí me quitas la vida
con lo que a ti satisfaces.
Si mis sospiros no valen 45
a descubrirte mi mengua,
lo que no puede mi lengua
mis ojos te lo señalen.
Ya triste se me figura
el punto de mi partida, 50
la dulce gloria perdida
y la amarga sepultura.
El rostro que no se alegra
del no conoscido esposo,
el camino trabajoso, 55
la antigua enfadosa suegra,
y otros mil inconvinientes,
todos para mí contrarios;
los gustos extraordinarios
del esposo y sus parientes. 60
Mas todos estos temores
que me figura mi suerte
se acabarán con la muerte,
que es el fin de los dolores.
No cantó más Galatea, porque las lágrimas que derramaba le impidieron la voz, y aun el contento a todos los que escuchado la habían, porque luego supieron claramente lo que en confuso imaginaban del casamiento de Galatea con el lusitano pastor, y cuán contra su voluntad se hacía; pero a quien más sus lágrimas y sospiros lastimaron fue a Elicio, que diera él por remediarlas su vida, si en ella consistiera el remedio dellas; pero, aprovechándose de su discreción y disimulando el rostro el dolor que el alma sentía, él y Damón se llegaron adonde las pastoras estaban, a las cuales cortésmente saludaron, y con no menos cortesía fueron dellas rescibidos. Preguntó luego Galatea a Damón por su padre, y respondióle que en la ermita de Silerio quedaba, en compañía de Timbrio y Nísida y de todos los otros pastores que a Timbrio acompañaron; y asimesmo le dio cuenta del conoscimiento de Silerio y Timbrio y de los amores de Darinto y Blanca, la hermana de Nísida, con todas las particularidades que Timbrio había contado de lo que en el discurso de sus amores le había sucedido, a lo cual Galatea dijo:
-Dichoso Timbrio y dichosa Nísida, pues en tanta felicidad han parado los desasosiegos hasta aquí padecidos, con la cual pondréis en olvido los pasados desastres; antes servirán ellos de acrescentar vuestra gloria, pues se suele decir que la memoria de las pasadas calamidades augmenta el contento en las alegrías presentes. Mas, ¡ay del alma desdichada que se vee puesta en términos de acordarse del bien perdido, y con temor del mal que está por venir, sin que vea ni halle remedio ni medio alguno para estorbar la desventura que le está amenazando, pues tanto más fatigan los dolores cuanto más se temen!
-Verdad dices, hermosa Galatea -dijo Damón-, que no hay duda sino que el repentino y no esperado dolor que viene no fatiga tanto, aunque sobresalta, como el que con largo discurso de tiempo amenaza y quita todos los caminos de remediarse. Pero, con todo eso, digo, Galatea, que no da el cielo tan apurados los males que quite de todo en todo el remedio dellos, principalmente cuando nos los deja ver primero, porque parece que entonces quiere dar lugar al discurso de nuestra razón para que se ejercite y ocupe en templar o desviar las venideras desdichas, y muchas veces se contenta de fatigarnos con sólo tener ocupados nuestros ánimos con algún espacioso temor, sin que se venga a la ejecución del mal que se teme; y, cuando a ella se viniese, como no acabe la vida, ninguno, por ningún mal que padezca, debe desesperar del remedio.
-No dudo yo deso -replicó Galatea-, si fuesen tan ligeros los males que se temen o se padecen, que dejasen libre y desembarazado el discurso de nuestro entendimiento; pero bien sabes, Damón, que, cuando el mal es tal que se le puede dar este nombre, lo primero que hace es añublar nuestro sentido y aniquilar las fuerzas de nuestro albedrío, descaeciendo nuestra virtud de manera que apenas puede levantarse aunque más la solicite la esperanza.
-No sé yo, Galatea -respondió Damón-, cómo en tus verdes años puede caber tanta experiencia de los males, si no es que quieres que entendamos que tu mucha discreción se estiende a hablar por sciencia de las cosas; que, por otra manera, ninguna noticia dellas tienes.
-Pluguiera al cielo, discreto Damón -replicó Galatea-, que no pudiera contradecirte lo que dices, pues en ello granjeara dos cosas: quedar en la buena opinión que de mí tienes, y no sentir la pena que me hace hablar con tanta experiencia en ella.
Hasta este punto estuvo callando Elicio; pero, no pudiendo sufrir más ver a Galatea dar muestras del amargo dolor que padecía, le dijo:
-Si imaginas, por ventura, sin par Galatea, que la desdicha que te amenaza puede por alguna ser remediada, por lo que debes a la voluntad que para servirte de mí tienes conoscida, te ruego me la declares; y si esto no quisieres, por cumplir con lo que a la paternal obediencia debes, dame, a lo menos, licencia para que yo me oponga contra quien quisiere llevarnos destas riberas el tesoro de tu hermosura, que en ellas se ha criado. Y no entiendas, pastora, que presumo yo tanto de mí mesmo, que solo me atreva a cumplir con las obras lo que agora por palabras te ofrezco; que, puesto que el amor que te tengo para mayor empresa me da aliento, desconfío de mi ventura; y así, la habré de poner en las manos de la razón y en las de todos los pastores que por estas riberas de Tajo apascientan sus ganados, los cuales no querrán consentir que se les arrebate y quite delante de sus ojos el sol que los alumbra, y la discreción que los admira, y la belleza que los incita y anima a mil honrosas competencias. Ansí que, hermosa Galatea, en fe de la razón que he dicho y de la que tengo de adorarte, te hago este ofrescimiento, el cual te ha de obligar a que tu voluntad me descubras, para que yo no caiga en error de ir contra ella en cosa alguna; pero, considerando que la bondad y honestidad incomparable tuya te ha de mover a que correspondas antes al querer de tu padre que al tuyo, no quiero, pastora, que me le declares, sino tomar a mi cargo hacer lo que me pareciere, con presupuesto de mirar por tu honra con el cuidado que tú mesma has mirado siempre por ella.
Iba Galatea a responder a Elicio y a agradecerle su buen deseo, mas estorbólo la repentina llegada de los ocho rebozados pastores que Damón y Elicio habían visto pasar poco antes hacia el aldea. Llegaron todos donde las pastoras estaban, y, sin hablar palabra, los seis dellos, con increíble celeridad, arremetieron a abrazarse con Damón y con Elicio, teniéndolos tan fuertemente apretados que en ninguna manera pudieron desasirse. En este entretanto, los otros dos, que era el uno el que a caballo venía, se fueron adonde Rosaura estaba dando gritos por la fuerza que a Damón y a Elicio se les hacía; pero, sin aprovecharle defensa alguna, uno de los pastores la tomó en brazos y púsola sobre la yegua y en los del que en ella venía, el cual, quitándose el rebozo, se volvió a los pastores y pastoras, diciendo:
-No os maravilléis, buenos amigos, de la sinrazón que al parecer aquí se os ha hecho, porque la fuerza de amor y la ingratitud de esta dama han sido causa della; ruégoos me perdonéis, pues no está más en mi mano; y si por estas partes llegare, como creo que presto llegará, el conoscido Grisaldo, diréisle cómo Artandro se lleva a Rosaura, porque no pudo sufrir ser burlado della; y que si el amor y esta injuria le movieren a querer vengarse, que ya sabe que Aragón es mi patria y el lugar donde vivo.
Estaba Rosaura desmayada sobre el arzón de la silla, y los demás pastores no querían dejar a Elicio ni a Damón, hasta que Artandro mandó que los dejasen, los cuales, viéndose libres, con valeroso ánimo sacaron sus cuchillos y arremetieron contra los siete pastores, los cuales todos juntos les pusieron las azagayas que traían a los pechos, diciéndoles que se tuviesen, pues veían cuán poco podían ganar en la empresa que tomaban.
-Harto menos podrá ganar Artandro -les respondió Elicio- en haber cometido tal traición.
-No la llames traición -respondió uno de los otros-, porque esta señora ha dado la palabra de ser esposa de Artandro, y agora, por cumplir con la condición mudable de mujer, la ha negado y entregádose a Grisaldo, que es agravio tan manifiesto, y tal, que no pudo ser disimulado de nuestro amo Artandro. Por eso, sosegaos, pastores, y tenednos en mejor opinión que hasta aquí, pues el servir a nuestro amo en tan justa ocasión nos disculpa.
Y, sin decir más, volvieron las espaldas, recelándose todavía de los malos semblantes con que Elicio y Damón quedaron, los cuales estaban con tanto enojo por no poder deshacer aquella fuerza, y por hallarse inhabilitados de vengarse de lo que a ellos se les hacía, que ni sabían qué decirse ni qué hacerse. Pero los estremos que Galatea y Florisa hacían, por ver llevar de aquella manera a Rosaura, eran tales, que movieron a Elicio a poner su vida en manifiesto peligro de perderla, porque, sacando su honda, y haciendo Damón lo mesmo, a todo correr fue siguiendo a Artandro, y desde lejos, con mucho ánimo y destreza, comenzaron a tirarles tantas piedras que les hicieron detener y tornarse a poner en defensa. Pero, con todo esto, no dejara de sucederles mal a los dos atrevidos pastores, si Artandro no mandara a los suyos que se adelantaran y los dejaran, como lo hicieron, hasta entrarse por un espeso montezuelo que a un lado del camino estaba, y con la defensa de los árboles hacían poco efecto las hondas y piedras de los enojados pastores. Y, con todo esto, los siguieran, si no vieran que Galatea y Florisa y las otras dos pastoras a más andar hacia donde ellos estaban se venían, y por esto se detuvieron, haciendo fuerza al enojo que los incitaba y a la deseada venganza que pretendían; y, adelantándose a rescebir a Galatea, ella les dijo:
-Templad vuestra ira, gallardos pastores, pues a la ventaja de nuestros enemigos no puede igualar vuestra diligencia, aunque ha sido tal, cual nos la ha mostrado el valor de vuestros ánimos.
-El ver el tuyo descontento, Galatea -dijo Elicio-, creí yo que diera tales fuerzas al mío, que no se alabaran aquellos descomedidos pastores de la que nos han hecho; pero en mi ventura cabe no tenerla en cuanto deseo.
-El amoroso que Artandro tiene -dijo Galatea- fue el que le movió a tal descomedimiento; y así, conmigo en parte queda desculpado.
Y luego, punto por punto, les contó la historia de Rosaura, y cómo estaba esperando a Grisaldo para rescebirle por esposo, lo cual podría haber llegado a noticia de Artandro, y que la celosa rabia le hubiese movido a hacer lo que habían visto.
-Si así pasa como dices, discreta Galatea -dijo Damón-, del descuido de Grisaldo, y atrevimiento de Artandro, y mudable condición de Rosaura, temo que han de nascer algunas pesadumbres y diferencias.
-Eso fuera -respondió Galatea- cuando Artandro residiera en Castilla, pero si él se encierra en Aragón, que es su patria, quedarse ha Grisaldo con sólo el deseo de vengarse.
-¿No hay quien le pueda avisar deste agravio? -dijo Elicio.
-Sí -respondió Florisa-; que yo seguro que, antes que la noche llegue, él tenga dél noticia.
-Si eso así fuese -respondió Damón-, podría ser cobrar su prenda antes que a Aragón llegasen; porque un pecho enamorado no suele ser perezoso.
-No creo yo que lo será el de Grisaldo -dijo Florisa-; y, porque no le falte tiempo y ocasión para mostrarlo, suplícote, Galatea, que al aldea nos volvamos, porque yo quiero enviar a avisar a Grisaldo de su desdicha.
-Hágase como lo mandas, amiga -respondió Galatea-, que yo te daré un pastor que lleve la nueva.
Y con esto se querían despedir de Damón y de Elicio, si ellos no porfiaran a querer ir con ellas; y ya que se encaminaban al aldea, a su mano derecha sintieron la zampoña de Erastro, que luego de todos fue conoscida, el cual venía en siguimiento de su amigo Elicio. Paráronse a escucharlo, y oyeron que, con muestras de tierno dolor, esto venía cantando:
ERASTRO
Por ásperos caminos voy siguiendo
el fin dudoso de mi fantasía,
siempre en cerrada noche escura y fría
las fuerzas de la vida consumiendo.
Y, aunque morir me veo, no pretendo 5
salir un paso de la estrecha vía;
que en fe de la alta fe sin igual mía,
mayores miedos contrastar entiendo.
Mi fe es la luz que me señala el puerto
seguro a mi tormenta, y sola es ella 10
quien promete buen fin a mi viaje,
por más que el medio se me muestre incierto,
por más que el claro rayo de mi estrella
me encubra amor, y el cielo más me ultraje.
Con un profundo sospiro acabó el enamorado canto el lastimado pastor, y, creyendo que ninguno le oía, soltó la voz a semejantes razones:
-¡Amor, cuya poderosa fuerza, sin hacer ninguna a mi alma, fue parte para que yo la tuviese de tener tan bien ocupados mis pensamientos! Ya que tanto bien me heciste, no quieras mostrarte agora, haciéndome el mal en que me amenazas, que es más mudable tu condición que la de la variable Fortuna. Mira, señor, cuán obediente he estado a tus leyes, cuán prompto a seguir tus mandamientos, y cuán subjeta he tenido mi voluntad a la tuya. Págame esta obediencia con hacer lo que a ti tanto importa que hagas: no permitas que estas riberas nuestras que den desamparadas de aquella hermosura que la ponía y la daba a sus frescas y menudas yerbas, a sus humildes plantas y levantados árboles; no consientas, señor, que al claro Tajo se le quite la prenda que le enriquece y por quien él tiene más fama que no por las arenas de oro que en su seno cría; no quites a los pastores destos prados la luz de sus ojos, la gloria de sus pensamientos y el honroso estímulo que a mil honrosas y virtuosas empresas les incitaba. Considera bien que, si desta a la ajena tierra consientes que Galatea sea llevada, que te despojas del dominio que en estas riberas tienes, pues por Galatea sola le usas, y si ella falta, ten por averiguado que no serás en todos estos prados conoscido, que todos cuantos en ellos habitan te negarán la obediencia y no te acudirán con el usado tributo. Advierte que lo que te suplico es tan conforme y llegado a razón, que irías de todo en todo fuera della si no me lo concedieses. Porque, ¿qué ley ordena, o qué razón consiente que la hermosura que nosotros criamos, la discreción que en estas selvas y aldeas nuestras tuvo principio, el donaire por particular don del cielo a nuestra patria concedido, agora que esperábamos coger el honesto fruto de tantos bienes y riquezas, se haya de llevar a estraños reinos, a ser poseído y tratado de ajenas y no conoscidas manos? No, no quiera el cielo piadoso hacernos tan notable daño. ¡Oh verdes prados, que con su vista os alegrábades! ¡Oh flores olorosas, que de sus pies tocadas, de mayor fragancia érades llenas! ¡Oh plantas, oh árboles desta deleitosa selva!, haced todos, en la mejor forma que pudiéredes, aunque a vuestra naturaleza no se conceda, algún género de sentimiento que mueva al cielo a concederme lo que le suplico!
Decía esto derramando tantas lágrimas el enamorado pastor, que no pudo Galatea disimular las suyas, ni menos ninguno de los que con ella iban, haciendo todos un tan notable sentimiento, como si lloraran en las obsequias de su muerte. Llegó a este punto a ellos Erastro, a quien rescibieron con agradable comedimiento, el cual, como vio a Galatea con señales de haberle acompañado en las lágrimas, sin apartar los ojos della, la estuvo atento mirando por un rato, al cabo del cual dijo:
-Agora acabo de conoscer, Galatea, que ninguno de los humanos se escapa de los golpes de la variable Fortuna, pues tú, de quien yo entendía que, por particular privilegio, habías de estar esenta dellos, veo que con mayor ímpetu te acometen y fatigan, de donde averiguo que ha querido el cielo con un solo golpe lastimar a todos los que te conoscen y a todos los que del valor tuyo tienen alguna noticia; pero, con todo eso, tengo esperanza que no se ha de estender tanto su rigor que lleve adelante la comenzada desgracia, viniendo tan en perjuicio de tu contento.
-Antes, por esa mesma razón -respondió Galatea- estoy yo menos segura de mi desdicha, pues jamás la tuve en lo que desease; mas, porque no está bien a la honestidad de que me precio que tan a la clara descubra cuán por los cabellos me lleva tras sí la obediencia que a mis padres debo, ruégote, Erastro, que no me des ocasión de renovar mi sentimiento, ni de ti ni de otro alguno se trate cosa que antes de tiempo despierte en mí la memoria del disgusto que temo. Y con esto asimesmo os ruego, pastores, me dejéis adelantar a la aldea, porque, siendo avisado Grisaldo, le quede tiempo para satisfacerse del agravio que Artandro le ha hecho.
Ignorante estaba Erastro del suceso de Artandro, pero la pastora Florisa, en breves razones, se lo contó todo; de que se maravilló Erastro, estimando que no debía de ser poco el valor de Artandro, pues a tan dificultosa empresa se había puesto. Querían ya los pastores hacer lo que Galatea les mandaba, si en aquella sazón no descubrieran toda la compañía de caballeros, pastores y damas que la noche antes en la ermita de Silerio se quedaron, los cuales, en señal de grandísimo contento, a la aldea se venían, trayendo consigo a Silerio con diferente traje y gusto que hasta allí había tenido, porque ya había dejado el de ermitaño, mudándole en el de alegre desposado, como ya lo era de la hermosa Blanca, con igual contento y satisfación de entrambos y de sus buenos amigos Timbrio y Nísida, que se lo persuadieron, dando con aquel casamiento fin a todas sus miserias, y quietud y reposo a los pensamientos que por Nísida le fatigaban. Y así, con el regocijo que tal suceso les causaba, venían todos dando muestras dél con agradable música y discretas y amorosas canciones, de las cuales cesaron cuando vieron a Galatea y a los demás que con ella estaban, rescibiéndose unos a otros con mucho placer y comedimiento, dándole Galatea a Silerio el parabién de su suceso, y a la hermosa Blanca el de su desposorio; y lo mesmo hicieron los pastores Damón, Elicio y Erastro, que en estremo a Silerio estaban aficionados. Luego que cesaron entre ellos los parabienes y cortesías, acordaron de proseguir su camino al aldea; y para entretenerle, rogó Tirsi a Timbrio que acabase el soneto que había comenzado a decir cuando de Silerio fue conoscido; y, no escusándose Timbrio de hacerlo, al son de la flauta del celoso Orfinio, con estremada y suave voz, le cantó y acabó; que era éste:
TIMBRIO
Tan bien fundada tengo la esperanza,
que, aunque más sople riguroso viento,
no podrá desdecir de su cimiento:
tal fe, tal fuerza y tal valor alcanza.
Tan lejos voy de consentir mudanza 5
en mi firme amoroso pensamiento,
cuan cerca de acabar en mi tormento
antes la vida que la confianza.
Que si al contraste del amor vacila
el pecho enamorado, no meresce 10
del mesmo amor la dulce paz tranquila.
Por esto el mío, que su fe engrandece,
rabie Caribdis o amenace Cila,
al mar se arroja y al amor se ofresce.
Pareció bien el soneto de Timbrio a los pastores, y no menos la gracia con que cantado le había, y fue de manera que le rogaron que otra alguna cosa dijese; mas escusóse con decir a su amigo Silerio respondiese por él en aquella causa, como lo había hecho siempre en otras más peligrosas. No pudo Silerio dejar de hacer lo que su amigo le mandaba; y así, con el gusto de verse en tan felice estado, al son de la mesma flauta de Orfinio, cantó lo que se sigue:
SILERIO
Gracias al cielo doy, pues he escapado
de los peligros deste mar incierto,
y al recogido favorable puerto,
tan sin saber por dónde, he ya llegado.
Recójanse las velas del cuidado, 5
repárese el navío pobre abierto,
cumpla los votos quien con rostro muerto
hizo promesas en el mar airado.
Beso la tierra, reverencio al cielo,
mi suerte abrazo mejorada y buena, 10
llamo dichoso a mi fatal destino,
y a la nueva sin par blanda cadena,
con nuevo intento y amoroso celo,
el lastimado cuello alegre inclino.
Acabó Silerio y rogó a Nísida fuese servida de alegrar aquellos campos con su canto, la cual, mirando a su querido Timbrio, con los ojos le pidió licencia para cumplir lo que Silerio le pedía; y, dándosela él ansimesmo con la vista, ella, sin más esperar, con mucho donaire y gracia, cesando el son de la flauta de Orfinio, al de la zampoña de Orompo, cantó este soneto:
NÍSIDA
Voy contra la opinión de aquel que jura
que jamás del amor llegó el contento
a do llega el rigor de su tormento,
por más que al bien ayude la ventura.
Yo sé qué es bien, yo sé qué es desventura, 5
y sé de sus efectos claro, y siento
que cuanto más destruye el pensamiento
el mal de amor, el bien más lo asegura.
No el verme en brazos de la amarga muerte,
por la mal referida triste nueva, 10
ni a los cosarios bárbaros rendida,
fue dura pena, fue dolor tan fuerte,
que agora no conozca y haga prueba
que es más el gusto de mi alegre vida.
Admiradas quedaron Galatea y Florisa de la estremada voz de la hermosa Nísida, la cual, por parecerle que por entonces en cantar Timbrio y los de su parte habían tomado la mano, no quiso que su hermana quedase sin hacerlo; y así, sin importunarle mucho, con no menos gracia que Nísida, haciendo señal a Orfinio que su flauta tocase, al son della, cantó desta manera:
BLANCA
Cual si estuviera en la arenosa Libia,
o en la apartada Citia siempre helada,
tal vez del frío temor me vi asaltada,
y tal del fuego que jamás se entibia.
Mas la esperanza, que el dolor alivia, 5
en uno y otro estremo, disfrazada
tuvo la vida en su poder guardada,
cuándo con fuerzas, cuándo flaca y tibia.
Pasó la furia del invierno helado,
y, aunque el fuego de amor quedó en su punto, 10
llegó la deseada primavera,
donde, en un solo venturoso punto,
gozo del dulce fruto deseado,
con largas pruebas de una fe sincera.
No menos contentó a los pastores la voz y lo que cantó Blanca, que todas las demás que habían oído. Y, ya que ellos querían dar muestras de que no toda la habilidad se encerraba en los cortesanos caballeros, y para esto, casi de un mesmo pensamiento movidos, Orompo, Crisio, Orfinio y Marsilo comenzaban a templar sus instrumentos, les forzó a volver las cabezas un ruido que a sus espaldas sintieron, el cual causaba un pastor que con furia iba atravesando por las matas del verde bosque, el cual fue de todos conoscido, que era el enamorado Lauso, de que se maravilló Tirsi, porque la noche antes se había despedido dél, diciendo que iba a un negocio que importaba el acabarle acabar su pesar y comenzar su gusto, y que, sin decirle más, con otro pastor su amigo se había partido, y que no sabía qué podía haberle sucedido agora, que con tanta priesa caminaba. Lo que Tirsi dijo movió a Damón a querer llamar a Lauso, y así, le dio voces que viniese; mas, viendo que no las oía y que ya a más andar iba traspuniendo un recuesto, con toda ligereza se adelantó, y desde encima de otro collado le tornó a llamar con mayores voces, las cuales oídas por Lauso, y conosciendo quién le llamaba, no pudo dejar de volver, y, en llegando a Damón, le abrazó con señales de estraño contento, y tanto, que admiraron a Damón las muestras que de estar alegre daba; y así, le dijo:
-¿Qué es esto, amigo Lauso? ¿Has, por ventura, alcanzado el fin de tus deseos, o hante desde ayer acá correspondido a ellos de manera que halles con facilidad lo que pretendes?
-Mucho mayor es el bien que traigo, Damón, verdadero amigo -respondió Lauso-, pues la causa que a otros suele ser desesperación y muerte, a mí me ha servido de esperanza y vida; y ésta ha sido de un desdén y desengaño, acompañado de un melindroso donaire que en mi pastora he visto, que me ha restituido a mi ser primero. Ya, ya, pastor, no siente mi trabajado cuello el pesado yugo amoroso, ya se han deshecho en mi sentido las encumbradas máquinas de pensamientos que desvanecido me traían, ya tornaré a la perdida conversación de mis amigos, ya me parescerán lo que son las verdes yerbas y olorosas flores destos apacibles campos, ya tendrán treguas mis sospiros, vado mis lágrimas y quietud mis desasosiegos; porque consideres, Damón, si es causa ésta bastante para mostrarme alegre y regocijado.
-Sí es, Lauso -respondió Damón-, pero temo que alegría tan repentinamente nascida no ha de ser duradera, y tengo ya experiencia que todas las libertades que de desdenes son engendradas se deshacen como el humo, y torna luego la enamorada intención con mayor priesa a seguir sus intentos. Así que, amigo Lauso, plega al cielo que sea más firme tu contento de lo que yo imagino, y goces largos tiempos la libertad que pregonas; que no sólo me holgaría por lo que debo a nuestra amistad, sino por ver un no acostumbrado milagro en los deseos amorosos.
-Comoquiera que sea, Damón -respondió Lauso-, yo me siento agora libre y señor de mi voluntad; y, porque se satisfaga la tuya de ser verdad lo que digo, mira qué quieres que haga en prueba dello. ¿Quieres que me ausente? ¿Quieres que no visite más las cabañas donde imaginas que puede estar la causa de mis pasadas penas y presentes alegrías? Cualquiera cosa haré por satisfacerte.
-La importancia está en que tú, Lauso, estés satisfecho -respondió Damón-; y veré yo que lo estás cuando de aquí a seis días te vea en ese mesmo propósito. Y por agora no quiero otra cosa de ti sino que dejes el camino que llevabas y te vengas conmigo adonde todos aquellos pastores y damas nos esperan, y que la alegría que traes la solemnices con entretenernos con tu canto mientras que al aldea llegamos.
Fue contento Lauso de hacer lo que Damón le mandaba, y así, volvió con él a tiempo que Tirsi estaba haciendo señas a Damón que se volviese; y, en llegando que él y Lauso llegaron, sin gastar palabras de comedimiento, Lauso dijo:
-No vengo, señores, para menos que para fiestas y contentos; por eso, si le rescibiréis de escucharme, suene Marsilo su zampoña, y aparejaos a oír lo que jamás pensé que mi lengua tuviera ocasión de decirlo, ni aun mi pensamiento para imaginarlo.
Todos los pastores respondieron a una que les sería de gran gusto el oírle. Y luego Marsilo, con el deseo que tenía de escucharle, tocó su zampoña, al son de la cual Lauso comenzó a cantar desta manera:
LAUSO
¡Con las rodillas en el suelo hincadas,
las manos en humilde modo puestas
y el corazón de un justo celo lleno,
te adoro, desdén sancto, en quien cifradas
están las causas de las dulces fiestas 5
que gozo en tiempo sosegado y bueno!
¡Tú del rigor del áspero veneno
que el mal de amor encierra
fuiste la cierta y presta medicina;
tú mi total ruïna 10
volviste en bien, en sana paz mi guerra,
y así como a mi rico almo tesoro,
no una vez sola, mas cien mil te adoro!
Por ti la luz de mis cansados ojos,
tanto tiempo turbada, y aun perdida, 15
al ser primero ha vuelto que tenía;
por ti torno a gozar de los despojos
que de mi voluntad y de mi vida
llevó de amor la antigua tiranía;
por ti la noche de mi error en día 20
de sereno discurso
se ha vuelto, y la razón, que antes estaba
en posesión de esclava,
con sosegado y advertido curso,
siendo agora señora, me conduce 25
do el bien eterno más se muestra y luce.
Mostrásteme, desdén, cuán engañosas,
cuán falsas y fingidas habían sido
las señales de amor que me mostraban,
y que aquellas palabras amorosas, 30
que tanto regalaban el oído
y al alma de sí mesma enajenaban,
en falsedad y en burla se forjaban,
y el regalado y tierno
mirar de aquellos ojos sólo era 35
porque mi primavera
se convirtiese en desabrido invierno,
cuando llegase el claro desengaño;
mas tú, dulce desdén, curaste el daño.
¡Desdén, que sueles ser espuela aguda 40
que hace caminar al pensamiento
tras la amorosa deseada empresa!
En mí tu efecto y condición se muda,
que yo por ti me aparto del intento
tras quien corría con no vista priesa, 45
y, aunque contino el fiero amor no cesa,
mal de mí satisfecho,
tender de nuevo el lazo por cogerme,
y por más ofenderme,
encarar mil saetas a mi pecho, 50
tú, desdén, solo, sólo tú bien puedes
romper sus flechas y rasgar sus redes.
No era mi amor tan flaco, aunque sencillo,
que pudiera un desdén echarle a tierra;
cien mil han sido menester primero: 55
que fue, cual suele, sin poder sufrillo,
venir al suelo el pino que le atierra,
en virtud de otros golpes, el postrero.
Grave desdén, de parecer severo,
en desamor fundado 60
y en poca estimación de ajena suerte:
dulce me ha sido el verte,
el oírte y tocarte, y que gustado
haya sido del alma en coyuntura
que derribas y acabas mi locura. 65
Derribas mi locura y das la mano
al ingenio, desdén, que se levante
y sacuda de sí el pesado sueño,
para que con mejor intento sano,
nuevas grandezas, nuevos loores cante 70
de otro, si le halla, agradescido dueño.
Tú has quitado las fuerzas al beleño
con que el amor ingrato
adormecía a mi virtud doliente,
y con la tuya ardiente, 75
soy reducido a nueva vida y trato:
que ahora entiendo que yo soy quien puedo
temer con tasa, y esperar sin miedo.
No cantó más Lauso, aunque bastó lo que cantado había para poner admiración en los presentes; que, como todos sabían que el día antes estaba tan enamorado y tan contento de estarlo, maravillábales verle en tan pequeño espacio de tiempo tan mudado y tan otro del que solía. Y, considerando bien esto, su amigo Tirsi le dijo:
-No sé si te dé el parabién, amigo Lauso, del bien en tan breves horas alcanzado, porque temo que no debe de ser tan firme y seguro como tú imaginas; pero todavía me huelgo de que goces, aunque sea pequeño espacio, del gusto que acarrea al alma la libertad alcanzada, pues podría ser que, conosciendo agora en lo que se debe estimar, aunque tornases de nuevo a las rotas cadenas y lazos, hicieses más fuerza para romperlos, atraído de la dulzura y regalo que goza un libre entendimiento y una voluntad desapasionada.
-No tengas temor alguno, discreto Tirsi -respondió Lauso-, que ninguna otra nueva asechanza sea bastante a que yo torne a poner los pies en el cepo amoroso, ni me tengas por tan liviano y antojadizo que no me haya costado ponerme en el estado en que estoy infinitas consideraciones, mil averiguadas sospechas y mil cumplidas promesas hechas al cielo porque a la perdida luz me tornase; y, pues en ella veo agora cuán poco antes veía, yo procuraré conservarla en el mejor modo que pudiere.
-Ninguno otro será tan bueno -dijo Tirsi- como no volver a mirar lo que atrás dejas, porque perderás, si vuelves, la libertad que tanto te ha costado, y quedarás cual quedó aquel incauto amante, con nuevas ocasiones de perpetuo llanto. Y ten por cierto, Lauso amigo, que no hay tan enamorado pecho en el mundo, a quien los desdenes y arrogancias escusadas no entibien y aun le hagan retirar de sus mal colocados pensamientos; y háceme creer más esta verdad saber yo quién es Silena, aunque tú jamás no me lo has dicho, y saber ansimesmo la mudable condición suya, sus acelerados ímpetus y la llaneza, por no darle otro nombre, de sus deseos; cosas que, a no templarlas y disfrazarlas con la sin igual hermosura de que el cielo la ha dotado, fuera por ellas de todo el mundo aborrescida.
-Verdad dices, Tirsi -respondió Lauso-, porque, sin duda alguna, la singular belleza suya y las aparencias de la incomparable honestidad de que se arrea, son partes para que no sólo sea querida, sino adorada de todos cuantos la miraren; y así, no debe maravillarse alguno que la libre voluntad mía se haya rendido a tan fuertes y poderosos contrarios: sólo es justo que se maraville de cómo me he podido escapar dellos, que, puesto que salgo de sus manos tan maltratado, estragada la voluntad, turbado el entendimiento, descaecida la memoria, todavía me parece que puedo triunfar de la batalla.
No pasaron más adelante en su plática los dos pastores, porque a este punto vieron que, por el mesmo camino que ellos iban, venía una hermosa pastora, y poco desviado della un pastor, que luego fue conoscido que era el anciano Arsindo, y la pastora era la hermana de Galercio, Maurisa; la cual, como fue conoscida de Galatea y de Florisa, entendieron que con algún recaudo de Grisaldo para Rosaura venía; y, adelantándose las dos a rescebirla, Maurisa llegó a abrazar a Galatea, y el anciano Arsindo saludó a todos los pastores y abrazó a su amigo Lauso, el cual estaba con grande deseo de saber lo que Arsindo había hecho después que le dijeron que en seguimiento de Maurisa se había partido; y, viéndole agora volver con ella, luego comenzó a perder con él y con todos el crédito que sus blancas canas le habían adquirido; y aun le acabara de perder, si los que allí venían no supieran tan de experiencia adónde y a cuánto la fuerza del amor se estendía; y así, en los mesmos que le culpaban halló la disculpa de su yerro. Y paresce que, adivinando Arsindo lo que los pastores dél adivinaban, como en satisfación y disculpa de su cuidado, les dijo:
-Oíd, pastores, uno de los más estraños sucesos amorosos que por largos años en estas nuestra riberas ni en las ajenas se habrá visto. Bien creo que conoscéis y conoscemos todos al nombrado pastor Lenio, aquel cuya desamorada condición le adquirió renombre de desamorado; aquel que no ha muchos días que, por sólo decir mal de amor, osó tomar competencia con el famoso Tirsi, que está presente; aquel, digo, que jamás supo mover la lengua que para decir mal de amor no fuese; aquel que con tantas veras reprehendía a los que de la amorosa dolencia veía lastimados. Éste, pues, tan declarado enemigo del amor, ha venido a término que tengo por cierto que no tiene el amor quien con más veras le siga, ni aun él tiene vasallo a quien más persiga, porque le ha hecho enamorar de la desamorada Gelasia, aquella cruel pastora que al hermano désta -señalando a Maurisa-, que tanto en la condición se le parece, tuvo el otro día, como vistes, con el cordel a la garganta, para fenecer a manos de su crueldad sus cortos y mal logrados días. Digo, en fin, pastores, que Lenio el desamorado muere por la endurescida Gelasia, y por ella llena el aire de sospiros y la tierra de lágrimas; y lo que hay más malo en esto es que me parece que el amor ha querido vengarse del rebelde corazón de Lenio, rindiéndole a la más dura y esquiva pastora que se ha visto, y conosciéndolo él, procura agora en cuanto dice y hace reconciliarse con el amor, y por los mesmos términos que antes le vituperaba, ahora le ensalza y honra; y, con todo esto, ni el amor se mueve a favorescerle, ni Gelasia se inclina a remediarle, como lo he visto por los ojos, pues no ha muchas horas que, viniendo yo en compañía desta pastora, le hallamos en la fuente de las Pizarras, tendido en el suelo, cubierto el rostro de un sudor frío y anhelando el pecho con una estraña priesa. Lleguéme a él y conocíle, y con el agua de la fuente le rocié el rostro, con que cobró los perdidos espíritus; y, sentándome junto a él, le pregunté la causa de su dolor, la cual él me dijo sin faltar punto, contándomela con tan tierno sentimiento que le puso en esta pastora, en quien creo que jamás cupo señal de compasión alguna. Encarecióme la crueldad de Gelasia y el amor que la tenía, y la sospecha que en él reinaba de que el amor le había traído a tal estado por vengarse en un solo punto de las muchas ofensas que le había hecho. Consoléle yo lo mejor que supe, y, dejándole libre del pasado parasismo, vengo acompañando a esta pastora, y a buscarte a ti, Lauso, para que si fueres servido, volvamos a nuestras cabañas, pues ha ya diez días que dellas nos partimos, y podrá ser que nuestros ganados sientan el ausencia nuestra más que nosotros la suya.
-No sé si te responda, Arsindo -respondió Lauso-, que creo que más por cumplimiento que por otra cosa me convidas a que a nuestras cabañas nos volvamos, teniendo tanto que hacer en las ajenas, cuanto la ausencia que de mí has hecho estos días lo ha mostrado. Pero, dejando lo más que en esto te pudiera decir para mejor sazón y coyuntura, tórname a decir si es verdad lo que de Lenio dices, porque, si así es, podré yo afirmar que ha hecho amor en estos días de los mayores milagros que en todos los de su vida ha hecho, como son rendir y avasallar el duro corazón de Lenio y poner en libertad el tan subjeto mío.
-Mira lo que dices -dijo entonces Orompo-, amigo Lauso, que si el amor te tenía subjeto, como hasta aquí has significado, ¿cómo el mesmo amor ahora te ha puesto en la libertad que publicas?
-Si me quieres entender, Orompo -replicó Lauso-, verás que en nada me contradigo, porque digo, o quiero decir, que el amor que reinaba y reina en el pecho de aquella a quien yo tan en estremo quería, como se encamina a diferente intento que el mío, puesto que todo es amor, el efecto que en mí ha hecho es ponerme en libertad, y a Lenio en servidumbre; y no me hagas, Orompo, que cuente con éstos otros milagros.
Y, diciendo esto, volvió los ojos a mirar al anciano Arsindo, y con ellos dijo lo que con la lengua callaba, porque todos entendieron que el tercero milagro que pudiera contar fuera ver enamoradas las canas de Arsindo de los pocos y verdes años de Maurisa, la cual todo este tiempo estuvo hablando aparte con Galatea y Florisa, diciéndoles cómo otro día sería Grisaldo en el aldea en hábito de pastor, y que allí pensaba desposarse con Rosaura en secreto, porque en público no podía, a causa que los parientes de Leopersia, con quien su padre tenía concertado de casarle, habían sabido que Grisaldo quería faltar en la prometida palabra, y en ninguna manera querían que tal agravio se les hiciese; pero que, con todo esto, estaba Grisaldo determinado de corresponder antes a lo que a Rosaura debía, que no a la obligación en que a su padre estaba.
-Todo esto que os he dicho, pastoras -prosiguió Maurisa-, mi hermano Galercio me dijo que os lo dijese, el cual a vosotras con este recaudo venía; pero la cruel Gelasia, cuya hermosura lleva siempre tras sí el alma de mi desdichado hermano, fue la causa que él no pudiese venir a deciros lo que he dicho, pues, por seguir a ella, dejó de seguir el camino que traía, fiándose de mí como de hermana. Ya habéis entendido, pastoras, a lo que vengo; decidme dó está Rosaura, para decírselo, o decídselo vosotras, porque la angustia en que mi hermano queda puesto no consiente que un punto más aquí me detenga.
En tanto que la pastora esto decía, estaba Galatea considerando la amarga respuesta que pensaba darle, y las tristes nuevas que habían de llegar a los oídos del desdichado Grisaldo; pero, viendo que no escusaba de darlas y que era peor detenerla, luego le contó todo lo que a Rosaura había sucedido, y cómo Artandro la llevaba, de que quedó maravillada Maurisa; y al instante quisiera dar la vuelta a avisar a Grisaldo, si Galatea no la detuviera, preguntándole qué se habían hecho las dos pastoras que con ella y con Galercio se habían ido, a lo que respondió Maurisa:
-Cosas te pudiera contar dellas, Galatea, que te pusieran en mayor admiración que no en la en que a mí me ha puesto el suceso de Rosaura, pero el tiempo no me da lugar a ello; sólo te digo que la que se llamaba Leonarda se ha desposado con mi hermano Artidoro por el más sotil engaño que jamás se ha visto, y Teolinda, la otra, está en término de acabar la vida o de perder el juicio, y sólo la entretiene la vista de Galercio, que, como se parece tanto a la de mi hermano Artidoro, no se aparta un punto de su compañía, cosa que es a Galercio tan pesada y enojosa, cuanto le es dulce y agradable la compañía de la cruel Gelasia. El modo como esto pasó te contaré más despacio, cuando otra vez nos veamos, porque no será razón que por mi tardanza se impida el remedio que Grisaldo puede tener en su desgracia, usando en remediarla la diligencia posible, porque si no ha más que esta mañana que Artandro robó a Rosaura, no se podrá haber alejado tanto destas riberas que quite la esperanza a Grisaldo de cobrarla, y más si yo aguijo los pies, como pienso.
Parecióle bien a Galatea lo que Maurisa decía; y así, no quiso más detenerla; sólo le rogó que fuese servida de tornarla a ver lo más presto que pudiese, para contarle el suceso de Teolinda y lo que haría en el hecho de Rosaura. La pastora se lo prometió, y, sin más detenerse, despidiéndose de los que allí estaban, se volvió a su aldea, dejando a todos satisfechos de su donaire y hermosura; pero quien más sintió su partida fue el anciano Arsindo, el cual, por no dar claras muestras de su deseo, se hubo de quedar tan solo sin Maurisa, cuanto acompañado de sus pensamientos. Quedaron también las pastoras suspensas de lo que de Teolinda habían oído, y en estremo deseaban saber su suceso. Y, estando en esto, oyeron el claro son de una bocina que a su diestra mano sonaba, y, volviendo los ojos a aquella parte, vieron encima de un recuesto algo levantado dos ancianos pastores, que en medio tenían un antiguo sacerdote, que luego conoscieron ser el anciano Telesio; y, habiendo uno de los pastores tocado otra vez la bocina, todos tres se bajaron del recuesto y se encaminaron hacia otro que allí junto estaba, donde subidos, de nuevo tornaron a tocarla, a cuyo son de diferentes partes se comenzaron a mover muchos pastores, para venir a ver lo que Telesio quería, porque con aquella señal solía él convocar todos los pastores de aquella ribera cuando quería hacerles algún provechoso razonamiento, o decirles la muerte de algún conoscido pastor de aquellos contornos, o para traerles a la memoria el día de alguna solemne fiesta o el de algunas tristes obsequias. Tiniendo, pues, Aurelio, y casi los más pastores que allí venían, conoscida la costumbre y condición de Telesio, todos se fueron acercando adonde él estaba, y cuando llegaron, ya se habían juntado. Pero, como Telesio vio venir tantas gentes y conosció cuán principales todos eran, bajando de la cuesta, los fue a rescebir con mucho amor y cortesía, y con la mesma fue de todos rescibido, y, llegándose Aurelio a Telesio, le dijo:
-Cuéntanos, si fueres servido, honrado y venerable Telesio, qué nueva causa te mueve a querer juntar los pastores destos prados. ¿Es, por ventura, de alegres fiestas o de tristes y fúnebres sucesos? ¿O quiéresnos mostrar alguna cosa pertenesciente al mejoramiento de nuestras vidas? Dinos, Telesio, lo que tu voluntad ordena, pues sabes que no saldrán las nuestras de todo aquello que la tuya quisiere.
-Págueos el cielo, pastores -respondió Telesio-, la sinceridad de vuestras intenciones, pues tanto se conforman con la de aquel que sólo vuestro bien y provecho pretende. Mas, por satisfacer el deseo que tenéis de saber lo que quiero, quiéroos traer a la memoria la que debéis tener perpetuamente del valor y fama del famoso y aventajado pastor Meliso, cuyas dolorosas obsequias se renuevan y se irán renovando de año en año tal día como mañana, en tanto que en nuestras riberas hubiere pastores y en nuestras almas no faltare el conoscimiento de lo que se debe a la bondad y valor de Meliso. A lo menos, de mí os sé decir que, en tanto que la vida me durare, no dejaré de acordaros a su tiempo la obligación en que os tiene puestos la habilidad, cortesía y virtud del sin par Meliso; y así, agora os la acuerdo, y os advierto que mañana es el día en que se ha de renovar el desdichado, donde tanto bien perdimos, como fue perder la agradable presencia del prudente pastor Meliso. Por lo que a la bondad suya debéis, y por lo que a la intención que tengo de serviros estáis obligados, os ruego, pastores, que mañana, al romper del día, os halléis todos en el Valle de los Cipreses, donde está el sepulcro de las honradas cenizas de Meliso, para que allí, con tristes cantos y piadosos sacrificios, procuremos alegerar la pena, si alguna padece, a aquella venturosa alma, que en tanta soledad nos ha dejado.
Y, diciendo esto, con el tierno sentimiento que la memoria de la muerte de Meliso le causaba, sus venerables ojos se llenaron de lágrimas, acompañándole en ellas casi los más de los circunstantes; los cuales, todos de una mesma conformidad, se ofrecieron de acudir otro día adonde Telesio les mandaba, y lo mesmo hicieron Timbrio y Silerio, Nísida y Blanca, por parecerles que no sería bien dejar de hallarse en ocasión tan piadosa y en junta de tan célebres pastores como allí imaginaron que se juntarían. Con esto se despidieron de Telesio y tornaron a seguir el comenzado camino de la aldea; mas no se habían apartado mucho de aquel lugar, cuando vieron venir hacia ellos al desamorado Lenio, con semblante tan triste y pensativo que puso admiración en todos; y tan transportado en sus imaginaciones venía, que pasó lado con lado de los pastores, sin que los viese; antes, torciendo el camino a la izquierda mano, no hubo andado muchos pasos, cuando se arrojó al pie de un verde sauce, y, dando un recio y profundo sospiro, levantó la mano, y, puniéndola por el collar del pellico, tiró tan recio que le hizo pedazos hasta abajo, y luego se quitó el zurrón del lado, y, sacando dél un pulido rabel, con grande atención y sosiego se le puso a templar, y, a cabo de poco espacio, con lastimada y concertada voz, comenzó a cantar, de manera que forzó a todos los que le habían visto a que se parasen a escucharle hasta el fin de su canto, que fue éste:
LENIO
¡Dulce amor, ya me arrepiento
de mis pasadas porfías;
ya de hoy más confieso y siento
que fue sobre burlerías
levantado su cimiento; 5
ya el rebelde cuello erguido
humilde pongo y rendido
al yugo de tu obediencia;
ya conozco la potencia
de tu valor estendido! 10
Sé que puedes cuanto quieres,
y que quieres lo imposible;
sé que muestras bien quién eres
en tu condición terrible,
en tus penas y placeres; 15
y sé, en fin, que yo soy quien
tuvo siempre a mal tu bien,
tu engaño por desengaño,
tus certezas por engaño,
por caricias tu desdén. 20
Estas cosas, bien sabidas,
han agora descubierto
en mis entrañas rendidas
que tú solo eres el puerto
do descansan nuestras vidas; 25
tú la implacable tormenta
que al alma más atormenta
vuelves en serena calma;
tú eres gusto y luz del alma,
y manjar que la sustenta. 30
Pues esto juzgo y confieso,
aunque tarde vengo en ello,
tiempla tu rigor y exceso,
amor, y del flaco cuello
aligera un poco el peso. 35
Al ya rendido enemigo,
no se ha de dar el castigo
como a aquél que se defiende;
cuanto más, que aquí se ofende
quien ya quiere ser tu amigo. 40
Salgo de la pertinacia
do me tuvo mi malicia
y el estar en tu desgracia,
y apelo de tu justicia
ante el rostro de tu gracia; 45
que si a mi poco valor
no le quilata en favor
de tu gracia conoscida,
presto dejaré la vida
en las manos del dolor. 50
Las de Gelasia me han puesto
en tan estraña agonía,
que si más porfía en esto,
mi dolor y su porfía
sé que acabarán bien presto. 55
¡Oh dura Gelasia, esquiva,
zahareña, dura, altiva!,
¿por qué gustas, di, pastora,
que el corazón que te adora
en tantos tormentos viva? 60
Poco fue lo que cantó Lenio, pero lo que lloró fue tanto que allí quedara deshecho en lágrimas, si los pastores no acudieran a consolarle. Mas, como él los vio venir, y conosció entre ellos a Tirsi, sin más detenerse, se levantó y fue a arrojar a sus pies, abrazándole estrechamente las rodillas; y, sin dejar las lágrimas, le dijo:
-Ahora puedes, famoso pastor, tomar justa venganza del atrevimiento que tuve de competir contigo, defendiendo la injusta causa que mi ignorancia me proponía. Ahora digo que puedes levantar el brazo y con algún agudo cuchillo traspasar este corazón, donde cupo tan notoria simpleza como era no tener al amor por universal señor del mundo. Pero de una cosa te quiero advertir: que si quieres tomar al justo la venganza de mi yerro, que me dejes con la vida que sostengo, que es tal, que no hay muerte que se le compare.
Había ya Tirsi levantado del suelo al lastimado Lenio, y, teniéndole abrazado, con discretas y amorosas palabras procuraba consolarle, diciéndole:
-La mayor culpa que hay en las culpas, Lenio amigo, es el estar pertinaces en ellas, porque es de condición de demonios el nunca arrepentirse de los yerros cometidos, y, asimesmo, una de las principales causas que mueve y fuerza a perdonar las ofensas es ver el ofendido arrepentimiento en el que ofende; y más cuando está el perdonar en manos de quien no hace nada en hacerlo, pues su noble condición le tira y compele a que lo haga, quedando más rico y satisfecho con el perdón que con la venganza, como se ve esto a cada paso en los grandes señores y reyes, que más gloria granjean en perdonar las injurias que en vengarlas. Y, pues tú, Lenio, confiesas el error en que has estado, y conosces agora las poderosas fuerzas del amor, y entiendes dél que es señor universal de nuestros corazones, por este nuevo conoscimiento, y por el arrepentimiento que tienes, puedes estar confiado y vivir seguro que el generoso y blando amor te reducirá presto a sosegada y amorosa vida; que si ahora te castiga con darte la penosa que tienes, hácelo porque le conozcas y porque después tengas y estimes en más la alegre que sin duda piensa darte.
A estas razones añadieron otras muchas Elicio y los demás pastores que allí estaban, con las cuales pareció que quedó Lenio algo más consolado. Y luego les contó cómo moría por la cruel pastora Gelasia, exagerándoles la esquiva y desamorada condición suya, y cuán libre y esenta estaba de pensar en ningún efecto amoroso, encareciéndoles también el insufrible tormento que por ella el gentil pastor Galercio padecía; de quien ella hacía tan poco caso, que mil veces le había puesto en términos de desesperarse. Mas, después que por un rato en estas cosas hubieron razonado, tornaron a seguir su camino, llevando consigo a Lenio; y, sin sucederles otra cosa, llegaron al aldea, llevándose consigo Elicio a Tirsi, Damón, Erastro, Lauso y Arsindo. Con Daranio se fueron Crisio, Orfinio, Marsilo y Orompo. Florisa y las otras pastoras se fueron con Galatea y con su padre, Aurelio, quedando primero concertado que otro día, al salir del alba, se juntasen para ir al valle de los Cipreses, como Telesio les había mandado, para celebrar las obsequias de Meliso, en las cuales, como ya está dicho, quisieron hallarse Timbrio, Silerio, Nísida y Blanca, que con el venerable Aurelio aquella noche se fueron.
FIN DEL LIBRO QUINTO
Sexto y último libro de Galatea
APENAS habían los rayos del dorado Febo comenzado a dispuntar por la más baja línea de nuestro horizonte, cuando el anciano y venerable Telesio hizo llegar a los oídos de todos los que en el aldea estaban el lastimero son de su bocina, señal que movió a los que le escucharon a dejar el reposo de los pastorales lechos y acudir a lo que Telesio pedía. Pero los primeros que en esto tomaron la mano fueron Elicio, Aurelio, Daranio y todos los pastores y pastoras que con ellos estaban, no faltando las hermosas Nísida y Blanca y los venturosos Timbrio y Silerio, con otra cantidad de gallardos pastores y bellas pastoras que a ellos se juntaron y al número de treinta llegarían, entre los cuales iban la sin par Galatea, nuevo milagro de hermosura, y la recién desposada Silveria, la cual llevaba consigo a la hermosa y zahareña Belisa, por quien el pastor Marsilo tan amorosas y mortales angustias padecía. Había venido Belisa a visitar a Silveria y darle el parabién del nuevo rescibido estado, y quiso ansimesmo hallarse en tan célebres obsequias como esperaba serían las que tantos y tan famosos pastores celebraban.
Salieron, pues, todos juntos de la aldea, fuera de la cual hallaron a Telesio con otros muchos pastores que le acompañaban, todos vestidos y adornados de manera que bien mostraban que para triste y lamentable negocio habían sido juntados. Ordenó luego Telesio, porque con intenciones más puras y pensamientos más reposados se hiciesen aquel día los solemnes sacrificios, que todos los pastores fuesen juntos por su parte y desviados de las pastoras, y que ellas lo mesmo hiciesen, de que los menos quedaron contentos y los más no muy satisfechos, especialmente el apasionado Marsilo, que ya había visto a la desamorada Belisa, con cuya vista quedó tan fuera de sí y tan suspenso, cual lo conoscieron bien sus amigos Orompo, Crisio y Orfinio, los cuales, viéndole tal, se llegaron a él, y Orompo le dijo:
-Esfuerza, amigo Marsilo, esfuerza y no des ocasión con tu desmayo a que se descubra el poco valor de tu pecho. ¿Qué sabes si el cielo, movido a compasión de tu pena, ha traído a tal tiempo a estas riberas a la pastora Belisa para que las remedie?
-Antes para más acabarme, a lo que yo creo -respondió Marsilo-, habrá ella venido a este lugar, que de mi ventura esto y más se debe temer; pero yo haré, Orompo, lo que mandas, si acaso puede conmigo en este duro trance más la razón que mi sentimiento.
Y con esto volvió algo más en sí Marsilo, y luego los pastores por una parte y las pastoras por otra, como de Telesio estaba ordenado, se comenzaron a encaminar al Valle de los Cipreses, llevando todos un maravilloso silencio, hasta que, admirado Timbrio de ver la frescura y belleza del claro Tajo, por do caminaba, vuelto a Elicio, que al lado le venía, le dijo:
-No poca maravilla me causa, Elicio, la incomparable belleza destas frescas riberas; y no sin razón, porque quien ha visto, como yo, las espaciosas del nombrado Betis y las que visten y adornan al famoso Ebro y al conoscido Pisuerga, y en las apartadas tierras ha paseado las del sancto Tíber y las amenas del Po, celebrado por la caída del atrevido mozo, sin dejar de haber rodeado las frescuras del apascible Sebeto, grande ocasión había de ser la que a maravilla me moviese de ver otras algunas.
-No vas tan fuera de camino en lo que dices, según yo creo, discreto Timbrio -respondió Elicio-, que con los ojos no veas la razón que de decirlo tienes; porque, sin duda, puedes creer que la amenidad y frescura de las riberas deste río hace notoria y conoscida ventaja a todas las que has nombrado, aunque entrase en ellas las del apartado Janto, y del conoscido Anfriso y el enamorado Alfeo; porque tiene y ha hecho cierto la experiencia que, casi por derecha línea, encima de la mayor parte destas riberas se muestra un cielo luciente y claro, que con un largo movimiento y con vivo resplandor, parece que convida a regocijo y gusto al corazón que dél está más ajeno. Y si ello es verdad que las estrellas y el sol se mantienen, como algunos dicen, de las aguas de acá bajo, creo firmemente que las deste río sean en gran parte ocasión de causar la belleza del cielo que le cubre, o creeré que Dios, por la mesma razón que dicen que mora en los cielos, en esta parte haga lo más de su habitación. La tierra que lo abraza, vestida de mil verdes ornamentos, parece que hace fiesta y se alegra de poseer en sí un don tan raro y agradable, y el dorado río, como en cambio, en los abrazos della dulcemente entretejiéndose, forma como de industria mil entradas y salidas, que a cualquiera que las mira llenan el alma de placer maravilloso, de donde nasce que, aunque los ojos tornen de nuevo muchas veces a mirarle, no por eso dejan de hallar en él cosas que les causen nuevo placer y nueva maravilla. Vuelve, pues, los ojos, valeroso Timbrio, y mira cuánto adornan sus riberas las muchas aldeas y ricas caserías que por ellas se ven fundadas. Aquí se vee en cualquiera sazón del año andar la risueña primavera con la hermosa Venus en hábito subcinto y amoroso, y Céfiro que la acompaña, con la madre Flora delante, esparciendo a manos llenas varias y odoríferas flores. Y la industria de sus moradores ha hecho tanto, que la naturaleza, encorporada con el arte, es hecha artífice y connatural del arte, y de entrambasados se ha hecho una tercia naturaleza, a la cual no sabré dar nombre. De sus cultivados jardines, con quien los huertos Hespérides y de Alcino pueden callar; de los espesos bosques, de los pacíficos olivos, verdes laureles y acopados mirtos; de sus abundosos pastos, alegres valles y vestidos collados, arroyos y fuentes que en esta ribera se hallan, no se espere que yo diga más, sino que, si en alguna parte de la tierra los Campos Elíseos tienen asiento, es, sin duda, en ésta. ¿Qué diré de la industria de las altas ruedas, con cuyo continuo movimiento sacan las aguas del profundo río y humedecen abundosamente las eras que por largo espacio están apartadas? Añádese a todo esto criarse en estas riberas las más hermosas y discretas pastoras que en la redondez del suelo pueden hallarse, para cuyo testimonio, dejando aparte el que la experiencia nos muestra y lo que tú, Timbrio, ha que estás en ellas y que has visto, bastará traer por ejemplo a aquella pastora que allí ves, ¡oh Timbrio!
Y, diciendo esto, señaló con el cayado a Galatea; y, sin decir más, dejó admirado a Timbrio de ver la discreción y palabras con que había alabado las riberas de Tajo y la hermosura de Galatea. Y, respondiéndole que no se le podía contradecir ninguna cosa de las dichas, en aquellas y en otras entretenían la pesadumbre del camino, hasta que, llegados a vista del Valle de los Cipreses, vieron que dél salían casi otros tantos pastores y pastoras como los que con ellos iban. Juntáronse todos, y con sosegados pasos comenzaron a entrar por el sagrado valle, cuyo sitio era tan estraño y maravilloso que, aun a los mesmos que muchas veces le habían visto, causaba nueva admiración y gusto. Levántanse en una parte de la ribera del famoso Tajo, en cuatro diferentes y contrapuestas partes, cuatro verdes y apacibles collados, como por muros y defensores de un hermoso valle que en medio contienen, cuya entrada en él por otros cuatro lugares es concedida, los cuales mesmos collados estrechan de modo que vienen a formar cuatro largas y apacibles calles, a quien hacen pared de todos lados altos e infinitos cipreses, puestos por tal orden y concierto que hasta las mesmas ramas de los unos y de los otros paresce que igualmente van cresciendo, y que ninguna se atreve a pasar ni salir un punto más de la otra. Cierran y ocupan el espacio que entre ciprés y ciprés se hace, mil olorosos rosales y suaves jazmines, tan juntos y entretejidos como suelen estar en los vallados de las guardadas viñas las espinosas zarzas y puntosas cambroneras. De trecho en trecho destas apacibles entradas, se ven correr por entre la verde y menuda yerba claros y frescos arroyos de limpias y sabrosas aguas, que en las faldas de los mesmos collados tienen su nascimiento. Es el remate y fin destas calles una ancha y redonda plaza, que los recuestos y los cipreses forman, en medio de la cual está puesta una artificiosa fuente de blanco y precioso mármol fabricada, con tanta industria y artificio hecha, que las vistosas del conoscido Tíbuli y las soberbias de la antigua Tinacria no le pueden ser comparadas. Con el agua desta maravillosa fuente se humedecen y sustentan las frescas yerbas de la deleitosa plaza; y lo que más hace a este agradable sitio digno de estimación y reverencia es ser previlegiado de las golosas bocas de los simples corderuelos y mansas ovejas, y de otra cualquier suerte de ganado: que sólo sirve de guardador y tesorero de los honrados huesos de algunos famosos pastores que, por general decreto de todos los que quedan vivos en el contorno de aquellas riberas, se determina y ordena ser digno y merescedor de tener sepultura en este famoso valle. Por esto se veían, entre los muchos y diversos árboles que por las espaldas de los cipreses estaban, en el lugar y distancia que había dellos hasta las faldas de los collados, algunas sepulturas, cuál de jaspe y cuál de mármol fabricada, en cuyas blancas piedras se leían los nombres de los que en ellas estaban sepultados. Pero la que más sobre todas resplandecía, y la que más a los ojos de todos se mostraba, era la del famoso pastor Meliso, la cual, apartada de las otras, a un lado de la ancha plaza, de lisas y negras pizarras y de blanco y bien labrado alabastro hecha parecía. Y, en el mesmo punto que los ojos de Telesio la miraron, volviendo el rostro a toda aquella agradable compañía, con sosegada voz y lamentables acentos, les dijo:
-Veis allí, gallardos pastores, discretas y hermosas pastoras; veis allí, digo, la triste sepultura donde reposan los honrados huesos del nombrado Meliso, honor y gloria de nuestras riberas. Comenzad, pues, a levantar al cielo los humildes corazones, y con puros afectos, abundantes lágrimas y profundos sospiros, entonad los sanctos himnos y devotas oraciones, y rogalde tenga por bien de acoger en su estrellado asiento la bendita alma del cuerpo que allí yace.
Y, en diciendo esto, se llegó a un ciprés de aquéllos, y, cortando algunas ramas, hizo dellas una funesta guirnalda con que coronó sus blancas y veneradas sienes, haciendo señal a los demás que lo mesmo hiciesen; de cuyo ejemplo movidos todos, en un momento se coronaron de las tristes ramas, y, guiados de Telesio, llegaron a la sepultura, donde lo primero que Telesio hizo fue inclinar las rodillas y besar la dura piedra del sepulcro. Hicieron todos lo mesmo, y algunos hubo que, tiernos con la memoria de Meliso, dejaban regado con lágrimas el blanco mármol que besaban. Hecho esto, mandó Telesio encender el sacro fuego, y en un momento, alrededor de la sepultura, se hicieron muchas, aunque pequeñas, hogueras, en las cuales solas ramas de ciprés se quemaban; y el venerable Telesio, con graves y sosegados pasos, comenzó a rodear la pira y a echar en todos los ardientes fuegos alguna cantidad de sacro y oloroso incienso, diciendo cada vez que lo esparcía alguna breve y devota oración, a rogar por el alma de Meliso encaminada, al fin de la cual levantaba la tremante voz, y todos los circunstantes, con triste y piadoso acento, respondían: «Amén, amén», tres veces; a cuyo lamentable sonido resonaban los cercanos collados y apartados valles, y las ramas de los altos cipreses y de los otros muchos árboles de que el valle estaba lleno, heridas de un manso céfiro que soplaba, hacían y formaban un sordo y tristísimo susurro, casi como en señal de que por su parte ayudaban a la tristeza del funesto sacrificio.
Tres veces rodeó Telesio la sepultura, y tres veces dijo las piadosas plegarias, y otras nueve se escucharon los llorosos acentos del «amén», que los pastores repitían. Acabada esta ceremonia, el anciano Telesio se arrimó a un subido ciprés que a la cabecera de la sepultura de Meliso se levantaba, y con volver el rostro a una y otra parte, hizo que todos los circunstantes estuviesen atentos a lo que decir quería; y luego, levantando la voz todo lo que pudo conceder la antigüedad de sus años, con maravillosa elocuencia comenzó a alabar las virtudes de Meliso, la integridad de su inculpable vida, la alteza de su ingenio, la entereza de su ánimo, la graciosa gravedad de su plática y la excelencia de su poesía; y, sobre todo, la solicitud de su pecho en guardar y cumplir la sancta religión que profesado había, juntando a estas otras tantas y tales virtudes de Meliso, que, aunque el pastor no fuera tan conoscido de todos los que a Telesio escuchaban, sólo por lo que él decía, quedaran aficionados a amarle si fuera vivo, y a reverenciarle después de muerto. Concluyó, pues, el viejo su plática diciendo:
-Si a do llegaron, famosos pastores, las bondades de Meliso, y adonde llega el deseo que tengo de alabarlas, llegara la bajeza de mi corto entendimiento, y las flacas y pocas fuerzas adquiridas de mis tantos y tan cansados años no me acortaran la voz y el aliento, primero este sol que nos alumbra le viérades bañar una y otra vez en el grande océano, que yo cesara de la comenzada plática; mas, pues esto en mi marchita edad no se permite, suplid vosotros mi falta, y mostraos agradecidos a las frías cenizas de Meliso, celebrándolas en la muerte como os obliga el amor que él os tuvo en la vida. Y, puesto que a todos en general nos toca y cabe parte desta obligación, a quien en particular más obliga es a los famosos Tirsi y Damón, como a tan conoscidos amigos y familiares suyos; y así, les ruego, cuan encarecidamente puedo, correspondan a esta deuda supliendo y cantando ellos con más reposada y sonora voz lo que yo he faltado llorando con la trabajosa mía.
No dijo más Telesio, ni aun fuera menester decirlo para que los pastores se moviesen a hacer lo que se les rogaba; porque luego, sin replicar cosa alguna, Tirsi sacó su rabel y hizo señal a Damón que lo mesmo hiciese, a quien acompañaron luego Elicio y Lauso y todos los pastores que allí instrumentos tenían, y a poco espacio formaron una tan triste y agradable música que, aunque regalaba los oídos, movía los corazones a dar señales de tristeza con lágrimas que los ojos derramaban. Juntábase a esto la dulce armonía de los pintados y muchos pajarillos que por los aires cruzaban, y algunos sollozos que las pastoras, ya tiernas y movidas con el razonamiento de Telesio y con lo que los pastores hacían, de cuando en cuando, de sus hermosos pechos arrancaban; y era de suerte que, concordándose el son de la triste música y el de la alegre armonía de los jilguerillos, calandrias y ruiseñores, y el amargo de los profundos gemidos, formaba todo junto un tan estraño y lastimoso concento que no hay lengua que encarecerlo pueda. De allí a poco espacio, cesando los demás instrumentos, solos los cuatro de Tirsi, Damón, Elicio y de Lauso se escucharon, los cuales, llegándose al sepulcro de Meliso, a los cuatro lados del sepulcro, señal por donde todos los presentes entendieron que alguna cosa cantar querían; y así, les prestaron un maravilloso y sosegado silencio; y luego el famoso Tirsi, con levantada, triste y sonora voz, ayudándole Elicio, Damón y Lauso, desta manera comenzó a cantar:
TIRSI
Tal cual es la ocasión de nuestro llanto,
no sólo nuestro, más de todo el suelo,
pastores, entonad el triste canto.
DAMÓN
El aire rompan, lleguen hasta el cielo
los sospiros dolientes, fabricados 5
entre justa piedad y justo duelo.
ELICIO
Serán de tierno humor siempre bañados
mis ojos, mientras viva la memoria,
Meliso, de tus hechos celebrados.
LAUSO
Meliso, digno de inmortal historia, 10
digno que goces en el cielo sancto
de alegre vida y de perpetua gloria.
TIRSI
Mientras que a las grandezas me levanto
de cantar sus hazañas, como pienso,
pastores, entonad el triste canto. 15
DAMÓN
Como puedo, Meliso, recompenso
a tu amistad: con lágrimas vertidas,
con ruegos píos y sagrado incienso.
ELICIO
Tu muerte tiene en llanto convertidas
nuestras dulces pasadas alegrías, 20
y a tierno sentimiento reducidas.
LAUSO
Aquellos claros, venturosos días,
donde el mundo gozó de tu presencia,
se han vuelto en noches miserables frías.
TIRSI
¡Oh muerte, que con presta violencia 25
tal vida en poca tierra reduciste!
¿A quién no alcanzará tu diligencia?
DAMÓN
Después, ¡oh muerte!, que aquel golpe diste
que echó por tierra nuestro fuerte arrimo,
de yerba el prado ni de flor se viste. 30
ELICIO
Con la memoria deste mal reprimo
el bien, si alguno llega a mi sentido,
y con nueva aspereza me lastimo.
LAUSO
¿Cuándo suele cobrarse el bien perdido?
¿Cuándo el mal sin buscarle no se halla? 35
¿Cuándo hay quietud en el mortal ruïdo?
TIRSI
¿Cuándo de la mortal fiera batalla
triunfó la vida, y cuándo contra el tiempo
se opuso o fuerte arnés o dura malla?
DAMÓN
Es nuestra vida un sueño, un pasatiempo, 40
un vano encanto que desaparece
cuando más firme pareció en su tiempo.
ELICIO
Día que al medio curso se escuresce,
y le sucede noche tenebrosa,
envuelta en sombras qu’el temor ofrece. 45
LAUSO
Mas tú, pastor famoso, en venturosa
hora pasaste deste mar insano
a la dulce región maravillosa.
TIRSI
Después que en el aprisco veneciano
las causas y demandas decidiste 50
del gran pastor del ancho suelo hispano.
DAMÓN
Después también que con valor sufriste
el trance de fortuna acelerado
que a Italia hizo, y aun a España, triste.
ELICIO
Y después que, en sosiego reposado, 55
con las nueve doncellas solamente
tanto tiempo estuviste retirado.
LAUSO
Sin que las fieras armas del oriente
ni la francesa furia inquietase
tu levantada y sosegada mente. 60
TIRSI
Entonces quiso el cielo que llegase
la fría mano de la muerte airada,
y en tu vida el bien nuestro arrebatase.
DAMÓN
Quedó tu suerte entonces mejorada,
quedó la nuestra a un triste amargo lloro 65
perpetua, eternamente condemnada.
ELICIO
Viose el sacro virgíneo hermoso coro
de aquellas moradoras del Parnaso
romper llorando sus cabellos de oro.
LAUSO
A lágrimas movió el doliente caso 70
al gran competidor del niño ciego,
que entonces de dar luz se mostró escaso.
TIRSI
No entre las armas y el ardiente fuego
los tristes teucros tanto se afligieron
con el engaño del astuto griego, 75
como lloraron, como repitieron
el nombre de Meliso los pastores
cuando informados de su muerte fueron.
DAMÓN
No de olorosas varïadas flores
adornaron sus frentes, ni cantaron 80
con voz suave algún cantar de amores.
De funesto ciprés se coronaron,
y en triste repetido amargo llanto
lamentables canciones entonaron.
ELICIO
Y así, pues hoy el áspero quebranto 85
y la memoria amarga se renueva,
pastores, entonad el triste canto,
qu’el duro caso que a doler nos lleva
es tal, que será pecho de diamante
el que a llorar en él no se conmueva. 90
LAUSO
El firme pecho, el ánimo constante,
qu’en las adversidades siempre tuvo
este pastor por mil lenguas se cante,
como al desdén que de contino hubo
en el pecho de Filis indignado 95
cual firme roca contra el mar estuvo.
TIRSI
Repítanse los versos que ha cantado,
queden en la memoria de las gentes
por muestras de su ingenio levantado.
DAMÓN
Por tierras de las nuestras diferentes, 100
lleve su nombre la parlera fama
con pasos prestos y alas diligentes.
ELICIO
Y de su casta y amorosa llama
ejemplo tome el más lascivo pecho
y el que en ardor menos cabal se inflama. 105
LAUSO
¡Venturoso Meliso, que a despecho
de mil contrastes fieros de fortuna,
vives ahora alegre y satisfecho!
TIRSI
Poco te cansa, poco te importuna
esta mortal bajeza que dejaste, 110
llena de más mudanzas que la luna.
DAMÓN
Por firme alteza la humildad trocaste,
por bien el mal, la muerte por la vida
tan seguro temiste y esperaste.
ELICIO
Desta mortal, al parecer, caída, 115
quien vive bien, al cabo se levanta,
cual tú, Meliso, a la región florida,
donde por más de una inmortal garganta
se despide la voz, que gloria suena,
gloria repite, dulce gloria canta; 120
donde la hermosa clara faz serena
se ve, en cuya visión se goza y mira
la summa gloria más perfecta y buena.
Mi flaca voz a tu alabanza aspira,
y tanto cuanto más cresce el deseo, 125
tanto, Meliso, el miedo le retira.
Que aquello que contemplo agora, y veo
con el entendimiento levantado,
del sacro tuyo sobrehumano arreo,
tiene mi entendimiento acobardado, 130
y sólo paro en levantar las cejas
y en recoger los labios de admirado.
LAUSO
Con tu partida, en triste llanto dejas
cuantos con tu presencia se alegraban,
y el mal se acerca porque tú te alejas. 135
TIRSI
En tu sabiduría se enseñaban
los rústicos pastores, y en un punto,
con nuevo ingenio y discreción quedaban.
Pero llegóse aquel forzoso punto
donde tú te partiste y do quedamos 140
con poco ingenio y corazón difunto.
Esta amarga memoria celebramos
los que en la vida te quisimos tanto,
cuanto ahora en la muerte te lloramos.
Por esto, al son de tan confuso llanto, 145
cobrando de contino nuevo aliento,
pastores, entonad el triste canto.
Lleguen do llega el duro sentimiento
las lágrimas vertidas y sospiros,
con quien se augmenta el presuroso viento. 150
Poco os encargo, poco sé pediros;
más habéis de sentir que cuanto ahora
puede mi atada lengua referiros.
Mas, pues Febo se ausenta, y descolora
la tierra, que se cubre en negro manto, 155
hasta que venga la esperada aurora,
pastores, cesad ya del triste canto.
Tirsi, que comenzado había la triste y dolorosa elegía, fue el que la puso fin, sin que le pusiesen por un buen espacio a las lágrimas todos los que el lamentable canto escuchado habían. Mas, a esta sazón, el venerable Telesio les dijo:
-Pues habemos cumplido en parte, gallardos y comedidos pastores, con la obligación que al venturoso Meliso tenemos, poned por agora silencio a vuestras tiernas lágrimas, y dad algún vado a vuestros dolientes sospiros, pues ni por ellas ni ellos podemos cobrar la pérdida que lloramos; y, puesto que el humano sentimiento no pueda dejar de mostrarle en los adversos acaecimientos, todavía es menester templar la demasía de sus accidentes con la razón que al discreto acompaña; y, aunque las lágrimas y sospiros sean señales del amor que se tiene al que se llora, más provecho consiguen las almas por quien se derraman con los píos sacrificios y devotas oraciones que por ellas se hacen, que si todo el mar océano por los ojos de todo el mundo hecho lágrimas se destilase. Y, por esta razón, y por la que tenemos de dar algún alivio a nuestros cansados cuerpos, será bien que, dejando lo que nos resta de hacer para el venidero día, por agora visitéis vuestros zurrones y cumpláis con lo que naturaleza os obliga.
Y, en diciendo esto, dio orden como todas las pastoras estuviesen a una parte del valle, junto a la sepultura de Meliso, dejando con ellas seis de los más ancianos pastores que allí había, y los demás, poco desviados dellas, en otra parte se estuvieron. Y luego, con lo que en los zurrones traían, y con el agua de la clara fuente, satisficieron a la común necesidad de la hambre, acabando a tiempo que ya la noche vestía de una mesma color todas las cosas debajo de nuestro horizonte contenidas, y la luciente luna mostraba su rostro hermoso y claro en toda la entereza que tiene cuando más el rubio hermano sus rayos le comunica. Pero, de allí a poco rato, levantándose un alterado viento, se comenzaron a ver algunas negras nubes, que algún tanto la luz de la casta diosa encubrían, haciendo sombras en la tierra, señales por donde algunos pastores que allí estaban, en la rústica astrología maestros, algún venidero turbión y borrasca esperaban. Mas todo paró en no más de quedar la noche parda y serena, y en acomodarse ellos a descansar sobre la fresca yerba, entregando los ojos al dulce y reposado sueño, como lo hicieron todos, si no algunos que repartieron como en centinelas la guarda de las pastoras, y la de algunas antorchas que alrededor de la sepultura de Meliso ardiendo quedaban. Pero, ya que el sosegado silencio se estendió por todo aquel sagrado valle, y ya que el perezoso Morfeo había con el bañado ramo tocado las sienes y párpados de todos los presentes, a tiempo que a la redonda de nuestro polo buena parte las errantes estrellas andado habían, señalando los puntuales cursos de la noche, en aquel instante, de la mesma sepultura de Meliso se levantó un grande y maravilloso fuego, tan luciente y claro que en un momento todo el escuro valle quedó con tanta claridad como si el mesmo sol le alumbrara; por la cual improvisa maravilla, los pastores que despiertos junto a la sepultura estaban, cayeron atónitos en el suelo, deslumbrados y ciegos con la luz del transparente fuego, el cual hizo contrario efecto en los demás que durmiendo estaban, porque, heridos de sus rayos, huyó dellos el pesado sueño, y, aunque con dificultad alguna, abrieron los dormidos ojos, y, viendo la estrañeza de la luz que se les mostraba, confusos y admirados quedaron. Y así, cuál en pie, cuál recostado, y cuál sobre las rodillas puesto, cada uno, con admiración y espanto, el claro fuego miraba. Todo lo cual visto por Telesio, adornándose en un punto de las sacras vestiduras, acompañado de Elicio, Tirsi, Damón, Lauso y otros animosos pastores, poco a poco se comenzó a llegar al fuego, con intención de, con algunos lícitos y acomodados exorcismos, procurar deshacer o entender de dó procedía la estraña visión que se les mostraba. Pero, ya que llegaban cerca de las encendidas llamas, vieron que, dividiéndose en dos partes, en medio dellas parecía una tan hermosa y agraciada ninfa, que en mayor admiración les puso que la vista del ardiente fuego. Mostraba estar vestida de una rica y sotil tela de plata, recogida y retirada a la cintura, de modo que la mitad de las piernas se descubrían, adornadas con unos coturnos, o calzado justo, dorados, llenos de infinitos lazos de listones de diferentes colores; sobre la tela de plata traía otra vestidura de verde y delicado cendal, que, llevado a una y a otra parte por un ventecillo que mansamente soplaba, estremadamente parecía; por las espaldas traía esparcidos los más luengos y rubios cabellos que jamás ojos humanos vieron, y sobre ellos una guirnalda sólo de verde laurel compuesta; la mano derecha ocupaba con un alto ramo de amarilla y vencedora palma, y la izquierda con otro de verde y pacífica oliva, con los cuales ornamentos tan hermosa y admirable se mostraba, que a todos los que la miraban tenía colgados de su vista; de tal manera que, desechando de sí el temor primero, con seguros pasos alrededor del fuego se llegaron, persuadiéndose que, de tan hermosa visión, ningún daño podía sucederles. Y estando, como se ha dicho, todos transportados en mirarla, la bella ninfa abrió los brazos a una y a otra parte, y hizo que las apartadas llamas más se apartasen y dividiesen, para dar lugar a que mejor pudiese ser mirada; y luego, levantando el sereno rostro, con gracia y gravedad estraña, a semejantes razones dio principio:
-Por los efectos que mi improvisa vista ha causado en vuestros corazones, discreta y agradable compañía, podéis considerar que no en virtud de malignos espíritus ha sido formada esta figura mía que aquí se os representa; porque una de las razones por do se conosce ser una visión buena o mala es por los efectos que hace en el ánimo de quien la mira; porque la buena, aunque cause en él admiración y sobresalto, el tal sobresalto y admiración viene mezclado con un gustoso alboroto, que a poco rato le sosiega y satisface; al revés de lo que causa la visión perversa, la cual sobresalta, descontenta, atemoriza y jamás asegura. Esta verdad os aclarará la experiencia cuando me conozcáis y yo os diga quién soy y la ocasión que me ha movido a venir de mis remotas moradas a visitaros. Y, porque no quiero teneros colgados del deseo que tenéis de saber quién yo sea, sabed, discretos pastores y bellas pastoras, que yo soy una de las nueve doncellas que en las altas y sagradas cumbres de Parnaso tienen su propria y conoscida morada. Mi nombre es Calíope; mi oficio y condición es favorescer y ayudar a los divinos espíritus, cuyo loable ejercicio es ocuparse en la maravillosa y jamás como debe alabada sciencia de la poesía. Yo soy la que hice cobrar eterna fama al antiguo ciego natural de Esmirna, por él solamente famosa; la que hará vivir el mantuano Títiro por todos los siglos venideros, hasta que el tiempo se acabe; y la que hace que se tengan en cuenta, desde la pasada hasta la edad presente, los escriptos tan ásperos como discretos del antiquísimo Enio. En fin, soy quien favoresció a Catulo, la que nombró a Horacio, eternizó a Propercio, y soy la que con inmortal fama tiene conservada la memoria del conoscido Petrarca, y la que hizo bajar a los escuros infiernos y subir a los claros cielos al famoso Dante. Soy la que ayudó a tejer al divino Ariosto la variada y hermosa tela que compuso; la que en esta patria vuestra tuvo familiar amistad con el agudo Boscán y con el famoso Garcilaso, con el docto y sabio Castillejo y el artificioso Torres Naharro, con cuyos ingenios, y con los frutos dellos, quedó vuestra patria enriquescida y yo satisfecha. Yo soy la que moví la pluma del celebrado Aldana, y la que no dejó jamás el lado de don Fernando de Acuña, y la que me precio de la estrecha amistad y conversación que siempre tuve con la bendita alma del cuerpo que en esta sepultura yace, cuyas obsequias, por vosotros celebradas, no sólo han alegrado su espíritu, que ya por la región eterna se pasea, sino que a mí me han satisfecho de suerte que, forzada, he venido a agradeceros tan loable y piadosa costumbre como es la que entre vosotros se usa; y así, os prometo, con las veras que de mi virtud pueden esperarse, que en pago del beneficio que a las cenizas de mi querido y amado Meliso habéis hecho, de hacer siempre que en vuestras riberas jamás falten pastores que en la alegre sciencia de la poesía a todos los de las otras riberas se aventajen; favoresceré ansimesmo siempre vuestros consejos, y guiaré vuestros entendimientos, de manera que nunca deis torcido voto cuando decretéis quién es merescedor de enterrarse en este sagrado valle; porque no será bien que, de honra tan particular y señalada, y que sólo es merescida de los blancos y canoros cisnes, la vengan a gozar los negros y roncos cuervos. Y así, me parece que será bien daros alguna noticia agora de algunos señalados varones que en esta vuestra España viven, y algunos en las apartadas Indias a ella subjetas; los cuales, si todos o alguno dellos su buena ventura le trujere a acabar el curso de sus días en estas riberas, sin duda alguna le podéis conceder sepultura en este famoso sitio. Junto con esto, os quiero advertir que no entendáis que los primeros que nombrare son dignos de más honra que los postreros, porque en esto no pienso guardar orden alguna: que, puesto que yo alcanzo la diferencia que el uno al otro y los otros a los otros hacen, quiero dejar esta declaración en duda, porque vuestros ingenios en entender la diferencia de los suyos tengan en qué ejercitarse, de los cuales darán testimonio sus obras. Irélos nombrando como se me vinieren a la memoria, sin que ninguno se atribuya a que ha sido favor que yo le he hecho en haberme acordado dél primero que de otro; porque, como digo, a vosotros, discretos pastores, dejo que después les deis el lugar que os paresciere que de justicia se les debe. Y, para que con menos pesadumbre y trabajo a mi larga relación estéis atentos, haréla de suerte que sólo sintáis disgusto por la brevedad della.
Calló diciendo esto la bella ninfa, y luego tomó una arpa que junto a sí tenía, que hasta entonces de ninguno había sido vista; y, en comenzándola a tocar, parece que comenzó a esclarecerse el cielo, y que la luna, con nuevo y no usado resplandor, alumbraba la tierra; los árboles, a despecho de un blando céfiro que soplaba, tuvieron quedas las ramas; y los ojos de todos los que allí estaban no se atrevían a abajar los párpados, porque aquel breve punto que se tardaban en alzarlos, no se privasen de la gloria que en mirar la hermosura de la ninfa gozaban; y aun quisieran todos que todos sus cinco sentidos se convirtieran en el del oír solamente: con tal estrañeza, con tal dulzura, con tanta suavidad tocaba la arpa la bella musa; la cual, después de haber tañido un poco, con la más sonora voz que imaginarse puede, en semejantes versos dio principio:
CANTO DE CALÍOPE
Al dulce son de mi templada lira,
prestad, pastores, el oído atento:
oiréis cómo en mi voz y en él respira
de mis hermanas el sagrado aliento.
Veréis cómo os suspende, y os admira, 5
y colma vuestras almas de contento,
cuando os dé relación, aquí en el suelo,
de los ingenios que ya son del cielo.
Pienso cantar de aquellos solamente
a quien la Parca el hilo aún no ha cortado, 10
de aquéllos que son dignos justamente
d’en tal lugar tenerle señalado,
donde, a pesar del tiempo diligente,
por el laudable oficio acostumbrado
vuestro, vivan mil siglos sus renombres, 15
sus claras obras, sus famosos nombres.
Y el que con justo título meresce
gozar de alta y honrosa preeminencia,
un don ALONSO es, en quien floresce
del sacro Apolo la divina sciencia; 20
y en quien con alta lumbre resplandece
de Marte el brío y sin igual potencia,
DE LEIVA tiene el sobrenombre ilustre,
que a Italia ha dado, y aun a España, lustre.
Otro del mesmo nombre, que de Arauco 25
cantó las guerras y el valor de España,
el cual los reinos donde habita Glauco
pasó y sintió la embravescida saña.
No fue su voz, no fue su acento rauco,
que uno y otro fue de gracia estraña, 30
y tal, que ERCILLA, en este hermoso asiento
meresce eterno y sacro monumento.
Del famoso don JUAN DE SILVA os digo
que toda gloria y todo honor meresce,
así por serle Febo tan amigo, 35
como por el valor que en él floresce.
Serán desto sus obras buen testigo,
en las cuales su ingenio resplandece
con claridad que al ignorante alumbra
y al sabio agudo a veces le deslumbra. 40
Crezca el número rico desta cuenta
aquel con quien la tiene tal el cielo,
que con febeo aliento le sustenta,
y con valor de Marte acá en el suelo.
A Homero iguala si a escrebir intenta, 45
y a tanto llega de su pluma el vuelo,
cuanto es verdad que a todos es notorio
el alto ingenio de don DIEGO OSORIO.
Por cuantas vías la parlera fama
puede loar un caballero ilustre, 50
por tantas su valor claro derrama,
dando sus hechos a su nombre lustre.
Su vivo ingenio, su virtud, inflama
más de una lengua, a que de lustre en lustre,
sin que cursos de tiempos las espanten, 55
de don FRANCISCO DE MENDOZA canten.
¡Feliz don DIEGO DE SARMIENTO, ilustre,
y Carvajal, famoso, producido
de nuestro coro y de Hipocrene lustre,
mozo en la edad, anciano en el sentido, 60
de siglo en siglo irá, de lustre en lustre,
a pesar de las aguas del olvido,
tu nombre, con tus obras excelentes,
de lengua en lengua y de gente en gentes!
Quiéroos mostrar por cosa soberana, 65
en tierna edad, maduro entendimiento,
destreza y gallardía sobrehumana,
cortesía, valor, comedimiento,
y quien puede mostrar en la toscana
como en su propria lengua aquel talento 70
que mostró el que cantó la casa d’Este:
un don GUTIERRE CARVAJAL es éste.
Tú, don LUIS DE VARGAS, en quien veo
maduro ingenio en verdes pocos días,
procura de alcanzar aquel trofeo 75
que te prometen las hermanas mías;
mas tan cerca estás dél, que, a lo que creo,
ya triunfas, pues procuras por mil vías
virtuosas y sabias que tu fama
resplandezca con viva y clara llama. 80
Del claro Tajo la ribera hermosa
adornan mil espíritus divinos,
que hacen nuestra edad más venturosa
que aquélla de los griegos y latinos.
Dellos pienso decir sola una cosa: 85
que son de vuestro valle y honra dignos
tanto cuanto sus obras nos lo muestran,
que al camino del cielo nos adiestran.
Dos famosos doctores, presidentes
en las sciencias de Apolo, se me ofrescen, 90
que no más que en la edad son diferentes,
y en el trato e ingenio se parecen.
Admíranlos ausentes y presentes,
y entre unos y otros tanto resplandecen
con su saber altísimo y profundo, 95
que presto han de admirar a todo el mundo.
Y el nombre que me viene más a mano,
destos dos que a loar aquí me atrevo,
es del doctor famoso CAMPUZANO,
a quien podéis llamar segundo Febo. 100
El alto ingenio suyo, el sobrehumano
discurso nos descubre un mundo nuevo,
de tan mejores Indias y excelencias,
cuanto mejor qu’el oro son las sciencias.
Es el doctor SUÁREZ, que DE SOSA 105
el sobrenombre tiene, el que se sigue,
que de una y otra lengua artificiosa
lo más cendrado y lo mejor consigue.
Cualquiera que en la fuente milagrosa,
cual él la mitigó, la sed mitigue, 110
no tendrá que envidiar al docto griego,
ni a aquél que nos cantó el troyano fuego.
Del doctor VACA, si decir pudiera
lo que yo siento dél, sin duda creo
que cuantos aquí estáis os suspendiera: 115
tal es su sciencia, su virtud y arreo.
Yo he sido en ensalzarle la primera
del sacro coro, y soy la que deseo
eternizar su nombre en cuanto al suelo
diere su luz el gran señor de Delo. 120
Si la fama os trujere a los oídos
de algún famoso ingenio maravillas,
conceptos bien dispuestos y subidos,
y sciencias que os asombren en oíllas,
cosas que paran sólo en los sentidos 125
y la lengua no puede referillas,
el dar salida a todo dubio y traza,
sabed que es el licenciado DAZA.
Del maestro GARAY las dulces obras
me incitan sobre todos a alabarle; 130
tú, Fama, que al ligero tiempo sobras,
ten por heroica empresa el celebrarle.
Verás cómo en él más fama cobras,
Fama, que está la tuya en ensalzarle,
que hablando desta fama, en verdadera 135
has de trocar la fama de parlera.
Aquel ingenio que al mayor humano
se deja atrás, y aspira al que es divino,
y, dejando a una parte el castellano,
sigue el heroico verso del latino; 140
el nuevo Homero, el nuevo mantuano,
es el maestro CÓRDOBA, que es digno
de celebrarse en la dichosa España,
y en cuanto el sol alumbra y el mar baña.
De ti, el doctor FRANCISCO DÍAZ, puedo 145
asegurar a estos mis pastores
que con seguro corazón y ledo,
pueden aventajarse en tus loores.
Y si en ellos yo agora corta quedo,
debiéndose a tu ingenio los mayores, 150
es porque el tiempo es breve y no me atrevo
a poderte pagar lo que te debo.
LUJÁN, que con la toga merescida
honras el proprio y el ajeno suelo,
y con tu dulce musa conoscida 155
subes tu fama hasta el más alto cielo,
yo te daré después de muerto vida,
haciendo que, en ligero y presto vuelo,
la fama de tu ingenio único, solo,
vaya del nuestro hasta el contrario polo. 160
El alto ingenio y su valor declara
un licenciado tan amigo vuestro
cuanto ya sabéis que es JUAN DE VERGARA,
honra del siglo venturoso nuestro.
Por la senda qu’él sigue, abierta y clara, 165
yo mesma el paso y el ingenio adiestro,
y adonde él llega, de llegar me pago,
y en su ingenio y virtud me satisfago.
Otros quiero nombrar, porque se estime
y tenga en precio mi atrevido canto, 170
el cual hará que ahora más le anime
y llegue allí donde el deseo levanto.
Y es este que me fuerza y que me oprime
a decir sólo dél, y cantar cuanto
canto de los ingenios más cabales, 175
el licenciado ALONSO DE MORALES.
Por la difícil cumbre va subiendo
al templo de la Fama, y se adelanta,
un generoso mozo, el cual, rompiendo
por la dificultad que más espanta, 180
tan presto ha de llegar allá, que entiendo
que en profecía ya la fama canta
del lauro que le tiene aparejado
al licenciado HERNANDO MALDONADO.
La sabia frente del laurel honroso 185
adornada veréis de aquél que ha sido
en todas sciencias y artes tan famoso
que es ya por todo el orbe conoscido.
Edad dorada, siglo venturoso,
que gozar de tal hombre has merescido: 190
¿cuál siglo, cuál edad ahora te llega,
si en ti está MARCO ANTONIO DE LA VEGA?
Un DIEGO se me viene a la memoria,
que DE MENDOZA es cierto que se llama,
digno que sólo dél se hiciera historia 195
tal que llegara allí donde su fama.
Su sciencia y su virtud, que es tan notoria,
que ya por todo el orbe se derrama,
admira a los ausentes y presentes
de las remotas y cercanas gentes. 200
Un conoscido el alto Febo tiene;
¿qué digo un conoscido?, un verdadero
amigo, con quien sólo se entretiene,
que es de toda sciencia tesorero.
Y es éste que de industria se detiene 205
a no comunicar su bien entero,
DIEGO DURÁN, en quien contino dura
y durará el valor, ser y cordura.
¿Quién pensáis que es aquél que en voz sonora
sus ansias canta regaladamente, 210
aquél en cuyo pecho Febo mora,
el docto Orfeo y Arïón prudente?
Aquel que de los reinos del aurora
hasta los apartados de occidente
es conoscido, amado y estimado 215
por el famoso LÓPEZ MALDONADO.
¿Quién pudiera loaros, mis pastores,
un pastor vuestro amado y conoscido,
pastor mejor de cuantos son mejores,
que de Fílida tiene el apellido? 220
La habilidad, la sciencia, los primores,
el raro ingenio y el valor subido
de LUIS DE MONTALVO, le aseguran
gloria y honor mientras los cielos duran.
El sacro Ibero, de dorado acanto, 225
de siempre verde yedra y blanca oliva
su frente adorne, y en alegre canto
su gloria y fama para siempre viva,
pues su antiguo valor ensalza tanto
que al fértil Nilo de su nombre priva 230
de PEDRO DE LIÑÁN la sotil pluma,
de todo el bien de Apolo cifra y suma.
De ALONSO DE VALDÉS me está incitando
el raro y alto ingenio a que dél cante,
y que os vaya, pastores, declarando 235
que a los más raros pasa, y va adelante.
Halo mostrado ya, y lo va mostrando
en el fácil estilo y elegante
con que descubre el lastimado pecho
y alaba el mal qu’el fiero amor l’ha hecho. 240
Admíreos un ingenio en quien se encierra
todo cuanto pedir puede el deseo,
ingenio que, aunque vive acá en la tierra,
del alto cielo es su caudal y arreo.
Ora trate de paz, ora de guerra, 245
todo cuanto yo miro, escucho y leo
del celebrado PEDRO DE PADILLA,
me causa nuevo gusto y maravilla.
Tú, famoso GASPAR ALFONSO, ordenas,
según aspiras a inmortal subida, 250
que yo no pueda celebrarte apenas,
si te he de dar loor a tu medida.
Las plantas fertilísimas amenas
que nuestro celebrado monte anida,
todas ofrescen ricas laureolas 255
para ceñir y honrar tus sienes solas.
De CRISTÓBAL DE MESA os digo cierto
que puede honrar vuestro sagrado valle;
no sólo en vida, más después de muerto
podéis con justo título alaballe. 260
De sus heroicos versos el concierto,
su grave y alto estilo, pueden dalle
alto y honroso nombre, aunque callara
la fama dél, y yo no me acordara.
Pues sabéis cuánto adorna y enriquece 265
vuestras riberas PEDRO DE RIBERA,
dalde el honor, pastores, que meresce,
que yo seré en honrarle la primera.
Su dulce musa, su virtud, ofresce
un subjeto cabal donde pudiera 270
la fama y cien mil famas ocuparse,
y en solos sus loores estremarse.
Tú, que de Luso el sin igual tesoro
trujiste en nueva forma a la ribera
del fértil río, a quien el lecho de oro 275
tan famoso le hace adonde quiera,
con el debido aplauso y el decoro
debido a ti, BENITO DE CALDERA,
y a tu ingenio sin par, prometo honrarte
y de lauro y de yedra coronarte. 280
De aquel que la cristiana poesía
tan en su punto ha puesto en tanta gloria,
haga la fama y la memoria mía
famosa para siempre su memoria.
De donde nasce adonde muere el día, 285
la sciencia sea y la bondad notoria
del gran FRANCISCO DE GUZMÁN, qu’el arte
de Febo sabe, ansí como el de Marte.
Del capitán SALCEDO está bien claro
que llega su divino entendimiento 290
al punto más subido, agudo y raro
que puede imaginar el pensamiento.
Si le comparo, a él mesmo le comparo,
que no hay comparación que llegue a cuento
de tamaño valor, que la medida 295
ha de mostrar ser falta o ser torcida.
Por la curiosidad y entendimiento
de TOMÁS DE GRACIÁN, dadme licencia
que yo le escoja en este valle asiento
igual a su virtud, valor y sciencia, 300
el cual, si llega a su merescimiento,
será de tanto grado y preeminencia,
que, a lo que creo, pocos se le igualen:
tanto su ingenio y sus virtudes valen.
Agora, hermanas bellas, de improviso, 305
BAPTISTA DE VIVAR quiere alabaros
con tanta discreción, gala y aviso,
que podáis, siendo musas, admiraros.
No cantará desdenes de Narciso,
que a Eco solitaria cuestan caros, 310
sino cuidados suyos que han nascido
entre alegre esperanza y triste olvido.
Un nuevo espanto, un nuevo asombro y miedo
me acude y sobresalta en este punto,
sólo por ver que quiero y que no puedo 315
subir de honor al más subido punto
al grave BALTASAR, que DE TOLEDO
el sobrenombre tiene, aunque barrunto
que de su docta pluma el alto vuelo
le ha de subir hasta el impíreo cielo. 320
Muestra en un ingenio la experiencia
que en años verdes y en edad temprana
hace su habitación ansí la sciencia,
como en la edad madura, antigua y cana.
No entraré con alguno en competencia 325
que contradiga una verdad tan llana,
y más si acaso a sus oídos llega
que lo digo por vos, LOPE DE VEGA.
De pacífica oliva coronado,
ante mi entendimiento se presenta 330
agora el sacro Betis, indignado,
y de mi inadvertencia se lamenta.
Pide que en el discurso comenzado,
de los raros ingenios os dé cuenta
que en sus riberas moran, y yo ahora 335
harélo con la voz muy más sonora.
Mas, ¿qué haré, que en los primeros pasos
que doy descubro mil estrañas cosas,
otros mil nuevos Pindos y Parnasos,
otros coros de hermanas más hermosas, 340
con que mis altos bríos quedan lasos,
y más cuando, por causas milagrosas,
oigo cualquier sonido servir de eco,
cuando se nombra el nombre de PACHECO?
Pacheco es éste, con quien tiene Febo 345
y las hermanas tan discretas mías
nueva amistad, discreto trato y nuevo
desde sus tiernos y pequeños días.
Yo desde entonces hasta agora llevo
por tan estrañas desusadas vías 350
su ingenio y sus escriptos, que han llegado
al título de honor más encumbrado.
En punto estoy donde, por más que diga
en alabanza del divino HERRERA,
será de poco fruto mi fatiga, 355
aunque le suba hasta la cuarta esfera.
Mas, si soy sospechosa por amiga,
sus obras y su fama verdadera
dirán que en sciencias es HERNANDO solo
del Gange al Nilo, y de uno al otro polo. 360
De otro FERNANDO quiero daros cuenta,
que DE CANGAS se nombra, en quien se admira
el suelo, y por quien vive y se sustenta
la sciencia en quien al sacro lauro aspira.
Si al alto cielo algún ingenio intenta 365
de levantar y de poner la mira,
póngala en éste sólo, y dará al punto
en el más ingenioso y alto punto.
De don CRISTÓBAL, cuyo sobrenombre
es de VILLARROEL, tened creído 370
que bien meresce que jamás su nombre
toque las aguas negras del olvido.
Su ingenio admire, su valor asombre,
y el ingenio y valor sea conoscido
por el mayor estremo que descubre 375
en cuanto mira el sol o el suelo encubre.
Los ríos de elocuencia que del pecho
del grave antiguo Cicerón manaron;
los que al pueblo de Atenas satisfecho
tuvieron y a Demóstenes honraron; 380
los ingenios qu’el tiempo ha ya deshecho,
que tanto en los pasados se estimaron,
humíllense a la sciencia alta y divina
del maestro FRANCISCO DE MEDINA.
Puedes, famoso Betis, dignamente 385
al Mincio, al Arno, al Tibre aventajarte,
y alzar contento la sagrada frente
y en nuevos anchos senos dilatarte,
pues quiso el cielo, que en tu bien consiste,
tal gloria, tal honor, tal fama darte, 390
cual te la adquiere a tus riberas bellas
BALTASAR DEL ALCÁZAR, que está en ellas.
Otro veréis en quien veréis cifrada
del sacro Apolo la más rara sciencia,
que en otros mil subjectos derramada, 395
hace en todos de sí grave aparencia.
Mas, en este subjeto mejorada,
asiste en tantos grados de excelencia,
que bien puede MOSQUERA, el licenciado,
ser como el mesmo Apolo celebrado. 400
No se desdeña aquel varón prudente,
que de sciencias adorna y enriquesce
su limpio pecho, de mirar la fuente
que en nuestro monte en sabias aguas cresce;
antes, en la sin par clara corriente 405
tanto la sed mitiga, que floresce
por ello el claro nombre acá en la tierra
del gran doctor DOMINGO DE BECERRA.
Del famoso ESPINEL cosas diría
que exceden al humano entendimiento, 410
de aquellas sciencias que en su pecho cría
el divino de Febo sacro aliento;
mas, pues no puede de la lengua mía
decir lo menos de lo más que siento,
no diga más sino que al cielo aspira, 415
ora tome la pluma, ora la lira.
Si queréis ver en una igual balanza
al rubio Febo y colorado Marte,
procurad de mirar al gran CARRANZA,
de quien el uno y otro no se parte. 420
En él veréis, amigas, pluma y lanza
con tanta discreción, destreza y arte,
que la destreza, en partes dividida,
la tiene a sciencia y arte reducida.
De LÁZARO LUIS IRANZO, lira 425
templada había de ser más que la mía,
a cuyo son cantase el bien que inspira
en él el cielo, y el valor que cría.
Por las sendas de Marte y Febo aspira
a subir do la humana fantasía 430
apenas llega; y él, sin duda alguna,
llegará contra el hado y la fortuna.
BALTASAR DE ESCOBAR, que agora adorna
del Tíber las riberas tan famosas,
y con su larga ausencia desadorna 435
las del sagrado Betis espaciosas;
fértil ingenio, si por dicha torna
al patrio amado suelo, a sus honrosas
y juveniles sienes les ofrezco
el lauro y el honor que yo merezco. 440
¿Qué título, qué honor, qué palma o lauro
se le debe a JUAN SANZ, que DE ZUMETA
se nombra, si del Indo al Rojo Mauro
cual su musa no hay otra tan perfecta?
Su fama aquí de nuevo le restauro 445
con deciros, pastores, cuán acepta
será de Apolo cualquier honra y lustre
que a Zumeta hagáis que más le lustre.
Dad a JUAN DE LAS CUEVAS el debido
lugar, cuando se ofrezca en este asiento, 450
pastores, pues lo tiene merescido
su dulce musa y raro entendimiento.
Sé que sus obras del eterno olvido,
a despecho y pesar del violento
curso del tiempo, librarán su nombre, 455
quedando con un claro alto renombre.
Pastores, si le viéredes, honraldo
al famoso varón que os diré ahora
y en graves dulces versos celebraldo,
como a quien tanto en ellos se mejora. 460
El sobrenombre tiene DE VIVALDO;
de ADAM el nombre, el cual ilustra y dora
con su florido ingenio y excelente
la venturosa nuestra edad presente.
Cual suele estar de variadas flores 465
adorno y rico el más florido mayo,
tal de mil varias sciencias y primores
está el ingenio de don JUAN AGUAYO.
Y, aunque más me detenga en sus loores,
sólo sabré deciros que me ensayo 470
ahora, y que otra vez os diré cosas
tales que las tengáis por milagrosas.
De JUAN GUTIÉRREZ RUFO el claro nombre
quiero que viva en la inmortal memoria,
y que al sabio y al simple admire, asombre 475
la heroica que compuso ilustre historia.
Déle el sagrado Betis el renombre
que su estilo meresce; denle gloria
los que pueden y saben; déle el cielo
igual la fama a su encumbrado vuelo. 480
En don LUIS DE GÓNGORA os ofrezco
un vivo raro ingenio sin segundo;
con sus obras me alegro y enriquezco
no sólo yo, mas todo el ancho mundo.
Y si, por lo que os quiero, algo merezco, 485
haced que su saber alto y profundo
en vuestras alabanzas siempre viva
contra el ligero tiempo y muerte esquiva.
Ciña el verde laurel, la verde yedra,
y aun la robusta encina, aquella frente 490
de GONZALO CERVANTES SAAVEDRA,
pues la deben ceñir tan justamente.
Por él la sciencia más de Apolo medra;
en él Marte nos muestra el brío ardiente
de su furor, con tal razón medido 495
que por él es amado y es temido.
Tú, que de Celidón, con dulce plectro
heciste resonar el nombre y fama,
cuyo admirable y bien limado metro
a lauro y triunfo te convida y llama, 500
rescibe el mando, la corona y cetro,
GONZALO GÓMEZ, désta que te ama,
en señal que meresce tu persona
el justo señorío de Helicona.
Tú, Dauro, de oro conoscido río, 505
cual bien agora puedes señalarte,
y con nueva corriente y nuevo brío
al apartado Idaspe aventajarte,
pues GONZALO MATEO DE BERRÍO
tanto procura con su ingenio honrarte, 510
que ya tu nombre la parlera fama,
por él, por todo el mundo le derrama.
Tejed de verde lauro una corona,
pastores, para honrar la digna frente
del licenciado SOTO BARAHONA, 515
varón insigne, sabio y elocuente.
En él el licor sancto de Helicona,
si se perdiera en la sagrada fuente,
se pudiera hallar, ¡oh estraño caso!,
como en las altas cumbres del Parnaso. 520
De la región antártica podría
eternizar ingenios soberanos,
que si riquezas hoy sustenta y cría,
también entendimientos sobrehumanos.
Mostrarlo puedo en muchos este día, 525
y en dos os quiero dar llenas las manos:
uno, de Nueva España y nuevo Apolo;
del Perú, el otro, un sol único y solo.
FRANCISCO, el uno, DE TERRAZAS, tiene
el nombre acá y allá tan conoscido, 530
cuya vena caudal nueva Hipocrene
ha dado al patrio venturoso nido.
La mesma gloria al otro igual le viene,
pues su divino ingenio ha producido
en Arequipa eterna primavera, 535
que éste es DIEGO MARTÍNEZ DE RIBERA.
Aquí, debajo de felice estrella,
un resplandor salió tan señalado,
que de su lumbre la menor centella
nombre de oriente al occidente ha dado. 540
Cuando esta luz nasció, nasció con ella
todo el valor, nasció ALONSO PICADO;
nasció mi hermano y el de Palas junto,
que ambas vimos en él vivo transumpto.
Pues si he de dar la gloria a ti debida, 545
gran ALONSO DE ESTRADA, hoy eres digno
que no se cante así tan de corrida
tu ser y entendimiento peregrino.
Contigo está la tierra enriquescida
que al Betis mil tesoros da contino, 550
y aun no da el cambio igual: que no hay tal paga
que a tan dichosa deuda satisfaga.
Por prenda rara desta tierra ilustre,
claro don JUAN, te nos ha dado el cielo,
DE ÁVALOS gloria, Y DE RIBERA lustre, 555
honra del proprio y del ajeno suelo.
Dichosa España, do por más de un lustre
muestra serán tus obras y modelo
de cuanto puede dar naturaleza
de ingenio claro y singular nobleza. 560
El que en la dulce patria está contento,
las puras aguas de Limar gozando,
la famosa ribera, el fresco viento
con sus divinos versos alegrando,
venga, y veréis por summa deste cuento, 565
su heroico brío y discreción mirando,
que es SANCHO DE RIBERA, en toda parte
Febo primero, y sin segundo Marte.
Este mesmo famoso insigne valle
un tiempo al Betis usurpar solía 570
un nuevo Homero, a quien podemos dalle
la corona de ingenio y gallardía.
Las Gracias le cortaron a su talle,
y el cielo en todas lo mejor le envía;
éste, ya en vuestro Tajo conoscido, 575
PEDRO DE MONTESDOCA es su apellido.
En todo cuanto pedirá el deseo,
un DIEGO ilustre DE AGUILAR admira,
un águila real que en vuelo veo
alzarse a do llegar ninguno aspira. 580
Su pluma entre cien mil gana trofeo,
que, ante ella, la más alta se retira;
su estilo y su valor tan celebrado
Guánuco lo dirá, pues lo ha gozado.
Un GONZALO FERNÁNDEZ se me ofresce, 585
gran capitán del escuadrón de Apolo,
que hoy DE SOTOMAYOR ensoberbece
el nombre, con su nombre heroico y solo.
En verso admira, y en saber floresce
en cuanto mira el uno y otro polo; 590
y si en la pluma en tanto grado agrada,
no menos es famoso por la espada.
De un ENRIQUE GARCÉS, que al piruano
reino enriquece, pues con dulce rima,
con subtil, ingeniosa y fácil mano, 595
a la más ardua empresa en él dio cima,
pues en dulce español al gran toscano
nuevo lenguaje ha dado y nueva estima,
¿quién será tal que la mayor le quite,
aunque el mesmo Petrarca resucite? 600
Un RODRIGO FERNÁNDEZ DE PINEDA,
cuya vena inmortal, cuya excelente
y rara habilidad gran parte hereda
del licor sacro de la equina fuente,
pues cuanto quiere dél no se le veda, 605
pues de tal gloria goza en occidente,
tenga también aquí tan larga parte,
cual la merescen hoy su ingenio y parte.
Y tú, que al patrio Betis has tenido
lleno de envidia, y con razón quejoso 610
de que otro cielo y otra tierra han sido
testigos de tu canto numeroso,
alégrate, que el nombre esclarescido
tuyo, JUAN DE MESTANZA, generoso,
sin segundo será por todo el suelo 615
mientras diere su luz el cuarto cielo.
Toda la suavidad que en dulce vena
se puede ver, veréis en uno solo,
que al son sabroso de su musa enfrena
la furia al mar, el curso al dios Eolo. 620
El nombre déste es BALTASAR DE ORENA,
cuya fama del uno al otro polo
corre ligera, y del oriente a ocaso,
por honra verdadera de Parnaso.
Pues de una fértil y preciosa planta, 625
de allá traspuesta en el mayor collado
que en toda la Tesalia se levanta,
planta que ya dichoso fruto ha dado,
callaré yo lo que la fama canta
del ilustre don PEDRO DE ALVARADO, 630
ilustre, pero ya no menos claro,
por su divino ingenio, al mundo raro.
Tú, que con nueva musa extraordinaria,
CAIRASCO, cantas del amor el ánimo
y aquella condición del vulgo varia 635
donde se opone al fuerte el pusilánimo;
si a este sitio de la Gran Canaria
vinieres, con ardor vivo y magnánimo
mis pastores ofrecen a tus méritos
mil lauros, mil loores beneméritos. 640
¿Quién es, ¡oh anciano Tormes!, el que niega
que no puedes al Nilo aventajarte,
si puede sólo el licenciado VEGA
más que Títiro al Mincio celebrarte?
Bien sé, DAMIÁN, que vuestro ingenio llega 645
do alcanza deste honor la mayor parte,
pues sé, por muchos años de experiencia,
vuestra tan sin igual virtud y sciencia.
Aunque el ingenio y la elegancia vuestra,
FRANCISCO SÁNCHEZ, se me concediera, 650
por torpe me juzgara y poco diestra,
si a querer alabaros me pusiera.
Lengua del cielo única y maestra
tiene de ser la que por la carrera
de vuestras alabanzas se dilate, 655
que hacerlo humana lengua es disparate.
Las raras cosas y en estilo nuevas
que un espíritu muestran levantado,
en cien mil ingeniosas, arduas pruebas,
por sabio conoscido y estimado, 660
hacen que don FRANCISCO DE LAS CUEVAS
por mí sea dignamente celebrado,
en tanto que la fama pregonera
no detuviere su veloz carrera.
Quisiera rematar mi dulce canto 665
en tal sazón, pastores, con loaros
un ingenio que al mundo pone espanto
y que pudiera en éstasis robaros.
En él cifro y recojo todo cuanto
he mostrado hasta aquí y he de mostraros: 670
FRAY LUIS DE LEÓN es el que digo,
a quien yo reverencio, adoro y sigo.
¿Qué modos, qué caminos o qué vías
de alabar buscaré para qu’el nombre
viva mil siglos de aquel gran MATÍAS 675
que DE ZÚÑIGA tiene el sobrenombre?
A él se den las alabanzas mías,
que, aunque yo soy divina y él es hombre,
por ser su ingenio, como lo es, divino,
de mayor honra y alabanza es digno. 680
Volved el presuroso pensamiento
a las riberas de Pisuerga bellas:
veréis que augmentan este rico cuento
claros ingenios con quien se honran ellas.
Ellas no sólo, sino el firmamento, 685
do lucen las claríficas estrellas,
honrarse puede bien cuando consigo
tenga allá los varones que aquí digo.
Vos, DAMASIO DE FRÍAS, podéis solo
loaros a vos mismo, pues no puede 690
hacer, aunque os alabe el mesmo Apolo,
que en tan justo loor corto no quede.
Vos sois el cierto y el seguro polo
por quien se guía aquel que le sucede
en el mar de las sciencias buen pasaje, 695
propicio viento y puerto en su viaje.
ANDRÉS SANZ DE PORTILLO, tú me envía
aquel aliento con que Febo mueve
tu sabia pluma y alta fantasía,
porque te dé el loor que se te debe. 700
Que no podrá la ruda lengua mía,
por más caminos que aquí tiente y pruebe,
hallar alguno así cual le deseo
para loar lo que en ti siento y veo.
Felicísimo ingenio, que te encumbras 705
sobre el que más Apolo ha levantado,
y con tus claros rayos nos alumbras
y sacas del camino más errado;
y, aunque ahora con ella me deslumbras
y tienes a mi ingenio alborotado, 710
yo te doy sobre muchos palma y gloria,
pues a mí me la has dado, doctor SORIA.
Si vuestras obras son tan estimadas,
famoso CANTORAL, en toda parte,
serán mis alabanzas escusadas, 715
si en nuevo modo no os alabo, y arte.
Con las palabras más calificadas,
con cuanto ingenio el cielo en mí reparte,
os admiro y alabo aquí callando,
y llego do llegar no puedo hablando. 720
Tú, HIERÓNIMO VACA Y DE QUIÑONES,
si tanto me he tardado en celebrarte,
mi pasado descuido es bien perdones,
con la enmienda que ofrezco de mi parte.
De hoy más en claras voces y pregones, 725
en la cubierta y descubierta parte
del ancho mundo, haré con clara llama
lucir tu nombre y estender tu fama.
Tu verde y rico margen, no d’enebro,
ni de ciprés funesto enriquescido, 730
claro, abundoso y conoscido Ebro,
sino de lauro y mirto florescido,
ahora como puedo le celebro,
celebrando aquel bien qu’han concedido
el cielo a tus riberas, pues en ellas 735
moran ingenios claros más que estrellas.
Serán testigo desto dos hermanos,
dos luceros, dos soles de poesía,
a quien el cielo con abiertas manos
dio cuanto ingenio y arte dar podía. 740
Edad temprana, pensamientos canos,
maduro trato, humilde fantasía,
labran eterna y digna laureola
a LUPERCIO LEONARDO DE ARGENSOLA.
Con sancta envidia y competencia sancta 745
parece qu’el menor hermano aspira
a igualar al mayor, pues se adelanta
y sube do no llega humana mira.
Por esto escribe y mil sucesos canta
con tan suave y acordada lira, 750
que este BARTOLOMÉ menor meresce
lo que al mayor, Lupercio, se le ofresce.
Si el buen principio y medio da esperanza
que el fin ha de ser raro y excelente,
en cualquier caso ya mi ingenio alcanza 755
qu’el tuyo has de encumbrar, COSME PARIENTE.
Y así, puedes, con cierta confianza,
prometer a tu sabia honrosa frente
la corona que tiene merescida
tu claro ingenio, tu inculpable vida. 760
En soledad, del cielo acompañado,
vives, ¡oh gran MORILLO!, y allí muestras
que nunca dejan tu cristiano lado
otras musas más sanctas y más diestras.
De mis hermanas fuiste alimentado, 765
y ahora, en pago dello, nos adiestras
y enseñas a cantar divinas cosas,
gratas al cielo, al suelo provechosas.
Turia, tú que otra vez con voz sonora
cantaste de tus hijos la excelencia, 770
si gustas de escuchar la mía ahora,
formada no en envidia o competencia,
oirás cuánto tu fama se mejora
con los que yo diré, cuya presencia,
valor, virtud, ingenio, te enriquecen 775
y sobre el Indo y Gange te engrandecen.
¡Oh tú, don JUAN COLOMA, en cuyo seno
tanta gracia del cielo se ha encerrado,
que a la envidia pusiste en duro freno
y en la fama mil lenguas has criado, 780
con que del gentil Tajo al fértil Reno
tu nombre y tu valor va levantado!
Tú, conde de Elda, en todo tan dichoso,
haces el Turia más qu’el Po famoso.
Aquel en cuyo pecho abunda y llueve 785
siempre una fuente que es por él divina,
y a quien el coro de sus lumbres nueve
como a señor con gran razón se inclina,
a quien único nombre se le debe
de la etíope hasta la gente austrina, 790
don LUIS GARCERÁN es sin segundo,
maestre de Montesa y bien del mundo.
Meresce bien en este insigne valle
lugar ilustre, asiento conoscido,
aquel a quien la fama quiere dalle 795
el nombre que su ingenio ha merescido.
Tenga cuidado el cielo de loalle,
pues es del cielo su valor crescido:
el cielo alabe lo que yo no puedo
del sabio don ALONSO REBOLLEDO. 800
Alzas, doctor FALCÓN, tan alto el vuelo,
que al águila caudal atrás te dejas,
pues te remontas con tu ingenio al cielo
y deste valle mísero te alejas.
Por esto temo y con razón recelo 805
que, aunque te alabe, formarás mil quejas
de mí, porque en tu loa noche y día
no se ocupa la voz y lengua mía.
Si tuviera, cual tiene la Fortuna,
la dulce poesía varia rueda, 810
ligera y más movible que la luna,
que ni estuvo, ni está, ni estará queda,
en ella, sin hacer mudanza alguna,
pusiera sólo a MICER ARTIEDA,
y el más alto lugar siempre ocupara, 815
por sciencias, por ingenio y virtud rara.
Todas cuantas bien dadas alabanzas
diste a raros ingenios, ¡oh GIL POLO!,
tú las mereces solo y las alcanzas,
tú las alcanzas y mereces solo. 820
Ten ciertas y seguras esperanzas
que en este valle un nuevo mauseolo
te harán estos pastores, do guardadas
tus cenizas serán y celebradas.
CRISTÓBAL DE VIRUÉS, pues se adelanta 825
tu sciencia y tu valor tan a tus años,
tú mesmo aquel ingenio y virtud canta
con que huyes del mundo los engaños.
Tierna, dichosa y bien nascida planta,
yo haré que en proprios reinos y en estraños 830
el fruto de tu ingenio levantado
se conozca, se admire y sea estimado.
Si conforme al ingenio que nos muestra
SILVESTRE DE ESPINOSA, así se hubiera
de loar, otra voz más viva y diestra, 835
más tiempo y más caudal menester fuera.
Mas, pues la mía a su intención adiestra,
yo le daré por paga verdadera,
con el bien que del dios de Delo tiene,
el mayor de las aguas de Hipocrene. 840
Entre éstos, como Apolo, venir veo,
hermoseando al mundo con su vista,
al discreto galán GARCÍA ROMEO,
dignísimo de estar en esta lista.
Si la hija del húmido Peneo, 845
de quien ha sido Ovidio coronista,
en campos de Tesalia le hallara,
en él y no en laurel se transformara.
Rompe el silencio y sancto encerramiento,
traspasa el aire, al cielo se levanta 850
de fray PEDRO DE HUETE aquel acento
de su divina musa, heroica y sancta.
Del alto suyo raro entendimiento
cantó la fama, ha de cantar y canta,
llevando, para dar al mundo espanto, 855
sus obras por testigos de su canto.
Tiempo es ya de llegar al fin postrero,
dando principio a la mayor hazaña
que jamás emprendí, la cual espero
que ha de mover al blando Apolo a saña, 860
pues, con ingenio rústico y grosero,
a dos soles que alumbran vuestra España
-no sólo a España, mas al mundo todo-
pienso loar, aunque me falte el modo.
De Febo la sagrada honrosa sciencia, 865
la cortesana discreción madura,
los bien gastados años, la experiencia,
que mil sanos consejos asegura;
la agudeza de ingenio, el advertencia
en apuntar y en descubrir la escura 870
dificultad y duda que se ofrece,
en estos soles dos sólo floresce.
En ellos un epílogo, pastores,
del largo canto mío ahora hago,
y a ellos enderezo los loores 875
cuantos habéis oído, y no los pago:
que todos los ingenios son deudores
a estos de quien yo me satisfago;
satisfácese dellos todo el suelo,
y aun los admira, porque son del cielo. 880
Estos quiero que den fin a mi canto,
y a nueva admiración comienzo;
y si pensáis que en esto me adelanto,
cuando os diga quién son, veréis que os venzo.
Por ellos hasta el cielo me levanto, 885
y sin ellos me corro y me avergüenzo:
tal es LAÍNEZ, tal es FIGUEROA,
dignos de eterna y de incesable loa.
No había aún bien acabado la hermosa ninfa los últimos acentos de su sabroso canto, cuando, tornándose a juntar las llamas, que divididas estaban, la cerraron en medio, y luego, poco a poco consumiéndose, en breve espacio desapareció el ardiente fuego y la discreta musa delante de los ojos de todos, a tiempo que ya la clara aurora comenzaba a descubrir sus frescas y rosadas mejillas por el espacioso cielo, dando alegres muestras del venidero día. Y luego el venerable Telesio, puniéndose encima de la sepultura de Meliso, y rodeado de toda la agradable compañía que allí estaba, prestándole todos una agradable atención y estraño silencio, desta manera comenzó a decirles:
-Lo que esta pasada noche en este mesmo lugar y por vuestros mesmos ojos habéis visto, discretos y gallardos pastores y hermosas pastoras, os habrá dado a entender cuán acepta es al cielo la loable costumbre que tenemos de hacer estos anales sacrificios y honrosas obsequias por las felices almas de los cuerpos que por decreto vuestro en este famoso valle tener sepultura merescieron. Dígoos esto, amigos míos, porque de aquí adelante con más fervor y diligencia acudáis a poner en efecto tan sancta y famosa obra, pues ya veis de cuán raros y altos espíritus nos ha dado noticia la bella Calíope, que todos son dignos, no sólo de las vuestras, pero de todas las posibles alabanzas. Y no penséis que es pequeño el gusto que he rescibido en saber por tan verdadera relación cuán grande es el número de los divinos ingenios que en nuestra España hoy viven, porque siempre ha estado y está en opinión de todas las naciones estranjeras que no son muchos, sino pocos, los espíritus que en la sciencia de la poesía en ella muestran que le tienen levantado, siendo tan al revés como se parece, pues cada uno de los que la ninfa ha nombrado al más agudo estranjero se aventaja, y darían claras muestras dello, si en esta nuestra España se estimase en tanto la poesía como en otras provincias se estima. Y así, por esta causa, los insignes y claros ingenios que en ella se aventajan, con la poca estimación que dellos los príncipes y el vulgo hacen, con solos sus entendimientos comunican sus altos y estraños conceptos, sin osar publicarlos al mundo; y tengo para mí que el cielo debe de ordenarlo desta manera, porque no meresce el mundo ni el mal considerado siglo nuestro gozar de manjares al alma tan gustosos. Mas, porque me parece, pastores, que el poco sueño desta pasada noche y las largas ceremonias nuestras os tendrán algún tanto fatigados y deseosos de reposo, será bien que, haciendo lo poco que nos falta para cumplir nuestro intento, cada uno se vuelva a su cabaña o al aldea, llevando en la memoria lo que la musa nos deja encomendado.
Y, en diciendo esto, se abajó de la sepultura; y, tornándose a coronar de nuevas y funestas ramas, tornó a rodear la pira tres veces, siguiéndole todos y acompañándole en algunas devotas oraciones que decía. Esto acabado, teniéndole todos en medio, volvió el grave rostro a una y otra parte, y, bajando la cabeza y mostrando agradescido semblante y amorosos ojos, se despidió de toda la compañía, la cual, yéndose quién por una y quién por otra parte de las cuatro salidas que aquel sitio tenía, en poco espacio se deshizo y dividió toda, quedando solos los del aldea de Aurelio, y con ellos Timbrio, Silerio, Nísida y Blanca, con los famosos pastores Elicio, Tirsi, Damón, Lauso, Erastro, Daranio, Arsindo y los cuatro lastimados Orompo, Marsilo, Crisio y Orfinio, con las pastoras Galatea, Florisa, Silveria y su amiga Belisa, por quien Marsilo moría. Juntos, pues, todos estos, el venerable Aurelio les dijo que sería bien partirse luego de aquel lugar, para llegar a tiempo de pasar la siesta en el Arro yo de las Palmas, pues tan acomodado sitio era para ello. A todos pareció bien lo que Aurelio decía; y luego, con reposados pasos, hacia donde él dijo se encaminaron. Mas, como la hermosa vista de la pastora Belisa no dejase reposar los espíritus de Marsilo, quisiera él, si pudiera y le fuera lícito, llegarse a ella y decirle la sinrazón que con él usaba; mas, por no perder el decoro que a la honestidad de Belisa se debía, estábase el triste más mudo de lo que había menester su deseo. Los mesmos efectos y accidentes hacía amor en las almas de los enamorados Elicio y Erastro, que cada cual por sí quisiera decir a Galatea lo que ya ella bien sabía. A esta sazón, dijo Aurelio:
-No me parece bien, pastores, que os mostréis tan avaros que no queráis corresponder y pagar lo que debéis a las calandrias y ruiseñoles y a los otros pintados pajarillos que por entre estos árboles con su no aprendida y maravillosa armonía os van entretiniendo y regocijando. Tocad vuestros instrumentos y levantad vuestras sonoras voces, y mostraldes que el arte y destreza vuestra en la música a la natural suya se aventaja; y con tal entretenimiento sentiremos menos la pesadumbre del camino y los rayos del sol, que ya parece que van amenazando el rigor con que esta siesta han de herir la tierra.
Poco fue menester para ser Aurelio obedecido, porque luego Erastro tocó su zampoña y Arsindo su rabel, al son de los cuales instrumentos, dando todos la mano a Elicio, él comenzó a cantar desta manera:
ELICIO
Por lo imposible peleo,
y si quiero retirarme,
ni paso ni senda veo;
que hasta vencer o acabarme,
tras sí me lleva el deseo. 5
Y, aunque sé que aquí es forzoso
antes morir que vencer,
cuando estoy más peligroso,
entonces vengo a tener
mayor fe en lo más dudoso. 10
El cielo que me condemna
a no esperar buena andanza,
me da siempre a mano llena,
sin las sombras de esperanza,
mil certidumbres de pena. 15
Mas mi pecho valeroso,
que se abrasa y se resuelve
en vivo fuego amoroso,
en contracambio, le vuelve
mayor fe en lo más dudoso. 20
Inconstancia, firme duda,
falsa fe, cierto temor,
voluntad de amor desnuda,
nunca turban el amor
que de firme no se muda. 25
Vuele el tiempo presuroso,
suceda ausencia o desdén,
crezca el mal, mengüe el reposo,
que yo tendré por mi bien
mayor fe en lo más dudoso. 30
¿No es conoscida locura
y notable desvarío
querer yo lo que ventura
me niega, y el hado mío
y la suerte no asegura? 35
De todo estoy temeroso;
no hay gusto que me entretenga,
y en trance tan peligroso,
me hace el amor que tenga
mayor fe en lo más dudoso. 40
Alcanzo de mi dolor
que está en tal término puesto,
que llega donde el amor;
y el imaginar en esto,
tiempla en parte su rigor. 45
De pobre y menesteroso,
doy a la imaginación
alivio tan congojoso,
porque tenga el corazón
mayor fe en lo más dudoso. 50
Y más agora, que vienen
de golpe todos los males;
y para que más me penen,
aunque todos son mortales,
en la vida me entretienen. 55
Mas, en fin, si un fin hermoso
nuestra vida en honra sube,
el mío me hará famoso,
porque en muerte y vida tuve
mayor fe en lo más dudoso. 60
Parecióle a Marsilo que lo que Elicio había cantado tan a su propósito hacía, que quiso seguirle en el mesmo concepto; y así, sin esperar que otro le tomase la mano, al son de los mesmos instrumentos, desta manera comenzó a cantar:
MARSILO
¡Cuán fácil cosa es llevarse
el viento las esperanzas
que pudieron fabricarse
de las vanas confianzas
que suelen imaginarse! 5
Todo concluye y fenece:
las esperanzas de amor,
los medios qu’el tiempo ofresce;
mas en el buen amador
sola la fe permanece. 10
Ella en mí tal fuerza alcanza,
que, a pesar de aquel desdén,
lleno de desconfianza,
siempre me asegura un bien
que sustenta la esperanza. 15
Y, aunqu’el amor desfallece
en el blanco, airado pecho
que tanto mis males cresce,
en el mío, a su despecho,
sola la fe permanece. 20
Sabes, amor, tú, que cobras
tributo de mi fe cierta,
y tanto en cobrarle sobras,
que mi fe nunca fue muerta,
pues se aviva con mis obras. 25
Y sabes bien que descrece
toda mi gloria y contento
cuanto más tu furia cresce,
y que en mi alma de asiento
sola la fe permanece. 30
Pero si es cosa notoria,
y no hay poner duda en ella,
que la fe no entra en la gloria,
yo, que no estaré sin ella,
¿qué triunfo espero o victoria? 35
Mi sentido desvanece
con el mal que se figura;
todo el bien desaparece;
y entre tanta desventura,
sola la fe permanece. 40
Con un profundo sospiro dio fin a su canto el lastimado Marsilo; y luego Erastro, dando su zampoña, sin más detenerse, desta manera comenzó a cantar:
ERASTRO
En el mal que me lastima
y en el bien de mi dolor,
es mi fe de tanta estima
que ni huye del temor,
ni a la esperanza se arrima. 5
No la turba o desconcierta
ver que está mi pena cierta
en su difícil subida,
ni que consumen la vida
fe viva, esperanza muerta. 10
Milagro es éste en mi mal;
mas eslo porque mi bien,
si viene, venga a ser tal,
que, entre mil bienes, le den
la palma por principal. 15
La fama, con lengua experta,
dé al mundo noticia cierta
qu’el firme amor se mantiene
en mi pecho, adonde tiene
fe viva, esperanza muerta. 20
Vuestro desdén riguroso
y mi humilde merescer,
me tienen tan temeroso
que, ya que os supe querer,
ni puedo hablaros, ni oso. 25
Veo de contino abierta
a mi desdicha la puerta,
y que acabo poco a poco,
porque con vos valen poco
fe viva, esperanza muerta. 30
No llega a mi fantasía
un tan loco desvaneo,
como es pensar que podría
el menor bien que deseo
alcanzar por la fe mía. 35
Podéis, pastora, estar cierta
qu’el alma rendida acierta
a amaros cual merecéis,
pues siempre en ella hallaréis
fe viva, esperanza muerta. 40
Calló Erastro; y luego, el ausente Crisio, al son de los mesmos instrumentos, desta suerte comenzó a cantar:
CRISIO
Si a las veces desespera
del bien la firme afición,
quien desmaya en la carrera
de la amorosa pasión,
¿qué fruto o qué premio espera? 5
Yo no sé quien se asegura
gloria, gustos y ventura
por un ímpetu amoroso,
si en él y en el más dichoso
no es fe la fe que no dura. 10
En mil trances ya sabidos
se han visto, y en los de amores,
los soberbios y atrevidos,
al principio vencedores,
y a la fin quedar vencidos. 15
Sabe el que tiene cordura
que en la firmeza se apura
el triunfo de la batalla,
y sabe que, aunque se halla,
no es fe la fe que no dura. 20
En el que quisiere amar
no más de por su contento,
es imposible durar
en su vano pensamiento
la fe que se ha de guardar. 25
Si en la mayor desventura
mi fe tan firme y segura
como en el bien no estuviera,
yo mismo della dijera:
no es fe la fe que no dura. 30
El ímpetu y ligereza
de un nuevo amador insano,
los llantos y la tristeza,
son nubes que en el verano
se deshacen con presteza. 35
No es amor el que le apura,
sino apetito y locura,
pues cuando quiere, no quiere:
no es amante el que no muere,
no es fe la fe que no dura. 40
A todos pareció bien la orden que los pastores en sus canciones guardaban, y con deseo atendían a que Tirsi o Damón comenzasen; mas presto se le cumplió Damón, pues, en acabando Crisio, al son de su mesmo rabel, cantó desta manera:
DAMÓN
Amarili, ingrata y bella,
¿quién os podrá enternecer,
si os vienen a endurescer
las ansias de mi querella
y la fe de mi querer? 5
¡Bien sabéis, pastora, vos
que en el amor que mantengo
a tan alto estremo vengo
que, después de la de Dios,
sola es fe la fe que os tengo! 10
Y, puesto que subo tanto
en amar cosa mortal,
tal bien encierra mi mal,
que al alma por él levanto
a su patria natural. 15
Por esto conozco y sé
que tal es mi amor, tan luengo
como muero y me entretengo,
y que, si en amor hay fe,
sola es fe la fe que os tengo. 20
Los muchos años gastados
en amorosos servicios,
del alma los sacrificios,
de mi fe y de mis cuidados
dan manifiestos indicios. 25
Por esto no os pediré
remedio al mal que sostengo;
y si a pedírosle vengo,
es, Amarili, porque
sola es fe la fe que os tengo. 30
En el mar de mi tormenta
jamás he visto bonanza,
y aquella alegre esperanza
con quien la fe se sustenta,
de la mía no se alcanza. 35
Del amor y de fortuna
me quejo; mas no me vengo,
pues por ellas a tal vengo
que, sin esperanza alguna,
sola es fe la fe que os tengo. 40
El canto de Damón acabó de confirmar en Timbrio y en Silerio la buena opinión que del raro ingenio de los pastores que allí estaban habían concebido; y más cuando, a persuasión de Tirsi y de Elicio, el ya libre y desdeñoso Lauso, al son de la flauta de Arsindo, soltó la voz en semejantes versos:
LAUSO
Rompió el desdén tus cadenas,
falso amor, y a mi memoria
el mesmo ha vuelto la gloria
de la ausencia de tus penas.
Llame mi fe quien quisiere 5
antojadiza, y no firme,
y en su opinión me confirme
como más le pareciere.
Diga que presto olvidé,
y que de un sotil cabello, 10
que un soplo pudo rompello,
colgada estaba mi fe.
Digan que fueron fingidos
mis llantos y mis sospiros,
y que del Amor los tiros 15
no pasaron mis vestidos.
Que no el ser llamado vano
y mudable me atormenta,
a trueco de ver esenta
mi cerviz del yugo insano. 20
Sé yo bien quién es Silena
y su condición estraña,
y que asegura y engaña
su apacible faz serena.
A su estraña gravedad 25
y a sus bajos bellos ojos,
no es mucho dar los despojos
de cualquiera voluntad.
Esto en la vista primera;
mas, después de conoscida, 30
por no verla, dar la vida,
y más, si más se pudiera.
Silena del cielo y mía,
muchas veces la llamaba
porque tan hermosa estaba 35
que del cielo parecía;
Mas ahora, sin recelo,
mejor la podré llamar
serena falsa del mar,
que no Silena del cielo. 40
Con los ojos, con la pluma,
con las veras y los juegos,
de amantes vanos y ciegos
prende innumerable suma.
Siempre es primero el postrero; 45
mas el más enamorado
al cabo es tan maltratado
cuanto querido primero.
¡Oh cuánto más se estimara
de Silena la hermosura, 50
si el proceder y cordura
a su belleza igualara!
No le falta discreción;
mas empléala tan mal,
que le sirve de dogal 55
que ahoga su presumpción.
Y no hablo de corrido,
pues sería apasionado,
pero hablo de engañado
y sin razón ofendido. 60
Ni me ciega la pasión,
ni el deseo de su mengua:
que siempre siguió mi lengua
los términos de razón.
Sus muchos antojos varios, 65
su mudable pensamiento,
le vuelven cada momento
los amigos en contrarios.
Y pues hay por tantos modos
enemigos de Silena, 70
o ella no es toda buena,
o son ellos malos todos.
Acabó Lauso su canto; y, aunque él creyó que ninguno le entendía, por ignorar el disfrazado nombre de Silena, más de tres de los que allí iban la conoscieron, y aun se maravillaron que la modestia de Lauso a ofender alguno se estendiese: principalmente a la disfrazada pastora, de quien tan enamorado le habían visto. Pero en la opinión de Damón, su amigo, quedó bien disculpado, porque conoscía el término de Silena y sabía el que con Lauso había usado, y de lo que no dijo se maravillaba. Acabó, como se ha dicho, Lauso; y, como Galatea estaba informada del estremo de la voz de Nísida, quiso, por obligarla, cantar ella primero; y por esto, antes que otro pastor comenzase, haciendo señal a Arsindo que en tañer su flauta procediese, al son della, con su estremada voz, cantó desta manera:
GALATEA
Tanto cuanto el amor convida y llama
al alma con sus gustos de aparencia,
tanto más huye su mortal dolencia
quien sabe el nombre que le da la fama.
Y el pecho opuesto a su amorosa llama, 5
armado de una honesta resistencia,
poco puede empecerle su inclemencia,
poco su fuego y su rigor le inflama.
Segura está, quien nunca fue querida
ni supo querer bien, de aquella lengua 10
que en su deshonra se adelgaza y lima;
mas si el querer y el no querer da mengua,
¿en qué ejercicios pasará la vida
la que más que al vivir la honra estima?
Bien se echó de ver en el canto de Galatea que respondía al malicioso de Lauso, y que no estaba mal con las voluntades libres, sino con las lenguas maliciosas y los ánimos dañados, que, en no alcanzando lo que quieren, con vierten el amor que un tiempo mostraron en un odio malicioso y detestable, como ella en Lauso imaginaba; pero quizá saliera deste engaño, si la buena condición de Lauso conosciera y la mala de Silena no ignorara. Luego que Galatea acabó de cantar, con corteses palabras rogó a Nísida que lo mesmo hiciese; la cual, como era tan comedida como hermosa, sin hacerse de rogar, al son de la zampoña de Florisa, cantó desta suerte:
NÍSIDA
Bien puse yo valor a la defensa
del duro encuentro y amoroso asalto;
bien levanté mi presumpción en alto
contra el rigor de la notoria ofensa.
Mas fue tan reforzada y tan intensa 5
la batería, y mi poder tan falto,
que sin cogerme amor de sobresalto,
me dio a entender su potestad inmensa.
Valor, honestidad, recogimiento,
recato, ocupación, esquivo pecho, 10
amor con poco premio lo conquista.
Ansí que, para huir el vencimiento,
consejos jamás fueron de provecho:
desta verdad testigo soy de vista.
Cuando Nísida acabó de cantar y acabó de admirar a Galatea y a los que escuchado la habían, estaban ya bien cerca del lugar adonde tenían determinado de pasar la siesta; pero en aquel poco espacio le tuvo Belisa para cumplirlo que Silveria le rogó, que fue que algo cantase; la cual, acompañándola el son de la flauta de Arsindo, cantó lo que se sigue:
BELISA
Libre voluntad esenta,
atended a la razón
que nuestro crédito augmenta;
dejad la vana afición,
engendradora de afrenta; 5
que cuando el alma se encarga
de alguna amorosa carga,
a su gusto es cualquier cosa
compusición venenosa
con jugo de adelfa amarga. 10
Por la mayor cantidad
de la riqueza subida
en valor y en calidad,
no es bien dada ni vendida
la preciosa libertad. 15
¿Pues, quién se pondrá a perdella
por una simple querella
de un amador porfiado,
si cuanto bien hay crïado
no se compara con ella? 20
Si es insufrible dolor
tener en prisión esquiva
el cuerpo libre de amor,
tener el alma captiva
¿no será pena mayor? 25
Sí será, y aun de tal suerte,
que remedio a mal tan fuerte
no se halla en la paciencia,
en años, valor o sciencia,
porque sólo está en la muerte. 30
Vaya, pues, mi sano intento
lejos deste desvarío;
huiga tan falso contento;
rija mi libre albedrío
a su modo el pensamiento; 35
mi tierna cerviz esenta
no permita ni consienta
sobre sí el yugo amoroso,
por quien se turba el reposo
y la libertad se ausenta. 40
Al alma del lastimado Marsilo llegaron los libres versos de la pastora, por la poca esperanza que sus palabras prometían de ser mejoradas sus obras; pero, como era tan firme la fe con que la amaba, no pudieron las notorias muestras de libertad que había oído hacer que él no quedase tan sin ella como hasta entonces estaba. Acabóse en esto el camino de llegar al Arroyo de las Palmas, y, aunque no llevaran intención de pasar allí la siesta, en llegando a él y en viendo la comodidad del hermoso sitio, él mismo a no pasar adelante les forzara. Llegados, pues, a él, luego el venerable Aurelio ordenó que todos se sentasen junto al claro y espejado arroyo, que por entre la menuda yerba corría, cuyo nascimiento era al pie de una altísima y antigua palma, que por no haber en todas las riberas de Tajo sino aquélla y otra que junto a ella estaba, aquel lugar y arroyo el de las Palmas era llamado. Y, después de sentados, con más voluntad y llaneza que de costosos manjares, de los pastores de Aurelio fueron servidos, satisfaciendo la sed con las claras y frescas aguas que el limpio arroyo les ofrescía; y, en acabando la breve y sabrosa comida, algunos de los pastores se dividieron y apartaron a buscar algún apartado y sombrío lugar donde restaurar pudiesen las no dormidas horas de la pasada noche; y sólo se quedaron solos los de la compañía y aldea de Aurelio, con Timbrio, Silerio, Nísida y Blanca, Tirsi y Damón, a quien les pareció ser mejor gustar de la buena conversación que allí se esperaba, que de cualquier otro gusto que el sueño ofrecerles podía. Adivinada, pues, y casi conoscida esta su intención de Aurelio, les dijo:
-Bien será, señores, que los que aquí estamos, ya que entregarnos al dulce sueño no habemos querido, que este tiempo que le hurtamos no dejemos de aprovecharle en cosa que más de nuestro gusto sea; y la que a mí me parece que no podrá dejar de dárnosle, es que cada cual, como mejor supiere, muestre aquí la agudeza de su ingenio, proponiendo alguna pregunta o enigma, a quien esté obligado a responder el compañero que a su lado estuviere; pues con este ejercicio se granjearán dos cosas: la una, pasar con menos enfado las horas que aquí estuviéremos; la otra, no cansar tanto nuestros oídos con oír siempre lamentaciones de amor y endechas enamoradas.
Conformáronse todos luego con la voluntad de Aurelio; y, sin mudarse del lugar do estaban, el primero que comenzó a preguntar fue el mesmo Aurelio, diciendo desta manera:
AURELIO
¿Cuál es aquel poderoso
que desde oriente a occidente
es conoscido y famoso?
A veces, fuerte y valiente:
otras, flaco y temeroso; 5
quita y pone la salud,
muestra y cubre la virtud
en muchos más de una vez,
es más fuerte en la vejez
que en la alegre joventud. 10
Múdase en quien no se muda
por estraña preeminencia,
hace temblar al que suda,
y a la más rara elocuencia
suele tornar torpe y muda; 15
con diferentes medidas,
anchas, cortas y estendidas,
mide su ser y su nombre,
y suele tomar renombre
de mil tierras conoscidas. 20
Sin armas vence al armado,
y es forzoso que le venza,
y aquél que más le ha tratado,
mostrando tener vergüenza,
es el más desvergonzado. 25
Y es cosa de maravilla
que en el campo y en la villa,
a capitán de tal prueba
cualquier hombre se le atreva,
aunque pierda en la rencilla. 30
Tocó la respuesta desta pregunta al anciano Arsindo, que junto a Aurelio estaba; y, habiendo un poco considerado lo que significar podía, al fin le dijo:
-Paréceme, Aurelio, que la edad nuestra nos fuerza a andar más enamorados de lo que significa tu pregunta que no de la más gallarda pastora que se nos pueda ofrecer, porque si no me engaño, el poderoso y conoscido que dices es el vino, y en él cuadran todos los atributos que le has dado.
-Verdad dices, Arsindo -respondió Aurelio-, y estoy para decir que me pesa de haber propuesto pregunta que con tanta facilidad haya sido declarada; mas di tú la tuya, que al lado tienes quien te la sabrá desatar, por más añudada que venga.
-Que me place -dijo Arsindo.
Luego propuso la siguiente:
ARSINDO
¿Quién es quien pierde el color
donde se suele avivar,
y luego torna a cobrar
otro más vivo y mejor?
Es pardo en su nascimiento, 5
y después negro atezado,
y al cabo tan colorado,
que su vista da contento.
No guarda fueros ni leyes,
tiene amistad con las llamas, 10
visita a tiempos las camas
de señores y de reyes.
Muerto, se llama varón,
y vivo, hembra se nombra;
tiene el aspecto de sombra; 15
de fuego, la condición.
Era Damón el que al lado de Arsindo estaba, el cual, apenas había acabado Arsindo su pregunta, cuando le dijo:
-Paréceme, Arsindo, que no es tan escura tu demanda como lo que significa, porque si mal no estoy en ella, el carbón es por quien dices que muerto se llama varón y encendido y vivo brasa, que es nombre de hembra, y todas las demás partes le convienen en todo como ésta; y si quedas con la mesma pena que Aurelio, por la facilidad con que tu pregunta ha sido entendida, yo os quiero tener compañía en ella, pues Tirsi, a quien toca responderme, nos hará iguales.
Y luego dijo la suya:
DAMÓN
¿Cuál es la dama polida,
aseada y bien compuesta,
temerosa y atrevida,
vergonzosa y deshonesta,
y gustosa y desabrida? 5
Si son muchas -porque asombre-,
mudan de mujer el nombre
en varón; y es cierta ley
que va con ellas el rey
y las lleva cualquier hombre. 10
-Bien es, amigo Damón -dijo luego Tirsi-, que salga verdadera tu porfía, y que quedes con la pena de Aurelio y Arsindo, si alguna tienen, porque te hago saber que sé que lo que encubre tu pregunta es la carta y el pliego de cartas.
Concedió Damón lo que Tirsi dijo, y luego Tirsi propuso desta manera:
TIRSI
¿Quién es la que es toda ojos
de la cabeza a los pies,
y a veces, sin su interés,
causa amorosos enojos?
También suele aplacar riñas, 5
y no le va ni le viene,
y, aunque tantos ojos tiene,
se descubren pocas niñas.
Tiene nombre de un dolor
que se tiene por mortal, 10
hace bien y hace mal,
enciende y tiempla el amor.
En confusión puso a Elicio la pregunta de Tirsi, porque a él tocaba responder a ella, y casi estuvo por darse, como dicen, por vencido; pero, a cabo de poco, vino a decir que era la celosía; y, concediéndolo Tirsi, luego Elicio preguntó lo siguiente:
ELICIO
Es muy escura y es clara;
tiene mil contrariedades:
encúbrenos las verdades,
y al cabo nos las declara.
Nasce, a veces, de donaire, 5
otras, de altas fantasías,
y suele engendrar porfías
aunque trate cosas de aire.
Sabe su nombre cualquiera,
hasta los niños pequeños; 10
son muchas y tiene dueños
de diferente manera.
No hay vieja que no se abrace
con una destas señoras;
son de gusto algunas horas: 15
cuál cansa, cuál satisface.
Sabios hay que se desvelan
por sacarles los sentidos,
y algunos quedan corridos
cuanto más sobre ello velan. 20
Cuál es nescia, cuál curiosa,
cuál fácil, cuál intricada,
pero sea o no sea nada,
decidme qué es cosa y cosa.
No podía Timbrio atinar con lo que significaba la pregunta de Elicio, y casi comenzó a correrse de ver que más que otro alguno se tardaba en la respuesta, mas ni aun por eso venía en el sentido della; y tanto se detuvo, que Galatea, que estaba después de Nísida, dijo:
-Si vale a romper la orden que está dada, y puede responder el que primero supiere, yo por mí digo que sé lo que significa la propuesta enigma, y estoy por declararla, si el señor Timbrio me da licencia.
-Por cierto, hermosa Galatea -respondió Timbrio-, que conozco yo que, así como a mí me falta, os sobra a vos ingenio para aclarar mayores dificultades; pero, con todo eso, quiero que tengáis paciencia hasta que Elicio la torne a decir, y si desta vez no la acertare, confirmarse ha con más veras la opinión que de mi ingenio y del vuestro tengo.
Tornó Elicio a decir su pregunta, y luego Timbrio declaró lo que era, diciendo:
-Con lo mesmo que yo pensé que tu demanda, Elicio, se escurescía, con eso mesmo me parece que se declara, pues el último verso dice que te digan qué es cosa y cosa, y así yo te respondo a lo que me dices, y digo que tu pregunta es el «qué es cosa y cosa»; y no te maravilles haberme tardado en la respuesta, porque más me maravillara yo de mi ingenio si más presto respondiera, el cual mostrará quién es en el poco artificio de mi pregunta, que es ésta:
TIMBRIO
¿Quién es el que, a su pesar,
mete sus pies por los ojos,
y sin causarles enojos,
les hace luego cantar?
El sacarlos es de gusto, 5
aunque, a veces, quien los saca,
no sólo su mal no aplaca,
mas cobra mayor disgusto.
A Nísida tocaba responder a la pregunta de Timbrio, mas no fue posible que la adevinasen ella ni Galatea, que se le seguían. Y, viendo Orompo que las pastoras se fatigaban en pensar lo que significaba, les dijo:
-No os canséis, señoras, ni fatiguéis vuestros entendimientos en la declaración desta enigma, porque podría ser que ninguna de vosotras en toda su vida hubiese visto la figura que la pregunta encubre; y así, no es mucho que no deis en ella; que si de otra suerte fuera, bien seguros estábamos de vuestros entendimientos, que en menos espacio, otras más dificultosas hubiérades declarado. Y por esto, con vuestra licencia, quiero yo responder a Timbrio y decirle que su demanda significa un hombre con grillos, pues cuando saca los pies de aquellos ojos que él dice, o es para ser libre, o para llevarle al suplicio. Porque veáis, pastoras, si tenía yo razón de imaginar que quizá ninguna de vosotras había visto en toda su vida cárceles ni prisiones.
-Yo por mí sé decir -dijo Galatea- que jamás he visto aprisionado alguno.
Lo mesmo dijeron Nísida y Blanca; y luego Nísida propuso su pregunta en esta forma:
NÍSIDA
Muerde el fuego, y el bocado
es daño y bien del mordido;
no pierde sangre el herido,
aunque se ve acuchillado;
mas, si es profunda la herida, 5
y de mano que no acierte,
causa al herido la muerte,
y en tal muerte está su vida.
Poco se tardó Galatea en responder a Nísida, porque luego le dijo:
-Bien sé que no me engaño, hermosa Nísida, si digo que a ninguna cosa se puede mejor atribuir tu enigma que a las tijeras de despabilar y a la vela o cirio que despabilan. Y si esto es verdad, como lo es, y quedas satisfecha de mi respuesta, escucha ahora la mía, que no con menos facilidad espero que será declarada de tu hermana, que yo he hecho la tuya.
Y luego la dijo; que fue ésta:
GALATEA
Tres hijos que de una madre
nascieron con ser perfecto,
y de un hermano era nieto
el uno, y el otro padre;
y estos tres tan sin clemencia 5
a su madre maltrataban
que mil puñadas la daban,
mostrando en ello su sciencia.
Considerando estaba Blanca lo que podía significar la enigma de Galatea, cuando vieron atravesar corriendo, por junto al lugar donde estaban, dos gallardos pastores, mostrando en la furia con que corrían que alguna cosa de importancia les forzaba a mover los pasos con tanta ligereza; y luego, en el mismo instante, oyeron unas dolorosas voces, como de personas que socorro pedían. Y con este sobresalto se levantaron todos, y siguieron el tino donde las voces sonaban; y, a pocos pasos, salieron de aquel deleitoso sitio y dieron sobre la ribera del fresco Tajo, que por allí cerca mansamente corría; y, apenas vieron el río, cuando se les ofreció a la vista la más estraña cosa que imaginar pudieran, porque vieron dos pastoras, al parecer de gentil donaire, que tenían a un pastor asido de las faldas del pellico con toda la fuerza a ellas posible porque el triste no se ahogase, porque tenía ya el medio cuerpo en el río y la cabeza debajo del agua, forcejando con los pies por desasirse de las pastoras, que su desesperado intento estorbaban, las cuales ya casi querían soltarle, no pudiendo vencer al tesón de su porfía con las débiles fuerzas suyas. Mas, en esto, llegaron los dos pastores que corriendo habían venido, y, asiendo al desesperado, le sacaron del agua a tiempo que ya todos los demás llegaban, espantándose del estraño espectáculo, y más lo fueron cuando conoscieron que el pastor que quería ahogarse era Galercio, el hermano de Artidoro, y las pastoras eran Maurisa, su hermana, y la hermosa Teolinda; las cuales, como vieron a Galatea y a Florisa, con lágrimas en los ojos corrió Teolinda a abrazar a Galatea, diciendo:
-¡Ay, Galatea, dulce amiga y señora mía, cómo ha cumplido esta desdichada la palabra que te dio de volver a verte y a decirte las nuevas de su contento!
-De que le tengas, Teolinda -respondió Galatea-, holgaré yo tanto cuanto te lo asegura la voluntad que de mí para servirte tienes conoscida; mas parésceme que no acreditan tus ojos tus palabras, ni aun ellas me satisfacen de modo que imagine buen suceso de tus deseos.
En tanto que Galatea con Teolinda esto pasaba, Elicio y Arsindo, con los otros pastores, habían desnudado a Galercio; y, al desceñirle el pellico, que con todo el vestido mojado estaba, se le cayó un papel del seno, el cual alzó Tirsi, y abriéndole, vio que eran versos, y por no poderlos leer, por estar mojados, encima de una alta rama le puso al rayo del sol para que se enjugase. Pusieron a Galercio un gabán de Arsindo, y el desdichado mozo estaba como atónito y embelesado, sin hablar palabra alguna, aunque Elicio le preguntaba qué era la causa que a tan estraño término le había conducido; mas por él respondió su hermana Maurisa, diciendo:
-Alzad los ojos, pastores, y veréis quién es la ocasión que al desgraciado de mi hermano en tan estraños y desesperados puntos ha puesto.
Por lo que Maurisa dijo, alzaron los pastores los ojos, y vieron encima de una pendiente roca que sobre el río caía una gallarda y dispuesta pastora, sentada sobre la mesma peña, mirando con risueño semblante todo lo que los pastores hacían, la cual fue luego de todos conoscida por la cruel Gelasia.
-Aquella desamorada, aquella desconoscida -siguió Maurisa-, es, señores, la enemiga mortal deste desventurado hermano mío, el cual, como ya todas estas riberas saben y vosotras no ignoráis, la ama, la quiere y la adora; y, en cambio de los continuos servicios que siempre le ha hecho y de las lágrimas que por ella ha derramado, esta mañana, con el más esquivo y desamorado desdén que jamás en la crueldad pudiera hallarse, le mandó que de su presencia se partiese y que ahora ni nunca jamás a ella tornase. Y quiso tan de veras mi hermano obedecerla, que procuraba quitarse la vida, por escusar la ocasión de nunca traspasar su mandamiento; y si, por dicha, estos pastores tan presto no llegaran, llegado fuera ya el fin de mi alegría y el de los días de mi lastimado hermano.
En admiración puso lo que Maurisa dijo a todos los que la escucharon, y más admirados quedaron cuando vieron que la cruel Gelasia, sin moverse del lugar donde estaba, y sin hacer cuenta de toda aquella compañía, que los ojos en ella tenía puestos, con un estraño donaire y desdeñoso brío, sacó un pequeño rabel de su zurrón, y, parándosele a templar muy despacio, a cabo de poco rato, con voz en estremo buena, comenzó a cantar desta manera:
GELASIA
¿Quién dejará del verde prado umbroso
las frescas yerbas y las frescas fuentes?
¿Quién de seguir con pasos diligentes
la suelta liebre o jabalí cerdoso?
¿Quién, con el son amigo y sonoroso, 5
no detendrá las aves inocentes?
¿Quién, en las horas de la siesta ardientes,
no buscará en las selvas el reposo,
por seguir los incendios, los temores,
los celos, iras, rabias, muertes, penas 10
del falso amor, que tanto aflige al mundo?
Del campo son y han sido mis amores;
rosas son y jazmines mis cadenas;
libre nascí, y en libertad me fundo.
Cantando estaba Gelasia, y en el movimiento y ademán de su rostro, la desamorada condición suya descubría. Mas, apenas hubo llegado al último verso de su canto, cuando se levantó con una estraña ligereza, y, como si de alguna cosa espantable huyera, así comenzó a correr por la peña abajo, dejando a los pastores admirados de su condición y confusos de su corrida. Mas luego vieron qué era la causa della con ver al enamorado Lenio, que con tirante paso, por la mesma peña subía, con intención de llegar adonde Gelasia estaba; pero no quiso ella aguardarle, por no faltar de corresponder en un solo punto a la crueldad de su propósito. Llegó el cansado Lenio a lo alto de la peña cuando ya Gelasia estaba al pie della, y, viendo que no detenía el paso, sino que con más presteza por la espaciosa campaña le tendía, con fatigado aliento y laso espíritu, se sentó en el mesmo lugar donde Gelasia había estado, y allí comenzó con desesperadas razones a maldecir su ventura y la hora en que alzó la vista a mirar a la cruel pastora Gelasia; y en aquel mesmo instante, como arrepentido de lo que decía, tornaba a bendecir sus ojos y a tener por dichosa y buena la ocasión que en tales términos le tenía. Y luego, incitado y movido de un furioso accidente, arrojó lejos de sí el cayado, y, desnudándose el pellico, le entregó a las aguas del claro Tajo, que junto al pie de la peña corría, lo cual visto por los pastores que mirándole estaban, sin duda creyeron que la fuerza de la enamorada pasión le sacaba de juicio; y así, Elicio y Erastro comenzaron a subir la peña para estorbarle que no hiciese algún otro desatino que le costase más caro. Y, puesto que Lenio los vio subir, no hizo otro movimiento alguno si no fue sacar de su zurrón su rabel, y con un nuevo y estraño reposo se tornó asentar; y, vuelto el rostro hacia donde su pastora huía, con voz suave y de lágrimas acompañada, comenzó a cantar desta suerte:
LENIO
¿Quién te impele, crüel? ¿Quién te desvía?
¿Quién te retira del amado intento?
¿Quién en tus pies veloces alas cría,
con que corres ligera más qu’el viento?
¿Por qué tienes en poco la fe mía, 5
y desprecias el alto pensamiento?
¿Por qué huyes de mí? ¿Por qué me dejas?
¡Oh, más dura que mármol a mis quejas!
¿Soy, por ventura, de tan bajo estado
que no merezca ver tus ojos bellos? 10
¿Soy pobre? ¿Soy avaro? ¿Hasme hallado
en falsedad desde que supe vellos?
La condición primera no he mudado.
¿No pende del menor de tus cabellos
mi alma? Pues ¿por qué de mí te alejas? 15
¡Oh, más dura que mármol a mis quejas!
Tome escarmiento tu altivez sobrada
de ver mi libre voluntad rendida,
mira mi antigua presumpción trocada
y en amoroso intento convertida. 20
Mira que contra amor no puede nada
la más esenta descuidada vida.
Detén el paso ya: ¿por qué le aquejas?
¡Oh, más dura que mármol a mis quejas!
Vime cual tú te ves, y ahora veo 25
que como fui jamás espero verme:
tal me tiene la fuerza del deseo;
tal quiero, que se estrema en no quererme.
Tú has ganado la palma, tú el trofeo
de que amor pueda en su prisión tenerme; 30
tú me rendiste: ¿y tú de mí te quejas?
¡Oh, más dura que mármol a mis quejas!
En tanto que el lastimado pastor sus dolorosas quejas entonaba, estaban los demás pastores reprehendiendo a Galercio su mal propósito, afeándole el dañado intento que había mostrado. Mas el desesperado mozo a ninguna cosa respondía, de que no poco Maurisa se fatigaba, creyendo que, en dejándole solo, había de poner en ejecución su mal pensamiento. En este medio, Galatea y Florisa, apartándose con Teolinda, le preguntaron qué era la causa de su tornada y si por ventura había sabido ya de su Artidoro; a lo cual ella respondió llorando:
-«No sé qué os diga, amigas y señoras mías, sino que el cielo quiso que yo hallase a Artidoro para que enteramente le perdiese; porque habréis de saber que aquella mal considerada y traidora hermana mía, que fue el principio de mi desventura, aquella mesma ha sido la ocasión del fin y remate de mi contento; porque, sabiendo ella, así como llegamos con Galercio y Maurisa a su aldea, que Artidoro estaba en una montaña no lejos de allí con su ganado, sin decirme nada, se partió a buscarle. Hallóle, y, fingiendo ser yo -que para sólo este daño ordenó el cielo que nos pareciésemos-, con poca dificultad le dio a entender que la pastora que en nuestra aldea le había desdeñado era una su hermana que en estremo le parecía. En fin, le contó por suyos todos los pasos que yo por él he dado, y los estremos de dolor que he padecido; y, como las entrañas del pastor estaban tan tiernas y enamoradas, con harto menos que la traidora le dijera fuera dél creída, como la creyó, tan en mi perjuicio que, sin aguardar que la Fortuna mezclase en su gusto algún nuevo impedimento, luego en el mesmo instante dio la mano a Leonarda de ser un legítimo esposo, creyendo que se la daba a Teolinda. Veis aquí, pastoras, en qué ha parado el fruto de mis lágrimas y sospiros; veis aquí ya arrancada de raíz toda mi esperanza; y lo que más siento es que haya sido por la mano que a sustentarla estaba más obligada. Leonarda goza de Artidoro por el medio del falso engaño que os he contado, y, puesto que ya él lo sabe, aunque debe de haber sentido la burla, hala disimulado, como discreto.
»Llegaron luego al aldea las nuevas de su casamiento, y con ellas las del fin de mi alegría. Súpose también el artificio de mi hermana, la cual dio por disculpa ver que Galercio, a quien tanto ella amaba, por la pastora Gelasia se perdía, y que así le pareció más fácil reducir a su voluntad la enamorada de Artidoro que no la desesperada de Galercio; y que, pues los dos eran uno solo en cuanto a la apariencia y gentileza, que ella se tenía por dichosa y bien afortunada con la compañía de Artidoro. Con esto se disculpa, como he dicho, la enemiga de mi gloria. Y así, yo, por no verla gozar de la que de derecho se me debía, dejé el aldea y la presencia de Artidoro, y, acompañada de las más tristes imaginaciones que imaginar se pueden, venía a daros las nuevas de mi desdicha en compañía de Maurisa, que ansimesmo viene con intención de contaros lo que Grisaldo ha hecho después que supo el hurto de Rosaura. Y esta mañana, al salir del sol, topamos con Galercio, el cual, con tiernas y enamoradas razones, estaba persuadiendo a Gelasia que bien le quisiese; mas ella, con el más estraño desdén y esquiveza que decir se puede, le mandó que se le quitase delante y que no fuese osado de jamás hallarla, y el desdichado pastor, apretado de tan recio mandamiento y de tan estraña crueldad, quiso cumplirle, haciendo lo que habéis visto. Todo esto es lo que por mí ha pasado, amigas mías, después que de vuestra presencia me partí.» Ved ahora si tengo más que llorar que antes, y si se ha augmentado la ocasión para que vosotras os ocupéis en consolarme, si acaso mi mal recibiese consuelo.
No dijo más Teolinda, porque la infinidad de lágrimas que le vinieron a los ojos, y los sospiros que del alma arrancaba, impidieron el oficio a la lengua; y, aunque las de Galatea y Florisa quisieron mostrarse expertas y elocuentes en consolarla, fue de poco efecto su trabajo. Y en el tiempo que entre las pastoras estas razones pasaban, se acabó de enjugar el papel que Tirsi a Galercio del seno sacado había, y deseoso de leerle, le tomó, y vio que desta manera decía:
GALERCIO A GELASIA
¡Ángel de humana figura,
furia con rostro de dama,
fría y encendida llama
donde mi alma se apura!
Escucha las sinrazones, 5
de tu desamor causadas,
de mi alma trasladadas
en estos tristes renglones.
No escribo por ablandarte,
pues con tu dureza estraña 10
no valen ruegos ni maña,
ni servicios tienen parte.
Escríbote porque veas
la sinrazón que me haces,
y cuán mal que satisfaces 15
al valor de que te arreas.
Que alabes la libertad
es muy justo, y razón tienes;
mas mira que la mantienes
sólo con la crueldad; 20
y no es justo lo que ordenas:
querer, sin ser ofendida,
sustentar tu libre vida
con tantas muertes ajenas.
No imagines que es deshonra 25
que te quieran todos bien,
ni que está en usar desdén
depositada tu honra.
Antes, templando el rigor
de los agravios que haces, 30
con poco amor satisfaces
y cobras nombre mejor.
Tu crueldad me da a entender
que las sierras te engendraron,
o que los montes formaron 35
tu duro, indomable ser;
que en ellos es tu recreo,
y en los páramos y valles,
do no es posible que halles
quien te enamore el deseo. 40
En una fresca espesura
una vez te vi sentada,
y dije: «Estatua es formada
aquélla de piedra dura».
Y, aunque el moverte después 45
contradijo a mi opinión,
«en fin, en la condición
-dije-, más que estatua es».
¡Y ojalá que estatua fueras
de piedra, que yo esperara 50
qu’el cielo por mí cambiara
tu ser, y en mujer volvieras!
Que Pigmaleón no fue
tanto a la suya rendido,
como yo te soy y he sido, 55
pastora, y siempre seré.
Con razón, y de derecho,
del mal y bien me das pago:
pena por el mal que hago,
gloria por el bien que he hecho. 60
En el modo que me tratas
tal verdad es conoscida:
con la vista me das vida,
con la condición me matas.
Dese pecho que se atreve 65
a esquivar de Amor los tiros,
el fuego de mis sospiros
deshaga un poco la nieve.
Concédase al llanto mío,
y al nunca admitir descanso, 70
que vuelva agradable y manso
un solo punto tu brío.
Bien sé que habrás de decir
que me alargo, y yo lo creo;
pero acorta tú el deseo, 75
y acortaré yo el pedir.
Mas, según lo que me das
en cuantas demandas toco,
a ti te importa muy poco
que pida menos o más. 80
Si de tu estraña dureza
pudiera reprehenderte,
y aquella señal ponerte
que muestra nuestra flaqueza,
dijera, viendo tu ser, 85
y no así como se enseña:
«Acuérdate que eres peña,
y en peña te has de volver».
Mas seas peña o acero,
duro mármol o diamante, 90
de un acero soy amante,
a una peña adoro y quiero.
Si eres ángel disfrazado,
o furia, que todo es cierto,
por tal ángel vivo muerto, 95
y por tal furia penado.
Mejor le parecieron a Tirsi los versos de Galercio que la condición de Gelasia; y, quiriéndoselos mostrar a Elicio, viole tan mudado de color y de semblante que una imagen de muerto parescía. Llegóse a él, y cuando le quiso preguntar si algún dolor le fatigaba, no fue menester esperar su respuesta para entender la causa de su pena, porque luego oyó publicar entre todos los que allí estaban cómo los dos pastores que a Galercio socorrieron eran amigos del pastor lusitano con quien el venerable Aurelio tenía concertado de casar a Galatea, los cuales venían a decirle cómo de allí a tres días el venturoso pastor vendría a su aldea a concluir el felicísimo desposorio, y luego vio Tirsi que estas nuevas más nuevos y estraños accidentes de los causados habían de causar en el alma de Elicio. Pero, con todo esto, se llegó a él y le dijo:
-Ahora es menester, buen amigo, que te sepas valer de la discreción que tienes, pues en el peligro mayor se muestran los corazones valerosos; y asegúrote que no sé quién a mí me asegura que ha de tener mejor fin este negocio de lo que tú piensas. Disimula y calla, que si la voluntad de Galatea no gusta de corresponder de todo en todo a la de su padre, tú satisfarás la tuya, aprovechándote de las nuestras, y aun de todo el favor que te puedan ofrescer cuantos pastores hay en las riberas deste río y en las del manso Henares, el cual favor yo te ofrezco, que bien imagino que el deseo que todos han conocido que yo tengo de servirles, les obligará a hacer que no salga en vano lo que aquí te prometo.
Suspenso quedó Elicio viendo el gallardo y verdadero ofrescimiento de Tirsi, y no supo ni pudo responderle más que abrazarle estrechamente y decirle:
-El cielo te pague, discreto Tirsi, el consuelo que me has dado, con el cual, y con la voluntad de Galatea, que, a lo que creo, no discrepará de la nuestra, sin duda entiendo que tan notorio agravio como el que se hace a todas estas riberas en desterrar dellas la rara hermosura de Galatea, no pase adelante.
Y, tornándole a abrazar, tornó a su rostro la color perdida. Pero no tornó al de Galatea, a quien fue oír la embajada de los pastores como si oyera la sentencia de su muerte. Todo lo notaba Elicio y no lo podía disimular Erastro, ni menos la discreta Florisa, ni aun fue gustosa la nueva a ninguno de cuantos allí estaban. A esta sazón, ya el sol declinaba a su acostumbrada carrera, y, así por esto como por ver que el enamorado Lenio había seguido a Gelasia, y que allí no quedaba otra cosa que hacer, trayendo a Galercio y a Maurisa consigo, toda aquella compañía movió los pasos hacia el aldea, y, al llegar junto a ella, Elicio y Erastro se quedaron en sus cabañas, y con ellos Tirsi, Damón, Orompo, Crisio, Marsilo, Arsindo y Orfinio se quedaron, con otros algunos pastores; y de todos ellos, con corteses palabras y ofrescimientos, se despidieron los venturosos Timbrio, Silerio, Nísida y Blanca, diciéndoles que otro día se pensaban partir a la ciudad de Toledo, donde había de ser el fin de su viaje; y, abrazando a todos los que con Elicio quedaban, se fueron con Aurelio, con el cual iban Florisa, Teolinda y Maurisa, y la triste Galatea, tan congojada y pensativa que, con toda su discreción, no podía dejar de dar muestras de estraño descontento. Con Daranio se fueron su esposa Silveria y la hermosa Belisa. Cerró en esto la noche y parecióle a Elicio que con ella se le cerraban todos los caminos de su gusto; y si no fuera por agasajar con buen semblante a los huéspedes que tenía aquella noche en su cabaña, él la pasara tan mala que desesperara de ver el día. La mesma pena pasaba el mísero Erastro, aunque con más alivio, porque sin tener respecto a nadie, con altas voces y lastimeras palabras maldecía su ventura y la acelerada determinación de Aurelio.
Estando en esto, ya que los pastores habían satisfecho a la hambre con algunos rústicos manjares, y algunos dellos entregádose en los brazos del reposado sueño, llegó a la cabaña de Elicio la hermosa Maurisa; y, hallando a Elicio a la puerta de su cabaña, le apartó y le dio un papel, diciéndole que era de Galatea, y que le leyese luego, que, pues ella a tal hora le traía, entendiese que era de importancia lo que en él debía de venir. Admirado el pastor de la venida de Maurisa, y más de ver en sus manos papel de su pastora, no pudo sosegar un punto hasta leerle. Y, entrándose en su cabaña, a la luz de una raja de teoso pino, le leyó, y vio que ansí decía:
GALATEA A ELICIO
En la apresurada determinación de mi padre está la que yo he tomado de escrebirte, y en la fuerza que me hace la que a mí mesma me he hecho hasta llegar a este punto. Bien sabes en el que estoy, y sé yo bien que quisiera verme en otro mejor, para pagarte algo de lo mucho que conozco que te debo; mas, si el cielo quiere que yo quede con esta deuda, quéjate dél, y no de la voluntad mía. La de mi padre quisiera mudar, si fuera posible, pero veo que no lo es; y así, no lo intento. Si algún remedio por allá imaginas, como en él no intervengan ruegos, ponle en efecto, con el miramiento que a tu crédito debes y a mi honra estás obligado. El que me dan por esposo, y el que me ha de dar sepultura, viene pasado mañana: poco tiempo te queda para aconsejarte, aunque a mí me quedará harto para arrepentirme. No digo más, sino que Maurisa es fiel y yo desdichada.
En estraña confusión pusieron a Elicio las razones de la carta de Galatea, pareciéndole cosa nueva, ansí el escribirle, pues hasta entonces jamás lo había hecho, como el mandarle buscar remedio a la sinrazón que se le hacía; mas, pasando por todas estas cosas, sólo paró en imaginar cómo cumpliría lo que le era mandado, aunque en ello aventurase mil vidas si tantas tuviera. Y, no ofreciéndosele otro algún remedio sino el que de sus amigos esperaba, confiado en ellos, se atrevió a responder a Galatea con una carta que dio a Maurisa, la cual desta manera decía:
ELICIO A GALATEA
Si las fuerzas de mi poder llegaran al deseo que tengo de serviros, hermosa Galatea, ni la que vuestro padre os hace, ni las mayores del mundo, fueran parte para ofenderos; pero, comoquiera que ello sea, vos veréis ahora, si la sinrazón pasa adelante, cómo yo no me quedo atrás en hacer vuestro mandamiento por la vía mejor que el caso pidiere. Asegúreos esto la fe que de mí tenéis conoscida, y haced buen rostro a la fortuna presente, confiada en la bonanza venidera; que el cielo, que os ha movido a acordaros de mí y a escribirme, me dará valor para mostrar que en algo merezco la merced que me habéis hecho; que, como sea obedeceros, ni recelo ni temor serán parte para que yo no ponga en efecto lo que a vuestro gusto conviene y al mío tanto importa. No más, pues lo más que en esto ha de haber sabréis de Maurisa, a quien yo he dado cuenta dello; y si vuestro parecer con el mío no se conforma, sea yo avisado, porque el tiempo no se pase, y con él la sazón de nuestra ventura, la cual os dé el cielo como puede y como vuestro valor meresce.
Dada esta carta a Maurisa, como está dicho, le dijo asimesmo cómo él pensaba juntar todos los más pastores que pudiese, y que todos juntos irían a hablar al padre de Galatea, pidiéndole por merced señalada fuese servido de no desterrar de aquellos prados la sin par hermosura suya; y, cuando esto no bastase, pensaba poner tales inconvinientes y miedos al lusitano pastor, que él mesmo dijese no ser contento de lo concertado; y, cuando los ruegos y astucias no fuesen de provecho alguno, determinaba usar la fuerza y con ella ponerla en su libertad; y esto con el miramiento de su crédito que se podía esperar de quien tanto la amaba. Con esta resolución se fue Maurisa, y esta mesma tomaron luego todos los pastores que con Elicio estaban, a quien él dio cuenta de sus pensamientos y pidió favor y consejo en tan árduo caso. Luego Tirsi y Damón se ofrescieron de ser aquéllos que al padre de Galatea hablarían. Lauso, Arsindo y Erastro, con los cuatro amigos, Orompo, Marsilo, Crisio y Orfinio, prometieron de buscar y juntar para el día siguiente sus amigos, y poner en obra con ellos cualquiera cosa que por Elicio les fuese mandada.
En tratar lo que más al caso convenía y en tomar este apuntamiento, se pasó lo más de aquella noche, y, la mañana venida, todos los pastores se partieron a cumplir lo que prometido habían, si no fueron Tirsi y Damón, que con Elicio se quedaron. Y aquél mesmo día tornó a venir Maurisa a decir a Elicio cómo Galatea estaba determinada de seguir en todo su parecer. Despidióla Elicio con nuevas promesas y confianzas, y con alegre semblante y estraño alborozo estaba esperando el siguiente día, por ver la buena o mala salida que la fortuna daba a su hecho. Llegó en esto la noche, y, recogiéndose con Damón y Tirsi a su cabaña, casi todo el tiempo della pasaron en tantear y advertir las dificultades que en aquel negocio podían suceder, si acaso no movían a Aurelio las razones que Tirsi pensaba decirle. Mas Elicio, por dar lugar a los pastores que reposasen, se salió de su cabaña y se subió en una verde cuesta que frontero de ella se levantaba; y allí, con el aparejo de la soledad, revolvía en su memoria todo lo que por Galatea había padecido y lo que temía padecer si el cielo a sus intentos no favorescía. Y, sin salir desta imaginación, al son de un blando céfiro que mansamente soplaba, con voz suave y baja, comenzó a cantar desta manera:
ELICIO
Si deste herviente mar y golfo insano,
donde tanto amenaza la tormenta,
libro la vida de tan dura afrenta
y toco el suelo venturoso y sano,
al aire alzadas una y otra mano, 5
con alma humilde y voluntad contenta,
haré que amor conozca, el cielo sienta,
qu’el bien les agradezco soberano.
Llamaré venturosos mis sospiros,
mis lágrimas tendré por agradables, 10
por refrigerio el fuego en que me quemo.
Diré que son de Amor los recios tiros
dulces al alma, al cuerpo saludables,
y que en su bien no hay medio, sino estremo.
Cuando Elicio acabó su canto, comenzaba a descubrirse por las orientales puertas la fresca aurora con sus hermosas y variadas mejillas, alegrando el suelo, aljofarando las yerbas y pintando los prados, cuya deseada venida comenzaron luego a saludar las parleras aves con mil suertes de concertadas cantilenas. Levantóse en esto Elicio, y tendió los ojos por la espaciosa campaña; descubrió no lejos dos escuadras de pastores, los cuales, según le paresció, hacia su cabaña se encaminaban, como era la verdad, porque luego conosció que eran sus amigos Arsindo y Lauso, con otros que consigo traían, y los otros, Orompo, Marsilo, Crisio y Orfinio, con todos los más amigos que juntar pudieron. Conoscidos, pues, de Elicio, bajó de la cuesta para ir a recebirlos; y, cuando ellos llegaron junto de la cabaña, ya estaban fuera della Tirsi y Damón, que a buscar a Elicio iban. Llegaron en esto todos los pastores, y con alegre semblante unos a otros se rescibieron. Y luego Lauso, volviéndose a Elicio, le dijo:
-En la compañía que traemos puedes ver, amigo Elicio, si comenzamos a dar muestras de querer cumplir la palabra que te dimos. Todos los que aquí vees vienen con deseo de servirte, aunque en ello aventuren las vidas; lo que falta es que tú no la hagas en lo que más conviniere.
Elicio, con las mejores razones que supo, agradeció a Lauso y a los demás la merced que le hacían, y luego les contó todo lo que con Tirsi y Damón estaba concertado de hacerse para salir bien con aquella empresa. Parecióles bien a los pastores lo que Elicio decía; y así, sin más detenerse, hacia el aldea se encaminaron, yendo delante Tirsi y Damón, siguiéndoles todos los demás, que hasta veinte pastores serían, los más gallardos y bien dispuestos que en todas las riberas de Tajo hallarse pudieran, y todos llevaban intención de que, si las razones de Tirsi no movían a que Aurelio la hiciese en lo que le pedían, de usar en su lugar la fuerza y no consentir que Galatea al forastero pastor se entregase, de que iba tan contento Erastro, como si el buen suceso de aquella demanda en sólo su contento de redundar hubiera; porque, a trueco de no ver a Galatea ausente y descontenta, tenía por bien empleado que Elicio la alcanzase, como lo imaginaba, pues tanto Galatea le había de quedar obligada.
El fin deste amoroso cuento y historia, con los sucesos de Galercio, Lenio y Gelasia, Arsindo y Maurisa, Grisaldo, Artandro y Rosaura, Marsilo y Belisa, con otras cosas sucedidas a los pastores hasta aquí nombrados, en la segunda parte desta historia se prometen, la cual, si con apacibles voluntades esta primera viere rescibida, tendrá atrevimiento de salir con brevedad a ser vista y juzgada de los ojos y entendimiento de las gentes.
FIN
El Ingenioso Hidalgo Don Quijote De La Mancha
Índice
-
Prólogo
-
Capítulo primero
-
Capítulo II
-
Capítulo III
-
Capítulo IV
-
Capítulo V
-
Capítulo VI
-
Capítulo VII
-
Capítulo VIII
-
Capítulo IX
-
Capítulo X
-
Capítulo XI
-
Capítulo XII
-
Capítulo XIII
-
Capítulo XIV
-
Capítulo XV
-
Capítulo XVI
-
Capítulo XVII
-
Capítulo XVIII
-
Capítulo XIX
-
Capítulo XX
-
Capítulo XXI
-
Capítulo XXII
-
Capítulo XXIII
-
Capítulo XXIV
-
Capítulo XXV
-
Capítulo XXVI
-
Capítulo XXVII
-
Capítulo XXVIII
-
Capítulo XXIX
-
Capítulo XXX
-
Capítulo XXXI
-
Capítulo XXXII
-
Capítulo XXXIII
-
Capítulo XXXIV
-
Capítulo XXXV
-
Capítulo XXXVI
-
Capítulo XXXVII
-
Capítulo XXXVIII
-
Capítulo XXXIX
-
Capítulo XL
-
Capítulo XLI
-
Capítulo XLII
-
Capítulo XLIII
-
Capítulo XLIV
-
Capítulo XLV
-
Capítulo XLVI
-
Capítulo XLVII
-
Capítulo XLVIII
-
Capítulo XLIX
-
Capítulo L
-
Capítulo LI
-
Capítulo LII
Tasa
Yo, Juan Gallo de Andrada, escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de los que residen en su Consejo, certifico y doy fe que, habiendo visto por los señores dél un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha, compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, tasaron cada pliego del dicho libro a tres maravedís y medio; el cual tiene ochenta y tres pliegos, que al dicho precio monta el dicho libro docientos y noventa maravedís y medio, en que se ha de vender en papel; y dieron licencia para que a este precio se pueda vender, y mandaron que esta tasa se ponga al principio del dicho libro, y no se pueda vender sin ella. Y para que dello conste, di la presente en Valladolid, a veinte días del mes de deciembre de mil y seiscientos y cuatro años.
Juan Gallo de Andrada.
Testimonio de las erratas
Este libro no tiene cosa digna que no corresponda a su original; en testimonio de lo haber correcto, di esta FEE. En el Colegio de la Madre de Dios de los Teólogos de la Universidad de Alcalá, en primero de diciembre de 1604 años.
El licenciado Francisco Murcia de la Llana.
El rey
Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes, nos fue fecha relación que habíades compuesto un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha, el cual os había costado mucho trabajo y era muy útil y provechoso, nos pedistes y suplicastes os mandásemos dar licencia y facultad para le poder imprimir, y previlegio por el tiempo que fuésemos servidos, o como la nuestra merced fuese; lo cual visto por los del nuestro Consejo, por cuanto en el dicho libro se hicieron las diligencias que la premática últimamente por nos fecha sobre la impresión de los libros dispone, fue acordado que debíamos mandar dar esta nuestra cédula para vos, en la dicha razón; y nos tuvímoslo por bien. Por la cual, por os hacer bien y merced, os damos licencia y facultad para que vos, o la persona que vuestro poder hubiere, y no otra alguna, podáis imprimir el dicho libro, intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha, que desuso se hace mención, en todos estos nuestros reinos de Castilla, por tiempo y espacio de diez años, que corran y se cuenten desde el dicho día de la data desta nuestra cédula; so pena que la persona o personas que, sin tener vuestro poder, lo imprimiere o vendiere, o hiciere imprimir o vender, por el mesmo caso pierda la impresión que hiciere, con los moldes y aparejos della; y más, incurra en pena de cincuenta mil maravedís cada vez que lo contrario hiciere. La cual dicha pena sea la tercia parte para la persona que lo acusare, y la otra tercia parte para nuestra Cámara, y la otra tercia parte para el juez que lo sentenciare. Con tanto que todas las veces que hubiéredes de hacer imprimir el dicho libro, durante el tiempo de los dichos diez años, le traigáis al nuestro Consejo, juntamente con el original que en él fue visto, que va rubricado cada plana y firmado al fin dél de Juan Gallo de Andrada, nuestro escribano de Cámara, de los que en él residen, para saber si la dicha impresión está conforme el original; o traigáis fe en pública forma de cómo por corretor nombrado por nuestro mandado, se vio y corrigió la dicha impresión por el original, y se imprimió conforme a él, y quedan impresas las erratas por él apuntadas, para cada un libro de los que así fueren impresos, para que se tase el precio que por cada volumen hubiéredes de haber. Y mandamos al impresor que así imprimiere el dicho libro, no imprima el principio ni el primer pliego dél, ni entregue más de un solo libro con el original al autor, o persona a cuya costa lo imprimiere, ni otro alguno, para efeto de la dicha correción y tasa, hasta que antes y primero el dicho libro esté corregido y tasado por los del nuestro Consejo; y, estando hecho, y no de otra manera, pueda imprimir el dicho principio y primer pliego, y sucesivamente ponga esta nuestra cédula y la aprobación, tasa y erratas, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas en las leyes y premáticas destos nuestros reinos. Y mandamos a los del nuestro Consejo, y a otras cualesquier justicias dellos, guarden y cumplan esta nuestra cédula y lo en ella contenido. Fecha en Valladolid, a veinte y seis días del mes de setiembre de mil y seiscientos y cuatro años.
YO, EL REY.
Por mandado del rey nuestro señor:
Juan de Amezqueta.
Al duque de Béjar,
marqués de Gibraleón, conde de Benalcázar y Bañares, vizconde de La Puebla de Alcocer, señor de las villas de Capilla, Curiel y Burguillos
En fe del buen acogimiento y honra que hace Vuestra Excelencia a toda suerte de libros, como príncipe tan inclinado a favorecer las buenas artes, mayormente las que por su nobleza no se abaten al servicio y granjerías del vulgo, he determinado de sacar a luz al Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, al abrigo del clarísimo nombre de Vuestra Excelencia, a quien, con el acatamiento que debo a tanta grandeza, suplico le reciba agradablemente en su protección, para que a su sombra, aunque desnudo de aquel precioso ornamento de elegancia y erudición de que suelen andar vestidas las obras que se componen en las casas de los hombres que saben, ose parecer seguramente en el juicio de algunos que, continiéndose en los límites de su ignorancia, suelen condenar con más rigor y menos justicia los trabajos ajenos; que, poniendo los ojos la prudencia de Vuestra Excelencia en mi buen deseo, fío que no desdeñará la cortedad de tan humilde servicio.
Miguel de Cervantes Saavedra.
Prólogo
Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir al orden de naturaleza; que en ella cada cosa engendra su semejante. Y así, ¿qué podrá engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación? El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu son grande parte para que las musas más estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que le colmen de maravilla y de contento. Acontece tener un padre un hijo feo y sin gracia alguna, y el amor que le tiene le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas, antes las juzga por discreciones y lindezas y las cuenta a sus amigos por agudezas y donaires. Pero yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de Don Quijote, no quiero irme con la corriente del uso, ni suplicarte, casi con las lágrimas en los ojos, como otros hacen, lector carísimo, que perdones o disimules las faltas que en este mi hijo vieres; y ni eres su pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más pintado, y estás en tu casa, donde eres señor della, como el rey de sus alcabalas, y sabes lo que comúnmente se dice: que debajo de mi manto, al rey mato. Todo lo cual te esenta y hace libre de todo respecto y obligación; y así, puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin temor que te calunien por el mal ni te premien por el bien que dijeres della.
Sólo quisiera dártela monda y desnuda, sin el ornato de prólogo, ni de la inumerabilidad y catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que al principio de los libros suelen ponerse. Porque te sé decir que, aunque me costó algún trabajo componerla, ninguno tuve por mayor que hacer esta prefación que vas leyendo. Muchas veces tomé la pluma para escribille y muchas la dejé, por no saber lo que escribiría; y, estando una suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría, entró a deshora un amigo mío, gracioso y bien entendido, el cual, viéndome tan imaginativo, me preguntó la causa; y, no encubriéndosela yo, le dije que pensaba en el prólogo que había de hacer a la historia de don Quijote, y que me tenía de suerte que ni quería hacerle, ni menos sacar a luz las hazañas de tan noble caballero.
-Porque, ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años a cuestas, con una leyenda seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de concetos y falta de toda erudición y doctrina; sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos, que admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes? Pues ¿qué, cuando citan la Divina Escritura? No dirán sino que son unos santos Tomases y otros doctores de la Iglesia; guardando en esto un decoro tan ingenioso, que en un renglón han pintado un enamorado destraído y en otro hacen un sermoncico cristiano, que es un contento y un regalo oílle o leelle. De todo esto ha de carecer mi libro, porque ni tengo qué acotar en el margen, ni qué anotar en el fin, ni menos sé qué autores sigo en él, para ponerlos al principio, como hacen todos, por las letras del A B C, comenzando en Aristóteles y acabando en Xenofonte y en Zoílo o Zeuxis, aunque fue maldiciente el uno y pintor el otro. También ha de carecer mi libro de sonetos al principio, a lo menos de sonetos cuyos autores sean duques, marqueses, condes, obispos, damas o poetas celebérrimos; aunque, si yo los pidiese a dos o tres oficiales amigos, yo sé que me los darían, y tales, que no les igualasen los de aquellos que tienen más nombre en nuestra España. En fin, señor y amigo mío -proseguí-, yo determino que el señor don Quijote se quede sepultado en sus archivos en la Mancha, hasta que el cielo depare quien le adorne de tantas cosas como le faltan; porque yo me hallo incapaz de remediarlas, por mi insuficiencia y pocas letras, y porque naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos. De aquí nace la suspensión y elevamiento, amigo, en que me hallastes; bastante causa para ponerme en ella la que de mí habéis oído.
Oyendo lo cual mi amigo, dándose una palmada en la frente y disparando en una carga de risa, me dijo:
-Por Dios, hermano, que agora me acabo de desengañar de un engaño en que he estado todo el mucho tiempo que ha que os conozco, en el cual siempre os he tenido por discreto y prudente en todas vuestras aciones. Pero agora veo que estáis tan lejos de serlo como lo está el cielo de la tierra. ¿Cómo que es posible que cosas de tan poco momento y tan fáciles de remediar puedan tener fuerzas de suspender y absortar un ingenio tan maduro como el vuestro, y tan hecho a romper y atropellar por otras dificultades mayores? A la fe, esto no nace de falta de habilidad, sino de sobra de pereza y penuria de discurso. ¿Queréis ver si es verdad lo que digo? Pues estadme atento y veréis cómo, en un abrir y cerrar de ojos, confundo todas vuestras dificultades y remedio todas las faltas que decís que os suspenden y acobardan para dejar de sacar a la luz del mundo la historia de vuestro famoso don Quijote, luz y espejo de toda la caballería andante.
-Decid -le repliqué yo, oyendo lo que me decía-: ¿de qué modo pensáis llenar el vacío de mi temor y reducir a claridad el caos de mi confusión?
A lo cual él dijo:
-Lo primero en que reparáis de los sonetos, epigramas o elogios que os faltan para el principio, y que sean de personajes graves y de título, se puede remediar en que vos mesmo toméis algún trabajo en hacerlos, y después los podéis bautizar y poner el nombre que quisiéredes, ahijándolos al Preste Juan de las Indias o al Emperador de Trapisonda, de quien yo sé que hay noticia que fueron famosos poetas; y cuando no lo hayan sido y hubiere algunos pedantes y bachilleres que por detrás os muerdan y murmuren desta verdad, no se os dé dos maravedís; porque, ya que os averigüen la mentira, no os han de cortar la mano con que lo escribistes.
»En lo de citar en las márgenes los libros y autores de donde sacáredes las sentencias y dichos que pusiéredes en vuestra historia, no hay más sino hacer, de manera que venga a pelo, algunas sentencias o latines que vos sepáis de memoria, o, a lo menos, que os cuesten poco trabajo el buscalle; como será poner, tratando de libertad y cautiverio:
Non bene pro toto libertas venditur auro.
Y luego, en el margen, citar a Horacio o a quien lo dijo. Si tratáredes del poder de la muerte, acudir luego con:
Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas,
regumque turres.
Si de la amistad y amor que Dios manda que se tenga al enemigo, entraros luego al punto por la Escritura Divina, que lo podéis hacer con tantico de curiosidad, y decir las palabras, por lo menos, del mismo Dios: Ego autem dico vobis: diligite inimicos vestros. Si tratáredes de malos pensamientos, acudid con el Evangelio: De corde exeunt cogitationes malae. Si de la instabilidad de los amigos, ahí está Catón, que os dará su dístico:
Donec eris felix, multos numerabis amicos,
tempora si fuerint nubila, solus eris.
Y con estos latinicos y otros tales os tendrán siquiera por gramático, que el serlo no es de poca honra y provecho el día de hoy.
»En lo que toca el poner anotaciones al fin del libro, seguramente lo podéis hacer desta manera: si nombráis algún gigante en vuestro libro, hacelde que sea el gigante Golías, y con sólo esto, que os costará casi nada, tenéis una grande anotación, pues podéis poner: “El gigante Golías, o Goliat, fue un filisteo a quien el pastor David mató de una gran pedrada en el valle de Terebinto, según se cuenta en el Libro de los Reyes, en el capítulo que vos halláredes que se escribe”. Tras esto, para mostraros hombre erudito en letras humanas y cosmógrafo, haced de modo como en vuestra historia se nombre el río Tajo, y veréisos luego con otra famosa anotación, poniendo: “El río Tajo fue así dicho por un rey de las Españas; tiene su nacimiento en tal lugar y muere en el mar océano, besando los muros de la famosa ciudad de Lisboa; y es opinión que tiene las arenas de oro, etc.”. Si tratáredes de ladrones, yo os diré la historia de Caco, que la sé de coro; si de mujeres rameras, ahí está el obispo de Mondoñedo, que os prestará a Lamia, Laida y Flora, cuya anotación os dará gran crédito; si de crueles, Ovidio os entregará a Medea; si de encantadores y hechiceras, Homero tiene a Calipso, y Virgilio a Circe; si de capitanes valerosos, el mesmo Julio César os prestará a sí mismo en sus Comentarios, y Plutarco os dará mil Alejandros. Si tratáredes de amores, con dos onzas que sepáis de la lengua toscana, toparéis con León Hebreo, que os hincha las medidas. Y si no queréis andaros por tierras extrañas, en vuestra casa tenéis a Fonseca, Del amor de Dios, donde se cifra todo lo que vos y el más ingenioso acertare a desear en tal materia. En resolución, no hay más sino que vos procuréis nombrar estos nombres, o tocar estas historias en la vuestra, que aquí he dicho, y dejadme a mí el cargo de poner las anotaciones y acotaciones; que yo os voto a tal de llenaros las márgenes y de gastar cuatro pliegos en el fin del libro.
»Vengamos ahora a la citación de los autores que los otros libros tienen, que en el vuestro os faltan. El remedio que esto tiene es muy fácil, porque no habéis de hacer otra cosa que buscar un libro que los acote todos, desde la A hasta la Z, como vos decís. Pues ese mismo abecedario pondréis vos en vuestro libro; que, puesto que a la clara se vea la mentira, por la poca necesidad que vos teníades de aprovecharos dellos, no importa nada; y quizá alguno habrá tan simple, que crea que de todos os habéis aprovechado en la simple y sencilla historia vuestra; y, cuando no sirva de otra cosa, por lo menos servirá aquel largo catálogo de autores a dar de improviso autoridad al libro. Y más, que no habrá quien se ponga a averiguar si los seguistes o no los seguistes, no yéndole nada en ello. Cuanto más que, si bien caigo en la cuenta, este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de aquellas que vos decís que le falta, porque todo él es una invectiva contra los libros de caballerías, de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón; ni caen debajo de la cuenta de sus fabulosos disparates las puntualidades de la verdad, ni las observaciones de la astrología; ni le son de importancia las medidas geométricas, ni la confutación de los argumentos de quien se sirve la retórica; ni tiene para qué predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino, que es un género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento. Sólo tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo; que, cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere. Y, pues esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo; pintando, en todo lo que alcanzáredes y fuere posible, vuestra intención, dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos. Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más; que si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco.
Con silencio grande estuve escuchando lo que mi amigo me decía, y de tal manera se imprimieron en mí sus razones que, sin ponerlas en disputa, las aprobé por buenas y de ellas mismas quise hacer este prólogo; en el cual verás, lector suave, la discreción de mi amigo, la buena ventura mía en hallar en tiempo tan necesitado tal consejero, y el alivio tuyo en hallar tan sincera y tan sin revueltas la historia del famoso don Quijote de la Mancha, de quien hay opinión, por todos los habitadores del distrito del campo de Montiel, que fue el más casto enamorado y el más valiente caballero que de muchos años a esta parte se vio en aquellos contornos. Yo no quiero encarecerte el servicio que te hago en darte a conocer tan noble y tan honrado caballero, pero quiero que me agradezcas el conocimiento que tendrás del famoso Sancho Panza, su escudero, en quien, a mi parecer, te doy cifradas todas las gracias escuderiles que en la caterva de los libros vanos de caballerías están esparcidas.
Y con esto, Dios te dé salud y a mí no olvide.
Vale
Al libro de don Quijote de la Mancha, Urganda la desconocida
Si de llegarte a los bue-,
libro, fueres con letu-,
no te dirá el boquirru-
que no pones bien los de-.
Mas si el pan no se te cue- 5
por ir a manos de idio-,
verás de manos a bo-,
aun no dar una en el cla-,
si bien se comen las ma-
por mostrar que son curio-. 10
Y, pues la espiriencia ense-
que el que a buen árbol se arri-
buena sombra le cobi-,
en Béjar tu buena estre-
un árbol real te ofre- 15
que da príncipes por fru-,
en el cual floreció un du-
que es nuevo Alejandro Ma-:
llega a su sombra, que a osa-
favorece la fortu-. 20
De un noble hidalgo manche-
contarás las aventu-,
a quien ociosas letu-,
trastornaron la cabe-:
damas, armas, caballe-, 25
le provocaron de mo-,
que, cual Orlando furio-,
templado a lo enamora-,
alcanzó a fuerza de bra-
a Dulcinea del Tobo-. 30
No indiscretos hieroglí-
estampes en el escu-,
que, cuando es todo figu-,
con ruines puntos se envi-.
Si en la dirección te humi-, 35
no dirá, mofante, algu-:
«¡Qué don Álvaro de Lu-,
qué Aníbal el de Carta-,
qué rey Francisco en Espa-
se queja de la Fortu-!» 40
Pues al cielo no le plu-
que salieses tan ladi-
como el negro Juan Lati-,
hablar latines rehú-.
No me despuntes de agu-, 45
ni me alegues con filó-,
porque, torciendo la bo-,
dirá el que entiende la le-,
no un palmo de las ore-:
«¿Para qué conmigo flo-?» 50
No te metas en dibu-,
ni en saber vidas aje-,
que, en lo que no va ni vie-,
pasar de largo es cordu-,
que suelen en caperu- 55
darles a los que grace-;
mas tú quémate las ce-
sólo en cobrar buena fa-;
que el que imprime neceda-
dalas a censo perpe-. 60
Advierte que es desati-,
siendo de vidrio el teja-,
tomar piedras en las ma-
para tirar al veci-.
Deja que el hombre de jui-, 65
en las obras que compo-,
se vaya con pies de plo-;
que el que saca a luz pape-
para entretener donce-
escribe a tontas y a lo-. 70
Amadís de Gaula a don Quijote de la Mancha
Soneto
Tú, que imitaste la llorosa vida
que tuve, ausente y desdeñado sobre
el gran ribazo de la Peña Pobre,
de alegre a penitencia reducida;
tú, a quien los ojos dieron la bebida 5
de abundante licor, aunque salobre,
y alzándote la plata, estaño y cobre,
te dio la tierra en tierra la comida,
vive seguro de que eternamente,
en tanto, al menos, que en la cuarta esfera, 10
sus caballos aguije el rubio Apolo,
tendrás claro renombre de valiente;
tu patria será en todas la primera;
tu sabio autor, al mundo único y solo.
Don Belianís de Grecia a don Quijote de la Mancha
Soneto
Rompí, corté, abollé, y dije y hice
más que en el orbe caballero andante;
fui diestro, fui valiente, fui arrogante;
mil agravios vengué, cien mil deshice.
Hazañas di a la Fama que eternice; 5
fui comedido y regalado amante;
fue enano para mí todo gigante,
y al duelo en cualquier punto satisfice.
Tuve a mis pies postrada la Fortuna,
y trajo del copete mi cordura 10
a la calva Ocasión al estricote.
Más, aunque sobre el cuerno de la luna
siempre se vio encumbrada mi ventura,
tus proezas envidio, ¡oh gran Quijote!
La señora Oriana a Dulcinea del Toboso
Soneto
¡Oh, quién tuviera, hermosa Dulcinea,
por más comodidad y más reposo,
a Miraflores puesto en el Toboso,
y trocara sus Londres con tu aldea!
¡Oh, quién de tus deseos y librea 5
alma y cuerpo adornara, y del famoso
caballero que hiciste venturoso
mirara alguna desigual pelea!
¡Oh, quién tan castamente se escapara
del señor Amadís como tú hiciste 10
del comedido hidalgo don Quijote!
Que así envidiada fuera, y no envidiara,
y fuera alegre el tiempo que fue triste,
y gozara los gustos sin escote.
Gandalín, escudero de Amadís de Gaula, a Sancho Panza, escudero de don Quijote
Soneto
Salve, varón famoso, a quien Fortuna,
cuando en el trato escuderil te puso,
tan blanda y cuerdamente lo dispuso,
que lo pasaste sin desgracia alguna.
Ya la azada o la hoz poco repugna 5
al andante ejercicio; ya está en uso
la llaneza escudera, con que acuso
al soberbio que intenta hollar la luna.
Envidio a tu jumento y a tu nombre,
y a tus alforjas igualmente invidio, 10
que mostraron tu cuerda providencia.
Salve otra vez, ¡oh Sancho!, tan buen hombre,
que a solo tú nuestro español Ovidio
con buzcorona te hace reverencia.
Del Donoso, poeta entreverado, a Sancho Panza y Rocinante
Soy Sancho Panza, escude-
del manchego don Quijo-.
Puse pies en polvoro-,
por vivir a lo discre-;
que el tácito Villadie- 5
toda su razón de esta-
cifró en una retira-,
según siente Celesti-,
libro, en mi opinión, divi-
si encubriera más lo huma-. 10
A Rocinante
Soy Rocinante, el famo-,
bisnieto del gran Babie-.
Por pecados de flaque-,
fui a poder de un don Quijo-.
Parejas corrí a lo flo-; 15
mas, por uña de caba-,
no se me escapó ceba-;
que esto saqué a Lazari-
cuando, para hurtar el vi-
al ciego, le di la pa-. 20
Orlando furioso a don Quijote de la Mancha
Soneto
Si no eres par, tampoco le has tenido:
que par pudieras ser entre mil pares;
ni puede haberle donde tú te hallares,
invito vencedor, jamás vencido.
Orlando soy, Quijote, que, perdido 5
por Angélica, vi remotos mares,
ofreciendo a la Fama en sus altares
aquel valor que respetó el olvido.
No puedo ser tu igual; que este decoro
se debe a tus proezas y a tu fama, 10
puesto que, como yo, perdiste el seso.
Mas serlo has mío, si al soberbio moro
y cita fiero domas, que hoy nos llama
iguales en amor con mal suceso.
El Caballero del Febo a don Quijote de la Mancha
Soneto
A vuestra espada no igualó la mía,
Febo español, curioso cortesano,
ni a la alta gloria de valor mi mano,
que rayo fue do nace y muere el día.
Imperios desprecié; la monarquía 5
que me ofreció el Oriente rojo en vano
dejé, por ver el rostro soberano
de Claridiana, aurora hermosa mía.
Améla por milagro único y raro,
y, ausente en su desgracia, el propio infierno 10
temió mi brazo, que domó su rabia.
Mas vos, godo Quijote, ilustre y claro,
por Dulcinea sois al mundo eterno,
y ella, por vos, famosa, honesta y sabia.
De Solisdán a don Quijote de la Mancha
Soneto
Maguer, señor Quijote, que sandeces
vos tengan el cerbelo derrumbado,
nunca seréis de alguno reprochado
por home de obras viles y soeces.
Serán vuesas fazañas los joeces, 5
pues tuertos desfaciendo habéis andado,
siendo vegadas mil apaleado
por follones cautivos y raheces.
Y si la vuesa linda Dulcinea
desaguisado contra vos comete, 10
ni a vuesas cuitas muestra buen talante,
en tal desmán, vueso conorte sea
que Sancho Panza fue mal alcagüete,
necio él, dura ella, y vos no amante.
Diálogo entre Babieca y Rocinante
Soneto
B.
¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?
R.
Porque nunca se come y se trabaja.
B.
Pues ¿qué es de la cebada y de la paja?
R.
No me deja mi amo ni un bocado.
B.
Andá, señor, que estáis muy mal criado, 5
pues vuestra lengua de asno al amo ultraja.
R.
Asno se es de la cuna a la mortaja.
¿Queréislo ver? Miraldo enamorado.
B.
¿Es necedad amar?
R.
No es gran prudencia.
B.
Metafísico estáis.
R.
Es que no como. 10
B.
Quejaos del escudero.
R.
No es bastante.
¿Cómo me he de quejar en mi dolencia,
si el amo y escudero o mayordomo
son tan rocines como Rocinante?
Capítulo primero
Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo don Quijote de la Mancha
EN UN LUGAR de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben; aunque, por conjeturas verosímiles, se deja entender que se llamaba Quejana. Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda. Y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura. Y también cuando leía: ... los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianís daba y recebía, porque se imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra, como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar -que era hombre docto, graduado en Sigüenza-, sobre cuál había sido mejor caballero: Palmerín de Ingalaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mesmo pueblo, decía que ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas sonadas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el Caballero de la Ardiente Espada, que de sólo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles había muerto a Roldán, el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser de aquella generación gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien criado. Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma que era todo de oro, según dice su historia. Diera él, por dar una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía y aun a su sobrina de añadidura.
En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más estraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo; y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos, del imperio de Trapisonda; y así, con estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se dio priesa a poner en efeto lo que deseaba.
Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo, pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que, encajada con el morrión, hacían una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana; y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y, por asegurarse deste peligro, la tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera que él quedó satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia della, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje.
Fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía más cuartos que un real y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría; porque, según se decía él a sí mesmo, no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y ansí, procuraba acomodársele de manera que declarase quién había sido, antes que fuese de caballero andante, y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón que, mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba. Y así, después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante: nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo.
Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don Quijote; de donde -como queda dicho- tomaron ocasión los autores desta tan verdadera historia que, sin duda, se debía de llamar Quijada, y no Quesada, como otros quisieron decir. Pero, acordándose que el valeroso Amadís no sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por Hepila famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse don Quijote de la Mancha, con que, a su parecer, declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.
Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma. Decíase él:
-Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o, finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle presentado y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y rendido: «Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante?».
¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo, ni le dio cata dello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y, buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso, porque era natural del Toboso; nombre, a su parecer, músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.
Capítulo II
Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso don Quijote
HECHAS, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efeto su pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza, según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que emendar, y abusos que mejorar y deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de su intención, y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza y, por la puerta falsa de un corral, salió al campo con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo. Mas, apenas se vio en el campo, cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no era armado caballero y que, conforme a ley de caballería, ni podía ni debía tomar armas con ningún caballero; y, puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas, pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un armiño; y con esto se quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras.
Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mesmo y diciendo:
-¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, desta manera?: «Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel».
Y era la verdad que por él caminaba. Y añadió diciendo:
-Dichosa edad, y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina historia, ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras!
Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado:
-¡Oh princesa Dulcinea, señora deste cautivo corazón!, mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece.
Con éstos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto, caminaba tan despacio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera.
Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba, porque quisiera topar luego luego con quien hacer experiencia del valor de su fuerte brazo. Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento; pero, lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito en los Anales de la Mancha, es que él anduvo todo aquel día y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre; y que, mirando a todas partes por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de pastores donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos del camino por donde iba, una venta, que fue como si viera una estrella que, no a los portales, sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Diose priesa a caminar y llegó a ella a tiempo que anochecía.
Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, destas que llaman del partido, las cuales iban a Sevilla con unos arrieros que en la venta aquella noche acertaron a hacer jornada; y, como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído, luego que vio la venta, se le representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadiza y honda cava, con todos aquellos adherentes que semejantes castillos se pintan. Fuese llegando a la venta, que a él le parecía castillo, y a poco trecho della detuvo las riendas a Rocinante, esperando que algún enano se pusiese entre las almenas a dar señal con alguna trompeta de que llegaba caballero al castillo. Pero, como vio que se tardaban y que Rocinante se daba priesa por llegar a la caballeriza, se llegó a la puerta de la venta, y vio a las dos destraídas mozas que allí estaban, que a él le parecieron dos hermosas doncellas o dos graciosas damas que delante de la puerta del castillo se estaban solazando. En esto, sucedió acaso que un porquero que andaba recogiendo de unos rastrojos una manada de puercos -que, sin perdón, así se llaman- tocó un cuerno, a cuya señal ellos se recogen, y al instante se le representó a don Quijote lo que deseaba, que era que algún enano hacía señal de su venida; y así, con estraño contento, llegó a la venta y a las damas, las cuales, como vieron venir un hombre de aquella suerte, armado y con lanza y adarga, llenas de miedo, se iban a entrar en la venta; pero don Quijote, coligiendo por su huida su miedo, alzándose la visera de papelón y descubriendo su seco y polvoroso rostro, con gentil talante y voz reposada, les dijo:
-No fuyan las vuestras mercedes ni teman desaguisado alguno; ca a la orden de caballería que profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas doncellas como vuestras presencias demuestran.
Mirábanle las mozas y andaban con los ojos buscándole el rostro, que la mala visera le encubría; mas, como se oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la risa, y fue de manera que don Quijote vino a correrse y a decirles:
-Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez además la risa que de leve causa procede; pero no vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante; que el mío non es de ál que de serviros.
El lenguaje, no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro caballero acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo; y pasara muy adelante si a aquel punto no saliera el ventero, hombre que, por ser muy gordo, era muy pacífico, el cual, viendo aquella figura contrahecha, armada de armas tan desiguales como eran la brida, lanza, adarga y coselete, no estuvo en nada en acompañar a las doncellas en las muestras de su contento. Mas, en efeto, temiendo la máquina de tantos pertrechos, determinó de hablarle comedidamente; y así, le dijo:
-Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho (porque en esta venta no hay ninguno), todo lo demás se hallará en ella en mucha abundancia.
Viendo don Quijote la humildad del alcaide de la fortaleza, que tal le pareció a él el ventero y la venta, respondió:
-Para mí, señor castellano, cualquiera cosa basta, porque
mis arreos son las armas,
mi descanso el pelear, etc.
Pensó el huésped que el haberle llamado castellano había sido por haberle parecido de los sanos de Castilla, aunque él era andaluz y de los de la playa de Sanlúcar, no menos ladrón que Caco, ni menos maleante que estudiantado paje; y así, le respondió:
-Según eso, las camas de vuestra merced serán duras peñas, y su dormir, siempre velar; y siendo así, bien se puede apear, con seguridad de hallar en esta choza ocasión y ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto más en una noche.
Y, diciendo esto, fue a tener el estribo a don Quijote, el cual se apeó con mucha dificultad y trabajo, como aquel que en todo aquel día no se había desayunado.
Dijo luego al huésped que le tuviese mucho cuidado de su caballo, porque era la mejor pieza que comía pan en el mundo. Miróle el ventero, y no le pareció tan bueno como don Quijote decía, ni aun la mitad; y, acomodándole en la caballeriza, volvió a ver lo que su huésped mandaba, al cual estaban desarmando las doncellas, que ya se habían reconciliado con él; las cuales, aunque le habían quitado el peto y el espaldar, jamás supieron ni pudieron desencajarle la gola, ni quitalle la contrahecha celada, que traía atada con unas cintas verdes, y era menester cortarlas, por no poderse quitar los ñudos; mas él no lo quiso consentir en ninguna manera, y así, se quedó toda aquella noche con la celada puesta, que era la más graciosa y estraña figura que se pudiera pensar; y, al desarmarle, como él se imaginaba que aquellas traídas y llevadas que le desarmaban eran algunas principales señoras y damas de aquel castillo, les dijo con mucho donaire:
-Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera don Quijote
cuando de su aldea vino:
doncellas curaban dél;
princesas, del su rocino,
o Rocinante, que éste es el nombre, señoras mías, de mi caballo, y don Quijote de la Mancha el mío; que, puesto que no quisiera descubrirme fasta que las fazañas fechas en vuestro servicio y pro me descubrieran, la fuerza de acomodar al propósito presente este romance viejo de Lanzarote ha sido causa que sepáis mi nombre antes de toda sazón; pero, tiempo vendrá en que las vuestras señorías me manden y yo obedezca, y el valor de mi brazo descubra el deseo que tengo de serviros.
Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no respondían palabra; sólo le preguntaron si quería comer alguna cosa.
-Cualquiera yantaría yo -respondió don Quijote-, porque, a lo que entiendo, me haría mucho al caso.
A dicha, acertó a ser viernes aquel día, y no había en toda la venta sino unas raciones de un pescado que en Castilla llaman abadejo, y en Andalucía bacallao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela. Preguntáronle si por ventura comería su merced truchuela, que no había otro pescado que dalle a comer.
-Como haya muchas truchuelas -respondió don Quijote-, podrán servir de una trucha, porque eso se me da que me den ocho reales en sencillos que en una pieza de a ocho. Cuanto más, que podría ser que fuesen estas truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón. Pero, sea lo que fuere, venga luego, que el trabajo y peso de las armas no se puede llevar sin el gobierno de las tripas.
Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y trújole el huésped una porción del mal remojado y peor cocido bacallao, y un pan tan negro y mugriento como sus armas; pero era materia de grande risa verle comer, porque, como tenía puesta la celada y alzada la visera, no podía poner nada en la boca con sus manos si otro no se lo daba y ponía; y ansí, una de aquellas señoras servía deste menester. Mas, al darle de beber, no fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una caña, y, puesto el un cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino; y todo esto lo recebía en paciencia, a trueco de no romper las cintas de la celada.
Estando en esto, llegó acaso a la venta un castrador de puercos; y, así como llegó, sonó su silbato de cañas cuatro o cinco veces, con lo cual acabó de confirmar don Quijote que estaba en algún famoso castillo, y que le servían con música, y que el abadejo eran truchas; el pan, candeal; y las rameras, damas; y el ventero, castellano del castillo, y con esto daba por bien empleada su determinación y salida. Mas lo que más le fatigaba era el no verse armado caballero, por parecerle que no se podría poner legítimamente en aventura alguna sin recebir la orden de caballería.
Capítulo III
Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quijote en armarse caballero
Y ASÍ, fatigado deste pensamiento, abrevió su venteril y limitada cena; la cual acabada, llamó al ventero y, encerrándose con él en la caballeriza, se hincó de rodillas ante él, diciéndole:
-No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, fasta que la vuestra cortesía me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en pro del género humano.
El ventero, que vio a su huésped a sus pies y oyó semejantes razones, estaba confuso mirándole, sin saber qué hacerse ni decirle, y porfiaba con él que se levantase, y jamás quiso, hasta que le hubo de decir que él le otorgaba el don que le pedía.
-No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío -respondió don Quijote-; y así, os digo que el don que os he pedido, y de vuestra liberalidad me ha sido otorgado, es que mañana en aquel día me habéis de armar caballero, y esta noche en la capilla deste vuestro castillo velaré las armas; y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para poder, como se debe, ir por todas las cuatro partes del mundo buscando las aventuras, en pro de los menesterosos, como está a cargo de la caballería y de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo deseo a semejantes fazañas es inclinado.
El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando acabó de oírle semejantes razones, y, por tener qué reír aquella noche, determinó de seguirle el humor; y así, le dijo que andaba muy acertado en lo que deseaba y pedía, y que tal prosupuesto era propio y natural de los caballeros tan principales como él parecía y como su gallarda presencia mostraba; y que él, ansimesmo, en los años de su mocedad, se había dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo buscando sus aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de Riarán, Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de Granada, Playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas de Toledo y otras diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies, sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas y engañando a algunos pupilos y, finalmente, dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda España; y que, a lo último, se había venido a recoger a aquel su castillo, donde vivía con su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos los caballeros andantes, de cualquiera calidad y condición que fuesen, sólo por la mucha afición que les tenía y porque partiesen con él de sus haberes, en pago de su buen deseo.
Díjole también que en aquel su castillo no había capilla alguna donde poder velar las armas, porque estaba derribada para hacerla de nuevo; pero que, en caso de necesidad, él sabía que se podían velar dondequiera, y que aquella noche las podría velar en un patio del castillo; que a la mañana, siendo Dios servido, se harían las debidas ceremonias, de manera que él quedase armado caballero, y tan caballero que no pudiese ser más en el mundo.
Preguntóle si traía dineros; respondió don Quijote que no traía blanca, porque él nunca había leído en las historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese traído. A esto dijo el ventero que se engañaba; que, puesto caso que en las historias no se escribía, por haberles parecido a los autores dellas que no era menester escrebir una cosa tan clara y tan necesaria de traerse como eran dineros y camisas limpias, no por eso se había de creer que no los trujeron; y así, tuviese por cierto y averiguado que todos los caballeros andantes, de que tantos libros están llenos y atestados, llevaban bien herradas las bolsas, por lo que pudiese sucederles; y que asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de ungüentos para curar las heridas que recebían, porque no todas veces en los campos y desiertos donde se combatían y salían heridos había quien los curase, si ya no era que tenían algún sabio encantador por amigo, que luego los socorría, trayendo por el aire, en alguna nube, alguna doncella o enano con alguna redoma de agua de tal virtud que, en gustando alguna gota della, luego al punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno hubiesen tenido. Mas que, en tanto que esto no hubiese, tuvieron los pasados caballeros por cosa acertada que sus escuderos fuesen proveídos de dineros y de otras cosas necesarias, como eran hilas y ungüentos para curarse; y, cuando sucedía que los tales caballeros no tenían escuderos, que eran pocas y raras veces, ellos mesmos lo llevaban todo en unas alforjas muy sutiles, que casi no se parecían, a las ancas del caballo, como que era otra cosa de más importancia; porque, no siendo por ocasión semejante, esto de llevar alforjas no fue muy admitido entre los caballeros andantes; y por esto le daba por consejo, pues aún se lo podía mandar como a su ahijado, que tan presto lo había de ser, que no caminase de allí adelante sin dineros y sin las prevenciones referidas, y que vería cuán bien se hallaba con ellas cuando menos se pensase.
Prometióle don Quijote de hacer lo que se le aconsejaba con toda puntualidad; y así, se dio luego orden como velase las armas en un corral grande que a un lado de la venta estaba; y, recogiéndolas don Quijote todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba y, embrazando su adarga, asió de su lanza y con gentil continente se comenzó a pasear delante de la pila; y cuando comenzó el paseo comenzaba a cerrar la noche.
Contó el ventero a todos cuantos estaban en la venta la locura de su huésped, la vela de las armas y la armazón de caballería que esperaba. Admiráronse de tan estraño género de locura y fuéronselo a mirar desde lejos, y vieron que, con sosegado ademán, unas veces se paseaba; otras, arrimado a su lanza, ponía los ojos en las armas, sin quitarlos por un buen espacio dellas. Acabó de cerrar la noche, pero con tanta claridad de la luna, que podía competir con el que se la prestaba, de manera que cuanto el novel caballero hacía era bien visto de todos. Antojósele en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas de don Quijote, que estaban sobre la pila; el cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo:
-¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del más valeroso andante que jamás se ciñó espada!, mira lo que haces y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento.
No se curó el arriero destas razones (y fuera mejor que se curara, porque fuera curarse en salud); antes, trabando de las correas, las arrojó gran trecho de sí. Lo cual visto por don Quijote, alzó los ojos al cielo y, puesto el pensamiento -a lo que pareció- en su señora Dulcinea, dijo:
-Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a este vuestro avasallado pecho se le ofrece; no me desfallezca en este primero trance vuestro favor y amparo.
Y, diciendo estas y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos y dio con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo, tan maltrecho que, si segundara con otro, no tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho esto, recogió sus armas y tornó a pasearse con el mismo reposo que primero. Desde allí a poco, sin saberse lo que había pasado (porque aún estaba aturdido el arriero), llegó otro con la mesma intención de dar agua a sus mulos; y, llegando a quitar las armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quijote palabra y sin pedir favor a nadie, soltó otra vez la adarga y alzó otra vez la lanza y, sin hacerla pedazos, hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque se la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto don Quijote, embrazó su adarga y, puesta mano a su espada, dijo:
-¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío! Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero, que tamaña aventura está atendiendo.
Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo, que si le acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el pie atrás. Los compañeros de los heridos, que tales los vieron, comenzaron desde lejos a llover piedras sobre don Quijote, el cual, lo mejor que podía, se reparaba con su adarga, y no se osaba apartar de la pila por no desamparar las armas. El ventero daba voces que le dejasen, porque ya les había dicho como era loco, y que por loco se libraría, aunque los matase a todos. También don Quijote las daba, mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y que el señor del castillo era un follón y mal nacido caballero, pues de tal manera consentía que se tratasen los andantes caballeros; y que si él hubiera recebido la orden de caballería, que él le diera a entender su alevosía:
-Pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid y ofendedme en cuanto pudiéredes, que vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra sandez y demasía.
Decía esto con tanto brío y denuedo, que infundió un terrible temor en los que le acometían; y, así por esto como por las persuasiones del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó retirar a los heridos y tornó a la vela de sus armas con la misma quietud y sosiego que primero.
No le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped, y determinó abreviar y darle la negra orden de caballería luego, antes que otra desgracia sucediese. Y así, llegándose a él, se desculpó de la insolencia que aquella gente baja con él había usado, sin que él supiese cosa alguna; pero que bien castigados quedaban de su atrevimiento. Díjole cómo ya le había dicho que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba de hacer tampoco era necesaria; que todo el toque de quedar armado caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según él tenía noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se podía hacer, y que ya había cumplido con lo que tocaba al velar de las armas, que con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más, que él había estado más de cuatro. Todo se lo creyó don Quijote, y dijo que él estaba allí pronto para obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad que pudiese; porque si fuese otra vez acometido y se viese armado caballero, no pensaba dejar persona viva en el castillo, eceto aquellas que él le mandase, a quien por su respeto dejaría.
Advertido y medroso desto el castellano, trujo luego un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino adonde don Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas; y, leyendo en su manual, como que decía alguna devota oración, en mitad de la leyenda alzó la mano y diole sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su mesma espada, un gentil espaldarazo, siempre murmurando entre dientes, como que rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción, porque no fue menester poca para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero las proezas que ya habían visto del novel caballero les tenía la risa a raya. Al ceñirle la espada, dijo la buena señora:
-Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dé ventura en lides.
Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, porque él supiese de allí adelante a quién quedaba obligado por la merced recebida; porque pensaba darle alguna parte de la honra que alcanzase por el valor de su brazo. Ella respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un remendón natural de Toledo que vivía a las tendillas de Sancho Bienaya, y que dondequiera que ella estuviese le serviría y le tendría por señor. Don Quijote le replicó que, por su amor, le hiciese merced que de allí adelante se pusiese don y se llamase doña Tolosa. Ella se lo prometió, y la otra le calzó la espuela, con la cual le pasó casi el mismo coloquio que con la de la espada: preguntóle su nombre, y dijo que se llamaba la Molinera, y que era hija de un honrado molinero de Antequera; a la cual también rogó don Quijote que se pusiese don y se llamase doña Molinera, ofreciéndole nuevos servicios y mercedes.
Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca vistas ceremonias, no vio la hora don Quijote de verse a caballo y salir buscando las aventuras; y, ensillando luego a Rocinante, subió en él y, abrazando a su huésped, le dijo cosas tan estrañas, agradeciéndole la merced de haberle armado caballero, que no es posible acertar a referirlas. El ventero, por verle ya fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con más breves palabras, respondió a las suyas y, sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir a la buen hora.
Capítulo IV
De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la venta
LA DEL ALBA sería cuando don Quijote salió de la venta, tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo. Mas, viniéndole a la memoria los consejos de su huésped cerca de las prevenciones tan necesarias que había de llevar consigo, especial la de los dineros y camisas, determinó volver a su casa y acomodarse de todo, y de un escudero, haciendo cuenta de recebir a un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos, pero muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería. Con este pensamiento guió a Rocinante hacia su aldea, el cual, casi conociendo la querencia, con tanta gana comenzó a caminar, que parecía que no ponía los pies en el suelo.
No había andado mucho, cuando le pareció que a su diestra mano, de la espesura de un bosque que allí estaba, salían unas voces delicadas, como de persona que se quejaba; y apenas las hubo oído, cuando dijo:
-Gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto me pone ocasiones delante donde yo pueda cumplir con lo que debo a mi profesión, y donde pueda coger el fruto de mis buenos deseos. Estas voces, sin duda, son de algún menesteroso o menesterosa que ha menester mi favor y ayuda.
Y, volviendo las riendas, encaminó a Rocinante hacia donde le pareció que las voces salían. Y, a pocos pasos que entró por el bosque, vio atada una yegua a una encina, y atado en otra a un muchacho, desnudo de medio cuerpo arriba, hasta de edad de quince años, que era el que las voces daba; y no sin causa, porque le estaba dando con una pretina muchos azotes un labrador de buen talle, y cada azote le acompañaba con una reprehensión y consejo. Porque decía:
-La lengua queda y los ojos listos.
Y el muchacho respondía:
-No lo haré otra vez, señor mío; por la pasión de Dios, que no lo haré otra vez; y yo prometo de tener de aquí adelante más cuidado con el hato.
Y, viendo don Quijote lo que pasaba, con voz airada dijo:
-Descortés caballero, mal parece tomaros con quien defender no se puede; subid sobre vuestro caballo y tomad vuestra lanza -que también tenía una lanza arrimada a la encina adonde estaba arrendada la yegua-, que yo os haré conocer ser de cobardes lo que estáis haciendo.
El labrador, que vio sobre sí aquella figura llena de armas blandiendo la lanza sobre su rostro, túvose por muerto, y con buenas palabras respondió:
-Señor caballero, este muchacho que estoy castigando es un mi criado, que me sirve de guardar una manada de ovejas que tengo en estos contornos, el cual es tan descuidado, que cada día me falta una; y, porque castigo su descuido, o bellaquería, dice que lo hago de miserable, por no pagalle la soldada que le debo, y en Dios y en mi ánima que miente.
-¿«Miente», delante de mí, ruin villano? -dijo don Quijote-. Por el sol que nos alumbra, que estoy por pasaros de parte a parte con esta lanza. Pagadle luego sin más réplica; si no, por el Dios que nos rige, que os concluya y aniquile en este punto. Desatadlo luego.
El labrador bajó la cabeza y, sin responder palabra, desató a su criado, al cual preguntó don Quijote que cuánto le debía su amo. Él dijo que nueve meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta don Quijote y halló que montaban setenta y tres reales, y díjole al labrador que al momento los desembolsase, si no quería morir por ello. Respondió el medroso villano que para el paso en que estaba y juramento que había hecho -y aún no había jurado nada-, que no eran tantos, porque se le habían de descontar y recebir en cuenta tres pares de zapatos que le había dado y un real de dos sangrías que le habían hecho estando enfermo.
-Bien está todo eso -replicó don Quijote-, pero quédense los zapatos y las sangrías por los azotes que sin culpa le habéis dado; que si él rompió el cuero de los zapatos que vos pagastes, vos le habéis rompido el de su cuerpo; y si le sacó el barbero sangre estando enfermo, vos en sanidad se la habéis sacado; ansí que, por esta parte, no os debe nada.
-El daño está, señor caballero, en que no tengo aquí dineros: véngase Andrés conmigo a mi casa, que yo se los pagaré un real sobre otro.
-¿Irme yo con él? -dijo el muchacho-. Mas ¡mal año! No, señor, ni por pienso; porque, en viéndose solo, me desuelle como a un San Bartolomé.
-No hará tal -replicó don Quijote-: basta que yo se lo mande para que me tenga respeto; y con que él me lo jure por la ley de caballería que ha recebido, le dejaré ir libre y aseguraré la paga.
-Mire vuestra merced, señor, lo que dice -dijo el muchacho-, que este mi amo no es caballero ni ha recebido orden de caballería alguna; que es Juan Haldudo el rico, el vecino del Quintanar.
-Importa poco eso -respondió don Quijote-, que Haldudos puede haber caballeros; cuanto más, que cada uno es hijo de sus obras.
-Así es verdad -dijo Andrés-; pero este mi amo, ¿de qué obras es hijo, pues me niega mi soldada y mi sudor y trabajo?
-No niego, hermano Andrés -respondió el labrador-; y hacedme placer de veniros conmigo, que yo juro por todas las órdenes que de caballerías hay en el mundo de pagaros, como tengo dicho, un real sobre otro, y aun sahumados.
-Del sahumerio os hago gracia -dijo don Quijote-; dadselos en reales, que con eso me contento; y mirad que lo cumpláis como lo habéis jurado; si no, por el mismo juramento os juro de volver a buscaros y a castigaros, y que os tengo de hallar, aunque os escondáis más que una lagartija. Y si queréis saber quién os manda esto, para quedar con más veras obligado a cumplirlo, sabed que yo soy el valeroso don Quijote de la Mancha, el desfacedor de agravios y sinrazones; y a Dios quedad, y no se os parta de las mientes lo prometido y jurado, so pena de la pena pronunciada.
Y, en diciendo esto, picó a su Rocinante, y en breve espacio se apartó dellos. Siguióle el labrador con los ojos, y cuando vio que había traspuesto del bosque y que ya no parecía, volvióse a su criado Andrés y díjole:
-Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo que os debo, como aquel deshacedor de agravios me dejó mandado.
-Eso juro yo -dijo Andrés-; y ¡cómo que andará vuestra merced acertado en cumplir el mandamiento de aquel buen caballero, que mil años viva; que, según es de valeroso y de buen juez, vive Roque, que si no me paga, que vuelva y ejecute lo que dijo!
-También lo juro yo -dijo el labrador-; pero, por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda por acrecentar la paga.
Y, asiéndole del brazo, le tornó a atar a la encina, donde le dio tantos azotes que le dejó por muerto.
-Llamad, señor Andrés, ahora -decía el labrador- al desfacedor de agravios, veréis cómo no desface aquéste; aunque creo que no está acabado de hacer, porque me viene gana de desollaros vivo como vos temíades.
Pero, al fin, le desató y le dio licencia que fuese a buscar su juez, para que ejecutase la pronunciada sentencia. Andrés se partió algo mohíno, jurando de ir a buscar al valeroso don Quijote de la Mancha y contalle punto por punto lo que había pasado, y que se lo había de pagar con las setenas. Pero, con todo esto, él se partió llorando y su amo se quedó riendo.
Y desta manera deshizo el agravio el valeroso don Quijote; el cual, contentísimo de lo sucedido, pareciéndole que había dado felicísimo y alto principio a sus caballerías, con gran satisfación de sí mismo iba caminando hacia su aldea, diciendo a media voz:
-Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas hoy viven en la tierra, ¡oh sobre las bellas bella Dulcinea del Toboso!, pues te cupo en suerte tener sujeto y rendido a toda tu voluntad e talante a un tan valiente y tan nombrado caballero como lo es y será don Quijote de la Mancha, el cual, como todo el mundo sabe, ayer rescibió la orden de caballería, y hoy ha desfecho el mayor tuerto y agravio que formó la sinrazón y cometió la crueldad: hoy quitó el látigo de la mano a aquel despiadado enemigo que tan sin ocasión vapulaba a aquel delicado infante.
En esto, llegó a un camino que en cuatro se dividía, y luego se le vino a la imaginación las encrucejadas donde los caballeros andantes se ponían a pensar cuál camino de aquéllos tomarían y, por imitarlos, estuvo un rato quedo; y, al cabo de haberlo muy bien pensado, soltó la rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del rocín la suya, el cual siguió su primer intento, que fue el irse camino de su caballeriza.
Y, habiendo andado como dos millas, descubrió don Quijote un grande tropel de gente, que, como después se supo, eran unos mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia. Eran seis, y venían con sus quitasoles, con otros cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas a pie. Apenas los divisó don Quijote, cuando se imaginó ser cosa de nueva aventura; y, por imitar en todo cuanto a él le parecía posible los pasos que había leído en sus libros, le pareció venir allí de molde uno que pensaba hacer. Y así, con gentil continente y denuedo, se afirmó bien en los estribos, apretó la lanza, llegó la adarga al pecho y, puesto en la mitad del camino, estuvo esperando que aquellos caballeros andantes llegasen, que ya él por tales los tenía y juzgaba; y, cuando llegaron a trecho que se pudieron ver y oír, levantó don Quijote la voz y con ademán arrogante dijo:
-Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.
Paráronse los mercaderes al son destas razones, y a ver la estraña figura del que las decía; y, por la figura y por las razones, luego echaron de ver la locura de su dueño; mas quisieron ver despacio en qué paraba aquella confesión que se les pedía, y uno dellos, que era un poco burlón y muy mucho discreto, le dijo:
-Señor caballero, nosotros no conocemos quién sea esa buena señora que decís; mostrádnosla: que si ella fuere de tanta hermosura como significáis, de buena gana y sin apremio alguno confesaremos la verdad que por parte vuestra nos es pedida.
-Si os la mostrara -replicó don Quijote-, ¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia. Que, ahora vengáis uno a uno, como pide la orden de caballería, ora todos juntos, como es costumbre y mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en la razón que de mi parte tengo.
-Señor caballero -replicó el mercader-, suplico a vuestra merced, en nombre de todos estos príncipes que aquí estamos, que, porque no encarguemos nuestras conciencias confesando una cosa por nosotros jamás vista ni oída, y más siendo tan en perjuicio de las emperatrices y reinas del Alcarria y Estremadura, que vuestra merced sea servido de mostrarnos algún retrato de esa señora, aunque sea tamaño como un grano de trigo; que por el hilo se sacará el ovillo, y quedaremos con esto satisfechos y seguros, y vuestra merced quedará contento y pagado; y aun creo que estamos ya tan de su parte que, aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y que del otro le mana bermellón y piedra azufre, con todo eso, por complacer a vuestra merced, diremos en su favor todo lo que quisiere.
-No le mana, canalla infame -respondió don Quijote, encendido en cólera-; no le mana, digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones; y no es tuerta ni corcovada, sino más derecha que un huso de Guadarrama. Pero vosotros pagaréis la grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad como es la de mi señora.
Y, en diciendo esto, arremetió con la lanza baja contra el que lo había dicho, con tanta furia y enojo que, si la buena suerte no hiciera que en la mitad del camino tropezara y cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando su amo una buena pieza por el campo; y, queriéndose levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaban la lanza, adarga, espuelas y celada, con el peso de las antiguas armas. Y, entretanto que pugnaba por levantarse y no podía, estaba diciendo:
-¡Non fuyáis, gente cobarde; gente cautiva, atended!; que no por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido.
Un mozo de mulas de los que allí venían, que no debía de ser muy bien intencionado, oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo sufrir sin darle la respuesta en las costillas. Y, llegándose a él, tomó la lanza y, después de haberla hecho pedazos, con uno dellos comenzó a dar a nuestro don Quijote tantos palos que, a despecho y pesar de sus armas, le molió como cibera. Dábanle voces sus amos que no le diese tanto y que le dejase, pero estaba ya el mozo picado y no quiso dejar el juego hasta envidar todo el resto de su cólera; y, acudiendo por los demás trozos de la lanza, los acabó de deshacer sobre el miserable caído, que, con toda aquella tempestad de palos que sobre él vía, no cerraba la boca, amenazando al cielo y a la tierra, y a los malandrines, que tal le parecían.
Cansóse el mozo, y los mercaderes siguieron su camino, llevando qué contar en todo él del pobre apaleado. El cual, después que se vio solo, tornó a probar si podía levantarse; pero si no lo pudo hacer cuando sano y bueno, ¿cómo lo haría molido y casi deshecho? Y aún se tenía por dichoso, pareciéndole que aquélla era propia desgracia de caballeros andantes, y toda la atribuía a la falta de su caballo; y no era posible levantarse, según tenía brumado todo el cuerpo.
Capítulo V
Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro caballero
VIENDO, pues, que, en efeto, no podía menearse, acordó de acogerse a su ordinario remedio, que era pensar en algún paso de sus libros; y trújole su locura a la memoria aquel de Valdovinos y del marqués de Mantua, cuando Carloto le dejó herido en la montiña, historia sabida de los niños, no ignorada de los mozos, celebrada y aun creída de los viejos; y, con todo esto, no más verdadera que los milagros de Mahoma. Ésta, pues, le pareció a él que le venía de molde para el paso en que se hallaba; y así, con muestras de grande sentimiento, se comenzó a volcar por la tierra y a decir con debilitado aliento lo mesmo que dicen decía el herido caballero del bosque:
-¿Donde estás, señora mía,
que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora,
o eres falsa y desleal.
Y, desta manera, fue prosiguiendo el romance hasta aquellos versos que dicen:
-¡Oh noble marqués de Mantua,
mi tío y señor carnal!
Y quiso la suerte que, cuando llegó a este verso, acertó a pasar por allí un labrador de su mesmo lugar y vecino suyo, que venía de llevar una carga de trigo al molino; el cual, viendo aquel hombre allí tendido, se llegó a él y le preguntó que quién era y qué mal sentía que tan tristemente se quejaba. Don Quijote creyó, sin duda, que aquél era el marqués de Mantua, su tío; y así, no le respondió otra cosa si no fue proseguir en su romance, donde le daba cuenta de su desgracia y de los amores del hijo del Emperante con su esposa, todo de la mesma manera que el romance lo canta.
El labrador estaba admirado oyendo aquellos disparates; y, quitándole la visera, que ya estaba hecha pedazos de los palos, le limpió el rostro, que le tenía cubierto de polvo; y apenas le hubo limpiado, cuando le conoció y le dijo:
-Señor Quijana -que así se debía de llamar cuando él tenía juicio y no había pasado de hidalgo sosegado a caballero andante-, ¿quién ha puesto a vuestra merced desta suerte?
Pero él seguía con su romance a cuanto le preguntaba. Viendo esto el buen hombre, lo mejor que pudo le quitó el peto y espaldar, para ver si tenía alguna herida; pero no vio sangre ni señal alguna. Procuró levantarle del suelo, y no con poco trabajo le subió sobre su jumento, por parecer caballería más sosegada. Recogió las armas, hasta las astillas de la lanza, y liólas sobre Rocinante, al cual tomó de la rienda, y del cabestro al asno, y se encaminó hacia su pueblo, bien pensativo de oír los disparates que don Quijote decía; y no menos iba don Quijote, que, de puro molido y quebrantado, no se podía tener sobre el borrico, y de cuando en cuando daba unos suspiros que los ponía en el cielo; de modo que de nuevo obligó a que el labrador le preguntase le dijese qué mal sentía; y no parece sino que el diablo le traía a la memoria los cuentos acomodados a sus sucesos, porque, en aquel punto, olvidándose de Valdovinos, se acordó del moro Abindarráez, cuando el alcaide de Antequera, Rodrigo de Narváez, le prendió y llevó cautivo a su alcaidía. De suerte que, cuando el labrador le volvió a preguntar que cómo estaba y qué sentía, le respondió las mesmas palabras y razones que el cautivo Abencerraje respondía a Rodrigo de Narváez, del mesmo modo que él había leído la historia en La Diana, de Jorge de Montemayor, donde se escribe; aprovechándose della tan a propósito, que el labrador se iba dando al diablo de oír tanta máquina de necedades; por donde conoció que su vecino estaba loco, y dábale priesa a llegar al pueblo, por escusar el enfado que don Quijote le causaba con su larga arenga. Al cabo de lo cual, dijo:
-Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo de Narváez, que esta hermosa Jarifa que he dicho es ahora la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he hecho, hago y haré los más famosos hechos de caballerías que se han visto, vean ni verán en el mundo.
A esto respondió el labrador:
-Mire vuestra merced, señor, pecador de mí, que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Valdovinos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor Quijana.
-Yo sé quien soy -respondió don Quijote-; y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los Nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron, se aventajarán las mías.
En estas pláticas y en otras semejantes, llegaron al lugar a la hora que anochecía, pero el labrador aguardó a que fuese algo más noche, porque no viesen al molido hidalgo tan mal caballero. Llegada, pues, la hora que le pareció, entró en el pueblo, y en la casa de don Quijote, la cual halló toda alborotada; y estaban en ella el cura y el barbero del lugar, que eran grandes amigos de don Quijote, que estaba diciéndoles su ama a voces:
-¿Qué le parece a vuestra merced, señor licenciado Pero Pérez -que así se llamaba el cura-, de la desgracia de mi señor? Tres días ha que no parecen él, ni el rocín, ni la adarga, ni la lanza ni las armas. ¡Desventurada de mí!, que me doy a entender, y así es ello la verdad como nací para morir, que estos malditos libros de caballerías que él tiene y suele leer tan de ordinario le han vuelto el juicio; que ahora me acuerdo haberle oído decir muchas veces, hablando entre sí, que quería hacerse caballero andante e irse a buscar las aventuras por esos mundos. Encomendados sean a Satanás y a Barrabás tales libros, que así han echado a perder el más delicado entendimiento que había en toda la Mancha.
La sobrina decía lo mesmo, y aun decía más:
-Sepa, señor maese Nicolás -que éste era el nombre del barbero-, que muchas veces le aconteció a mi señor tío estarse leyendo en estos desalmados libros de desventuras dos días con sus noches, al cabo de los cuales, arrojaba el libro de las manos, y ponía mano a la espada y andaba a cuchilladas con las paredes; y cuando estaba muy cansado, decía que había muerto a cuatro gigantes como cuatro torres, y el sudor que sudaba del cansancio decía que era sangre de las feridas que había recebido en la batalla; y bebíase luego un gran jarro de agua fría, y quedaba sano y sosegado, diciendo que aquella agua era una preciosísima bebida que le había traído el sabio Esquife, un grande encantador y amigo suyo. Mas yo me tengo la culpa de todo, que no avisé a vuestras mercedes de los disparates de mi señor tío, para que lo remediaran antes de llegar a lo que ha llegado, y quemaran todos estos descomulgados libros, que tiene muchos, que bien merecen ser abrasados, como si fuesen de herejes.
-Esto digo yo también -dijo el cura-, y a fee que no se pase el día de mañana sin que dellos no se haga acto público y sean condenados al fuego, porque no den ocasión a quien los leyere de hacer lo que mi buen amigo debe de haber hecho.
Todo esto estaban oyendo el labrador y don Quijote, con que acabó de entender el labrador la enfermedad de su vecino; y así, comenzó a decir a voces:
-Abran vuestras mercedes al señor Valdovinos y al señor marqués de Mantua, que viene malferido, y al señor moro Abindarráez, que trae cautivo el valeroso Rodrigo de Narváez, alcaide de Antequera.
A estas voces salieron todos y, como conocieron los unos a su amigo, las otras a su amo y tío, que aún no se había apeado del jumento, porque no podía, corrieron a abrazarle. Él dijo:
-Ténganse todos, que vengo malferido por la culpa de mi caballo. Llévenme a mi lecho y llámese, si fuere posible, a la sabia Urganda, que cure y cate de mis feridas.
-¡Mirá, en hora maza -dijo a este punto el ama-, si me decía a mí bien mi corazón del pie que cojeaba mi señor! Suba vuestra merced en buen hora, que, sin que venga esa Hurgada, le sabremos aquí curar. ¡Malditos, digo, sean otra vez y otras ciento estos libros de caballerías, que tal han parado a vuestra merced!
Lleváronle luego a la cama y, catándole las feridas, no le hallaron ninguna; y él dijo que todo era molimiento, por haber dado una gran caída con Rocinante, su caballo, combatiéndose con diez jayanes, los más desaforados y atrevidos que se pudieran fallar en gran parte de la tierra.
-¡Ta, ta! -dijo el cura-. ¿Jayanes hay en la danza? Para mi santiguada, que yo los queme mañana antes que llegue la noche.
Hiciéronle a don Quijote mil preguntas, y a ninguna quiso responder otra cosa sino que le diesen de comer y le dejasen dormir, que era lo que más le importaba. Hízose así, y el cura se informó muy a la larga del labrador del modo que había hallado a don Quijote. Él se lo contó todo, con los disparates que al hallarle y al traerle había dicho; que fue poner más deseo en el licenciado de hacer lo que otro día hizo, que fue llamar a su amigo el barbero maese Nicolás, con el cual se vino a casa de don Quijote.
Capítulo VI
Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo
EL CUAL aún todavía dormía. Pidió las llaves, a la sobrina, del aposento donde estaban los libros, autores del daño, y ella se las dio de muy buena gana. Entraron dentro todos, y la ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños; y, así como el ama los vio, volvióse a salir del aposento con gran priesa, y tornó luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo:
-Tome vuestra merced, señor licenciado: rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten, en pena de las que les queremos dar echándolos del mundo.
Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego.
-No -dijo la sobrina-, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores; mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, y hacer un rimero dellos y pegarles fuego; y si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo.
Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte de aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero leer siquiera los títulos. Y el primero que maese Nicolás le dio en las manos fue Los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura:
-Parece cosa de misterio ésta; porque, según he oído decir, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen déste; y así, me parece que, como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos, sin escusa alguna, condenar al fuego.
-No, señor -dijo el barbero-, que también he oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como a único en su arte, se debe perdonar.
-Así es verdad -dijo el cura-, y por esa razón se le otorga la vida por ahora. Veamos esotro que está junto a él.
-Es -dijo el barbero- las Sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula.
-Pues, en verdad -dijo el cura- que no le ha de valer al hijo la bondad del padre. Tomad, señora ama: abrid esa ventana y echadle al corral, y dé principio al montón de la hoguera que se ha de hacer.
Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián fue volando al corral, esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba.
-Adelante -dijo el cura.
-Este que viene -dijo el barbero- es Amadís de Grecia; y aun todos los deste lado, a lo que creo, son del mesmo linaje de Amadís.
-Pues vayan todos al corral -dijo el cura-; que, a trueco de quemar a la reina Pintiquiniestra, y al pastor Darinel, y a sus églogas, y a las endiabladas y revueltas razones de su autor, quemaré con ellos al padre que me engendró, si anduviera en figura de caballero andante.
-De ese parecer soy yo -dijo el barbero.
-Y aun yo -añadió la sobrina.
-Pues así es -dijo el ama-, vengan, y al corral con ellos.
Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró la escalera y dio con ellos por la ventana abajo.
-¿Quién es ese tonel? -dijo el cura.
-Éste es -respondió el barbero- Don Olivante de Laura.
-El autor de ese libro -dijo el cura- fue el mesmo que compuso a Jardín de flores; y en verdad que no sepa determinar cuál de los dos libros es más verdadero o, por decir mejor, menos mentiroso; sólo sé decir que éste irá al corral por disparatado y arrogante.
-Éste que se sigue es Florimorte de Hircania -dijo el barbero.
-¿Ahí está el señor Florimorte? -replicó el cura-. Pues a fe que ha de parar presto en el corral, a pesar de su estraño nacimiento y sonadas aventuras; que no da lugar a otra cosa la dureza y sequedad de su estilo. Al corral con él y con esotro, señora ama.
-Que me place, señor mío -respondía ella; y con mucha alegría ejecutaba lo que le era mandado.
-Éste es El Caballero Platir -dijo el barbero.
-Antiguo libro es ése -dijo el cura-, y no hallo en él cosa que merezca venia. Acompañe a los demás sin réplica.
Y así fue hecho. Abrióse otro libro y vieron que tenía por título El Caballero de la Cruz.
-Por nombre tan santo como este libro tiene, se podía perdonar su ignorancia; mas también se suele decir: «tras la cruz está el diablo»; vaya al fuego.
Tomando el barbero otro libro, dijo:
-Éste es Espejo de caballerías.
-Ya conozco a su merced -dijo el cura-. Ahí anda el señor Reinaldos de Montalbán con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco, y los doce Pares, con el verdadero historiador Turpín; y en verdad que estoy por condenarlos no más que a destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte de la invención del famoso Mateo Boyardo, de donde también tejió su tela el cristiano poeta Ludovico Ariosto; al cual, si aquí le hallo, y que habla en otra lengua que la suya, no le guardaré respeto alguno; pero si habla en su idioma, le pondré sobre mi cabeza.
-Pues yo le tengo en italiano -dijo el barbero-, mas no le entiendo.
-Ni aun fuera bien que vos le entendiérades -respondió el cura-, y aquí le perdonáramos al señor capitán que no le hubiera traído a España y hecho castellano; que le quitó mucho de su natural valor, y lo mesmo harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua: que, por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento. Digo, en efeto, que este libro, y todos los que se hallaren que tratan destas cosas de Francia, se echen y depositen en un pozo seco, hasta que con más acuerdo se vea lo que se ha de hacer dellos, ecetuando a un Bernardo del Carpio que anda por ahí y a otro llamado Roncesvalles; que éstos, en llegando a mis manos, han de estar en las del ama, y dellas en las del fuego, sin remisión alguna.
Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada, por entender que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la verdad, que no diría otra cosa por todas las del mundo. Y, abriendo otro libro, vio que era Palmerín de Oliva, y junto a él estaba otro que se llamaba Palmerín de Ingalaterra; lo cual visto por el licenciado, dijo:
-Esa oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden della las cenizas; y esa palma de Ingalaterra se guarde y se conserve como a cosa única, y se haga para ello otra caja como la que halló Alejandro en los despojos de Darío, que la diputó para guardar en ella las obras del poeta Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una, porque él por sí es muy bueno, y la otra, porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguarda son bonísimas y de grande artificio; las razones, cortesanas y claras, que guardan y miran el decoro del que habla con mucha propriedad y entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro buen parecer, señor maese Nicolás, que éste y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y todos los demás, sin hacer más cala y cata, perezcan.
-No, señor compadre -replicó el barbero-; que éste que aquí tengo es el afamado Don Belianís.
-Pues ése -replicó el cura-, con la segunda, tercera y cuarta parte, tienen necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya, y es menester quitarles todo aquello del castillo de la Fama y otras impertinencias de más importancia, para lo cual se les da término ultramarino, y como se enmendaren, así se usará con ellos de misericordia o de justicia; y en tanto, tenedlos vos, compadre, en vuestra casa, mas no los dejéis leer a ninguno.
-Que me place -respondió el barbero.
Y, sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama que tomase todos los grandes y diese con ellos en el corral. No se dijo a tonta ni a sorda, sino a quien tenía más gana de quemallos que de echar una tela, por grande y delgada que fuera; y, asiendo casi ocho de una vez, los arrojó por la ventana. Por tomar muchos juntos, se le cayó uno a los pies del barbero, que le tomó gana de ver de quién era, y vio que decía: Historia del famoso caballero Tirante el Blanco.
-¡Válame Dios! -dijo el cura, dando una gran voz-. ¡Que aquí esté Tirante el Blanco! Dádmele acá, compadre; que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don Quirieleisón de Montalbán, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalbán, y el caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo con el alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores y embustes de la viuda Reposada, y la señora Emperatriz, enamorada de Hipólito, su escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que, por su estilo, es éste el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen, y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estas cosas de que todos los demás libros deste género carecen. Con todo eso, os digo que merecía el que le compuso, pues no hizo tantas necedades de industria, que le echaran a galeras por todos los días de su vida. Llevadle a casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto dél os he dicho.
-Así será -respondió el barbero-; pero, ¿qué haremos destos pequeños libros que quedan?
-Éstos -dijo el cura- no deben de ser de caballerías, sino de poesía.
Y abriendo uno, vio que era La Diana, de Jorge de Montemayor, y dijo, creyendo que todos los demás eran del mesmo género:
-Éstos no merecen ser quemados, como los demás, porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho; que son libros de entendimiento, sin perjuicio de tercero.
-¡Ay señor! -dijo la sobrina-, bien los puede vuestra merced mandar quemar, como a los demás, porque no sería mucho que, habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo éstos, se le antojase de hacerse pastor y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo; y, lo que sería peor, hacerse poeta; que, según dicen, es enfermedad incurable y pegadiza.
-Verdad dice esta doncella -dijo el cura-, y será bien quitarle a nuestro amigo este tropiezo y ocasión delante. Y, pues comenzamos por La Diana de Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada, y casi todos los versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa, y la honra de ser primero en semejantes libros.
-Éste que se sigue -dijo el barbero- es La Diana llamada segunda del Salmantino; y éste, otro que tiene el mesmo nombre, cuyo autor es Gil Polo.
-Pues la del Salmantino -respondió el cura-, acompañe y acreciente el número de los condenados al corral, y la de Gil Polo se guarde como si fuera del mesmo Apolo; y pase adelante, señor compadre, y démonos prisa, que se va haciendo tarde.
-Este libro es -dijo el barbero, abriendo otro- Los diez libros de Fortuna de Amor, compuestos por Antonio de Lofraso, poeta sardo.
-Por las órdenes que recebí -dijo el cura-, que, desde que Apolo fue Apolo, y las musas musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado libro como ése no se ha compuesto, y que, por su camino, es el mejor y el más único de cuantos deste género han salido a la luz del mundo; y el que no le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto. Dádmele acá, compadre, que precio más haberle hallado que si me dieran una sotana de raja de Florencia.
Púsole aparte con grandísimo gusto, y el barbero prosiguió diciendo:
-Estos que se siguen son El Pastor de Iberia, Ninfas de Henares y Desengaños de celos.
-Pues no hay más que hacer -dijo el cura-, sino entregarlos al brazo seglar del ama; y no se me pregunte el porqué, que sería nunca acabar.
-Este que viene es El Pastor de Fílida.
-No es ése pastor -dijo el cura-, sino muy discreto cortesano; guárdese como joya preciosa.
-Este grande que aquí viene se intitula -dijo el barbero- Tesoro de varias poesías.
-Como ellas no fueran tantas -dijo el cura-, fueran más estimadas; menester es que este libro se escarde y limpie de algunas bajezas que entre sus grandezas tiene. Guárdese, porque su autor es amigo mío, y por respeto de otras más heroicas y levantadas obras que ha escrito.
-Éste es -siguió el barbero- El Cancionero de López Maldonado.
-También el autor de ese libro -replicó el cura- es grande amigo mío, y sus versos en su boca admiran a quien los oye; y tal es la suavidad de la voz con que los canta, que encanta. Algo largo es en las églogas, pero nunca lo bueno fue mucho: guárdese con los escogidos. Pero, ¿qué libro es ese que está junto a él?
-La Galatea, de Miguel de Cervantes -dijo el barbero.
-Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la emienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y, entre tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre.
-Que me place -respondió el barbero-. Y aquí vienen tres, todos juntos: La Araucana, de don Alonso de Ercilla; La Austríada, de Juan Rufo, jurado de Córdoba, y El Monserrato, de Cristóbal de Virués, poeta valenciano.
-Todos esos tres libros -dijo el cura- son los mejores que, en verso heroico, en lengua castellana están escritos, y pueden competir con los más famosos de Italia: guárdense como las más ricas prendas de poesía que tiene España.
Cansóse el cura de ver más libros; y así, a carga cerrada, quiso que todos los demás se quemasen; pero ya tenía abierto uno el barbero, que se llamaba Las lágrimas de Angélica.
-Lloráralas yo -dijo el cura en oyendo el nombre- si tal libro hubiera mandado quemar; porque su autor fue uno de los famosos poetas del mundo, no sólo de España, y fue felicísimo en la tradución de algunas fábulas de Ovidio.
Capítulo VII
De la segunda salida de nuestro buen caballero don Quijote de la Mancha
ESTANDO en esto, comenzó a dar voces don Quijote, diciendo:
-¡Aquí, aquí, valerosos caballeros; aquí es menester mostrar la fuerza de vuestros valerosos brazos, que los cortesanos llevan lo mejor del torneo!
Por acudir a este ruido y estruendo, no se pasó adelante con el escrutinio de los demás libros que quedaban; y así, se cree que fueron al fuego, sin ser vistos ni oídos, La Carolea y León de España, con Los Hechos del Emperador, compuestos por don Luis de Ávila, que, sin duda, debían de estar entre los que quedaban; y quizá, si el cura los viera, no pasaran por tan rigurosa sentencia.
Cuando llegaron a don Quijote, ya él estaba levantado de la cama, y proseguía en sus voces y en sus desatinos, dando cuchilladas y reveses a todas partes, estando tan despierto como si nunca hubiera dormido. Abrazáronse con él, y por fuerza le volvieron al lecho; y, después que hubo sosegado un poco, volviéndose a hablar con el cura, le dijo:
-Por cierto, señor arzobispo Turpín, que es gran mengua de los que nos llamamos doce Pares dejar, tan sin más ni más, llevar la vitoria deste torneo a los caballeros cortesanos, habiendo nosotros los aventureros ganado el prez en los tres días antecedentes.
-Calle vuestra merced, señor compadre -dijo el cura-, que Dios será servido que la suerte se mude, y que lo que hoy se pierde se gane mañana; y atienda vuestra merced a su salud por agora, que me parece que debe de estar demasiadamente cansado, si ya no es que está malferido.
-Ferido no -dijo don Quijote-, pero molido y quebrantado, no hay duda en ello; porque aquel bastardo de don Roldán me ha molido a palos con el tronco de una encina, y todo de envidia, porque ve que yo solo soy el opuesto de sus valentías. Mas no me llamaría yo Reinaldos de Montalbán si, en levantándome deste lecho, no me lo pagare, a pesar de todos sus encantamentos; y, por agora, tráiganme de yantar, que sé que es lo que más me hará al caso, y quédese lo del vengarme a mi cargo.
Hiciéronlo ansí: diéronle de comer, y quedóse otra vez dormido, y ellos, admirados de su locura.
Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había en el corral y en toda la casa, y tales debieron de arder que merecían guardarse en perpetuos archivos; mas no lo permitió su suerte y la pereza del escrutiñador; y así, se cumplió el refrán en ellos de que pagan a las veces justos por pecadores.
Uno de los remedios que el cura y el barbero dieron, por entonces, para el mal de su amigo, fue que le murasen y tapiasen el aposento de los libros, porque cuando se levantase no los hallase -quizá quitando la causa, cesaría el efeto-, y que dijesen que un encantador se los había llevado, y el aposento y todo; y así fue hecho con mucha presteza.
De allí a dos días se levantó don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros; y, como no hallaba el aposento donde le había dejado, andaba de una en otra parte buscándole. Llegaba adonde solía tener la puerta, y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo, sin decir palabra; pero, al cabo de una buena pieza, preguntó a su ama que hacia qué parte estaba el aposento de sus libros. El ama, que ya estaba bien advertida de lo que había de responder, le dijo:
-¿Qué aposento, o qué nada, busca vuestra merced? Ya no hay aposento ni libros en esta casa, porque todo se lo llevó el mesmo diablo.
-No era diablo -replicó la sobrina-, sino un encantador que vino sobre una nube una noche, después del día que vuestra merced de aquí se partió, y, apeándose de una sierpe en que venía caballero, entró en el aposento, y no sé lo que se hizo dentro, que a cabo de poca pieza salió volando por el tejado, y dejó la casa llena de humo; y, cuando acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos libro ni aposento alguno; sólo se nos acuerda muy bien a mí y al ama que, al tiempo del partirse aquel mal viejo, dijo en altas voces que, por enemistad secreta que tenía al dueño de aquellos libros y aposento, dejaba hecho el daño en aquella casa que después se vería. Dijo también que se llamaba el sabio Muñatón.
-Frestón diría -dijo don Quijote.
-No sé -respondió el ama- si se llamaba Frestón o Fritón; sólo sé que acabó en tón su nombre.
-Así es -dijo don Quijote-; que ése es un sabio encantador, grande enemigo mío, que me tiene ojeriza, porque sabe por sus artes y letras que tengo de venir, andando los tiempos, a pelear en singular batalla con un caballero a quien él favorece, y le tengo de vencer, sin que él lo pueda estorbar, y por esto procura hacerme todos los sinsabores que puede; y mándole yo que mal podrá él contradecir ni evitar lo que por el cielo está ordenado.
-¿Quién duda de eso? -dijo la sobrina-. Pero ¿quién le mete a vuestra merced, señor tío, en esas pendencias? ¿No será mejor estarse pacífico en su casa y no irse por el mundo a buscar pan de trastrigo, sin considerar que muchos van por lana y vuelven tresquilados?
-¡Oh sobrina mía -respondió don Quijote-, y cuán mal que estás en la cuenta! Primero que a mí me tresquilen, tendré peladas y quitadas las barbas a cuantos imaginaren tocarme en la punta de un solo cabello.
No quisieron las dos replicarle más, porque vieron que se le encendía la cólera.
Es, pues, el caso que él estuvo quince días en casa muy sosegado, sin dar muestras de querer segundar sus primeros devaneos, en los cuales días pasó graciosísimos cuentos con sus dos compadres el cura y el barbero, sobre que él decía que la cosa de que más necesidad tenía el mundo era de caballeros andantes y de que en él se resucitase la caballería andantesca. El cura algunas veces le contradecía y otras concedía, porque si no guardaba este artificio, no había poder averiguarse con él.
En este tiempo, solicitó don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien -si es que este título se puede dar al que es pobre-, pero de muy poca sal en la mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el pobre villano se determinó de salirse con él y servirle de escudero. Decíale, entre otras cosas, don Quijote que se dispusiese a ir con él de buena gana, porque tal vez le podía suceder aventura que ganase, en quítame allá esas pajas, alguna ínsula, y le dejase a él por gobernador della. Con estas promesas y otras tales, Sancho Panza, que así se llamaba el labrador, dejó su mujer y hijos y asentó por escudero de su vecino.
Dio luego don Quijote orden en buscar dineros; y, vendiendo una cosa y empeñando otra, y malbaratándolas todas, llegó una razonable cantidad. Acomodóse asimesmo de una rodela, que pidió prestada a un su amigo, y, pertrechando su rota celada lo mejor que pudo, avisó a su escudero Sancho del día y la hora que pensaba ponerse en camino, para que él se acomodase de lo que viese que más le era menester. Sobre todo le encargó que llevase alforjas; e dijo que sí llevaría, y que ansimesmo pensaba llevar un asno que tenía muy bueno, porque él no estaba duecho a andar mucho a pie. En lo del asno reparó un poco don Quijote, imaginando si se le acordaba si algún caballero andante había traído escudero caballero asnalmente, pero nunca le vino alguno a la memoria; mas, con todo esto, determinó que le llevase, con presupuesto de acomodarle de más honrada caballería en habiendo ocasión para ello, quitándole el caballo al primer descortés caballero que topase. Proveyóse de camisas y de las demás cosas que él pudo, conforme al consejo que el ventero le había dado; todo lo cual hecho y cumplido, sin despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni don Quijote de su ama y sobrina, una noche se salieron del lugar sin que persona los viese; en la cual caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros de que no los hallarían aunque los buscasen.
Iba Sancho Panza sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le había prometido. Acertó don Quijote a tomar la misma derrota y camino que el que él había tomado en su primer viaje, que fue por el campo de Montiel, por el cual caminaba con menos pesadumbre que la vez pasada, porque, por ser la hora de la mañana y herirles a soslayo los rayos del sol, no les fatigaban. Dijo en esto Sancho Panza a su amo:
-Mire vuestra merced, señor caballero andante, que no se le olvide lo que de la ínsula me tiene prometido; que yo la sabré gobernar, por grande que sea.
A lo cual le respondió don Quijote:
-Has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre muy usada de los caballeros andantes antiguos hacer gobernadores a sus escuderos de las ínsulas o reinos que ganaban, y yo tengo determinado de que por mí no falte tan agradecida usanza; antes, pienso aventajarme en ella: porque ellos algunas veces, y quizá las más, esperaban a que sus escuderos fuesen viejos; y, ya después de hartos de servir y de llevar malos días y peores noches, les daban algún título de conde, o, por lo mucho, de marqués, de algún valle o provincia de poco más a menos; pero, si tú vives y yo vivo, bien podría ser que antes de seis días ganase yo tal reino que tuviese otros a él adherentes, que viniesen de molde para coronarte por rey de uno dellos. Y no lo tengas a mucho, que cosas y casos acontecen a los tales caballeros, por modos tan nunca vistos ni pensados, que con facilidad te podría dar aún más de lo que te prometo.
-De esa manera -respondió Sancho Panza-, si yo fuese rey por algún milagro de los que vuestra merced dice, por lo menos, Juana Gutiérrez, mi oíslo, vendría a ser reina, y mis hijos infantes.
-Pues ¿quién lo duda? -respondió don Quijote.
-Yo lo dudo -replicó Sancho Panza-; porque tengo para mí que, aunque lloviese Dios reinos sobre la tierra, ninguno asentaría bien sobre la cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa, señor, que no vale dos maravedís para reina; condesa le caerá mejor, y aun Dios y ayuda.
-Encomiéndalo tú a Dios, Sancho -respondió don Quijote-, que Él dará lo que más le convenga, pero no apoques tu ánimo tanto, que te vengas a contentar con menos que con ser adelantado.
-No lo haré, señor mío -respondió Sancho-; y más teniendo tan principal amo en vuestra merced, que me sabrá dar todo aquello que me esté bien y yo pueda llevar.
Capítulo VIII
Del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de felice recordación
EN ESTO, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo; y, así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:
-La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear, porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta, o pocos más, desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer; que ésta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.
-¿Qué gigantes? -dijo Sancho Panza.
-Aquellos que allí ves -respondió su amo- de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.
-Mire vuestra merced -respondió Sancho- que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.
-Bien parece -respondió don Quijote- que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.
Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que, sin duda alguna, eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran; antes, iba diciendo en voces altas:
-Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.
Levantóse en esto un poco de viento y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por don Quijote, dijo:
-Pues, aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.
Y, en diciendo esto y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió con el primero molino que estaba delante; y, dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle, a todo el correr de su asno, y cuando llegó halló que no se podía menear: tal fue el golpe que dio con él Rocinante.
-¡Válame Dios! -dijo Sancho-. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?
-Calla, amigo Sancho -respondió don Quijote-, que las cosas de la guerra, más que otras, están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas, al cabo al cabo, han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada.
-Dios lo haga como puede -respondió Sancho Panza.
Y, ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio despaldado estaba. Y, hablando en la pasada aventura, siguieron el camino del Puerto Lápice, porque allí decía don Quijote que no era posible dejar de hallarse muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero; sino que iba muy pesaroso por haberle faltado la lanza; y, diciéndoselo a su escudero, le dijo:
-Yo me acuerdo haber leído que un caballero español, llamado Diego Pérez de Vargas, habiéndosele en una batalla roto la espada, desgajó de una encina un pesado ramo o tronco, y con él hizo tales cosas aquel día, y machacó tantos moros, que le quedó por sobrenombre Machuca, y así él como sus decendientes se llamaron, desde aquel día en adelante, Vargas y Machuca. Hete dicho esto, porque de la primera encina o roble que se me depare pienso desgajar otro tronco tal y tan bueno como aquél, que me imagino y pienso hacer con él tales hazañas, que tú te tengas por bien afortunado de haber merecido venir a vellas y a ser testigo de cosas que apenas podrán ser creídas.
-A la mano de Dios -dijo Sancho-; yo lo creo todo así como vuestra merced lo dice; pero enderécese un poco, que parece que va de medio lado, y debe de ser del molimiento de la caída.
-Así es la verdad -respondió don Quijote-; y si no me quejo del dolor, es porque no es dado a los caballeros andantes quejarse de herida alguna, aunque se le salgan las tripas por ella.
-Si eso es así, no tengo yo qué replicar -respondió Sancho-, pero sabe Dios si yo me holgara que vuestra merced se quejara cuando alguna cosa le doliera. De mí sé decir que me he de quejar del más pequeño dolor que tenga, si ya no se entiende también con los escuderos de los caballeros andantes eso del no quejarse.
No se dejó de reír don Quijote de la simplicidad de su escudero; y así, le declaró que podía muy bien quejarse, como y cuando quisiese, sin gana o con ella; que hasta entonces no había leído cosa en contrario en la orden de caballería. Díjole Sancho que mirase que era hora de comer. Respondióle su amo que por entonces no le hacía menester; que comiese él cuando se le antojase. Con esta licencia, se acomodó Sancho lo mejor que pudo sobre su jumento y, sacando de las alforjas lo que en ellas había puesto, iba caminando y comiendo detrás de su amo muy de su espacio, y de cuando en cuando empinaba la bota, con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más regalado bodegonero de Málaga. Y, en tanto que él iba de aquella manera menudeando tragos, no se le acordaba de ninguna promesa que su amo le hubiese hecho, ni tenía por ningún trabajo, sino por mucho descanso, andar buscando las aventuras, por peligrosas que fuesen.
En resolución, aquella noche la pasaron entre unos árboles, y del uno dellos desgajó don Quijote un ramo seco que casi le podía servir de lanza, y puso en él el hierro que quitó de la que se le había quebrado. Toda aquella noche no durmió don Quijote, pensando en su señora Dulcinea, por acomodarse a lo que había leído en sus libros, cuando los caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y despoblados, entretenidos con las memorias de sus señoras. No la pasó ansí Sancho Panza, que, como tenía el estómago lleno, y no de agua de chicoria, de un sueño se la llevó toda; y no fueran parte para despertarle, si su amo no lo llamara, los rayos del sol, que le daban en el rostro, ni el canto de las aves, que, muchas y muy regocijadamente, la venida del nuevo día saludaban. Al levantarse dio un tiento a la bota, y hallóla algo más flaca que la noche antes; y afligiósele el corazón, por parecerle que no llevaban camino de remediar tan presto su falta. No quiso desayunarse don Quijote, porque, como está dicho, dio en sustentarse de sabrosas memorias. Tornaron a su comenzado camino del Puerto Lápice, y a obra de las tres del día le descubrieron.
-Aquí -dijo, en viéndole, don Quijote- podemos, hermano Sancho Panza, meter las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras. Mas advierte que, aunque me veas en los mayores peligros del mundo, no has de poner mano a tu espada para defenderme, si ya no vieres que los que me ofenden es canalla y gente baja, que en tal caso bien puedes ayudarme; pero si fueren caballeros, en ninguna manera te es lícito ni concedido por las leyes de caballería que me ayudes, hasta que seas armado caballero.
-Por cierto, señor -respondió Sancho-, que vuestra merced sea muy bien obedicido en esto; y más, que yo de mío me soy pacífico y enemigo de meterme en ruidos ni pendencias. Bien es verdad que, en lo que tocare a defender mi persona, no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere agraviarle.
-No digo yo menos -respondió don Quijote-; pero, en esto de ayudarme contra caballeros, has de tener a raya tus naturales ímpetus.
-Digo que así lo haré -respondió Sancho-, y que guardaré ese preceto tan bien como el día del domingo.
Estando en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden de San Benito, caballeros sobre dos dromedarios: que no eran más pequeñas dos mulas en que venían. Traían sus antojos de camino y sus quitasoles. Detrás dellos venía un coche, con cuatro o cinco de a caballo que le acompañaban y dos mozos de mulas a pie. Venía en el coche, como después se supo, una señora vizcaína, que iba a Sevilla, donde estaba su marido, que pasaba a las Indias con un muy honroso cargo. No venían los frailes con ella, aunque iban el mesmo camino; mas, apenas los divisó don Quijote, cuando dijo a su escudero:
-O yo me engaño, o ésta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto; porque aquellos bultos negros que allí parecen deben de ser, y son sin duda, algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poderío.
-Peor será esto que los molinos de viento -dijo Sancho-. Mire, señor, que aquéllos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente pasajera. Mire que digo que mire bien lo que hace, no sea el diablo que le engañe.
-Ya te he dicho, Sancho -respondió don Quijote-, que sabes poco de achaque de aventuras; lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás.
Y, diciendo esto, se adelantó y se puso en la mitad del camino por donde los frailes venían y, en llegando tan cerca que a él le pareció que le podrían oír lo que dijese, en alta voz dijo:
-Gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas que en ese coche lleváis forzadas; si no, aparejaos a recebir presta muerte, por justo castigo de vuestras malas obras.
Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados, así de la figura de don Quijote como de sus razones, a las cuales respondieron:
-Señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito que vamos nuestro camino, y no sabemos si en este coche vienen, o no, ningunas forzadas princesas.
-Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco, fementida canalla -dijo don Quijote.
Y, sin esperar más respuesta, picó a Rocinante y, la lanza baja, arremetió contra el primero fraile, con tanta furia y denuedo que, si el fraile no se dejara caer de la mula, él le hiciera venir al suelo mal de su grado, y aun malferido, si no cayera muerto. El segundo religioso, que vio del modo que trataban a su compañero, puso piernas al castillo de su buena mula, y comenzó a correr por aquella campaña, más ligero que el mesmo viento.
Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile, apeándose ligeramente de su asno, arremetió a él y le comenzó a quitar los hábitos. Llegaron en esto dos mozos de los frailes y preguntáronle que por qué le desnudaba. Respondióles Sancho que aquello le tocaba a él ligítimamente, como despojos de la batalla que su señor don Quijote había ganado. Los mozos, que no sabían de burlas, ni entendían aquello de despojos ni batallas, viendo que ya don Quijote estaba desviado de allí, hablando con las que en el coche venían, arremetieron con Sancho y dieron con él en el suelo; y, sin dejarle pelo en las barbas, le molieron a coces y le dejaron tendido en el suelo sin aliento ni sentido. Y, sin detenerse un punto, tornó a subir el fraile, todo temeroso y acobardado y sin color en el rostro; y, cuando se vio a caballo, picó tras su compañero, que un buen espacio de allí le estaba aguardando, y esperando en qué paraba aquel sobresalto; y, sin querer aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso, siguieron su camino, haciéndose más cruces que si llevaran al diablo a las espaldas.
Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la señora del coche, diciéndole:
-La vuestra fermosura, señora mía, puede facer de su persona lo que más le viniere en talante, porque ya la soberbia de vuestros robadores yace por el suelo, derribada por este mi fuerte brazo; y, porque no penéis por saber el nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo don Quijote de la Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo de la sin par y hermosa doña Dulcinea del Toboso; y, en pago del beneficio que de mí habéis recebido, no quiero otra cosa sino que volváis al Toboso, y que de mi parte os presentéis ante esta señora y le digáis lo que por vuestra libertad he fecho.
Todo esto que don Quijote decía escuchaba un escudero de los que el coche acompañaban, que era vizcaíno; el cual, viendo que no quería dejar pasar el coche adelante, sino que decía que luego había de dar la vuelta al Toboso, se fue para don Quijote y, asiéndole de la lanza, le dijo, en mala lengua castellana y peor vizcaína, desta manera:
-Anda, caballero que mal andes; por el Dios que crióme, que, si no dejas coche, así te matas como estás ahí vizcaíno.
Entendióle muy bien don Quijote, y con mucho sosiego le respondió:
-Si fueras caballero, como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu sandez y atrevimiento, cautiva criatura.
A lo cual replicó el vizcaíno:
-¿Yo no caballero? Juro a Dios tan mientes como cristiano. Si lanza arrojas y espada sacas, ¡el agua cuán presto verás que al gato llevas! Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo; y mientes que mira si otra dices cosa.
-¡Ahora lo veredes, dijo Agrajes! -respondió don Quijote.
Y, arrojando la lanza en el suelo, sacó su espada y embrazó su rodela, y arremetió al vizcaíno con determinación de quitarle la vida. El vizcaíno, que así le vio venir, aunque quisiera apearse de la mula, que, por ser de las malas de alquiler, no había que fiar en ella, no pudo hacer otra cosa sino sacar su espada; pero avínole bien que se halló junto al coche, de donde pudo tomar una almohada que le sirvió de escudo, y luego se fueron el uno para el otro, como si fueran dos mortales enemigos. La demás gente quisiera ponerlos en paz, mas no pudo, porque decía el vizcaíno en sus mal trabadas razones que si no le dejaban acabar su batalla, que él mismo había de matar a su ama y a toda la gente que se lo estorbase. La señora del coche, admirada y temerosa de lo que veía, hizo al cochero que se desviase de allí algún poco, y desde lejos se puso a mirar la rigurosa contienda, en el discurso de la cual dio el vizcaíno una gran cuchillada a don Quijote encima de un hombro, por encima de la rodela, que, a dársela sin defensa, le abriera hasta la cintura. Don Quijote, que sintió la pesadumbre de aquel desaforado golpe, dio una gran voz, diciendo:
-¡Oh señora de mi alma, Dulcinea, flor de la fermosura, socorred a este vuestro caballero, que, por satisfacer a la vuestra mucha bondad, en este riguroso trance se halla!
El decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bien de su rodela, y el arremeter al vizcaíno, todo fue en un tiempo, llevando determinación de aventurarlo todo a la de un golpe solo.
El vizcaíno, que así le vio venir contra él, bien entendió por su denuedo su coraje, y determinó de hacer lo mesmo que don Quijote; y así, le aguardó bien cubierto de su almohada, sin poder rodear la mula a una ni a otra parte; que ya, de puro cansada y no hecha a semejantes niñerías, no podía dar un paso.
Venía, pues, como se ha dicho, don Quijote contra el cauto vizcaíno, con la espada en alto, con determinación de abrirle por medio, y el vizcaíno le aguardaba ansimesmo levantada la espada y aforrado con su almohada, y todos los circunstantes estaban temerosos y colgados de lo que había de suceder de aquellos tamaños golpes con que se amenazaban; y la señora del coche y las demás criadas suyas estaban haciendo mil votos y ofrecimientos a todas las imágenes y casas de devoción de España, porque Dios librase a su escudero y a ellas de aquel tan grande peligro en que se hallaban.
Pero está el daño de todo esto que en este punto y término deja pendiente el autor desta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito destas hazañas de don Quijote de las que deja referidas. Bien es verdad que el segundo autor desta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que deste famoso caballero tratasen; y así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin desta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en la segunda parte.
Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
Capítulo IX
Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron
DEJAMOS en la primera parte desta historia al valeroso vizcaíno y al famoso don Quijote con las espadas altas y desnudas, en guisa de descargar dos furibundos fendientes, tales que, si en lleno se acertaban, por lo menos se dividirían y fenderían de arriba abajo y abrirían como una granada; y que en aquel punto tan dudoso paró y quedó destroncada tan sabrosa historia, sin que nos diese noticia su autor dónde se podría hallar lo que della faltaba.
Causóme esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber leído tan poco se volvía en disgusto, de pensar el mal camino que se ofrecía para hallar lo mucho que, a mi parecer, faltaba de tan sabroso cuento. Parecióme cosa imposible y fuera de toda buena costumbre que a tan buen caballero le hubiese faltado algún sabio que tomara a cargo el escrebir sus nunca vistas hazañas, cosa que no faltó a ninguno de los caballeros andantes,
de los que dicen las gentes
que van a sus aventuras,
porque cada uno dellos tenía uno o dos sabios, como de molde, que no solamente escribían sus hechos, sino que pintaban sus más mínimos pensamientos y niñerías, por más escondidas que fuesen; y no había de ser tan desdichado tan buen caballero, que le faltase a él lo que sobró a Platir y a otros semejantes. Y así, no podía inclinarme a creer que tan gallarda historia hubiese quedado manca y estropeada; y echaba la culpa a la malignidad del tiempo, devorador y consumidor de todas las cosas, el cual, o la tenía oculta o consumida.
Por otra parte, me parecía que, pues entre sus libros se habían hallado tan modernos como Desengaño de celos y Ninfas y pastores de Henares, que también su historia debía de ser moderna; y que, ya que no estuviese escrita, estaría en la memoria de la gente de su aldea y de las a ella circunvecinas. Esta imaginación me traía confuso y deseoso de saber, real y verdaderamente, toda la vida y milagros de nuestro famoso español don Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería manchega, y el primero que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y ejercicio de las andantes armas, y al desfacer agravios, socorrer viudas, amparar doncellas, de aquellas que andaban con sus azotes y palafrenes, y con toda su virginidad a cuestas, de monte en monte y de valle en valle; que, si no era que algún follón, o algún villano de hacha y capellina, o algún descomunal gigante las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos que, al cabo de ochenta años, que en todos ellos no durmió un día debajo de tejado, y se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había parido. Digo, pues, que, por estos y otros muchos respetos, es digno nuestro gallardo Quijote de continuas y memorables alabanzas; y aun a mí no se me deben negar, por el trabajo y diligencia que puse en buscar el fin desta agradable historia; aunque bien sé que si el cielo, el caso y la fortuna no me ayudan, el mundo quedará falto y sin el pasatiempo y gusto que bien casi dos horas podrá tener el que con atención la leyere. Pasó, pues, el hallarla en esta manera:
Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y, como yo soy aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural inclinación, tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía, y vile con caracteres que conocí ser arábigos. Y, puesto que, aunque los conocía, no los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado que los leyese; y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues, aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua, le hallara. En fin, la suerte me deparó uno, que, diciéndole mi deseo y poniéndole el libro en las manos, le abrió por medio y, leyendo un poco en él, se comenzó a reír.
Preguntéle yo que de qué se reía, y respondióme que de una cosa que tenía aquel libro escrita en el margen por anotación. Díjele que me la dijese; y él, sin dejar la risa, dijo:
-Está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto: «Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha».
Cuando yo oí decir «Dulcinea del Toboso», quedé atónito y suspenso, porque luego se me representó que aquellos cartapacios contenían la historia de don Quijote. Con esta imaginación, le di priesa que leyese el principio y, haciéndolo ansí, volviendo de improviso el arábigo en castellano, dijo que decía: Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. Mucha discreción fue menester para disimular el contento que recebí cuando llegó a mis oídos el título del libro; y, salteándosele al sedero, compré al muchacho todos los papeles y cartapacios por medio real; que, si él tuviera discreción y supiera lo que yo los deseaba, bien se pudiera prometer y llevar más de seis reales de la compra. Apartéme luego con el morisco por el claustro de la iglesia mayor, y roguéle me volviese aquellos cartapacios, todos los que trataban de don Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada, ofreciéndole la paga que él quisiese. Contentóse con dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y fielmente y con mucha brevedad. Pero yo, por facilitar más el negocio y por no dejar de la mano tan buen hallazgo, le truje a mi casa, donde en poco más de mes y medio la tradujo toda, del mesmo modo que aquí se refiere.
Estaba en el primero cartapacio, pintada muy al natural, la batalla de don Quijote con el vizcaíno, puestos en la mesma postura que la historia cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de su rodela, el otro de la almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo, que estaba mostrando ser de alquiler a tiro de ballesta. Tenía a los pies escrito el vizcaíno un título que decía: Don Sancho de Azpetia, que, sin duda, debía de ser su nombre, y a los pies de Rocinante estaba otro que decía: Don Quijote. Estaba Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con tanto espinazo, tan hético confirmado, que mostraba bien al descubierto con cuánta advertencia y propriedad se le había puesto el nombre de Rocinante. Junto a él estaba Sancho Panza, que tenía del cabestro a su asno, a los pies del cual estaba otro rétulo que decía: Sancho Zancas, y debía de ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto y las zancas largas; y por esto se le debió de poner nombre de Panza y de Zancas, que con estos dos sobrenombres le llama algunas veces la historia. Otras algunas menudencias había que advertir, pero todas son de poca importancia y que no hacen al caso a la verdadera relación de la historia; que ninguna es mala como sea verdadera.
Si a ésta se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos; aunque, por ser tan nuestros enemigos, antes se puede entender haber quedado falto en ella que demasiado. Y ansí me parece a mí, pues, cuando pudiera y debiera estender la pluma en las alabanzas de tan buen caballero, parece que de industria las pasa en silencio: cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y debiendo ser los historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y que ni el interés ni el miedo, el rancor ni la afición, no les hagan torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir. En ésta sé que se hallará todo lo que se acertare a desear en la más apacible; y si algo bueno en ella faltare, para mí tengo que fue por culpa del galgo de su autor, antes que por falta del sujeto. En fin, su segunda parte, siguiendo la tradución, comenzaba desta manera:
Puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos y enojados combatientes, no parecía sino que estaban amenazando al cielo, a la tierra y al abismo: tal era el denuedo y continente que tenían. Y el primero que fue a descargar el golpe fue el colérico vizcaíno, el cual fue dado con tanta fuerza y tanta furia que, a no volvérsele la espada en el camino, aquel solo golpe fuera bastante para dar fin a su rigurosa contienda y a todas las aventuras de nuestro caballero; mas la buena suerte, que para mayores cosas le tenía guardado, torció la espada de su contrario, de modo que, aunque le acertó en el hombro izquierdo, no le hizo otro daño que desarmarle todo aquel lado, llevándole de camino gran parte de la celada, con la mitad de la oreja; que todo ello con espantosa ruina vino al suelo, dejándole muy maltrecho.
¡Válame Dios, y quién será aquel que buenamente pueda contar ahora la rabia que entró en el corazón de nuestro manchego, viéndose parar de aquella manera! No se diga más, sino que fue de manera que se alzó de nuevo en los estribos y, apretando más la espada en las dos manos, con tal furia descargó sobre el vizcaíno, acertándole de lleno sobre la almohada y sobre la cabeza, que, sin ser parte tan buena defensa, como si cayera sobre él una montaña, comenzó a echar sangre por las narices, y por la boca y por los oídos, y a dar muestras de caer de la mula abajo, de donde cayera, sin duda, si no se abrazara con el cuello; pero, con todo eso, sacó los pies de los estribos y luego soltó los brazos; y la mula, espantada del terrible golpe, dio a correr por el campo, y a pocos corcovos dio con su dueño en tierra.
Estábaselo con mucho sosiego mirando don Quijote y, como lo vio caer, saltó de su caballo y con mucha ligereza se llegó a él y, poniéndole la punta de la espada en los ojos, le dijo que se rindiese; si no, que le cortaría la cabeza. Estaba el vizcaíno tan turbado que no podía responder palabra, y él lo pasara mal, según estaba ciego don Quijote, si las señoras del coche, que hasta entonces con gran desmayo habían mirado la pendencia, no fueran adonde estaba y le pidieran con mucho encarecimiento les hiciese tan gran merced y favor de perdonar la vida a aquel su escudero. A lo cual don Quijote respondió, con mucho entono y gravedad:
-Por cierto, fermosas señoras, yo soy muy contento de hacer lo que me pedís; mas ha de ser con una condición y concierto, y es que este caballero me ha de prometer de ir al lugar del Toboso y presentarse de mi parte ante la sin par doña Dulcinea, para que ella haga dél lo que más fuere de su voluntad.
La temerosa y desconsolada señora, sin entrar en cuenta de lo que don Quijote pedía, y sin preguntar quién Dulcinea fuese, le prometió que el escudero haría todo aquello que de su parte le fuese mandado.
-Pues en fe de esa palabra, yo no le haré más daño, puesto que me lo tenía bien merecido.
Capítulo X
De lo que más le avino a don Quijote con el vizcaíno, y del peligro en que se vio con una turba de yangüeses
YA EN ESTE tiempo se había levantado Sancho Panza, algo maltratado de los mozos de los frailes, y había estado atento a la batalla de su señor don Quijote, y rogaba a Dios en su corazón fuese servido de darle vitoria y que en ella ganase alguna ínsula de donde le hiciese gobernador, como se lo había prometido. Viendo, pues, ya acabada la pendencia, y que su amo volvía a subir sobre Rocinante, llegó a tenerle el estribo; y antes que subiese se hincó de rodillas delante dél, y, asiéndole de la mano, se la besó y le dijo:
-Sea vuestra merced servido, señor don Quijote mío, de darme el gobierno de la ínsula que en esta rigurosa pendencia se ha ganado; que, por grande que sea, yo me siento con fuerzas de saberla gobernar tal y tan bien como otro que haya gobernado ínsulas en el mundo.
A lo cual respondió don Quijote:
-Advertid, hermano Sancho, que esta aventura y las a ésta semejantes no son aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas, en las cuales no se gana otra cosa que sacar rota la cabeza o una oreja menos. Tened paciencia, que aventuras se ofrecerán donde no solamente os pueda hacer gobernador, sino más adelante.
Agradecióselo mucho Sancho, y, besándole otra vez la mano y la falda de la loriga, le ayudó a subir sobre Rocinante; y él subió sobre su asno y comenzó a seguir a su señor, que, a paso tirado, sin despedirse ni hablar más con las del coche, se entró por un bosque que allí junto estaba. Seguíale Sancho a todo el trote de su jumento, pero caminaba tanto Rocinante que, viéndose quedar atrás, le fue forzoso dar voces a su amo que se aguardase. Hízolo así don Quijote, teniendo las riendas a Rocinante hasta que llegase su cansado escudero, el cual, en llegando, le dijo:
-Paréceme, señor, que sería acertado irnos a retraer a alguna iglesia; que, según quedó maltrecho aquel con quien os combatistes, no será mucho que den noticia del caso a la Santa Hermandad y nos prendan; y a fe que si lo hacen, que primero que salgamos de la cárcel que nos ha de sudar el hopo.
-Calla -dijo don Quijote-. Y ¿dónde has visto tú, o leído jamás, que caballero andante haya sido puesto ante la justicia, por más homicidios que hubiese cometido?
-Yo no sé nada de omecillos -respondió Sancho-, ni en mi vida le caté a ninguno; sólo sé que la Santa Hermandad tiene que ver con los que pelean en el campo, y en esotro no me entremeto.
-Pues no tengas pena, amigo -respondió don Quijote-, que yo te sacaré de las manos de los caldeos, cuanto más de las de la Hermandad. Pero dime, por tu vida: ¿has visto más valeroso caballero que yo en todo lo descubierto de la tierra? ¿Has leído en historias otro que tenga ni haya tenido más brío en acometer, más aliento en el perseverar, más destreza en el herir, ni más maña en el derribar?
-La verdad sea -respondió Sancho- que yo no he leído ninguna historia jamás, porque ni sé leer ni escrebir; mas lo que osaré apostar es que más atrevido amo que vuestra merced yo no le he servido en todos los días de mi vida, y quiera Dios que estos atrevimientos no se paguen donde tengo dicho. Lo que le ruego a vuestra merced es que se cure, que le va mucha sangre de esa oreja; que aquí traigo hilas y un poco de ungüento blanco en las alforjas.
-Todo eso fuera bien escusado -respondió don Quijote- si a mí se me acordara de hacer una redoma del bálsamo de Fierabrás, que con sola una gota se ahorraran tiempo y medicinas.
-¿Qué redoma y qué bálsamo es ése? -dijo Sancho Panza.
-Es un bálsamo -respondió don Quijote- de quien tengo la receta en la memoria, con el cual no hay que tener temor a la muerte, ni hay pensar morir de ferida alguna. Y ansí, cuando yo le haga y te le dé, no tienes más que hacer sino que, cuando vieres que en alguna batalla me han partido por medio del cuerpo (como muchas veces suele acontecer), bonitamente la parte del cuerpo que hubiere caído en el suelo, y con mucha sotileza, antes que la sangre se yele, la pondrás sobre la otra mitad que quedare en la silla, advirtiendo de encajallo igualmente y al justo; luego me darás a beber solos dos tragos del bálsamo que he dicho, y verásme quedar más sano que una manzana.
-Si eso hay -dijo Panza-, yo renuncio desde aquí el gobierno de la prometida ínsula, y no quiero otra cosa, en pago de mis muchos y buenos servicios, sino que vuestra merced me dé la receta de ese estremado licor; que para mí tengo que valdrá la onza adondequiera más de a dos reales, y no he menester yo más para pasar esta vida honrada y descansadamente. Pero es de saber agora si tiene mucha costa el hacelle.
-Con menos de tres reales se pueden hacer tres azumbres -respondió don Quijote.
-¡Pecador de mí! -replicó Sancho-. Pues ¿a qué aguarda vuestra merced a hacelle y a enseñármele?
-Calla, amigo -respondió don Quijote-, que mayores secretos pienso enseñarte y mayores mercedes hacerte; y, por agora, curémonos, que la oreja me duele más de lo que yo quisiera.
Sacó Sancho de las alforjas hilas y ungüento. Mas, cuando don Quijote llegó a ver rota su celada, pensó perder el juicio, y, puesta la mano en la espada y alzando los ojos al cielo, dijo:
-Yo hago juramento al Criador de todas las cosas y a los santos cuatro Evangelios, donde más largamente están escritos, de hacer la vida que hizo el grande marqués de Mantua cuando juró de vengar la muerte de su sobrino Valdovinos, que fue de no comer pan a manteles, ni con su mujer folgar, y otras cosas que, aunque dellas no me acuerdo, las doy aquí por expresadas, hasta tomar entera venganza del que tal desaguisado me fizo.
Oyendo esto Sancho, le dijo:
-Advierta vuestra merced, señor don Quijote, que si el caballero cumplió lo que se le dejó ordenado de irse a presentar ante mi señora Dulcinea del Toboso, ya habrá cumplido con lo que debía, y no merece otra pena si no comete nuevo delito.
-Has hablado y apuntado muy bien -respondió don Quijote-; y así, anulo el juramento en cuanto lo que toca a tomar dél nueva venganza; pero hágole y confírmole de nuevo de hacer la vida que he dicho, hasta tanto que quite por fuerza otra celada tal y tan buena como ésta a algún caballero. Y no pienses, Sancho, que así a humo de pajas hago esto, que bien tengo a quien imitar en ello; que esto mesmo pasó, al pie de la letra, sobre el yelmo de Mambrino, que tan caro le costó a Sacripante.
-Que dé al diablo vuestra merced tales juramentos, señor mío -replicó Sancho-; que son muy en daño de la salud y muy en perjuicio de la conciencia. Si no, dígame ahora: si acaso en muchos días no topamos hombre armado con celada, ¿qué hemos de hacer? ¿Hase de cumplir el juramento, a despecho de tantos inconvenientes e incomodidades, como será el dormir vestido, y el no dormir en poblado, y otras mil penitencias que contenía el juramento de aquel loco viejo del marqués de Mantua, que vuestra merced quiere revalidar ahora? Mire vuestra merced bien, que por todos estos caminos no andan hombres armados, sino arrieros y carreteros, que no sólo no traen celadas, pero quizá no las han oído nombrar en todos los días de su vida.
-Engáñaste en eso -dijo don Quijote-, porque no habremos estado dos horas por estas encrucijadas, cuando veamos más armados que los que vinieron sobre Albraca a la conquista de Angélica la Bella.
-Alto, pues; sea ansí -dijo Sancho-, y a Dios prazga que nos suceda bien, y que se llegue ya el tiempo de ganar esta ínsula que tan cara me cuesta, y muérame yo luego.
-Ya te he dicho, Sancho, que no te dé eso cuidado alguno; que, cuando faltare ínsula, ahí está el reino de Dinamarca o el de Soliadisa, que te vendrán como anillo al dedo; y más, que, por ser en tierra firme, te debes más alegrar. Pero dejemos esto para su tiempo, y mira si traes algo en esas alforjas que comamos, porque vamos luego en busca de algún castillo donde alojemos esta noche y hagamos el bálsamo que te he dicho; porque yo te voto a Dios que me va doliendo mucho la oreja.
-Aquí trayo una cebolla, y un poco de queso y no sé cuántos mendrugos de pan -dijo Sancho-, pero no son manjares que pertenecen a tan valiente caballero como vuestra merced.
-¡Qué mal lo entiendes! -respondió don Quijote-. Hágote saber, Sancho, que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes; y, ya que coman, sea de aquello que hallaren más a mano; y esto se te hiciera cierto si hubieras leído tantas historias como yo; que, aunque han sido muchas, en todas ellas no he hallado hecha relación de que los caballeros andantes comiesen, si no era acaso y en algunos suntuosos banquetes que les hacían, y los demás días se los pasaban en flores. Y, aunque se deja entender que no podían pasar sin comer y sin hacer todos los otros menesteres naturales, porque, en efeto, eran hombres como nosotros, hase de entender también que, andando lo más del tiempo de su vida por las florestas y despoblados, y sin cocinero, que su más ordinaria comida sería de viandas rústicas, tales como las que tú ahora me ofreces. Así que, Sancho amigo, no te congoje lo que a mí me da gusto. Ni querrás tú hacer mundo nuevo, ni sacar la caballería andante de sus quicios.
-Perdóneme vuestra merced -dijo Sancho-; que, como yo no sé leer ni escrebir, como otra vez he dicho, no sé ni he caído en las reglas de la profesión caballeresca; y, de aquí adelante, yo proveeré las alforjas de todo género de fruta seca para vuestra merced, que es caballero, y para mí las proveeré, pues no lo soy, de otras cosas volátiles y de más sustancia.
-No digo yo, Sancho -replicó don Quijote-, que sea forzoso a los caballeros andantes no comer otra cosa sino esas frutas que dices, sino que su más ordinario sustento debía de ser dellas, y de algunas yerbas que hallaban por los campos, que ellos conocían y yo también conozco.
-Virtud es -respondió Sancho- conocer esas yerbas; que, según yo me voy imaginando, algún día será menester usar de ese conocimiento.
Y, sacando, en esto, lo que dijo que traía, comieron los dos en buena paz y compaña. Pero, deseosos de buscar donde alojar aquella noche, acabaron con mucha brevedad su pobre y seca comida. Subieron luego a caballo, y diéronse priesa por llegar a poblado antes que anocheciese; pero faltóles el sol, y la esperanza de alcanzar lo que deseaban, junto a unas chozas de unos cabreros, y así, determinaron de pasarla allí; que cuanto fue de pesadumbre para Sancho no llegar a poblado, fue de contento para su amo dormirla al cielo descubierto, por parecerle que cada vez que esto le sucedía era hacer un acto posesivo que facilitaba la prueba de su caballería.
Capítulo XI
De lo que le sucedió a don Quijote con unos cabreros
FUE RECOGIDO de los cabreros con buen ánimo; y, habiendo Sancho, lo mejor que pudo, acomodado a Rocinante y a su jumento, se fue tras el olor que despedían de sí ciertos tasajos de cabra que hirviendo al fuego en un caldero estaban; y, aunque él quisiera en aquel mesmo punto ver si estaban en sazón de trasladarlos del caldero al estómago, lo dejó de hacer, porque los cabreros los quitaron del fuego, y, tendiendo por el suelo unas pieles de ovejas, aderezaron con mucha priesa su rústica mesa y convidaron a los dos, con muestras de muy buena voluntad, con lo que tenían. Sentáronse a la redonda de las pieles seis dellos, que eran los que en la majada había, habiendo primero con groseras ceremonias rogado a don Quijote que se sentase sobre un dornajo que vuelto del revés le pusieron. Sentóse don Quijote, y quedábase Sancho en pie para servirle la copa, que era hecha de cuerno. Viéndole en pie su amo, le dijo:
-Porque veas, Sancho, el bien que en sí encierra la andante caballería, y cuán a pique están los que en cualquiera ministerio della se ejercitan de venir brevemente a ser honrados y estimados del mundo, quiero que aquí a mi lado y en compañía desta buena gente te sientes, y que seas una mesma cosa conmigo, que soy tu amo y natural señor; que comas en mi plato y bebas por donde yo bebiere; porque de la caballería andante se puede decir lo mesmo que del amor se dice: que todas las cosas iguala.
-¡Gran merced! -dijo Sancho-; pero sé decir a vuestra merced que, como yo tuviese bien de comer, tan bien y mejor me lo comería en pie y a mis solas como sentado a par de un emperador. Y aun, si va a decir verdad, mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón, sin melindres ni respetos, aunque sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas donde me sea forzoso mascar despacio, beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si me viene gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad traen consigo. Ansí que, señor mío, estas honras que vuestra merced quiere darme por ser ministro y adherente de la caballería andante, como lo soy siendo escudero de vuestra merced, conviértalas en otras cosas que me sean de más cómodo y provecho; que éstas, aunque las doy por bien recebidas, las renuncio para desde aquí al fin del mundo.
-Con todo eso, te has de sentar; porque a quien se humilla, Dios le ensalza.
Y, asiéndole por el brazo, le forzó a que junto dél se sentase.
No entendían los cabreros aquella jerigonza de escuderos y de caballeros andantes, y no hacían otra cosa que comer y callar, y mirar a sus huéspedes, que, con mucho donaire y gana, embaulaban tasajo como el puño. Acabado el servicio de carne, tendieron sobre las zaleas gran cantidad de bellotas avellanadas, y juntamente pusieron un medio queso, más duro que si fuera hecho de argamasa. No estaba, en esto, ocioso el cuerno, porque andaba a la redonda tan a menudo (ya lleno, ya vacío, como arcaduz de noria), que con facilidad vació un zaque de dos que estaban de manifiesto. Después que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas en la mano y, mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes razones:
-Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario sustento, tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia; aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre, que ella, sin ser forzada, ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían. Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra; y no eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas verdes de lampazos y yedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas y compuestas como van agora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se decoraban los concetos amorosos del alma simple y sencillamente, del mesmo modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos. No había la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus proprios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar, ni quién fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, sola y señora, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y propria voluntad. Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien agradezco el gasaje y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero; que, aunque por ley natural están todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía, por saber que sin saber vosotros esta obligación me acogistes y regalastes, es razón que, con la voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra.
Toda esta larga arenga -que se pudiera muy bien escusar- dijo nuestro caballero porque las bellotas que le dieron le trujeron a la memoria la edad dorada y antojósele hacer aquel inútil razonamiento a los cabreros, que, sin respondelle palabra, embobados y suspensos, le estuvieron escuchando. Sancho, asimesmo, callaba y comía bellotas, y visitaba muy a menudo el segundo zaque, que, porque se enfriase el vino, le tenían colgado de un alcornoque.
Más tardó en hablar don Quijote que en acabarse la cena; al fin de la cual, uno de los cabreros dijo:
-Para que con más veras pueda vuestra merced decir, señor caballero andante, que le agasajamos con prompta y buena voluntad, queremos darle solaz y contento con hacer que cante un compañero nuestro que no tardará mucho en estar aquí; el cual es un zagal muy entendido y muy enamorado, y que, sobre todo, sabe leer y escrebir y es músico de un rabel, que no hay más que desear.
Apenas había el cabrero acabado de decir esto, cuando llegó a sus oídos el son del rabel, y de allí a poco llegó el que le tañía, que era un mozo de hasta veinte y dos años, de muy buena gracia. Preguntáronle sus compañeros si había cenado, y, respondiendo que sí, el que había hecho los ofrecimientos le dijo:
-De esa manera, Antonio, bien podrás hacernos placer de cantar un poco, porque vea este señor huésped que tenemos quien; también por los montes y selvas hay quien sepa de música. Hémosle dicho tus buenas habilidades, y deseamos que las muestres y nos saques verdaderos; y así, te ruego por tu vida que te sientes y cantes el romance de tus amores que te compuso el beneficiado tu tío, que en el pueblo ha parecido muy bien.
-Que me place -respondió el mozo.
Y, sin hacerse más de rogar, se sentó en el tronco de una desmochada encina, y, templando su rabel, de allí a poco, con muy buena gracia, comenzó a cantar, diciendo desta manera:
ANTONIO
-Yo sé, Olalla, que me adoras,
puesto que no me lo has dicho
ni aun con los ojos siquiera,
mudas lenguas de amoríos.
Porque sé que eres sabida, 5
en que me quieres me afirmo;
que nunca fue desdichado
amor que fue conocido.
Bien es verdad que tal vez,
Olalla, me has dado indicio 10
que tienes de bronce el alma
y el blanco pecho de risco.
Mas allá entre tus reproches
y honestísimos desvíos,
tal vez la esperanza muestra 15
la orilla de su vestido.
Abalánzase al señuelo
mi fe, que nunca ha podido,
ni menguar por no llamado,
ni crecer por escogido. 20
Si el amor es cortesía,
de la que tienes colijo
que el fin de mis esperanzas
ha de ser cual imagino.
Y si son servicios parte 25
de hacer un pecho benigno,
algunos de los que he hecho
fortalecen mi partido.
Porque si has mirado en ello,
más de una vez habrás visto 30
que me he vestido en los lunes
lo que me honraba el domingo.
Como el amor y la gala
andan un mesmo camino,
en todo tiempo a tus ojos 35
quise mostrarme polido.
Dejo el bailar por tu causa,
ni las músicas te pinto
que has escuchado a deshoras
y al canto del gallo primo. 40
No cuento las alabanzas
que de tu belleza he dicho;
que, aunque verdaderas, hacen
ser yo de algunas malquisto.
Teresa del Berrocal, 45
yo alabándote, me dijo:
«Tal piensa que adora a un ángel,
y viene a adorar a un jimio;
merced a los muchos dijes
y a los cabellos postizos, 50
y a hipócritas hermosuras,
que engañan al Amor mismo».
Desmentíla y enojóse;
volvió por ella su primo:
desafióme, y ya sabes 55
lo que yo hice y él hizo.
No te quiero yo a montón,
ni te pretendo y te sirvo
por lo de barraganía;
que más bueno es mi designio. 60
Coyundas tiene la Iglesia
que son lazadas de sirgo;
pon tú el cuello en la gamella;
verás como pongo el mío.
Donde no, desde aquí juro, 65
por el santo más bendito,
de no salir destas sierras
sino para capuchino.
Con esto dio el cabrero fin a su canto; y, aunque don Quijote le rogó que algo más cantase, no lo consintió Sancho Panza, porque estaba más para dormir que para oír canciones. Y ansí, dijo a su amo:
-Bien puede vuestra merced acomodarse desde luego adonde ha de posar esta noche, que el trabajo que estos buenos hombres tienen todo el día no permite que pasen las noches cantando.
-Ya te entiendo, Sancho -le respondió don Quijote-; que bien se me trasluce que las visitas del zaque piden más recompensa de sueño que de música.
-A todos nos sabe bien, bendito sea Dios -respondió Sancho.
-No lo niego -replicó don Quijote-, pero acomódate tú donde quisieres, que los de mi profesión mejor parecen velando que durmiendo. Pero, con todo esto, sería bien, Sancho, que me vuelvas a curar esta oreja, que me va doliendo más de lo que es menester.
Hizo Sancho lo que se le mandaba; y, viendo uno de los cabreros la herida, le dijo que no tuviese pena, que él pondría remedio con que fácilmente se sanase. Y, tomando algunas hojas de romero, de mucho que por allí había, las mascó y las mezcló con un poco de sal, y, aplicándoselas a la oreja, se la vendó muy bien, asegurándole que no había menester otra medicina; y así fue la verdad.
Capítulo XII
De lo que contó un cabrero a los que estaban con don Quijote
ESTANDO en esto, llegó otro mozo de los que les traían del aldea el bastimento, y dijo:
-¿Sabéis lo que pasa en el lugar, compañeros?
-¿Cómo lo podemos saber? -respondió uno dellos.
-Pues sabed -prosiguió el mozo- que murió esta mañana aquel famoso pastor estudiante llamado Grisóstomo, y se murmura que ha muerto de amores de aquella endiablada moza de Marcela, la hija de Guillermo el rico, aquélla que se anda en hábito de pastora por esos andurriales.
-Por Marcela dirás -dijo uno.
-Por ésa digo -respondió el cabrero-. Y es lo bueno, que mandó en su testamento que le enterrasen en el campo, como si fuera moro, y que sea al pie de la peña donde está la fuente del alcornoque; porque, según es fama, y él dicen que lo dijo, aquel lugar es adonde él la vio la vez primera. Y también mandó otras cosas, tales, que los abades del pueblo dicen que no se han de cumplir, ni es bien que se cumplan, porque parecen de gentiles. A todo lo cual responde aquel gran su amigo Ambrosio, el estudiante, que también se vistió de pastor con él, que se ha de cumplir todo, sin faltar nada, como lo dejó mandado Grisóstomo, y sobre esto anda el pueblo alborotado; mas, a lo que se dice, en fin se hará lo que Ambrosio y todos los pastores sus amigos quieren; y mañana le vienen a enterrar con gran pompa adonde tengo dicho. Y tengo para mí que ha de ser cosa muy de ver; a lo menos, yo no dejaré de ir a verla, si supiese no volver mañana al lugar.
-Todos haremos lo mesmo -respondieron los cabreros-; y echaremos suertes a quién ha de quedar a guardar las cabras de todos.
-Bien dices, Pedro -dijo uno-; aunque no será menester usar de esa diligencia, que yo me quedaré por todos. Y no lo atribuyas a virtud y a poca curiosidad mía, sino a que no me deja andar el garrancho que el otro día me pasó este pie.
-Con todo eso, te lo agradecemos -respondió Pedro.
Y don Quijote rogó a Pedro le dijese qué muerto era aquél y qué pastora aquélla; a lo cual Pedro respondió que lo que sabía era que el muerto era un hijodalgo rico, vecino de un lugar que estaba en aquellas sierras, el cual había sido estudiante muchos años en Salamanca, al cabo de los cuales había vuelto a su lugar, con opinión de muy sabio y muy leído.
-«Principalmente, decían que sabía la ciencia de las estrellas, y de lo que pasan, allá en el cielo, el sol y la luna; porque puntualmente nos decía el cris del sol y de la luna.»
-Eclipse se llama, amigo, que no cris, el escurecerse esos dos luminares mayores -dijo don Quijote.
Mas Pedro, no reparando en niñerías, prosiguió su cuento diciendo:
-«Asimesmo adevinaba cuándo había de ser el año abundante o estil.»
-Estéril queréis decir, amigo -dijo don Quijote.
-Estéril o estil -respondió Pedro-, todo se sale allá. «Y digo que con esto que decía se hicieron su padre y sus amigos, que le daban crédito, muy ricos, porque hacían lo que él les aconsejaba, diciéndoles: “Sembrad este año cebada, no trigo; en éste podéis sembrar garbanzos y no cebada; el que viene será de guilla de aceite; los tres siguientes no se cogerá gota”.»
-Esa ciencia se llama astrología -dijo don Quijote.
-No sé yo cómo se llama -replicó Pedro-, mas sé que todo esto sabía y aún más. «Finalmente, no pasaron muchos meses, después que vino de Salamanca, cuando un día remaneció vestido de pastor, con su cayado y pellico, habiéndose quitado los hábitos largos que como escolar traía; y juntamente se vistió con él de pastor otro su grande amigo, llamado Ambrosio, que había sido su compañero en los estudios. Olvidábaseme de decir como Grisóstomo, el difunto, fue grande hombre de componer coplas; tanto, que él hacía los villancicos para la noche del Nacimiento del Señor, y los autos para el día de Dios, que los representaban los mozos de nuestro pueblo, y todos decían que eran por el cabo. Cuando los del lugar vieron tan de improviso vestidos de pastores a los dos escolares, quedaron admirados, y no podían adivinar la causa que les había movido a hacer aquella tan estraña mudanza. Ya en este tiempo era muerto el padre de nuestro Grisóstomo, y él quedó heredado en mucha cantidad de hacienda, ansí en muebles como en raíces, y en no pequeña cantidad de ganado, mayor y menor, y en gran cantidad de dineros; de todo lo cual quedó el mozo señor desoluto, y en verdad que todo lo merecía, que era muy buen compañero y caritativo y amigo de los buenos, y tenía una cara como una bendición. Después se vino a entender que el haberse mudado de traje no había sido por otra cosa que por andarse por estos despoblados en pos de aquella pastora Marcela que nuestro zagal nombró denantes, de la cual se había enamorado el pobre difunto de Grisóstomo.» Y quiéroos decir agora, porque es bien que lo sepáis, quién es esta rapaza; quizá, y aun sin quizá, no habréis oído semejante cosa en todos los días de vuestra vida, aunque viváis más años que sarna.
-Decid Sarra -replicó don Quijote, no pudiendo sufrir el trocar de los vocablos del cabrero.
-Harto vive la sarna -respondió Pedro-; y si es, señor, que me habéis de andar zaheriendo a cada paso los vocablos, no acabaremos en un año.
-Perdonad, amigo -dijo don Quijote-; que por haber tanta diferencia de sarna a Sarra os lo dije; pero vos respondistes muy bien, porque vive más sarna que Sarra; y proseguid vuestra historia, que no os replicaré más en nada.
-«Digo, pues, señor mío de mi alma -dijo el cabrero-, que en nuestra aldea hubo un labrador aún más rico que el padre de Grisóstomo, el cual se llamaba Guillermo, y al cual dio Dios, amén de las muchas y grandes riquezas, una hija, de cuyo parto murió su madre, que fue la más honrada mujer que hubo en todos estos contornos. No parece sino que ahora la veo, con aquella cara que del un cabo tenía el sol y del otro la luna; y, sobre todo, hacendosa y amiga de los pobres, por lo que creo que debe de estar su ánima a la hora de ahora gozando de Dios en el otro mundo. De pesar de la muerte de tan buena mujer murió su marido Guillermo, dejando a su hija Marcela, muchacha y rica, en poder de un tío suyo sacerdote y beneficiado en nuestro lugar. Creció la niña con tanta belleza, que nos hacía acordar de la de su madre, que la tuvo muy grande; y, con todo esto, se juzgaba que le había de pasar la de la hija. Y así fue, que, cuando llegó a edad de catorce a quince años, nadie la miraba que no bendecía a Dios, que tan hermosa la había criado, y los más quedaban enamorados y perdidos por ella. Guardábala su tío con mucho recato y con mucho encerramiento; pero, con todo esto, la fama de su mucha hermosura se estendió de manera que, así por ella como por sus muchas riquezas, no solamente de los de nuestro pueblo, sino de los de muchas leguas a la redonda, y de los mejores dellos, era rogado, solicitado e importunado su tío se la diese por mujer. Mas él, que a las derechas es buen cristiano, aunque quisiera casarla luego, así como la vía de edad, no quiso hacerlo sin su consentimiento, sin tener ojo a la ganancia y granjería que le ofrecía el tener la hacienda de la moza, dilatando su casamiento. Y a fe que se dijo esto en más de un corrillo en el pueblo, en alabanza del buen sacerdote.» Que quiero que sepa, señor andante, que en estos lugares cortos de todo se trata y de todo se murmura; y tened para vos, como yo tengo para mí, que debía de ser demasiadamente bueno el clérigo que obliga a sus feligreses a que digan bien dél, especialmente en las aldeas.
-Así es la verdad -dijo don Quijote-, y proseguid adelante, que el cuento es muy bueno, y vos, buen Pedro, le contáis con muy buena gracia.
-La del Señor no me falte, que es la que hace al caso. «Y en lo demás sabréis que, aunque el tío proponía a la sobrina y le decía las calidades de cada uno en particular, de los muchos que por mujer la pedían, rogándole que se casase y escogiese a su gusto, jamás ella respondió otra cosa sino que por entonces no quería casarse, y que, por ser tan muchacha, no se sentía hábil para poder llevar la carga del matrimonio. Con estas que daba, al parecer justas escusas, dejaba el tío de importunarla, y esperaba a que entrase algo más en edad y ella supiese escoger compañía a su gusto. Porque decía él, y decía muy bien, que no habían de dar los padres a sus hijos estado contra su voluntad. Pero hételo aquí, cuando no me cato, que remanece un día la melindrosa Marcela hecha pastora; y, sin ser parte su tío ni todos los del pueblo, que se lo desaconsejaban, dio en irse al campo con las demás zagalas del lugar, y dio en guardar su mesmo ganado. Y, así como ella salió en público y su hermosura se vio al descubierto, no os sabré buenamente decir cuántos ricos mancebos, hidalgos y labradores han tomado el traje de Grisóstomo y la andan requebrando por esos campos. Uno de los cuales, como ya está dicho, fue nuestro difunto, del cual decían que la dejaba de querer, y la adoraba. Y no se piense que porque Marcela se puso en aquella libertad y vida tan suelta y de tan poco o de ningún recogimiento, que por eso ha dado indicio, ni por semejas, que venga en menoscabo de su honestidad y recato; antes es tanta y tal la vigilancia con que mira por su honra, que de cuantos la sirven y solicitan ninguno se ha alabado, ni con verdad se podrá alabar, que le haya dado alguna pequeña esperanza de alcanzar su deseo. Que, puesto que no huye ni se esquiva de la compañía y conversación de los pastores, y los trata cortés y amigablemente, en llegando a descubrirle su intención cualquiera dellos, aunque sea tan justa y santa como la del matrimonio, los arroja de sí como con un trabuco. Y con esta manera de condición hace más daño en esta tierra que si por ella entrara la pestilencia; porque su afabilidad y hermosura atrae los corazones de los que la tratan a servirla y a amarla, pero su desdén y desengaño los conduce a términos de desesperarse; y así, no saben qué decirle, sino llamarla a voces cruel y desagradecida, con otros títulos a éste semejantes, que bien la calidad de su condición manifiestan. Y si aquí estuviésedes, señor, algún día, veríades resonar estas sierras y estos valles con los lamentos de los desengañados que la siguen. No está muy lejos de aquí un sitio donde hay casi dos docenas de altas hayas, y no hay ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado y escrito el nombre de Marcela; y encima de alguna, una corona grabada en el mesmo árbol, como si más claramente dijera su amante que Marcela la lleva y la merece de toda la hermosura humana. Aquí sospira un pastor, allí se queja otro; acullá se oyen amorosas canciones, acá desesperadas endechas. Cuál hay que pasa todas las horas de la noche sentado al pie de alguna encina o peñasco, y allí, sin plegar los llorosos ojos, embebecido y transportado en sus pensamientos, le halló el sol a la mañana; y cuál hay que, sin dar vado ni tregua a sus suspiros, en mitad del ardor de la más enfadosa siesta del verano, tendido sobre la ardiente arena, envía sus quejas al piadoso cielo. Y déste y de aquél, y de aquéllos y de éstos, libre y desenfadadamente triunfa la hermosa Marcela; y todos los que la conocemos estamos esperando en qué ha de parar su altivez y quién ha de ser el dichoso que ha de venir a domeñar condición tan terrible y gozar de hermosura tan estremada.» Por ser todo lo que he contado tan averiguada verdad, me doy a entender que también lo es la que nuestro zagal dijo que se decía de la causa de la muerte de Grisóstomo. Y así, os aconsejo, señor, que no dejéis de hallaros mañana a su entierro, que será muy de ver, porque Grisóstomo tiene muchos amigos, y no está de este lugar a aquél donde manda enterrarse media legua.
-En cuidado me lo tengo -dijo don Quijote-, y agradézcoos el gusto que me habéis dado con la narración de tan sabroso cuento.
-¡Oh! -replicó el cabrero-, aún no sé yo la mitad de los casos sucedidos a los amantes de Marcela, mas podría ser que mañana topásemos en el camino algún pastor que nos los dijese. Y, por ahora, bien será que os vais a dormir debajo de techado, porque el sereno os podría dañar la herida, puesto que es tal la medicina que se os ha puesto, que no hay que temer de contrario acidente.
Sancho Panza, que ya daba al diablo el tanto hablar del cabrero, solicitó, por su parte, que su amo se entrase a dormir en la choza de Pedro. Hízolo así, y todo lo más de la noche se le pasó en memorias de su señora Dulcinea, a imitación de los amantes de Marcela. Sancho Panza se acomodó entre Rocinante y su jumento, y durmió, no como enamorado desfavorecido, sino como hombre molido a coces.
Capítulo XIII
Donde se da fin al cuento de la pastora Marcela, con otros sucesos
MAS, APENAS comenzó a descubrirse el día por los balcones del oriente, cuando los cinco de los seis cabreros se levantaron y fueron a despertar a don Quijote, y a decille si estaba todavía con propósito de ir a ver el famoso entierro de Grisóstomo, y que ellos le harían compañía. Don Quijote, que otra cosa no deseaba, se levantó y mandó a Sancho que ensillase y enalbardase al momento, lo cual él hizo con mucha diligencia, y con la mesma se pusieron luego todos en camino. Y no hubieron andado un cuarto de legua, cuando, al cruzar de una senda, vieron venir hacia ellos hasta seis pastores, vestidos con pellicos negros y coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. Traía cada uno un grueso bastón de acebo en la mano. Venían con ellos, asimesmo, dos gentiles hombres de a caballo, muy bien aderezados de camino, con otros tres mozos de a pie que los acompañaban. En llegándose a juntar, se saludaron cortésmente, y, preguntándose los unos a los otros dónde iban, supieron que todos se encaminaban al lugar del entierro; y así, comenzaron a caminar todos juntos.
Uno de los de a caballo, hablando con su compañero, le dijo:
-Paréceme, señor Vivaldo, que habemos de dar por bien empleada la tardanza que hiciéremos en ver este famoso entierro, que no podrá dejar de ser famoso, según estos pastores nos han contado estrañezas, ansí del muerto pastor como de la pastora homicida.
-Así me lo parece a mí -respondió Vivaldo-; y no digo yo hacer tardanza de un día, pero de cuatro la hiciera a trueco de verle.
Preguntóles don Quijote qué era lo que habían oído de Marcela y de Grisóstomo. El caminante dijo que aquella madrugada habían encontrado con aquellos pastores, y que, por haberles visto en aquel tan triste traje, les habían preguntado la ocasión por que iban de aquella manera; que uno dellos se lo contó, contando la estrañeza y hermosura de una pastora llamada Marcela, y los amores de muchos que la recuestaban, con la muerte de aquel Grisóstomo a cuyo entierro iban. Finalmente, él contó todo lo que Pedro a don Quijote había contado.
Cesó esta plática y comenzóse otra, preguntando el que se llamaba Vivaldo a don Quijote qué era la ocasión que le movía a andar armado de aquella manera por tierra tan pacífica. A lo cual respondió don Quijote:
-La profesión de mi ejercicio no consiente ni permite que yo ande de otra manera. El buen paso, el regalo y el reposo, allá se inventó para los blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas sólo se inventaron e hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de todos.
Apenas le oyeron esto, cuando todos le tuvieron por loco; y, por averiguarlo más y ver qué género de locura era el suyo, le tornó a preguntar Vivaldo que qué quería decir «caballeros andantes».
-¿No han vuestras mercedes leído -respondió don Quijote- los anales e historias de Ingalaterra, donde se tratan las famosas fazañas del rey Arturo, que continuamente en nuestro romance castellano llamamos el rey Artús, de quien es tradición antigua y común en todo aquel reino de la Gran Bretaña que este rey no murió, sino que, por arte de encantamento, se convirtió en cuervo, y que, andando los tiempos, ha de volver a reinar y a cobrar su reino y cetro; a cuya causa no se probará que desde aquel tiempo a éste haya ningún inglés muerto cuervo alguno? Pues en tiempo deste buen rey fue instituida aquella famosa orden de caballería de los caballeros de la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar un punto, los amores que allí se cuentan de don Lanzarote del Lago con la reina Ginebra, siendo medianera dellos y sabidora aquella tan honrada dueña Quintañona, de donde nació aquel tan sabido romance, y tan decantado en nuestra España, de:
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera Lanzarote
cuando de Bretaña vino;
con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos y fuertes fechos. Pues desde entonces, de mano en mano, fue aquella orden de caballería estendiéndose y dilatándose por muchas y diversas partes del mundo; y en ella fueron famosos y conocidos por sus fechos el valiente Amadís de Gaula, con todos sus hijos y nietos, hasta la quinta generación, y el valeroso Felixmarte de Hircania, y el nunca como se debe alabado Tirante el Blanco, y casi que en nuestros días vimos y comunicamos y oímos al invencible y valeroso caballero don Belianís de Grecia. Esto, pues, señores, es ser caballero andante, y la que he dicho es la orden de su caballería; en la cual, como otra vez he dicho, yo, aunque pecador, he hecho profesión, y lo mesmo que profesaron los caballeros referidos profeso yo. Y así, me voy por estas soledades y despoblados buscando las aventuras, con ánimo deliberado de ofrecer mi brazo y mi persona a la más peligrosa que la suerte me deparare, en ayuda de los flacos y menesterosos.
Por estas razones que dijo, acabaron de enterarse los caminantes que era don Quijote falto de juicio, y del género de locura que lo señoreaba, de lo cual recibieron la mesma admiración que recibían todos aquellos que de nuevo venían en conocimiento della. Y Vivaldo, que era persona muy discreta y de alegre condición, por pasar sin pesadumbre el poco camino que decían que les faltaba, al llegar a la sierra del entierro, quiso darle ocasión a que pasase más adelante con sus disparates. Y así, le dijo:
-Paréceme, señor caballero andante, que vuestra merced ha profesado una de las más estrechas profesiones que hay en la tierra, y tengo para mí que aun la de los frailes cartujos no es tan estrecha.
-Tan estrecha bien podía ser -respondió nuestro don Quijote-, pero tan necesaria en el mundo no estoy en dos dedos de ponello en duda. Porque, si va a decir verdad, no hace menos el soldado que pone en ejecución lo que su capitán le manda que el mesmo capitán que se lo ordena. Quiero decir que los religiosos, con toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la tierra; pero los soldados y caballeros ponemos en ejecución lo que ellos piden, defendiéndola con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas; no debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puestos por blanco de los insufribles rayos del sol en el verano y de los erizados yelos del invierno. Así que, somos ministros de Dios en la tierra, y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia. Y, como las cosas de la guerra y las a ellas tocantes y concernientes no se pueden poner en ejecución sino sudando, afanando y trabajando, síguese que aquellos que la profesan tienen, sin duda, mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo están rogando a Dios favorezca a los que poco pueden. No quiero yo decir, ni me pasa por pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante como el del encerrado religioso; sólo quiero inferir, por lo que yo padezco, que, sin duda, es más trabajoso y más aporreado, y más hambriento y sediento, miserable, roto y piojoso; porque no hay duda sino que los caballeros andantes pasados pasaron mucha malaventura en el discurso de su vida. Y si algunos subieron a ser emperadores por el valor de su brazo, a fe que les costó buen porqué de su sangre y de su sudor; y que si a los que a tal grado subieron les faltaran encantadores y sabios que los ayudaran, que ellos quedaran bien defraudados de sus deseos y bien engañados de sus esperanzas.
-De ese parecer estoy yo -replicó el caminante-; pero una cosa, entre otras muchas, me parece muy mal de los caballeros andantes, y es que, cuando se ven en ocasión de acometer una grande y peligrosa aventura, en que se vee manifiesto peligro de perder la vida, nunca en aquel instante de acometella se acuerdan de encomendarse a Dios, como cada cristiano está obligado a hacer en peligros semejantes; antes, se encomiendan a sus damas, con tanta gana y devoción como si ellas fueran su Dios: cosa que me parece que huele algo a gentilidad.
-Señor -respondió don Quijote-, eso no puede ser menos en ninguna manera, y caería en mal caso el caballero andante que otra cosa hiciese; que ya está en uso y costumbre en la caballería andantesca que el caballero andante que, al acometer algún gran fecho de armas, tuviese su señora delante, vuelva a ella los ojos blanda y amorosamente, como que le pide con ellos le favorezca y ampare en el dudoso trance que acomete; y aun si nadie le oye, está obligado a decir algunas palabras entre dientes, en que de todo corazón se le encomiende; y desto tenemos innumerables ejemplos en las historias. Y no se ha de entender por esto que han de dejar de encomendarse a Dios; que tiempo y lugar les queda para hacerlo en el discurso de la obra.
-Con todo eso -replicó el caminante-, me queda un escrúpulo, y es que muchas veces he leído que se traban palabras entre dos andantes caballeros, y, de una en otra, se les viene a encender la cólera, y a volver los caballos y tomar una buena pieza del campo, y luego, sin más ni más, a todo el correr dellos, se vuelven a encontrar; y, en mitad de la corrida, se encomiendan a sus damas; y lo que suele suceder del encuentro es que el uno cae por las ancas del caballo, pasado con la lanza del contrario de parte a parte, y al otro le viene también que, a no tenerse a las crines del suyo, no pudiera dejar de venir al suelo. Y no sé yo cómo el muerto tuvo lugar para encomendarse a Dios en el discurso de esta tan acelerada obra. Mejor fuera que las palabras que en la carrera gastó encomendándose a su dama las gastara en lo que debía y estaba obligado como cristiano. Cuanto más, que yo tengo para mí que no todos los caballeros andantes tienen damas a quien encomendarse, porque no todos son enamorados.
-Eso no puede ser -respondió don Quijote-: digo que no puede ser que haya caballero andante sin dama, porque tan proprio y tan natural les es a los tales ser enamorados como al cielo tener estrellas, y a buen seguro que no se haya visto historia donde se halle caballero andante sin amores; y por el mesmo caso que estuviese sin ellos, no sería tenido por legítimo caballero, sino por bastardo, y que entró en la fortaleza de la caballería dicha, no por la puerta, sino por las bardas, como salteador y ladrón.
-Con todo eso -dijo el caminante-, me parece, si mal no me acuerdo, haber leído que don Galaor, hermano del valeroso Amadís de Gaula, nunca tuvo dama señalada a quien pudiese encomendarse; y, con todo esto, no fue tenido en menos, y fue un muy valiente y famoso caballero.
A lo cual respondió nuestro don Quijote:
-Señor, una golondrina sola no hace verano. Cuanto más, que yo sé que de secreto estaba ese caballero muy bien enamorado; fuera que, aquello de querer a todas bien cuantas bien le parecían era condición natural, a quien no podía ir a la mano. Pero, en resolución, averiguado está muy bien que él tenía una sola a quien él había hecho señora de su voluntad, a la cual se encomendaba muy a menudo y muy secretamente, porque se preció de secreto caballero.
-Luego, si es de esencia que todo caballero andante haya de ser enamorado -dijo el caminante-, bien se puede creer que vuestra merced lo es, pues es de la profesión. Y si es que vuestra merced no se precia de ser tan secreto como don Galaor, con las veras que puedo le suplico, en nombre de toda esta compañía y en el mío, nos diga el nombre, patria, calidad y hermosura de su dama; que ella se tendría por dichosa de que todo el mundo sepa que es querida y servida de un tal caballero como vuestra merced parece.
Aquí dio un gran suspiro don Quijote y dijo:
-Yo no podré afirmar si la dulce mi enemiga gusta, o no, de que el mundo sepa que yo la sirvo; sólo sé decir, respondiendo a lo que con tanto comedimiento se me pide, que su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso, un lugar de la Mancha; su calidad, por lo menos, ha de ser de princesa, pues es reina y señora mía; su hermosura, sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas: que sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que sólo la discreta consideración puede encarecerlas, y no compararlas.
-El linaje, prosapia y alcurnia querríamos saber -replicó Vivaldo.
A lo cual respondió don Quijote:
-No es de los antiguos Curcios, Gayos y Cipiones romanos, ni de los modernos Colonas y Ursinos; ni de los Moncadas y Requesenes de Cataluña, ni menos de los Rebellas y Villanovas de Valencia; Palafoxes, Nuzas, Rocabertis, Corellas, Lunas, Alagones, Urreas, Foces y Gurreas de Aragón; Cerdas, Manriques, Mendozas y Guzmanes de Castilla; Alencastros, Pallas y Meneses de Portogal; pero es de los del Toboso de la Mancha, linaje, aunque moderno, tal, que puede dar generoso principio a las más ilustres familias de los venideros siglos. Y no se me replique en esto, si no fuere con las condiciones que puso Cervino al pie del trofeo de las armas de Orlando, que decía:
NADIE LAS MUEVA
QUE ESTAR NO PUEDA CON ROLDÁN A PRUEBA.
-Aunque el mío es de los Cachopines de Laredo -respondió el caminante-, no le osaré yo poner con el del Toboso de la Mancha, puesto que, para decir verdad, semejante apellido hasta ahora no ha llegado a mis oídos.
-¡Como eso no habrá llegado! -replicó don Quijote.
Con gran atención iban escuchando todos los demás la plática de los dos, y aun hasta los mesmos cabreros y pastores conocieron la demasiada falta de juicio de nuestro don Quijote. Sólo Sancho Panza pensaba que cuanto su amo decía era verdad, sabiendo él quién era y habiéndole conocido desde su nacimiento; y en lo que dudaba algo era en creer aquello de la linda Dulcinea del Toboso, porque nunca tal nombre ni tal princesa había llegado jamás a su noticia, aunque vivía tan cerca del Toboso.
En estas pláticas iban, cuando vieron que, por la quiebra que dos altas montañas hacían, bajaban hasta veinte pastores, todos con pellicos de negra lana vestidos y coronados con guirnaldas, que, a lo que después pareció, eran cuál de tejo y cuál de ciprés. Entre seis dellos traían unas andas, cubiertas de mucha diversidad de flores y de ramos. Lo cual visto por uno de los cabreros, dijo:
-Aquellos que allí vienen son los que traen el cuerpo de Grisóstomo, y el pie de aquella montaña es el lugar donde él mandó que le enterrasen.
Por esto se dieron priesa a llegar, y fue a tiempo que ya los que venían habían puesto las andas en el suelo; y cuatro dellos con agudos picos estaban cavando la sepultura a un lado de una dura peña.
Recibiéronse los unos y los otros cortésmente; y luego don Quijote y los que con él venían se pusieron a mirar las andas, y en ellas vieron cubierto de flores un cuerpo muerto, vestido como pastor, de edad, al parecer, de treinta años; y, aunque muerto, mostraba que vivo había sido de rostro hermoso y de disposición gallarda. Alrededor dél tenía en las mesmas andas algunos libros y muchos papeles, abiertos y cerrados. Y así los que esto miraban, como los que abrían la sepultura, y todos los demás que allí había, guardaban un maravilloso silencio, hasta que uno de los que al muerto trujeron dijo a otro:
-Mirá bien, Ambrosio, si es éste el lugar que Grisóstomo dijo, ya que queréis que tan puntualmente se cumpla lo que dejó mandado en su testamento.
-Éste es -respondió Ambrosio-; que muchas veces en él me contó mi desdichado amigo la historia de su desventura. Allí me dijo él que vio la vez primera a aquella enemiga mortal del linaje humano, y allí fue también donde la primera vez le declaró su pensamiento, tan honesto como enamorado, y allí fue la última vez donde Marcela le acabó de desengañar y desdeñar, de suerte que puso fin a la tragedia de su miserable vida. Y aquí, en memoria de tantas desdichas, quiso él que le depositasen en las entrañas del eterno olvido.
Y, volviéndose a don Quijote y a los caminantes, prosiguió diciendo:
-Ese cuerpo, señores, que con piadosos ojos estáis mirando, fue depositario de un alma en quien el cielo puso infinita parte de sus riquezas. Ése es el cuerpo de Grisóstomo, que fue único en el ingenio, solo en la cortesía, estremo en la gentileza, fénix en la amistad, magnífico sin tasa, grave sin presunción, alegre sin bajeza, y, finalmente, primero en todo lo que es ser bueno, y sin segundo en todo lo que fue ser desdichado. Quiso bien, fue aborrecido; adoró, fue desdeñado; rogó a una fiera, importunó a un mármol, corrió tras el viento, dio voces a la soledad, sirvió a la ingratitud, de quien alcanzó por premio ser despojos de la muerte en la mitad de la carrera de su vida, a la cual dio fin una pastora a quien él procuraba eternizar para que viviera en la memoria de las gentes, cual lo pudieran mostrar bien esos papeles que estáis mirando, si él no me hubiera mandado que los entregara al fuego en habiendo entregado su cuerpo a la tierra.
-De mayor rigor y crueldad usaréis vos con ellos -dijo Vivaldo- que su mesmo dueño, pues no es justo ni acertado que se cumpla la voluntad de quien lo que ordena va fuera de todo razonable discurso. Y no le tuviera bueno Augusto César si consintiera que se pusiera en ejecución lo que el divino Mantuano dejó en su testamento mandado. Ansí que, señor Ambrosio, ya que deis el cuerpo de vuestro amigo a la tierra, no queráis dar sus escritos al olvido; que si él ordenó como agraviado, no es bien que vos cumpláis como indiscreto. Antes haced, dando la vida a estos papeles, que la tenga siempre la crueldad de Marcela, para que sirva de ejemplo, en los tiempos que están por venir, a los vivientes, para que se aparten y huyan de caer en semejantes despeñaderos; que ya sé yo, y los que aquí venimos, la historia deste vuestro enamorado y desesperado amigo, y sabemos la amistad vuestra, y la ocasión de su muerte, y lo que dejó mandado al acabar de la vida; de la cual lamentable historia se puede sacar cuánto haya sido la crueldad de Marcela, el amor de Grisóstomo, la fe de la amistad vuestra, con el paradero que tienen los que a rienda suelta corren por la senda que el desvariado amor delante de los ojos les pone. Anoche supimos la muerte de Grisóstomo, y que en este lugar había de ser enterrado; y así, de curiosidad y de lástima, dejamos nuestro derecho viaje, y acordamos de venir a ver con los ojos lo que tanto nos había lastimado en oíllo. Y, en pago desta lástima y del deseo que en nosotros nació de remedialla si pudiéramos, te rogamos, ¡oh discreto Ambrosio! (a lo menos, yo te lo suplico de mi parte), que, dejando de abrasar estos papeles, me dejes llevar algunos dellos.
Y, sin aguardar que el pastor respondiese, alargó la mano y tomó algunos de los que más cerca estaban; viendo lo cual Ambrosio, dijo:
-Por cortesía consentiré que os quedéis, señor, con los que ya habéis tomado; pero pensar que dejaré de abrasar los que quedan es pensamiento vano.
Vivaldo, que deseaba ver lo que los papeles decían, abrió luego el uno dellos y vio que tenía por título: Canción desesperada. Oyólo Ambrosio y dijo:
-Ése es el último papel que escribió el desdichado; y, porque veáis, señor, en el término que le tenían sus desventuras, leelde de modo que seáis oído; que bien os dará lugar a ello el que se tardare en abrir la sepultura.
-Eso haré yo de muy buena gana -dijo Vivaldo.
Y, como todos los circunstantes tenían el mesmo deseo, se le pusieron a la redonda; y él, leyendo en voz clara, vio que así decía:
Capítulo XIV
Donde se ponen los versos desesperados del difunto pastor, con otros no esperados sucesos
CANCIÓN DE GRISÓSTOMO
YA QUE quieres, cruel, que se publique,
de lengua en lengua y de una en otra gente,
del áspero rigor tuyo la fuerza,
haré que el mesmo infierno comunique
al triste pecho mío un son doliente, 5
con que el uso común de mi voz tuerza.
Y al par de mi deseo, que se esfuerza
a decir mi dolor y tus hazañas,
de la espantable voz irá el acento,
y en él mezcladas, por mayor tormento, 10
pedazos de las míseras entrañas.
Escucha, pues, y presta atento oído,
no al concertado son, sino al rüido
que de lo hondo de mi amargo pecho,
llevado de un forzoso desvarío, 15
por gusto mío sale y tu despecho.
El rugir del león, del lobo fiero
el temeroso aullido, el silbo horrendo
de escamosa serpiente, el espantable
baladro de algún monstruo, el agorero 20
graznar de la corneja, y el estruendo
del viento contrastado en mar instable;
del ya vencido toro el implacable
bramido, y de la viuda tortolilla
el sentible arrullar; el triste canto 25
del envidiado búho, con el llanto
de toda la infernal negra cuadrilla,
salgan con la doliente ánima fuera,
mezclados en un son, de tal manera
que se confundan los sentidos todos, 30
pues la pena cruel que en mí se halla
para contalla pide nuevos modos.
De tanta confusión no las arenas
del padre Tajo oirán los tristes ecos,
ni del famoso Betis las olivas: 35
que allí se esparcirán mis duras penas
en altos riscos y en profundos huecos,
con muerta lengua y con palabras vivas;
o ya en escuros valles, o en esquivas
playas, desnudas de contrato humano, 40
o adonde el sol jamás mostró su lumbre,
o entre la venenosa muchedumbre
de fieras que alimenta el libio llano;
que, puesto que en los páramos desiertos
los ecos roncos de mi mal, inciertos, 45
suenen con tu rigor tan sin segundo,
por privilegio de mis cortos hados,
serán llevados por el ancho mundo.
Mata un desdén, atierra la paciencia,
o verdadera o falsa, una sospecha; 50
matan los celos con rigor más fuerte;
desconcierta la vida larga ausencia;
contra un temor de olvido no aprovecha
firme esperanza de dichosa suerte.
En todo hay cierta, inevitable muerte; 55
mas yo, ¡milagro nunca visto!, vivo
celoso, ausente, desdeñado y cierto
de las sospechas que me tienen muerto;
y en el olvido en quien mi fuego avivo,
y, entre tantos tormentos, nunca alcanza 60
mi vista a ver en sombra a la esperanza,
ni yo, desesperado, la procuro;
antes, por estremarme en mi querella,
estar sin ella eternamente juro.
¿Puédese, por ventura, en un instante 65
esperar y temer, o es bien hacello,
siendo las causas del temor más ciertas?
¿Tengo, si el duro celo está delante,
de cerrar estos ojos, si he de vello
por mil heridas en el alma abiertas? 70
¿Quién no abrirá de par en par las puertas
a la desconfianza, cuando mira
descubierto el desdén, y las sospechas,
¡oh amarga conversión!, verdades hechas,
y la limpia verdad vuelta en mentira? 75
¡Oh, en el reino de amor fieros tiranos
celos, ponedme un hierro en estas manos!
Dame, desdén, una torcida soga.
Mas, ¡ay de mí!, que, con cruel vitoria,
vuestra memoria el sufrimiento ahoga. 80
Yo muero, en fin; y, porque nunca espere
buen suceso en la muerte ni en la vida,
pertinaz estaré en mi fantasía.
Diré que va acertado el que bien quiere,
y que es más libre el alma más rendida 85
a la de amor antigua tiranía.
Diré que la enemiga siempre mía
hermosa el alma como el cuerpo tiene,
y que su olvido de mi culpa nace,
y que, en fe de los males que nos hace, 90
amor su imperio en justa paz mantiene.
Y, con esta opinión y un duro lazo,
acelerando el miserable plazo
a que me han conducido sus desdenes,
ofreceré a los vientos cuerpo y alma, 95
sin lauro o palma de futuros bienes.
Tú, que con tantas sinrazones muestras
la razón que me fuerza a que la haga
a la cansada vida que aborrezco,
pues ya ves que te da notorias muestras 100
esta del corazón profunda llaga,
de cómo, alegre, a tu rigor me ofrezco,
si, por dicha, conoces que merezco
que el cielo claro de tus bellos ojos
en mi muerte se turbe, no lo hagas; 105
que no quiero que en nada satisfagas,
al darte de mi alma los despojos.
Antes, con risa en la ocasión funesta,
descubre que el fin mío fue tu fiesta;
mas gran simpleza es avisarte desto, 110
pues sé que está tu gloria conocida
en que mi vida llegue al fin tan presto.
Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo
Tántalo con su sed; Sísifo venga
con el peso terrible de su canto; 115
Ticio traya su buitre, y ansimismo
con su rueda Egïón no se detenga,
ni las hermanas que trabajan tanto;
y todos juntos su mortal quebranto
trasladen en mi pecho, y en voz baja 120
-si ya a un desesperado son debidas-
canten obsequias tristes, doloridas,
al cuerpo a quien se niegue aun la mortaja.
Y el portero infernal de los tres rostros,
con otras mil quimeras y mil monstros, 125
lleven el doloroso contrapunto;
que otra pompa mejor no me parece
que la merece un amador difunto.
Canción desesperada, no te quejes
cuando mi triste compañía dejes; 130
antes, pues que la causa do naciste
con mi desdicha augmenta su ventura,
aun en la sepultura no estés triste.
Bien les pareció, a los que escuchado habían, la canción de Grisóstomo, puesto que el que la leyó dijo que no le parecía que conformaba con la relación que él había oído del recato y bondad de Marcela, porque en ella se quejaba Grisóstomo de celos, sospechas y de ausencia, todo en perjuicio del buen crédito y buena fama de Marcela. A lo cual respondió Ambrosio, como aquel que sabía bien los más escondidos pensamientos de su amigo:
-Para que, señor, os satisfagáis desa duda, es bien que sepáis que cuando este desdichado escribió esta canción estaba ausente de Marcela, de quien él se había ausentado por su voluntad, por ver si usaba con él la ausencia de sus ordinarios fueros. Y, como al enamorado ausente no hay cosa que no le fatigue ni temor que no le dé alcance, así le fatigaban a Grisóstomo los celos imaginados y las sospechas temidas como si fueran verdaderas. Y con esto queda en su punto la verdad que la fama pregona de la bondad de Marcela; la cual, fuera de ser cruel, y un poco arrogante y un mucho desdeñosa, la mesma envidia ni debe ni puede ponerle falta alguna.
-Así es la verdad -respondió Vivaldo.
Y, queriendo leer otro papel de los que había reservado del fuego, lo estorbó una maravillosa visión -que tal parecía ella- que improvisamente se les ofreció a los ojos; y fue que, por cima de la peña donde se cavaba la sepultura, pareció la pastora Marcela, tan hermosa que pasaba a su fama su hermosura. Los que hasta entonces no la habían visto la miraban con admiración y silencio, y los que ya estaban acostumbrados a verla no quedaron menos suspensos que los que nunca la habían visto. Mas, apenas la hubo visto Ambrosio, cuando, con muestras de ánimo indignado, le dijo:
-¿Vienes a ver, por ventura, ¡oh fiero basilisco destas montañas!, si con tu presencia vierten sangre las heridas deste miserable a quien tu crueldad quitó la vida? ¿O vienes a ufanarte en las crueles hazañas de tu condición, o a ver desde esa altura, como otro despiadado Nero, el incendio de su abrasada Roma, o a pisar, arrogante, este desdichado cadáver, como la ingrata hija al de su padre Tarquino? Dinos presto a lo que vienes, o qué es aquello de que más gustas; que, por saber yo que los pensamientos de Grisóstomo jamás dejaron de obedecerte en vida, haré que, aun él muerto, te obedezcan los de todos aquellos que se llamaron sus amigos.
-No vengo, ¡oh Ambrosio!, a ninguna cosa de las que has dicho -respondió Marcela-, sino a volver por mí misma, y a dar a entender cuán fuera de razón van todos aquellos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan; y así, ruego a todos los que aquí estáis me estéis atentos, que no será menester mucho tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una verdad a los discretos.
»Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera que, sin ser poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura; y, por el amor que me mostráis, decís, y aun queréis, que esté yo obligada a amaros. Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama. Y más, que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y, siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir “Quiérote por hermosa; hasme de amar aunque sea feo”. Pero, puesto caso que corran igualmente las hermosuras, no por eso han de correr iguales los deseos, que no todas hermosuras enamoran; que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad; que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un andar las voluntades confusas y descaminadas, sin saber en cuál habían de parar; porque, siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los deseos. Y, según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien? Si no, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amábades? Cuanto más, que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que tengo; que, tal cual es, el cielo me la dio de gracia, sin yo pedilla ni escogella. Y, así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado naturaleza, tampoco yo merezco ser reprehendida por ser hermosa; que la hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado o como la espada aguda, que ni él quema ni ella corta a quien a ellos no se acerca. La honra y las virtudes son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no debe de parecer hermoso. Pues si la honestidad es una de las virtudes que al cuerpo y al alma más adornan y hermosean, ¿por qué la ha de perder la que es amada por hermosa, por corresponder a la intención de aquel que, por sólo su gusto, con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda?
»Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos. Los árboles destas montañas son mi compañía, las claras aguas destos arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras. Y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo ni a otro alguno, el fin de ninguno dellos bien se puede decir que antes le mató su porfía que mi crueldad. Y si se me hace cargo que eran honestos sus pensamientos, y que por esto estaba obligada a corresponder a ellos, digo que, cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase el fruto de mi recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si él, con todo este desengaño, quiso porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento, ¿qué mucho que se anegase en la mitad del golfo de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor intención y prosupuesto. Porfió desengañado, desesperó sin ser aborrecido: ¡mirad ahora si será razón que de su pena se me dé a mí la culpa! Quéjese el engañado, desespérese aquel a quien le faltaron las prometidas esperanzas, confíese el que yo llamare, ufánese el que yo admitiere; pero no me llame cruel ni homicida aquel a quien yo no prometo, engaño, llamo ni admito.
»El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar que tengo de amar por elección es escusado. Este general desengaño sirva a cada uno de los que me solicitan de su particular provecho; y entiéndase, de aquí adelante, que si alguno por mí muriere, no muere de celoso ni desdichado, porque quien a nadie quiere, a ninguno debe dar celos; que los desengaños no se han de tomar en cuenta de desdenes. El que me llama fiera y basilisco, déjeme como cosa perjudicial y mala; el que me llama ingrata, no me sirva; el que desconocida, no me conozca; quien cruel, no me siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta desconocida ni los buscará, servirá, conocerá ni seguirá en ninguna manera. Que si a Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi limpieza con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda el que quiere que la tenga con los hombres? Yo, como sabéis, tengo riquezas propias y no codicio las ajenas; tengo libre condición y no gusto de sujetarme: ni quiero ni aborrezco a nadie. No engaño a éste ni solicito aquél, ni burlo con uno ni me entretengo con el otro. La conversación honesta de las zagalas destas aldeas y el cuidado de mis cabras me entretiene. Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí salen, es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera.
Y, en diciendo esto, sin querer oír respuesta alguna, volvió las espaldas y se entró por lo más cerrado de un monte que allí cerca estaba, dejando admirados, tanto de su discreción como de su hermosura, a todos los que allí estaban. Y algunos dieron muestras -de aquellos que de la poderosa flecha de los rayos de sus bellos ojos estaban heridos- de quererla seguir, sin aprovecharse del manifiesto desengaño que habían oído. Lo cual visto por don Quijote, pareciéndole que allí venía bien usar de su caballería, socorriendo a las doncellas menesterosas, puesta la mano en el puño de su espada, en altas e inteligibles voces, dijo:
-Ninguna persona, de cualquier estado y condición que sea, se atreva a seguir a la hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa indignación mía. Ella ha mostrado con claras y suficientes razones la poca o ninguna culpa que ha tenido en la muerte de Grisóstomo, y cuán ajena vive de condescender con los deseos de ninguno de sus amantes, a cuya causa es justo que, en lugar de ser seguida y perseguida, sea honrada y estimada de todos los buenos del mundo, pues muestra que en él ella es sola la que con tan honesta intención vive.
O ya que fuese por las amenazas de don Quijote, o porque Ambrosio les dijo que concluyesen con lo que a su buen amigo debían, ninguno de los pastores se movió ni apartó de allí hasta que, acabada la sepultura y abrasados los papeles de Grisóstomo, pusieron su cuerpo en ella, no sin muchas lágrimas de los circunstantes. Cerraron la sepultura con una gruesa peña, en tanto que se acababa una losa que, según Ambrosio dijo, pensaba mandar hacer, con un epitafio que había de decir desta manera:
YACE AQUÍ DE UN AMADOR
EL MÍSERO CUERPO HELADO,
QUE FUE PASTOR DE GANADO,
PERDIDO POR DESAMOR.
MURIÓ A MANOS DEL RIGOR 5
DE UNA ESQUIVA HERMOSA INGRATA,
CON QUIEN SU IMPERIO DILATA
LA TIRANÍA DE AMOR.
Luego esparcieron por cima de la sepultura muchas flores y ramos, y, dando todos el pésame a su amigo Ambrosio, se despidieron dél. Lo mesmo hicieron Vivaldo y su compañero, y don Quijote se despidió de sus huéspedes y de los caminantes, los cuales le rogaron se viniese con ellos a Sevilla, por ser lugar tan acomodado a hallar aventuras, que en cada calle y tras cada esquina se ofrecen más que en otro alguno. Don Quijote les agradeció el aviso y el ánimo que mostraban de hacerle merced, y dijo que por entonces no quería ni debía ir a Sevilla, hasta que hubiese despojado todas aquellas sierras de ladrones malandrines, de quien era fama que todas estaban llenas. Viendo su buena determinación, no quisieron los caminantes importunarle más, sino, tornándose a despedir de nuevo, le dejaron y prosiguieron su